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En la noche de
la ciudad los silencios han desaparecido[1]. Aparte de aquellos que quieran reducir su noción de tiempo a la mera definición aportada por la física, a nadie le resultará del todo desconcertante la convicción de que la temporalidad, siendo una condición material a la que estamos atributivamente sometidos, y por tanto constitutivamente vinculados, no por ello deja de ser una materialidad tremendamente maleable y desconcertante. Todo aquel que retroceda a sus años de infancia recordará la añorada dilatación temporal del día así como la hiriente aceleración de las horas que tiene lugar a medida que envejecemos. Con el paso de los años las horas, su vivencia, se ha transformado en la vivencia del minuto, así como los días en horas. Por supuesto hay alguna suerte de explicación científica o eso parece ser a juicio de competentes médicos. De hecho recuerdo haber escuchado, la pena es no saber dónde ni a quién, que la razón, la explicación de todo ello, parece encontrarse en las velocidades metabólicas del organismo. Con pocos años, nuestro metabolismo celular se encuentra en su máximo exponente, la velocidad de degradación orgánica, construcción y multiplicación celular es tremenda, su celeridad es máximamente positiva durante los primeros años. Sin embargo a medida que tiene lugar el crecimiento, dicha velocidad interna del organismo sufre una desaceleración metabólica significativa, que ya no podrá ser remontada. De hecho esto nos lleva a la paradoja de que es precisamente cuando más cerca de la muerte estamos cuando los procesos de envejecimiento son más lentos y sin embargo es el pequeño de pocas semanas aquel que se arroja en una frenética carrera de consumo energético. Es en los momentos de mayor velocidad metabólica cuando cada segundo es vivido al máximo, prolongándose de manera notable la experiencia del tiempo. Sin embargo, a medida que nuestra velocidad orgánica disminuye el tiempo parece contraerse. En cierto modo este hecho parece ir análogamente en la misma línea introducida por los físicos relativistas. Suponiendo un tiempo absoluto, éste a altas velocidades se contrae, es decir que los segundos pasan a dar mucho más de sí. Sea como fuere, la presencia, la experiencia de la temporalidad, varía de manera radical. Pero no sólo esta vivencia está en estrecha vinculación y dependencia con el momento físico-biográfico, sino también está en función de los contenidos, esto es, de los hechos, a través de los cuales se tiene presente esa temporalidad. La manera como los hechos quedan organizados determina un cierto modo de tener presente la propia temporalidad de la existencia de sí. El entorno material de las objetividades entre medias de las cuales tiene lugar la constitución del sujeto induce a éste a vivir en una determinada temporalidad y a saberse formando parte, a la vez que sujeto de recreación, de dicha temporalidad. El sujeto se representa, o mejor, se vive a sí en un tiempo. Ésta idea no es nueva, ya quedó apuntada en San Agustín o Pascal, y más reciente en Nietzsche, Heidegger e incluso Steiner. Sin embargo en estos pensadores no hay en esta presencia de sí en un principio, hostilidad alguna salvo la de saberse abierto en la temporalidad. Heidegger, bebiendo de Nietzsche y de San Agustín, entiende que en esta visión de su propia condición temporal, el hombre se actualiza, es decir, alcanza un grado de potencialidad existencial que arroja al sujeto ante un desconcierto; en otras palabras: se actualiza la imagen de sí como necesario proyecto en la temporalidad, lo que por de pronto le confiere una potencialidad enorme, la potencia de saberse libre de ser, o lo que es igual, la potencia de la condena de su libertad. No queda otra opción más que la asunción de la propia realidad y la de la responsabilidad de ser-en-el-mundo, ser en un tiempo en tanto que sujeto en ejercicio, es decir, en tanto que director de la propia realidad. Ahora bien, hay que realizar dos matizaciones: conviene separar el tiempo de la temporalidad. Una cosa consiste en saberse en el tiempo y otra muy diferente es reconocer la temporalidad que se está recreando. Al descubrirse en el tiempo, por proyección, el sujeto ha de saberse en tanto que modo de recreación de una determinada temporalidad que a su vez se abre en una doble proyección, esto es, en tanto que temporalidad privada y en tanto que temporalidad pública. Esta reflexibilidad permite vislumbrarse a sí como una construcción temporal tanto sintáctica-estructural, por lo que toca al tiempo como categoría físico-natural, como semántica, en tanto resulta de una gramática articulada[2]. El peso de la rotunda determinación externa descubierta es la experiencia radical con la cual ha de integrar su vivencia como individuo. He ahí la razón no de una angustia, sino del malestar respecto a lo que en definitiva nunca ha llegado a sentir como propio. Este descubrimiento pone al descubierto el sentido pleno de la individualidad y sitúa definitivamente el espacio de la diferencia. Es, por decirlo de alguna manera, la experiencia definitiva a partir de la cual se le perfila al hombre el sentido de su unicidad y la responsabilidad de su propia existencia. Decimos que es una experiencia radical porque es el punto de inflexión a partir del cual la dinámica existencial adquiere una cierta mayoría de edad, una suerte de final de la infancia. Ya no se trata de tener presente una gramática, es decir, de tenerse a sí presente en un tiempo y en un determinado espacio gramatical particular y propio a una organización social, sino de ejercer de veras esa gramática constituyente. El reconocimiento de la gramática sencillamente es un momento crítico, y como tal puede ser tanto motivador como desmotivador. La