Perplejidades sobre el arte de la guerra

Ángeles Jiménez Perona [*]


 
 

La reciente guerra de Irak, en cuya estela seguimos inmersos, ha puesto en cuestión el orden jurídico internacional que, conformado tras la Segunda Guerra Mundial, pretendía garantizar en la medida de lo posible la paz y seguridad internacionales mediante la prohibición de la amenaza y del uso unilateral de la fuerza militar por parte de los Estados soberanos. La única excepción contemplada era el derecho restringido a la propia defensa.

Tomando pie precisamente en ese derecho excepcional Estados Unidos y sus contados aliados (España entre ellos) vienen tratando de justificar públicamente la invasión de Irak. Y si ya desde el principio resultaron poco convincentes los argumentos esgrimidos que relacionaban confusamente el atentando del 11 de septiembre en Nueva York con Irak, el terrorismo con la guerra y el derecho de defensa con el derecho a la guerra preventiva, con el paso del tiempo van saliendo a la luz los intereses ocultos e incluso las mentiras que animaban esos argumentos. El que recientemente la ONU haya aceptado con tibieza los hechos consumados ni elimina la falsedad de los argumentos ni legitima con efectos retroactivos lo que en su momento fue ilegítimo e ilegal. Lo que sí conlleva es el reconocimiento de sus propias limitaciones como organismo internacional de poder frente a un Estado soberano rebelde y por sí mismo poderoso; también conlleva la necesidad de reforzarse si se pretende que en el futuro cumpla con sus cometidos.

Como resultado de todo ello ahora hay importantes cuestiones sobre las que reflexionar. Una de las principales es si el Derecho internacional y sus instituciones siguen siendo el medio adecuado para regular con justicia las relaciones entre Estados soberanos o si, por el contrario, es mejor optar por supeditar esas instituciones a un orden unilateral dependiente de Estados Unidos como potencia mundial. En el enfrentamiento las partes parecen coincidir en los objetivos, a saber, ganar en seguridad y estabilidad internacionales y extender globalmente los derechos humanos y la democracia. Pero la coincidencia es aparente, pues de entrada ninguno de esos conceptos —ni tampoco el de justicia antes aludido— tiene por sí mismo un significado unívoco y riguroso; en realidad averiguar de qué democracia se está hablando o en qué consiste la seguridad depende de la red ideológica en la que aparecen esas nociones, red que a su vez es configurada por la determinación que se dé a esos conceptos. Muchos son los ejemplos históricos que evidencian esta consideración. No tenerla en cuenta explica, en parte, que uno de los partícipes se atribuya sin rubor un punto de vista privilegiado gracias al que habría accedido a esas supuestas nociones subsistentes. En consecuencia se atribuye el conocimiento preciso del bien frente al mal y lo convierte en un eje que usa como patrón de medida y de orden del mundo, de suerte que no duda en afirmar, por ejemplo, que el uso de la violencia por parte del desaparecido Estado irakí es malo pero es bueno el ejercido por el Estado israelí. En consonancia con ello el patrón lo es también de premio y castigo, de paz y de guerra.

Quizá exista algún modo de explicar (¿o no?) que semejante absolutismo fundamentalista se haya impuesto en las mismas sociedades que durante los últimos treinta años han albergado reflexiones multiculturales y modelos de racionalidad falibilistas (a no confundir con el escepticismo). Habría que averiguar cómo ha sido posible esto.

