Num.17
Num.17: sumario y editorial
 
 

 

Algunas cuestiones fundamentales sobre la democratización efectiva de la enseñanza.

Miguel Á. Vázquez Villagrasa [*]


 
 

1.Planteamiento general y alcance del presente boceto.

Entre medias de la batería de reformas educativas que acaso ya de un modo implacable van a sucederse para reconfigurar y dejar asentados los marcos de la educación institucional según las (sin duda) complejas directrices de la unión tecnológico-financiera europea, el presente artículo no pretende ensayar ninguna crítica genérico-indiferenciada a la Idea de Democracia ni desde luego presentar la solución a las crecientes contradicciones que acarrea el presente proceso de reformas educativas ligado a semejante proyección política. Tampoco pretendemos hacernos cargo aquí de toda la complejidad del problema, es decir, de todos los factores que están determinando las directrices y contradicciones de este proceso, pero sí arrojar algo de luz sobre ciertos hilos fundamentales que, a la vez que están sirviendo de soporte para la construcción de dicho proceso, en tanto que necesaria y "parcialmente invertidos" en el mismo, están viéndose comprometidos (de un modo, además, acaso crítico) en el triunfo de este proceso, a saber: los valores mismos que, a la vez que, por la potencia de su valor, están dotando de fuerza (ideológica) a este proceso, están viéndose comprometidos, a riesgo de ser prácticamente "neutralizados", en el progresivo triunfo del mismo.

En cualquier caso, desde luego, dicho proceso no puede "cerrarse" en el sentido de que pudiéramos pensar como futurible una suerte de figura cinemática del mismo desligada de los valores de los que se cobró su propia fuerza. Habremos de suponer siempre, en efecto, de algún modo como imposible la "neutralización" absoluta de tales valores o, dicho de otro modo, el triunfo absoluto de dicho proceso en cuanto que definitiva expropiación efectiva de tales valores. Si hemos de percibir como ideológica tal consideración (la universalización de tal triunfo) lo habremos de hacer por suponer precisamente que tal proceso requiere una y otra vez de la objetividad de tales valores, aunque acaso sí podamos comenzar a considerar la figura de dicho "cierre" como una figura de recurrente oscurecimiento por lo que respecta a dicha objetividad (y, por tanto, en efecto, como cierta "neutralización" de la conciencia política en las sociedades industriales desarrolladas) siempre y cuando no confundamos esta figura con una figura agotada, sino relativa a los materiales mismos que la están nutriendo y, por tanto, susceptible de ser destruida por ellos. Trataremos, pues, de apuntar siquiera en qué sentido nos parece crítica esta situación y, respecto a ello, dejar esbozadas ciertas directrices básicas de la posición política que (a nuestro juicio) tal situación nos exige, siguiendo de este modo, por lo demás, la línea de debate abierta por los profesores Juan B. Fuentes y María José Callejo, en la que en principio nosotros nos situamos.

Tampoco suponemos que en este artículo vaya a quedar dibujada siquiera en sus líneas más esenciales nuestra crítica a la presente situación. Nuestra pretensión es más bien modesta, no ciertamente por virtud alguna, sino por nuestra propia dificultad a la hora de hacernos cargo con un mínimo de claridad de la presente situación política de modo que pudiéramos empezar a criticar de modo satisfactorio, consecuente y sistemático nuestro presente histórico. Muchas de las ideas de las que partía este artículo han ido matizándose durante su proceso de redacción, por lo que el lector deberá probarse, una vez más, como efectivo lector, siguiendo los hilos del texto y juzgando su alcance por sí mismo. Creo, por otra parte, que estos "primeros trazos" de la crítica, este boceto, puede al menos apuntar en una dirección fundamental respecto de dicha crítica. Por lo que se refiere a aquellos que se crean por ello ante un texto ingenuo por su carácter esencialmente im-perfecto (de esbozo, de boceto) les ponemos sobre aviso: nuestra modestia no tiene la función de rebajar el valor del texto, sino la de anunciar que "no está todo dicho" y que ello, probablemente, nos lleve a rectificar algunos de los "primeros trazos" sin que por ello se pierda la figura, la dirección a la que se dirigían tales trazos.