presencia del esquema de la temporalidad puede desencadenar efectos devastadores para el sujeto. Saberse a sí en una temporalidad pública, pero lo que es más, saberse a sí a la vez diferente en tanto que individuo, puede dar lugar a la congoja existencial que genere la anulación de toda actividad por parte del sujeto. Este órdago anónimo suspende a la persona ante la toma de la decisión respecto a la franja de diferenciación, es decir, se encontrará en la difícil tesitura de hacerse cargo de su privacidad frente a una constituyente temporalidad pública. Debe asumir su descubrimiento y decidir bajo la forma de una acción. ¿Qué es la temporalidad? Es uno de los ejes matriciales, aunque en verdad es el tiempo el auténtico eje entorno al cual la matriz se materializa dotándose a sí de una temporalidad. Ésta es entonces la unidad relacional de la acción ya de un grupo socialmente, y no necesariamente políticamente, organizado. De tal manera que siendo el tiempo una de las categorías materiales de la existencia la temporalidad se estructura en torno a él en la medida en que una matriz o gramática se pone en marcha. La manera como la gramática se articula entorno a la categoría de tiempo hace de ésta no sólo un eje sintáctico sino que le imprime un carácter semántico que es precisamente el que entendemos por temporalidad. Por lo tanto cuando nos refiramos a temporalidad en todo momento estaremos manejando una noción de vivencia en torno a la categoría temporal La temporalidad es determinada mediante el ejercicio interno de la organización lo que a su vez supone una cierta reducción unitaria o totalización de la situación, del grupo social. Es en este proceso de totalización, sea desde la individualidad o desde la comunidad, del propio espacio material, de la funcionalidad, donde queda instituido un modo de tiempo que llamamos temporalidad. Ésta será clave para llevar acabo los correspondientes malabares sociales de acoplamiento, mejora y reorganización del espacio antropológico, lo que conllevará a su vez una nueva fundación de no sólo una sino de diversas temporalidades. Decimos por ello que se da una mutua conjugación. Por todo ello tomaremos la noción de temporalidad como un principio de unidad entorno al cual queda recogida toda la dinámica de dicha gramática. Sin perjuicio de que de manera análoga se pueda llevar a cabo una aproximación a dicha gramática desde orientaciones muy diversas. Un claro ejemplo de ello es, como en otro apunte llevaremos adelante, el caso de la espacialidad. Tomando el espacio en tanto que categoría física, éste queda reorganizado semánticamente como espacialidad en tanto que categoría ontológica de la presencia. Ahora bien, para evitar confusiones aclaremos desde ya los distintos niveles en los que vamos a estar trabajando y en los cuales debe ser enmarcado cada noción de temporalidad que aquí manejemos. El esquema obedece una cierta orientación vertical, visto en abstracto. La matriz en su rotación o desenvolvimiento desarrolla en la generación una concreta temporalidad. Crea un momento de inercia temporal[3] muy determinado que entenderemos como temporalidad objetiva a la cual le seguirán con continuidad pero no siempre con coherencia semántica, otros momentos temporales o temporalidades concretas objetivas. Éstas son las que de alguna manera serían consideradas como el objeto de la historia entendida como ciencia estricta, es decir, el encadenamiento o sucesión de los momentos históricos en tanto que geometrías biográficas de un determinado pueblo[4]. Esta figura objetiva no obstante se encuentra muy alejada de la temporalidad experimentada por el sujeto en su vida cotidiana. En este segundo estrato de la temporalidad a su vez cabe hacer distintas matizaciones sobre las vivencias que el sujeto puede llevar a cabo acerca de su dimensión temporal. Son dos en concreto las experiencias posibles: considerada como más espontánea, la vivencia de su cadencia particular, de su ajetreo cotidiano; la otra es una suerte de pretensión de objetivar la temporalidad en la cual se siente inserto, y respecto de la cual no necesariamente ha de haber una identidad de la temporalidad personal cotidiana, aunque sin duda habrá una vinculación de hecho. No sólo porque dicha objetivación de la temporalidad, esa atribución figurativa de una abstracta temporalidad genérica, brota en definitiva de la labor que el sujeto desarrolla tomando como elemento de partida para su trabajo su propia experiencia, sino además porque la temporalidad personal cotidiana experimentada está determinada por la temporalidad objetiva que es precisamente aquella que pretende haber conseguido conceptuar bajo la forma de temporalidad fenoménica genérica. Son por tanto tres las realidades temporales: la temporalidad objetiva/temporalidad matricial, la temporalidad particular-personal cotidiana, y la temporalidad abstracta genérica, fruto de una pretensión de conceptualizar la temporalidad-fuerza que está vertebrando a toda la comunidad. El acto creativo máximo lo concebimos como generación de una nueva temporalidad. La cuestión es la de pensar hasta qué punto esta nueva forma de temporalidad, que no es sino un estricto ejercicio de la propia existencia, puede ser pensada en tanto que ejercicio máximamente libre. El acto generativo, la acción desde su cotidianidad, aunque distanciada en la individualidad, de la temporalidad pública-matricial, no está en ningún momento desvinculada de ésta. El cordón umbilical de la reflexibilidad de la propia existencia no permite de ninguna manera romper el hilo respecto a la temporalidad matricial. Cualquier nueva forma de temporalidad en definitiva no será sino una forma germinada precisamente en una suerte de acto de negación respecto de aquella otra forma instituida entre medias