Siguiendo con la consideración anterior añadiría que la red ideológica no sólo determina el sentido de los conceptos con los que se alude a los fines políticos, sino que también afecta decisivamente a los medios: no se requieren los mismos medios para regular la relación entre Estados soberanos si el fin es establecer globalmente una democracia procedimental que si la democracia se entiende en su versión asamblearia (como en la Grecia antigua) o al modo orgánico (como defendía el franquismo) o en términos socialdemócratas (como en los Estados nórdicos de la segunda mitad del siglo XX). Por eso si queremos que resulte fructífero y esclarecedor este debate no puede serlo sólo de medios ni sólo de fines, pues lo que se entienda a propósito de cada categoría es mutuamente dependiente. Prueba de ello es la devaluación y borrosidad que han adquirido los fines, valores y objetivos de las "sociedades democráticas" tras la revitalización que la guerra contra Irak ha supuesto del derecho del Estado soberano a declarar la guerra unilateralmente. Tal revitalización se viene presentando como un medio más para conseguir los fines de antes, pero de hecho estamos en un proceso de redefinición de los mismos. Repárese en que incluso los defensores políticos de esta guerra (y lo que ella supone) se están viendo obligados de continuo a proclamar como la única auténtica su concepción de la democracia (esa que permite la situación de los presos en Guantánamo o la construcción del muro en Palestina).

Este derecho que acabo de mencionar fue uno de los elementos configuradores del Estado moderno como unidades nacionales. En un texto tan temprano a este respecto como es El príncipe de Maquiavelo aparece ese elemento no tanto como un derecho de los Estados sino como un recurso útil del hombre político que quiere fundar un Estado o recuperar la estabilidad perdida. En esta línea no hay que olvidar el último capítulo del libro, donde Maquiavelo clama por la fundación de un Estado capaz de unificar las diversas formas de organización política de la península italiana. A juicio del florentino éste era el mejor medio para expulsar a las potencias extranjeras (España y Francia) que, para procurarse beneficios, no cesaban de provocar guerras internas en ese territorio. Junto a esto, en los Discursos sobre la primera década de Tito Livio la guerra aparece como un recurso legítimo (un derecho) de los Estados firmemente asentados siempre y cuando se emplee para no perder estabilidad y seguridad. Así, la guerra aparece como el uso de la fuerza militar por parte del poder político con el fin de proporcionar estabilidad y cohesión interna al Estado. La necesidad o no del uso de la guerra se mide por criterios internos y siguiendo lo que teóricos posteriores denominarán intereses nacionales. Por tanto, por la escurridiza vía de los intereses nacionales la política del poder estatal se proporciona sus propios argumentos de legitimación (incluidos los de índole moral, aunque no sólo) para hacer uso de la guerra contra otro Estado.

Resulta verdaderamente llamativo que este ideario se haya recuperado en un contexto que se pensaba como postnacional y globalizado. Cuando parecía que los Estados nacionales iban perdiendo sus competencias internas y estaban abocados a amoldarse a reglas del juego supranacionales para coordinar y concertar sus políticas, lo que sobreviene es una ola neonacionalista y la simultánea recuperación de su imagen del mundo (interpretación neorromántica y agonística de las diferencias culturales, convicción de la superioridad de una determinada versión de la civilización occidental y cristiana, revitalización de la retórica del culto a los símbolos patrios...).

La novedad del caso presente es que Estados Unidos y su pequeño grupo de apoyo opera con el sobreentendido de que los intereses globales y de cada una de las partes coinciden con los suyos. Pero ¿cómo se puede estar tan seguro de representar los intereses globales y no sólo los intereses nacionales (suponiendo que éstos se puedan fijar mediante elecciones democráticas)? ¿No podría ser que se estuvieran presentando fraudulentamente intereses particulares como generales? ¿Cómo se puede seguir insistiendo en ello cuando muchas de las partes afectadas manifiestan explícitamente no verse representadas y se niegan a que sigan hablando en su nombre?

Pero, aceptemos por un momento el contexto neonacional por si de ahí se derivara alguna buena razón para preferir la hegemonía imperial al predominio de las imperfectas instituciones de Derecho internacional. Pensándolo desde nuestra ubicación geopolítica cabe preguntar qué puede mover a los representantes políticos de un Estado como el español a colaborar en una guerra preventiva o anticipatoria liderada por una gran potencia extranjera. Como estamos barajando esta posibilidad de buena fe, pensemos que la opción responde a alguna pauta de racionalidad y, de hecho, el ya citado Maquiavelo integró el ius ad bellum en su modelo de racionalidad práctico-política. Recurramos, pues, al clásico.

