Dolor y guerra. Las mujeres

Montserrat Galcerán Huguet [*]


 
 

En la mayoría de los actos contra la guerra a los que estamos asistiendo casi a diario, es habitual que nos concentremos en las razones que han impulsado a los poderosos para desencadenar la agresión contra Irak. Entre ellas se cuentan las ventajas del acceso directo a las fuentes del petróleo, el intento de acrecentar el control geopolítico, la envergadura de los negocios que se derivarán de la "reconstrucción", los beneficios para USA de poner contra las cuerdas a los demás países y de afirmar su hegemonía, etc. Yo misma me he servido de estos planteamientos en más de una ocasión.

Pero hoy, el tema será otro. Me habéis pedido que hable de "las mujeres y la guerra" y lo he ampliado, en un movimiento irreflexivo pero que dice mucho del lugar de las mujeres, a "Dolor y guerra. Las mujeres". Hablar de las mujeres en la guerra nos obliga inmediatamente a cambiar el punto de mira: en el primer plano aparecen las víctimas de todo ese carnaval de violencia que es la guerra.

En efecto, podemos definir la guerra por el uso que hace de la capacidad de causar dolor, de provocar destrucción y muerte con el objetivo de doblegar la voluntad de otro(s). Cuando se recurre a la guerra se recurre a esta capacidad, ya sea para vencer una resistencia, ya sea porque es imposible convencer al contrario de que acepte los desmanes que se cometen contra él y porque se suponga que va a ofrecer resistencia, ya sea porque se dé por descontado que el conflicto subyacente es irresoluble. Para eliminar la resistencia y para doblegar al atacado se recurre al arma de la destrucción, del dolor, el sufrimiento y la muerte. La muerte que provoca miedo en los vivos que la contemplan y que pretende evitar que la resistencia se amplíe o que encuentre simpatías. Especialmente por el lado del atacante se exhibe la capacidad de hacer daño, porque es esa exhibición la que provoca miedo. Y el miedo es una pasión que paraliza e inhibe la acción, que crea sumisión.

Los poderes políticos han recurrido históricamente a su capacidad de causar dolor y con él de infundir miedo, ya sea en las contiendas entre príncipes o entre Estados, ya sea para amedrentar a los ciudadanos, lo que viene a ser una sola cosa. Las guerras entre iguales y las condenas a los desiguales. Los suplicios a que se sometía a los condenados en la vieja Europa cumplían esa función, como sagazmente nos ha explicado M. Foucault. La guerra actual, que castiga una presunción, busca atemorizar a una parte de aquella población mundial que desafía los parámetros dominantes y de paso, atemorizar también a los propios habitantes de las metrópolis occidentales con una exhibición sin mesura de su poder destructivo.

Qué mejor ejemplo que la famosa descripción de un suplicio con que inicia M. Foucault su Vigilar y castigar: "Damiens –nos dice– fue condenado, el 2 de marzo de 1757, "a pública retractación ante la puerta principal de la Iglesia de París", adonde debía ser "llevado y conducido en una carreta, desnudo, en camisa, con un hacha de cera encendida de dos libras de peso en la mano"; después, "en dicha carreta, a la plaza de Grève, y sobre un cadalso que allí habrá sido levantado [deberán serle] atenaceadas las tetillas, brazos, muslos y pantorrillas, y su mano derecha, asido en ésta el cuchillo con que cometió dicho parricidio, quemada con fuego de azufre, y sobre las partes atenaceadas se le verterá plomo derretido, aceite hirviendo, pez, resina ardiente, cera y azufre fundidos juntamente, y a continuación, su cuerpo estirado y desmembrado por cuatro caballos y sus miembros y tronco consumidos en el fuego, reducidos a cenizas y sus cenizas arrojadas al viento" [1].

¿Para qué todo ese detalle y esa exhibición?, ¿por qué el relato pormenorizado, moroso, de todos los suplicios? Para mostrar en toda su fuerza el poder de castigar, con lo que éste aumenta y aumenta también el miedo de los que contemplan la escena a ser, también ellos, objeto de semejantes suplicios.

Pero igualmente, ¿para qué la exhibición de misiles, de carros de combate, de soldados protegidos hasta el último centímetro de piel?, ¿la increíble operación de incrustar los reporteros en los tanques de modo que filmen directamente desde ellas las máquinas de guerra avanzando por el desierto? Para que presintamos la fuerza de su poder y lo espantoso de intentar resistir. Para que nos convenzamos a nosotros mismos de que lo mejor es no resistir, dejar hacer, fomentando un movimiento de identificación con los poderosos por el que una parte de la población, presa del miedo de lo que podría ocurrirle si su Estado no fuera tan implacable, no sólo acepte la necesidad de las medidas tomadas sino que exija algunas otras, aún más drásticas.