de la cual el sujeto ha sido constituido en su individualidad[5]. La temporalidad se siente a modo de una rítmica de acciones. Uno se sabe atravesado por una suerte de ritmo cualitativo en la existencia. La fuente rítmica, el motor o marcapasos, se esconde ante cualquier intento de localización[6]. La razón de ese ritmo impreso en la cotidianidad se desconoce, sencillamente se experimenta en tanto que vivencia. En definitiva, se trata de una integración rítmica de la cual es imposible dar cuenta, pero respecto de la cual es imposible evadirse. Sólo por ello caben dos formas de acción cotidiana, la asunción positiva (consciente o no)[7], así como la negación, que por lo general coexisten de una manera incómoda sumándonos todavía más si cabe en un desconcierto insalvable. La clave está por tanto en la necesidad de mantener una dinámica de crisis acerca de las formas de temporalidad, de manera tal que siempre las nuevas formas tengan una manera de articularse tal que no coarte las individualidades dentro de su propio desenvolvimiento. De no ser así, dicha forma de temporalidad verá cómo su institucionalización cobrará el sentido de una sedimentación constitutiva definitiva. De suceder esto, es decir, de llegar a figurar como eje temporal de la matriz social una forma rancia, vacua y estéril del tiempo, cualquier rasgo de individualidad será del todo imposible. En otras palabras, las gramáticas de creación o matrices no pueden ser de cualquier forma, sino que deben poseer una determinada horma que permita un espacio de vivencia de sí en tanto que problemática. Es decir, las formas de la temporalidad, aunque lo suficientemente consistentes no pueden dejar de ser conflictivas. Igual que uno se reconoce en tanto que es en un mundo, y en este mirar[8] recoge lo ajeno, de la misma manera reconoce una temporalidad pública a la que pertenece pero respecto de la cual en el mejor de los casos le es imposible la absoluta acepción. Precisamente todo lo contrario sucede en nuestros días; como luego veremos la historia ha dado lugar a una nueva forma de temporalidad que supone un cierre de la dinámica que aquí estamos apuntando. La actual forma imperante de temporalidad consiste en un ritmo estrepitoso e inconstante que hace de la tarea de la escucha la más difícil de las acciones propias de la persona. Antes, como ahora, existía un soplo ventricular constitutivo en cada uno de nosotros, un conflicto rítmico entre la exterioridad y nuestra propia corporalidad. Nuestras válvulas existenciales exigían un ritmo propio y adecuado que normalmente resultaba incompatible con el torrente cotidiano. Éste, la forma instituida socialmente de la temporalidad, provocaba un sobreesfuerzo en todos nuestros tejidos, constituyendo un espacio de tensión entre nuestra yoidad y la matriz constitutiva. Sin embargo, la diferencia alarmante entre las habituales formas de la temporalidad instituidas como ejes principales de sus determinadas matrices históricas de configuración, generaban por entonces un espacio de tensión tal, un murmullo, o soplo ventricular, que resultaba audible para cualquier espíritu atento. Ese soplo de disconformidad, de malestar, encontraba oídos a su expresión agónica, a su exigencia de cambio. Hoy, la tensión sigue presente en todos los modos de ser persona, sin embargo la especial conformidad de ese nuevo ritmo matricial ha dado lugar a un nuevo hecho tan asombroso como terrorífico. La disconformidad, el conflicto rítmico entre los tejidos personales que exigen su propia cadencia y la dinámica o compás matricial, sigue tan presente como desbordante; es el malestar en las calles. Esa tirantez arrastra hoy hacia la agonía de una manera hasta ahora sin igual en la historia. El tiempo o ritmo instituido en nuestros días no sólo choca directamente con la exigencia temporal de nuestros propios tejidos, sino que además genera entorno suyo tal cantidad de ruido que no permite a la persona llevar acabo el mas íntimo de sus actos, esto es, la escucha de sí. Esta violenta sordera contribuye al desconocimiento, a la ignorancia de otras formas de temporalidad, haciendo imposible cualquier tipo de verdadero acto creativo de temporalidad. El estrépito desencadenado por la temporalidad instaurada sume a la persona en la ignorancia de su propia individualidad. De tal manera que la presión entre la forma temporal de la matriz social y la exigencia de una temporalidad propia, sólo podrá aumentar, pero nunca decrecer, al no tener el sujeto presente la posibilidad de negación de la institucionalización rítmica. No sólo eso, sino que además la morralla sonora no permitirá cuestionar la legitimidad de la matriz. De manera tal que el acto crítico queda, antes de que pueda siquiera perfilarse como acción, sesgado de raíz ante la ausencia de una reflexión que ponga frente a sí el objeto sobre el que trabajar, en este caso la temporalidad, o lo que es igual, la propia existencia. Es en este sentido como sostenemos que las únicas formas de pesar que hoy puede darse son la agonía y el malestar, y, muy raramente, sólo en aquellos donde aún existe un margen de audición será aún posible que encontremos un momento de angustia fruto de un ponerse frente a sí. La angustia es fruto de la escucha, del ponerse frente a sí. Es el resultado del descubrimiento de la impropiedad de la temporalidad en la que se está conformado. Es un reconocimiento de la temporalidad en la que se está conformado a la vez que un rechazo. La persona no acaba de reconocerse en tanto que individuo que queda recogido en una temporalidad absolutamente. Esta incompletud que siente la persona no le permite sentir definitivamente como propia la temporalidad, sino sólo relativamente. Su existencia desborda precisamente esa temporalidad de la que él mismo es fruto. Su