Es indiscutible que Maquiavelo no es un teórico de la paz, sino de la guerra. La cuestión le preocupó tanto que volvió sobre ella una y otra vez en sus escritos, incluso le dedicó un tratado monográfico: Del arte de la guerra. Semejante preocupación no es de extrañar en alguien que conoció tantas guerras y revueltas como las que se sucedieron en la península italiana durante su vida (1469-1527). La guerra se le impuso con tal contundencia que tuvo que reflexionar sobre ella y la pensó como un acontecimiento ineliminable de la vida social, lo cual es mucho decir pues, a sus ojos, la vida de los seres humanos sólo transcurre en sociedad. Su fuente de información fue la historia de los acontecimientos pasados tal y como fueron narrados por los clásicos y la experiencia de los tiempos presentes. Ahora bien, que la guerra sea connatural a los seres humanos en sociedad no le llevó a la resignación ante ello, sino al intento de racionalizarla para acotarla y someterla en lo posible a las necesidades políticas.

Maquiavelo tampoco es considerado un teórico de la racionalidad sustantiva que atiende y dirime de forma coordinada sobre fines y medios, sino de la racionalidad instrumental más extrema, esa cuyo espíritu se recoge en el lema de la Realpolitik: el fin justifica los medios. Sin embargo, esta es una apreciación incorrecta por parcial y deudora de una interpretación del pensamiento maquiaveliano realizada a la sola luz de El príncipe y sin tener en cuenta su gran tratado político: Los discursos sobre la primera década de Tito Livio. De este modo se entiende que tantos lectores de Maquiavelo hayan perdido en demasiadas ocasiones su marco ideológico de referencia: el republicanismo.

La república, entendida en el sentido clásico romano de la noción, es el modelo ideal de organización socio-política. Se trata de una constitución mixta que por su configuración institucional equilibra los distintos humores del cuerpo social y evita el enfrentamiento entre ellos. Al proporcionar por esta vía la paz y estabilidad internas la república es la mejor de entre las constituciones de las que hay noticia en la historia: principado, tiranía, aristocracia, oligarquía, democracia y anarquía. Todas ellas acontecerían recurrentemente y según un orden circular, con lo que la historia transcurriría cíclicamente y por necesidad, siguiendo una curva de caída y corrupción más otra de ascenso y regeneración. El que ese movimiento sea imparable y, en consecuencia, la corrupción sea ineliminable no le impide ni reconocer formas políticas mejores y peores ni (contra las interpretaciones sesgadas del florentino) operar con un modelo ideal de vida social buena: el republicano.

Esta constitución coincidiría con el momento culminante del ciclo histórico, donde impera la estabilidad, la seguridad y la libertad. El extremo contrario, la fase de hundimiento histórico, está descrito en El príncipe como situación dominada por los disvalores correspondientes: inestabilidad, inseguridad, falta de libertad, guerra y asesinatos continuos. Desde luego, la república no es un orden político ni internacional ni cosmopolita. A este respecto Maquiavelo sólo contempla la regulación de relaciones exteriores entre los Estados mediante la diplomacia y la guerra (real y como amenaza). Ahora bien, atendiendo a sus intereses, una república e incluso un principado que ha alcanzado cierta estabilidad pueden hacer uso de la guerra como un instrumento político exclusivamente para evitar males mayores. De semejante decisión se ocupan los políticos, es decir, el príncipe o el grupo de ciudadanos republicanos responsables de esas cuestiones. Indudablemente se trata de una decisión arriesgada, pues la capacidad humana de predicción respecto a los acontecimientos futuros es limitada, de modo que es posible que participar en una guerra pueda producir el efecto contrario al que se busca. Pruebas de ello se hallan, de nuevo, en la historia, que no es entendida por Maquiavelo como una realidad abstracta, sino como el registro las acciones de los "grandes hombres" (los políticos). Así pues, los hombres son los únicos responsables del acierto o desacierto en la organización de su vida en común, sólo de ellos depende ese acierto o desacierto o, para hablar con más propiedad, depende de su capacidad para que sus acciones y decisiones estén guiadas por la virtú y no por la ambición.