2.La democratización de la enseñanza.

Así pues, nos parece fundamental, para empezar, subrayar que las ideas-fuerza latentes en la LOGSE, en la LOU, etc. no son meras ideologías, si por tales entendemos meras (puras) "falsificaciones" de la realidad, a no ser sino, en efecto, en tanto que las entendamos como justificaciones legitimadoras de ciertas necesidades materiales de las sociedades desarrolladas que están obturando, al agotarlos en tales "necesidades", los valores a los que supuestamente están sirviendo de soporte, tales como la formación (política) de los ciudadanos (así pues, cuando se habla de la conjugación de unidad y diversidad en la enseñanza, la apertura de la "dinámica cerrada" de los institutos, la libertad de opción, la innovación en la enseñanza, los criterios evaluativos y la profesionalización del oficio docente), cuando, precisamente, de lograr efectivamente semejante proyecto (el de la formación política de los ciudadanos) lo que quedaría obturado sería, antes bien, no ya dicha formación, sino acaso los cauces mismos por los cuales ésta pretende llevarse a cabo.

Ahora bien, dado que no sería otro nuestro proyecto (a saber: el de la formación política, es decir, el de la formación de cada ciudadano en sus responsabilidades públicas y, por tanto, la formación de su juicio crítico respecto a ellas) y no contamos sino con semejantes condiciones para ensayar una y otra vez dicho proyecto de reversión política (que no de "retorno" alguno), deberemos no ya desde luego apoyar el triunfo de tales ideas-fuerza, ni tan siquiera practicarles una oposición absoluta como si fueran "meras ficciones", sino, en la medida en que precisamente estas ideas-fuerza requieren todavía, para hacerse efectivas, de la defensa de espacios públicos donde latan los valores de los que se dicen vanguardia, defender el sentido de su ejercicio en tales campos de batalla respaldados por las propias vanguardias de la democracia. Espacios o campos, por tanto, que si bien, desde luego, dado el actual progreso tecnológico-financiero, van progresivamente cerrando sus propias posibilidades de efectividad política, haciendo de ésta un creciente quijotismo, en tanto que tales espacios efectivos, permiten todavía cierto punto de fricción para mantener "en marcha" nuestro motor político, aun a riesgo de quemarlo. Y si bien es cierto también que no podemos considerar tales espacios como la última y única salvaguarda de la conciencia política, lo cierto es que la pérdida de tales espacios supondría, al día de hoy, nada menos que (para decirlo con la fórmula de Hegel) la desarticulación misma del Espíritu Objetivo (o la realización de la Estupidez Objetiva o la consumación del Espíritu), si por tal entendemos la posible pérdida de intelegibilidad de los cauces políticos a través de los cuales pudiera seguir haciéndose aun mínimamente efectivo el germen del socialismo, mantener en "pie de guerra" todos los quicios de la socialización, la vanguardia de la Gran Política. Otra cuestión distinta es que la posible consumación de dicho "cierre" como recurrente oscurecimiento de la conciencia política pudiera suponer una efectiva armonía democrática (un Mundo feliz); tal proyección nos parece ilusoria no sólo por las tensiones sociales económicas que va acarreando: la propia objetividad de aquello que "neutraliza" efectivamente hace que tal situación haga de ella un hervidero a presión de posibles violentas proyecciones de reversión, por negación, que podrían acabar confluyendo con las tensiones "externas" a las democracias existentes (de las que se nutre, precisamente, la propia "neutralización").