individualidad no queda englobada. Frente a ella, la ausencia de una temporalidad propia exige una apropiación de un nuevo ritmo ontológico. Éste tendrá que ser pretendidamente adecuado a la propia individualidad. El sujeto habrá de apropiarse de una temporalidad inexistente y para ello sólo tendrá a la vista el ritmo ausente que desde su tejido personal parece obrar como exigencia. Esta búsqueda de la temporalidad sólo podrá encauzarse en un principio como ejercicio de negación-crítica de la temporalidad operante, respecto de la cual sólo se tiene conciencia a través del conflicto, del daño causado sobre su propio tejido personal sometido a un ritmo para el que no está constituido. El sujeto desconoce la apropiada forma de la temporalidad, aquella que no someterá a su realidad personal a un ritmo de desgaste, pero ello no significa que no tenga en su experiencia cotidiana presente una temporalidad que progresivamente, al obrar, somete su propia persona a una combustión agónica. En el estado de mayor desconcierto, en nuestros días de sordera, cualquier intento de creación está condenado al aborto. Y digo precisamente aborto y no fracaso, porque sostendremos que toda pretensión de darse a sí, de crear propiamente una nueva temporalidad para sí, es un acto fallido y por de pronto un acto no definitivo, con principio y fin, sino eterno, temporalmente abierto a pesar de sus puntuales concreciones. El artista, por ello, diremos que se eterniza en su obra, no tanto porque pretende alcanzar lo absoluto de su particularidad, su tiempo, algo que está lejos de su alcance, sino precisamente porque ejerce su voluntad en una insatisfecha escucha. Son los tejidos y las vísceras quejumbrosas aquellas donde la voz de su voluntad es más fuerte. Como decía, en nuestros días de condena cualquier pretensión de creación no llega ni siquiera a nacer por el hecho de que la temporalidad en la cual nos encontramos contradice lo que debe ser un ritmo apropiado para una gramática de creación. En esta nueva temporalidad no hay gramática de creación que pueda estar ejercitándose como matriz fértil. La nueva temporalidad emponzoña la matriz generativa permitiendo sólo la germinación de generaciones de sordos irreversibles. Nosotros, los tullidos de oído, sólo podemos negar desde la agonía de la tensión sorda. De tal manera que sólo una filosofía de raíz negativa podrá poner en aprietos la institucionalización de un tiempo definitivo. Por el contrario, aquellos que aún tengan oídos, que se oigan, y que sigan componiendo nuevas músicas exultantes que sirvan de montura a jubilosas filosofías vitalistas. Visto así se perfilan dos frentes de actuación: la de la resistencia de aquellos cuya voluntad queda enmudecida y sus apetencias eróticas mueren en un mar de morralla; aquellos que poseedores de una voluntad de tiempo, de ejercicio, de sentido, quedan atrapados en un dolor sordo del que desconocen origen y razones y cuya voluntad se presenta como fantasmagórica y vacía, incapaz de determinar su querer. Y por el contrario, la segunda vía activa consistirá en la de los menos; aquellos cuyo nervio creativo se mantiene en un vilo gracias a la presencia de una voluntad que se alza por encima de las pantallas de interferencia. El origen de esta potencia creativa, de la capacidad de escucha, resulta difícil de determinar. Podemos pensar que es gracias a la fortaleza de la voluntad particular como resulta posible llevar acabo esta escucha del conflicto entre voluntades, o en otras palabras, diríamos que es la violencia con la que la voluntad o los propios tejidos personales gritan contra el yugo, el atentado o el encorsetamiento que la instituida temporalidad lleva a cabo, lo que permite traspasar el ruidoso velo de esta nueva e imperante hoy forma de temporalidad. Sin embargo, por otra parte, cabe pensar que las formas de temporalidad instituidas, aunque extensionalmente presentes en todo el ámbito de la matriz social, no son igualmente homogéneas. Su textura varía, siendo sobre determinados lugares mucho más presentes y coactivas que en comparación con otros espacios de la misma matriz. De manera tal que dicha infinitesimal heterogeneidad permite que el grado de sonoridad enmascaradora, atronadora, mutiladora de tímpanos, varíe quedando así reducidos los espacios lejos de su completa influencia. Por ello mismo la influencia de la temporalidad resulta ser heterogénea, tanto como grados de sordera del ánimo podemos ver entre las calles. Así pues tendremos sorderas irreversibles, sordos recuperables, y escasos privilegiados, difíciles de encontrar, capaces aún de oír como los antiguos. Al mismo tiempo debemos volver a replantearnos el sentido de la fortaleza de la voluntad y de su para nada arbitraria constitución. Ésta se conforma en la matriz temporal. Por de pronto su constitución es isomórfica por lo menos respecto de los ejes matriciales, o gramaticales. La voluntad sin duda es una gramática que se está articulando, como gramatical es el seno social. La distancia que entre ambas hasta ahora hemos estado manejando no es tanta, de hecho no hay distancia alguna. Sirva sencillamente como recurso metodológico para llegar a comprender la relación entre las dos. Esta distancia es en definitiva la tenue frontera entre el hecho individual-diferencial y el espacio público, una frontera tan vasta como liviana. La temporalidad está presente en la constitución de voluntades, pero éstas difícilmente pueden reducirse a la primera. De hecho la desbordan como ya hemos dicho anteriormente. Sin embargo la determinación de la voluntad a su vez está íntimamente vinculada a los lugares de influencia. Seguramente allí donde la presencia del ritmo instituido sea menor, por ejemplo en los márgenes exteriores de influencia de la matriz. como puede ser