Ambición y virtú son dos elementos connaturales al ser humano. En el opúsculo en verso de 1509 titulado Capítulo de la ambición [1], Maquiavelo expone que la ambición es la causa de la infelicidad humana y del eterno oscilar de los hombres y los Estados. Se trata, pues, de un motor de la historia que opera a favor de la corrupción, la decadencia y la degeneración; es el origen fundamental de toda corrupción e inestabilidad colectivas. Téngase en cuenta también que antes que un pecado moral la ambición es un pecado político, pues consiste en anteponer el interés propio al interés común y eso implica una constante fuente de inestabilidad y conflicto socio-político.

El florentino recalca que la ambición se hace notar cuando los seres humanos viven en organizaciones sociales, es decir, prácticamente siempre, y que es la principal causa de la infelicidad; por eso exige simultáneamente los medios que pueden ponerle coto y la capacidad que permite el buen uso de esos medios. Semejante capacidad es la ya aludida virtú, un saber práctico que permite determinar el mejor curso de acción para cada caso y los medios necesarios. En general, esos medios serán siempre "las buenas leyes" y "las buenas armas" y, en particular, van desde la formación en los valores republicanos a la coacción y la represión, pasando por la religión. Todos ellos son medios instrumentales que se elegirán y aplicarán con mayor o menor intensidad según el grado de corrupción social o la fase histórica que se atraviese.

Así pues, la opción por la guerra nunca debería estar guiada por la ambición de los gobernantes, pero, como esta última no se puede eliminar, la mejor manera de someterla a la virtú es canalizarla en la búsqueda de la gloria, esto es, en el deseo propio de todo político de que sus actos perduren en la memoria de los otros despertando admiración:

Y, sin duda, si ha nacido de hombre, se apartará de toda imitación de los tiempos desdichados y sentirá que se enciende en él un inmenso deseo de copiar a los buenos. Y verdaderamente, si un príncipe busca la gloria del mundo, debería desear ser dueño de una ciudad corrompida, no para echarla a perder completamente, como César, sino para reorganizarla, como Rómulo (...) En suma, podemos considerar que aquellos a los que el cielo da tal ocasión ven abrirse ante sí dos caminos: uno que les hará vivir seguros y, tras la muerte, volverse gloriosos, y otro que les hará vivir en continuas angustias y los dejará, después de la muerte, en sempiterna infamia. [2]

Pero es difícil ser virtuoso y tomar la decisión acertada; el político puede equivocarse, como de hecho sucedió en muchas ocasiones en el pasado. Por ejemplo. en los casos repasados en El príncipe a propósito de la política de alianzas que debe adoptarse en caso de guerra. Lo que a ojos de Maquiavelo enseña la historia es que en caso de guerra es mejor ser fiel a la política de alianzas tradicionales de cada príncipe o Estado. [3]

Y si este consejo ya parecía prudente para el mundo renacentista, hoy que tenemos pruebas continuas de la mutua dependencia en todos los órdenes (cultural, económico, de seguridad, etc.) de cada Estado con sus vecinos y aliados, resulta llamativo que el gobierno español se haya arriesgado a tensar las relaciones con los suyos. Quizá sea que los beneficios vendrán en un futuro, pero por el momento sólo hay constancia de perjuicios tales como pasar a formar parte del club de los objetivos prioritarios de atentados, por poner un ejemplo obvio.