Y, ¿para qué esos policías tan pertrechados de todo tipo de artilugios? Exactamente para lo mismo, para mostrar su infinito poderío, para asustarnos, para disuadirnos. El manejo de la capacidad de causar dolor como uno de los mecanismos más refinados, y más antiguos, de control social.

Con todo, no es así como habitualmente se trata el tema de la guerra y del dolor en una Facultad de Filosofía como la nuestra. No es corriente que se parta de la estrategia de causar dolor desde la perspectiva del cuerpo que lo sufre y desde aquél que causa el sufrimiento, sino desde la razón, desde la racionalidad o irracionalidad de tal proceder. En cierta medida el dolor se desmaterializa y se transforma en el mal, tanto físico como moral. Se convierte en tema de la ética; se discute hasta qué punto puede ser legítimo o se estigmatiza como barbarie, pero deja de ser contemplado como un potente dispositivo de control político.

El dolor se confunde con el mal, visto a su vez como lo contrario del bien [2]. A éste, la filosofía lo ha identificado tradicionalmente con la razón y con la racionalidad de unos comportamientos universalizables, pues todos podríamos comprender que son buenos para todos y por lo mismo, podríamos desearlos para todos. El mal sería entonces aquello que nadie desearía para sí mismo y por consiguiente no podría desear para los demás. Este criterio puede ser útil a la hora de enjuiciar las acciones ofreciendo una tabla de medida y sirve también para legitimar o fundamentar una ética y/o una legalidad. Pero no sirve en absoluto para comprender cómo el poder atraviesa los cuerpos con el dolor y el sufrimiento. Ignora la cercanía entre dolor y placer que hace que la guerra, como la tortura, esté anegada de pasiones de todo tipo: de la embriaguez de la victoria, de la soberbia y omnipotencia de la fuerza, de la humillación del vencido, de la dignidad del resistente.

El plano de la razón es impotente para vérselas con todas estas afecciones y a la postre se escuda en una especie de sin comentario. ¡Qué mascarada la que ofrece Kant y su paz perpetua cuando llueven bombas "humanitarias"!

A las mujeres esta desvalorización del dolor nos afecta inmediatamente y de lleno pues las mujeres, junto con los niños, son las primeras víctimas de la guerra, especialmente de la guerra moderna que no distingue entre combatientes y no combatientes. Los combatientes, en su mayoría hombres armados, se enfrentan y se defienden. El arma acrecienta el poder de quien la empuña y presta a la contienda un cierto halo de igualdad por más que el poder de destrucción de las sofisticadas armas contemporáneas parezca eliminar cualquier posibilidad de resistencia.

¡Pero las mujeres! Las guerras no eliminan las tareas de supervivencia sino que, al revés, las hacen mucho más precarias de modo que en las contiendas las mujeres tienen que ocuparse constantemente de ellas. Simone de Beauvoir contaba que durante la guerra, ella, una intelectual, había aprendido a conservar la carne untándola con vinagre y raspando los trozos podridos hasta que quedaban limpios. Durante las guerras las mujeres, por estarles atribuido socialmente el cuidado del vivir cotidiano, se enfrentan diariamente a esta tarea que consume su tiempo, sus energías y en ocasiones hasta su vida. Un misil que cae en un mercado repleto de mujeres que arrastran a sus pequeños hijos, no es una acción de combate, es simplemente un asesinato.

La guerra condena a las mujeres a un esfuerzo sin fin por sobrevivir, por cuidar de los suyos, por asegurarles lo mínimo, por llorarles si mueren y esperarles si desaparecen. La guerra devuelve a las mujeres a situaciones pretéritas en que el tejido del vivir cotidiano era tan frágil que en cualquier momento podía romperse. Ellas son en tantos casos, el último testigo de lo sucedido. En ocasiones también de estas cargas pueden sacar fuerzas dando un nuevo significado a todo lo sucedido. Uno de los ejemplos recientes más clamorosos nos lo ofrecen las llamadas Madres de Plaza de Mayo que desafiaron la represión de la dictadura argentina en un movimiento por lo más básico: saber la verdad de los desaparecidos.

El movimiento empezó un 30 de abril de 1977. Según nos cuenta Mabel Belluci, esa tarde de otoño "catorce mujeres, cansadas de asistir cientos de veces a oficinas de ministerios, dependencias policiales y templos católicos en busca de alguna respuesta frente a la desaparición de sus hijos y familiares, decidieron hacer algo insólito: se apropiaron de la Plaza de Mayo, espacio político por excelencia de la expresión política en nuestro país [Argentina], en donde se produjeron las más importantes protestas populares y manifestaciones multitudinarias. Si hubo una primera razón para reunirse justo allí, ésta fue porque en las proximidades se concentraban las instituciones gubernamentales y religiosas más frecuentadas" [3].