un área rural, la temporalidad requerida desde la voluntad (seguramente una voluntad determinada someramente desde otra temporalidad instituida que entra en contradicción con la otra forma de temporalidad que está también influyendo pero lateralmente) diferirá en mayor medida respecto de la temporalidad instituida. Sin embargo éste es un mal ejemplo debido a que existen áreas de influencia diversas correspondientes a distintas formas de temporalidad que en numerosos puntos o lugares confluyen. Sin embargo dicho encuentro no se da en condiciones parejas entre ambas; es por ello por lo que siempre tiene lugar la prevalencia de una en tanto a su consolidación como institución. Ahora bien, y dejando por el momento de lado la situación del encuentro, si atendemos a las relaciones internas dentro del espacio de influencia temporal debemos prestar atención a esa suerte de zonas de menor densidad de influencia. En virtud del grado la constitución de las voluntades diferirá notablemente. Que una forma de la temporalidad esté instituida a modo de caballo de batalla de la normalización no quiere decir que exista una evacuación interna de otras formas de temporalidad no ya individuales sino genéricas a círculos reducidos del interior de la matriz social[9]. Una cosa debemos tener presente: la imposibilidad de ausencia de temporalidad en la constitución de la persona. Siempre ha de haber al menos una temporalidad de referencia en el entorno de configuración. Ahora bien, lo normal, por lo menos en el seno de la urbe, es la existencia de diferentes formas de temporalidad en pugna. Si bien todas ellas están en juego atravesando a la persona, no obstante las relaciones entre ellas no son equipotenciales. Entre medias de este desigual juego, es donde la persona no solo será constituida como tal, sino que además será en y a partir de ese juego como la persona deberá empezar a tomar partido. Retrocedamos unos pasos antes de seguir adelante. Decíamos anteriormente que el área de influencia de la temporalidad instituida no es homogénea. Esto es igual que considerar que la matriz tampoco es homogénea. De hecho ambas son heterogéneas. Cuando nos referíamos más arriba a que existen zonas dentro del área de influencia de esta forma de heterogeneidad más débiles, precisamente apuntábamos al hecho que ahora introducimos como juego desigual. Esta desigualdad es la que determina la mayor o menor presencia de una determinada forma de temporalidad frente a otras. Toda esta pluralidad tiene lugar de una manera sincrónica, de tal modo que instituidas, entendiendo por instituido el proceso mediante el cual una determinada forma de temporalidad queda instaurada como genérica bajo la cual por afinidad quedan integradas otras formas afines pero no equiparables, lo son todas las temporalidades en pugna. Aclaremos que la institución de una temporalidad es su estabilización formal, su entrada en el juego, su reconocimiento en tanto que oposición, o si se quiere su legalización[10]. Por ello aunque desde la perspectiva de una determinada temporalidad existan zonas de poco alcance, ello no quiere decir que se hallen lugares dentro del tejido social donde se dé una ausencia total de formas de temporalidad; siempre hay alguna o algunas que están ahí ejerciendo su potencia generativa. Sin embargo esto no evita que podamos afirmar con rotundidad la prevalencia, dentro del juego de fuerzas temporales frente a todas las demás formas, de una en concreto. Ésta es la que reconoceremos como aquella forma máximamente presente o con mayor rango de influencia. Como decíamos, es en el crisol de las temporalidades donde la voluntad se perfilará y donde adquirirá su potencia creadora. Ahora bien, si antes mostrábamos que desde el propio tejido personal parece elevarse la voz de la voluntad y exigir una apropiación, crítica y transformación de la temporalidad instituida y con ella toda aquella gramática articulada que hace posible dicho ritmo, ahora tenemos ya a la vista que ese frente con el que nos encontramos no es unívoco sino plural, es decir, que es un juego de temporalidades y de gramáticas en pugna[11]. Es un frente plural, y contra todas las formas en juego se eleva la voluntad exigiendo su desplazamiento. Del tipo de relaciones que se den entre temporalidades en un lugar del espacio social dependerá la exigencia de la voluntad. Difícil es establecer los posibles resultados sin tener un juego delante. La constitución de la voluntad depende del complejo juego. Alentar un principio que describa, en función de los grados de influencia, la virulencia con la que una voluntad se comportará respecto a la temporalidad instituida, sería un atrevimiento imperdonable además de un error lógico. Si dijéramos que en los lugares donde mayor es la influencia de la temporalidad instituida es donde con menos tesón la voluntad se comportaría precisamente por estar determinada en gran medida por dicha temporalidad, carecería de fundamento; tanto como gratuito sería sostener la tesis contraria. Y lo mismo sucede si argumentamos diciendo que en los lugares de menor influencia es donde con más ímpetu la voluntad se ensaña con esa temporalidad instituida pero por la que el sujeto ligeramente se encuentra determinado. Los ejemplos cotidianos son tan diversos que no cabe establecer correlación alguna sobre la influencia del ritmo "oficial" y el rechazo o aceptación que de la voluntad brote. De la manera como nos hagamos cargo de la vivencia de la temporalidad dependerá en gran medida nuestra praxis. Ya no vale únicamente sostener que el momento de creación o exigencia de, sea posible únicamente en la medida en que la escucha tenga lugar sino además por la manera, por el valor, que se le da al ejercicio de la propia voluntad. Dejando de lado las complicaciones antes