También cabe la posibilidad de que la decisión haya sido errónea. Desde el modelo maquiaveliano de racionalidad práctica, el error político se detecta cuando se produce inestabilidad interna y manifestación de descontento por parte de los gobernados (en forma de revueltas, por ejemplo). Entonces se produce lo que ahora llamaríamos una crisis de legitimación. Ante esa situación Maquiavelo aconseja escuchar a los gobernados y, o bien rectificar o, si no es posible, hacer responsable del error a otros y, en cualquier caso, recurrir a la retórica y a la apariencia para presentar el error como fuente de beneficios colectivos:

Trate, pues, el príncipe de ganar y conservar el Estado y los medios siempre serán juzgados honorables y alabados por todos, porque el vulgo se deja conquistar por la apariencia y por el resultado final de las cosas, y en el mundo no hay más que vulgo. [4]

A este respecto quiero hacer notar que, desde un punto de vista contrario a la guerra, esta no es una reflexión baladí que pueda ser condenada inmediatamente por elitista y autoritaria, más bien habría que tenerla muy en cuenta, pues con ella Maquiavelo incide con su lucidez habitual en un factor muy problemático para las sociedades de su entorno y del nuestro: la extrema maleabilidad de lo que hoy se ha dado en llamar opinión pública. El problema es que cabe conquistar a la opinión pública mediante la apariencia para que acabe legitimando lo que antes rechazaba, y ello a pesar de que le siga perjudicando. No cabe duda de que esto es posible y más en sociedades como las nuestras, en las que los medios de comunicación de masas desempeñan un papel tan decisivo en la configuración de la opinión pública. Pero cabe preguntar si la legitimación, a pesar de los perjuicios, es sólo fruto de la manipulación.

En efecto, cuando tras la reunión en las islas Azores el gobierno español se alió con la potencia invasora de Irak, hubo tal cantidad de protestas y de nutridísimas manifestaciones que esa circunstancia empujaba a esperar una deslegitimación en las urnas. Pero no ha sucedido así ni parece que vaya a suceder, a pesar de las manifestaciones de repugnancia moral que provocó, a pesar de que los objetivos supuestamente perseguidos se alejan cada vez más mientras que los perjuicios crecen. Y con esto último no me refiero sólo a la creciente inseguridad, desigualdad y falta de libertad que acontece dentro y fuera de Irak, sino al deterioro político que ha supuesto para los Estados ocupantes el adelgazamiento en curso de la democracia (cada vez más reducida a un mero procedimiento para sancionar decisiones tomadas fuera de los cauces institucionales); al deterioro de la vida social que conlleva la preocupante similitud entre (permítaseme la expresión) el juego del lenguaje político y el de cualquier grupo de pandilleros camorristas, pues los lenguajes simplistas y maniqueos conciben el mundo en términos simplistas y maniqueos e instauran un clima de convivencia del mismo cariz.

¿Se explica esto porque la opinión pública mayoritaria está manipulada y es preciso hacerle ver la luz? ¿No pudiera ser que la opinión pública mayoritaria percibiera el juego de apariencia y realidad y aun así lo aceptara por alguna razón que quizá convendría averiguar, dado que están construyendo un nuevo orden social del que no cabe sustraerse? ¿No pudiera ser que la opinión pública minoritaria careciera de políticos virtuosos?

Determinar qué cabe hacer y quién puede hacer algo en esta situación dependerá en gran parte de las respuestas que se acepten como válidas para las cuestiones anteriores.


NOTAS

[*] Ángeles Jiménez Perona es profesora de filosofía en la UCM.

[1] Cfr. MAQUIAVELO, N., Textos cardinales, Barcelona, Penín-sula, 1987, pp.223-228.

[2] MAQUIAVELO, N., Discursos sobre la primera década de Tito Livio, Madrid, Alianza, 1987. Páginas 62-63.

[3] Cfr. por ejemplo el Capítulo XIX cuyo título es "Cómo hay que evitar ser despreciado y odiado".

[4] Cfr. El príncipe, cap. XVIII. (Traducción de la autora).

 
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