Las mujeres empezaron a acudir regularmente y se encontraban allí porque allí las citaban, a horas intempestivas, para comunicarles que en algún momento tendrían noticias de los suyos. Una de ellas, Azucena Villaflor, fue de las primeras en darse cuenta del potencial de aquellas reuniones. Dijo que había que ser muchas y meterse en la plaza. ¿Para qué?, preguntaron otras, ¿qué iban a hacer allí? Nada. Nada especial. Sentarse, conversar, ayudarse y ser cada día más. Mantener la vida que les estaban arrebatando. A la cuarta reunión redactaron un documento pidiendo una audiencia al Ministro del Interior. Y con esta excusa se autoconvocaron semana tras semana.

"En sus inicios –sigue diciendo Mabel Belluci– los militares minimizaron este movimiento partiendo de la idea de que, al estar constituido mayoritariamente por mujeres y por amas de casa, se cansarían pronto y volverían a sus hogares. Luego las estigmatizarían, llamándolas las Locas de la Plaza de Mayo. Con el transcurso del tiempo Las Madres se apropiaron de este estigma. De representar un concepto negativo, un insulto, lo resignificaron positivamente: sólo la locura que provoca la desaparición de un hijo o familiar permitió su búsqueda, sin medir los riesgos que se corrían".

Todos los prejuicios ligados al rol social de las mujeres y en especial de las madres, juegan en este caso a su favor, pero no por una especial casualidad, sino por su fuerza y por su capacidad para resignificar, es decir, para cambiar la significación y dar un contenido completamente distinto a aquellos epítetos que intentaban desvalorizarlas. En este punto el movimiento de las Madres usó magistralmente un proceder antiguo que revierte contra los poderosos su propio discurso. Dieron un sentido de lucha y de contestación al rol tradicional que hace que las madres deban cuidar de sus hijos en las sociedades patriarcales, desbordando su significación tradicional y situándolo en el espacio de la política. Con ello desafiaron la destrucción de la cotidianeidad del vivir por los poderes públicos. Y así el movimiento de Madres de Plaza de Mayo logró esquivar el miedo de las medidas de excepción y mientras otros grupos y/o movimientos más politizados, callaban o se revolvían, ellas lograron poner en pie un colectivo sin precedentes en las luchas sociales.

Las integrantes del movimiento de Las Madres de Plaza de Mayo eran por otra parte y por lo general, mujeres sin especial experiencia ni preparación política, mujeres que salieron de la reclusión –obligada– en el espacio privado y se situaron en el político, espacio masculino casi por definición, arrastrando con ellas el poso de sus experiencias concretas y encontrando en la igual situación a la que se enfrentaban todas ellas, el lazo de solidaridad que las unía.

En fin, el movimiento de las Madres aporta también otro elemento importante: llama no sólo a la lucha y a la resistencia, sino a la memoria. "Los desastres de la guerra", como Goya los tituló, desaparecen en las páginas de la historia. Los poderes públicos acostumbran a presentarlos como una especie de "males necesarios", de "decisiones difíciles" que un gobernante debe tomar para proteger a sus ciudadanos. Nada más lejos de la verdad. La dictadura de Pinochet no logró "proteger" a sus ciudadanos de la transición democrática, como la de Franco no nos protegió a nosotros, ni las barbaridades de Bush lograrán proteger a los ciudadanos americanos. Mientras que el recuerdo de aquel dolor que uno no quiere volver a sufrir, aun sin haberlo sufrido antes, mantiene alerta nuestra memoria. Como decía W. Benjamin "ni siquiera los muertos estarán seguros ante el enemigo cuando venza. Y éste no ha cesado de vencer" [Tesis de filosofía de la historia, en Discursos interrumpidos, Madrid, Taurus, 1990, p. 181].

 


NOTAS

[*] Montserrat Galcerán Huguet es profesora de la Facultad de Filosofía UCM.

[1] Pièces originales et procédures du procés fait à Robert-François Damiens, 1757, T.III, pp. 372-4, cit. por M. Foucault, op. Cit., p. 11.

[2] Paso por alto la distinción entre el mal (o Mal) y lo malo que, aunque permite situar el problema en otro plano, no elimina el contexto racionalista del análisis.

[3] Mabel Belluci, El movimiento de madres de plaza de mayo, www.nodo50.org.

 
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