citadas en derredor a aquellas posibles formas de la voluntad que desmontan la dinámica dialéctica de las temporalidades en la historia. Ubiquémonos por un momento en aquella situación arquetípica tan ajena a nuestros días. Tomemos el abrupto esquema que antes describíamos, aquél en el que las temporalidades se articulan de manera conflictiva unas sobre otras y donde la apropiación de un individuo de una temporalidad se asemeja a la de un esfuerzo poiético privado. Tengamos presente que este esfuerzo nunca es definitivo, esto es, que la génesis de una temporalidad que quede instaurada en tanto que espacio y hogar nunca es definitiva, por el hecho de que es imposible el desarrollo existencial en una unidad temporal, es decir, que en el fondo la voluntad exige una pluralidad de temporalidades en función de sus momentos de existencia[12] que por regla general entran a su vez en un conflicto. Es por ello mismo por lo que, incluso en el caso del esfuerzo de la creación no ya de una nueva temporalidad sino de un conjunto de temporalidades a través de las cuales la persona pueda sacar adelante su existencia a través del ejercicio de su voluntad, tal esfuerzo nunca es definitivo sino que permanece en constante ejecución en un intento de instauración de esa unidad que incluso le falta a su propia voluntad. De tal manera que una vez más el hombre se pone frente a sí y se reconoce en tanto que realidad fracturada. Sin duda los ejemplos personales con los que nos podemos topar son muy variados, tanto como grados de unidad sean posibles. Unos grados que si bien no consisten en la unidad y correlación de los distintos momentos de la fractura, sí pasan por ser los grados de la autoconciencia y coordinación de la pulpa de la voluntad. Así pues diremos que una persona está entera no cuando su voluntad sea una en tanto que homogeneidad de sus momentos, sino cuando exista una unidad heterogénea de dichos momentos de la voluntad. ¿Resultado de qué suerte de ejercicio? No lo sé. La resolución no es definitiva ni a nivel personal ni a nivel de la institución pública. Si se quiere puede pensarse como una cierta condena constitutiva o antropológica. Haciendo un paralelismo con Heidegger, cuando éste se refiere al momento de la presencia de la Caída, entendiendo por Caída la necesidad de ser en un tiempo, o temporalidad pública, nosotros sostendríamos una idea de caída en el sentido de la imposibilidad de acceso a una temporalidad definitiva tanto en el ámbito de la comunidad como en el de la propia individualidad. Esta temporalidad definitiva albergaría a todas las voluntades; sería en este sentido una temporalidad absoluta y final que ya desde ahora rechazamos en tanto que posible. La Caída por tanto no consistiría a nuestro juicio sencillamente en un ser en el tiempo sino en un ser en un tiempo nunca definitivo ni adecuado. Seguramente esta noción corre pareja a la del alemán, sin embargo quiero insistir en que el matiz que define a la angustia no consiste en la condición temporal como tal y la necesidad de hacer o generar el individuo una temporalidad propia en el mundo, sino la de saber que dicha práctica nunca será suficiente ni siquiera para un sujeto individual. De cómo sea asumida esta perpetua relación entre el hacer y el sentir, ya que la falta de éxito acaba con cualquier pretensión de absoluto bienestar y consecuentemente recoge en cualquier forma de existencia un margen de malestar, dependerá el valor del ejercicio de la acción. Caben por tanto al menos dos tipos de acciones: aquellas propias a una moral de esclavos y aquellas que Nietzsche reconocía bajo la figura del superhombre. La primera asume la Caída como condición salvable. Mantiene en el horizonte la idea de absoluto y paz perpetua o final de la historia y hace de la acción una persecución tras un anhelo. Será fundamental para determinar el tipo de acción, la manera en cómo es el absoluto considerado[13]. La condición de irresolubilidad no cabe dentro de estas concepciones y por ello están en todo momento salpicadas por los conceptos de esperanza y de justicia. El segundo tipo de acción vendría a ser la llamada de la voluntad y la dotación de todo un mundo de sentido sin olvidar que dicho regalo es fruto del enfrentamiento, derrumbe, y construcción, dialéctica, crítica y fundamentada, en otras palabras, el darse a sí es un juego abierto en el que la voluntad se conjuga con las materialidades de sentido a través de las cuales está constituida. En Ser y Tiempo la angustia es presentada como clave de la existencia. Es una experiencia que debe ser pensada no tanto respecto a la fuente de su origen sino respecto al desconcierto que se genera en torno a ella. Al leer Ser y Tiempo podemos ver como el momento que reconocemos como angustia se origina de dos maneras. Heidegger viene a decir a grandes rasgos que la primera experiencia de la angustia tiene lugar cuando el sujeto se pone frente a sí y se reconoce en una temporalidad respecto de la cual ha de tomar partido, bien regresando a ella y hundiéndose en la publicidad, o bien por el contrario dando a su existencia el carácter propio del que es en el mundo en propiedad. Ambas formas suponen un tener que ser-en-el-mundo. Ahora bien, se da otra experiencia de la angustia, que es la que se origina en la presencia de sí como máximamente libre a la vez que contingente frente a la infinitud, en otras palabras, cuando el ser-en-el-mundo reconoce su ser en tanto que fugaz y contingente. Ahora bien, ¿por qué no hace distinción alguna Heidegger entre estas dos aparentes formas de angustia? La razón es porque la experiencia radica en la perspectiva de futuro, es decir, ser un segundo después de tenerse presente a sí. La angustiosa experiencia ante la obligación de tener que ser, he aquí donde radica la experiencia de la angustia. Esto visto ya desde la sistematización aquí presentada debe entenderse como la necesidad de acción teniendo máximamente presente su irremediable precariedad. La experiencia de la angustia consiste precisamente en este asumir[14] de este crítico momento. Cualquier otro mecanismo a través del cual la irresolubilidad o por decirlo de otra manera, la precariedad de nuestra acción, quede maquillada mediante la utilización de la finalidad o el absoluto, introduce un margen de esperanza que hace imposible la experiencia de la angustia. Esto es, mantener la posibilidad de apropiación o creación de una temporalidad definitiva y absoluta (sea en su origen resultado de la poiesis individual o una suerte de praxis comunal) capaz de englobar a todas las voluntades supone no ya un anhelo[15] sino una esperanza que haría de un cuidado de sí una suerte de acción propia de un despliegue lineal e irreversible. Por otra parte, como sucede en el caso de Heidegger, la posibilidad de darse a sí una temporalidad definitiva, la posibilidad de inaugurar un mundo, sólo deja una presencia de la angustia en tanto que contingencia. Ahora bien, un cuidado de sí, o una creación de un mundo, o una temporalidad propia, debe mantener su principio dinámico no en un retrotraimiento respecto a la infinitud, sino una suerte de crisis bien diferente. El trance de la angustia pasa por la interioridad de la propia acción creadora, esto es, por el carácter precario impropio de la temporalidad o el mundo que uno se intenta dar para sí. Insisto en esta necesidad de interioridad frente a la exterioridad sostenida por Heidegger. La angustia de ser en el mundo en virtud de la contraposición entre la existencia infinita del ente que ha de ser en el mundo y la infinitud del Ente, despoja a la voluntad de una autocrítica materialista de sí, es decir, de un eterno discurso productivo de la voluntad respecto a sí misma en función de su exigencia de un mundo y hogar a su medida[16]. El cuidado de sí es un brotar continuo, la voluntad se retuerce entre los velos del tiempo, entre sus sentidos y los objetos con los que se enfrenta. En contraposición a los modos de acción más arriba anotados, desde el último siglo parecen abrirse paso unas nuevas vías de acción que parecen postular una recurrente dilapidación de los cuajos temporales. Ya al inicio de este artículo hicimos referencia a esta tercera variante que consiste de alguna manera en una negación a ciegas. La única fuente de referencia es el malestar y el dolor de las entrañas, he ahí donde reside su virtud pero también su amenaza. Su porvenir radica en el carácter del tejido dolorido, pudiendo dar a luz algunas de las más hermosas acciones o por el contrario algunas de las mayores atrocidades que ha contemplado la humanidad. Ahora bien, el momento destructivo, o por lo menos sencillamente negativo, quizás y como único momento de su legitimidad moral sea en los espacios de ausencia de unas garantías de historicidad. Hasta entonces su presencia, aislada de un progreso constructivo así como una conjugación dialéctica, carece de sentido allí donde todavía existen referentes y la historia palpita. Como luego veremos en otros artículos, estas garantías en las sociedades de hoy aún no están definitivamente aniquiladas, es decir, las condiciones históricas aunque moribundas ya aún no han emitido el estertor final. Todavía se mantienen en pie aunque de manera tenue y vaporosa las categorías históricas. Por ello precisamente el abrazo de la negatividad aislada aún no ha encontrado su espacio moral en nuestras sociedades. Y esperemos que nunca llegue a encontrarlo, por que ello sería el síntoma capital del derrumbe de toda la faceta histórica de los pueblos. ¡El amante quiere crear porque desprecia! ¡Qué sabe del amor el que no tuvo que despreciar precisamente aquello que amaba! Vete a tu soledad con tu amor y con tu crear, hermano mío, sólo más tarde te seguirá la justicia cojeando. Vete con tus lágrimas a tu soledad, hermano mío. Yo amo a quien quiere crear por encima de sí mismo, y por ello perece.[17] NOTAS [*] Ignacio Fernández de Terán es alumno de doctorado. [1] Steiner, George. Gramáticas de la Creación. Ediciones Siruela, 2001. CapV pag 314. [2] Una gramática es una estructura esencialmente dinámica que sólo podemos encontrar en movimiento posibilitando a través de sus particulares rotaciones internas una multiplicidad limitada de sentidos. La gramática es el lugar donde cabe hacer la abstracción sintáctica y la abstracción semántica, sólo en referencia a ella es legítimo hablar de estructuras y sentidos. Ahora bien, ella misma no se reduce a ninguno de estos dos aspectos. Básicamente trataremos de mostrar a través del proceso de degradación de la potencia en su vertiente material, la paulatina sustitución de un genero de gramáticas que aquí entenderemos como gramáticas fértiles por parte de una diversidad de gramáticas estériles, que a pesar de mantener los parámetros de rotación sociales a través de los cuales sea posible una reflexión de sí y del mundo desde las posiciones posibilitadas desde la gramática a la que se pertenece, no obstante generan tal suerte de interferencias que dichos reposicionamientos de los sujetos se anulan, se vacían, se eclipsan a sí mismos. [3] Nótese que intentamos dar una imagen similar a la de cualquier sistema electromotriz donde la particular rotación de una bobina o motor genera un momento magnético concreto y mesurable. [4] No entraremos por ahora a discutir la veracidad de la pretensión de la historia en tanto que estrictamente análoga a las ciencias físico-naturales. [5] Esto no niega que igualmente tengan lugar a diario presuntas creaciones que en definitiva no son sino actos recurrentes de la temporalidad-matricial misma, sin que por ello tenga lugar momento negativo alguno, sino una recurrente autoafirmación encubierta de sí misma. De hecho es propio a algunas sociedades contemporáneas que sea en exclusividad esta forma de dinámica personal la que se dé, sin que ninguna dinámica creativa real tenga lugar. [6] A menudo y cada vez con mayor frecuencia, prescindimos, a causa de un agotamiento personal, de la tarea de pretender idear este fenómeno o temporalidad genérica, conformándonos con partir del malestar emocional más personal para desde ahí comenzar el acto de negación, el acto creativo. El punto de partida creativo se acepta ahora más que nunca en su materialidad, lo que no implica la pérdida de un sentido formal. Es decir, la abstracción genérica que de esa temporalidad instituida y vertebradora se ha pretendido defender en determinados momentos históricos, ha arrastrado consigo una desmaterialización de la temporalidad, dando lugar al final a una figura temporal respecto de la cual nada cabía por hacer salvo apartarla y seguir viviendo lo mejor posible. Es decir, la temporalidad que uno creía tener a la vista terminaba siendo como una de esas figuritas frías de cristal que luego uno no sabe dónde meter en casa. [7] Vemos a diario pretendidas formas de negación que en el fondo encubren libelos afirmativos como si de un juego ilusorio se tratara. [8] Un descubrimiento de lo ajeno que podríamos no obstante pensar como ilusorio. Ese mundo respecto del cual se aprecia una distancia acerca de sus contenidos en referencia a los contenidos del individuo, quizás no lo sea tanto como lo parece. El margen de individuación es propio y originario de esa nueva forma que parece contraponerse. La vivencia de la temporalidad en la que se está inscrito está preñada, de alguna manera, precisamente de esas otras formas de temporalidad. La temporalidad instituida coexiste con otras formas de temporalidad en un juego conflictivo. Del fruto de esta sincronía surgen a través de los procesos de individuación nuevas formas temporales destinadas a entrar en el juego mismo desplazando en algunos casos y en otros sustituyendo a las formas anteriores. De manera tal que este buen hacer conflictivo, garantiza una constante alteración de las jerarquías de temporalidad. De alguna manera se consigue así evitar cualquier forma de estancamiento de los humores matriciales, y la dimensión histórica de la persona, como decíamos, mediante la garantía de un constante momento de fértil crisis. [9]
Por ejemplo existen, como no podía ser de otra manera, formas de
temporalidad, con todo lo que ello lleva detrás, en determinados
círculos underground. Estas formas son una generalización
de las temporalidades individuales de determinados individuos. Ritmos
propios que confluyen dando lugar a una forma genérica que en tanto
que tal ya está violentando las formas particulares a partir de
las cuales ha tenido lugar por identificación y confluencia su
nacimiento. No obstante estas temporalidades marginales están presentes
o por lo menos deberían estarlo en los procesos de constitución
de todos los individuos. En ocasiones su presencia solo es negativa, en
tanto que formas opuestas y rechazadas respecto a las temporalidades dominantes,
en otras ocasiones, a nivel individual, son estas temporalidades marginales
las que en el proceso formativo son integradas como instituciones dominantes,
presentándose se quiera o no bajo forma autoritaria. [10] Una noción muy acorde a los aires democráticos de estas últimas décadas y a la legalización e ilegalización de determinados partidos políticos. [11] La pugna a su vez solo es posible entre elementos que comparten una serie de atributos. Por de pronto se abre la tarea de determinar cuáles son los atributos, las características, de las gramáticas. Igualmente estas gramáticas no clausuran el juego en tanto que gramáticas de creación. Sin embargo existe un determinado tipo de gramática que sin ser de creación no obstante tiene la potencia suficiente para introducirse en el juego y luego disolverlo con su atronadora distorsión. Es como un virus cuya forma es idéntica a la de una proteína y puede acoplarse destruyendo a el proceso de replicación. [12] Momentos sincrónicos y no diacrónicos. O lo que es igual, el individuo en un instante de su biografía se está realizando de manera heterogénea en multitud de aspectos dispares. [13] Esta diferenciación es completamente necesaria para distinguir entre dos posiciones como son el judaísmo y el catolicismo. Ambas manejan en todo momento la idea de absoluto tras cada uno de sus movimientos, pero la tópica que le suponen es radicalmente diferente. Abordaremos la cuestión con más detenimiento en el segundo apunte pero sobretodo en el tercero de los apuntes sobre creación. En ambos trabajos se intentará a su vez introducir y desarrollar la manera como concebimos que debe articularse una creatividad de temporalidad respecto a un complejo mapa objetivo de valores materiales. [14] De ahí que toda religión sea en definitiva una pretensión de puentear este momento crítico. [15] Esta apreciación es significativa. Es la característica propia del judaísmo y puede suponer una vía alternativa más próxima a las propuestas que aquí defenderemos. [16] Veremos en el resto de los apuntes la relación entre el mundo material, los objetos, y la exigencia de la voluntad. De esta comparecencia empezaremos a ver los límites de la voluntad. Es fundamental señalar los límites que la matriz de objetos supone respecto a las temporalidades. Una determinada configuración de objetos reduce las posibles exigencias factibles de la temporalidad. [17] Friedrich Nietzsche. Así habló Zaratustra. (Del camino del creador, pag. 104) Alianza Editorial, Madrid, 1996. |
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