Como veremos, lo crítico de esta dialéctica se centra en que aquello que consideramos ineludible seguir defendiendo es aquello mismo respecto de lo cual resulta indiferente el proceso educativo (y, sin embargo, constitutivamente necesario para él) e incluso prácticamente indiferente para la sociedad en su conjunto: su formación como personas, que es la formación política fundamental de cualquier ciudadano, y no la mera "formación del ciudadano" cuyo fin no resulta ser sino su acomodación al mundo laboral independientemente de cualquier credo, condición o cualidad y, por tanto, de cualquier juicio político que pueda tener el ciudadano. De tal modo, que el principio de tolerancia se nos revela en su más innoble realidad: pues éste no se va llevando a cabo por el efectivo respeto a tales condiciones (condición sexual, estado civil, fe religiosa, etc.) y, por tanto, donde tales condiciones se harían valer (se harían, efectivamente, respetar), proceso que desde luego no podría imaginarse como un proceso "armonioso", pero de cuyo carácter propiamente conflictivo sí cabría esperar que brotara (y no que se im-pusiera; y no, desde luego, en condiciones de "libre competencia") una franca tolerancia.

En cualquier caso, allí donde resulta relevante el principio de tolerancia se revela como crecientemente evacuado de su valor: la tolerancia, en efecto, es efectiva socialmente, pero a costa de la indiferencia de los juicios de cada ciudadano en su sentido más innoble, es decir, con tal de que, no ya que cualquier ciudadano imponga sus criterios a los demás, negando así la posibilidad de confrontación (actitud que, desde luego, no merece ningún respeto democrático), sino con tal de que ningún ciudadano quiera hacer valer sus juicios frente a los demás, a costa de lo cual parece fortalecerse dicho principio. Más aún: el principio de tolerancia encubre el abierto desprecio por los diferentes modos de ser en tanto que éstos llevan inevitablemente consigo valoraciones. De tal modo, que dicho principio tiende a asentarse como un secreto armisticio según el cual, al final, la mediocridad respeta (tolera) lo valioso mientras lo valioso respete (no se haga valer frente a) lo mediocre, engordándose así la bruma social que tantas tensiones acarrea.

Y si tal principio debiera ser un principio constitutivo de cualquier posible democracia real, lo cierto es que en las democracias realmente existentes tal principio es, nos parece, crecientemente diluido. Evidencia que nos resulta, por lo demás, palmaria en el clima general de estas democracias y respecto de la cual tampoco cabría en principio asombrarse. Cifraríamos, desde luego, en la anomia el ánimo fundamental de las democracias realmente existentes. Así pues, y del mismo modo, tampoco cabría escandalizarse (por pasión a la Cultura) por que se dejara de leer a Shakespeare, Calderón o Cervantes en la medida misma en que de algún modo las relaciones sociales se fueran reconfigurando de manera que hicieran objetivamente imperceptibles los contenidos de sus obras. Más patética pudiera parecernos la obsesión por la lectura "en serie" (y no discriminada por un hilo conductor brotado de las propias inquietudes) de los clásicos de la Literatura Universal o de la Historia de la Filosofía, por no hablar de la lectura novelística masiva: lo realmente patético es la admiración indiscriminada, pues es ésta precisamente la mayor falta de respeto a tales obras, pues en efecto, con ello, no se respeta sino por indiferencia, lo que no nos preocupa en relación con tales obras o autores, sino por el ánimo implícito en semejante trato con la literatura. Se admirará la técnica y el ingenio desprendiéndolos progresivamente de aquello mismo que los hizo posibles, en definitiva, su genio, y dado que es éste el que nos parece crecientemente ignorado [(pero acaso por la realidad social misma y no sólo, y esto es fundamental, por mera desfachatez individual (una brutal "conjura de los necios")] la percepción de tales obras quedará bloqueada por la admiración cuando no por el desprecio de formas superadas si no comienza a hacerse un ejercicio de discriminación y reapropiación crítica de tales obras entre medias de los procesos sociales actuales, si es que acaso procediera semejante apropiación crítica.

No sólo los alumnos, que toman la enseñanza como "mero trámite", son prácticamente impermeables a los "contenidos culturales" que se les pretende transmitir, sino asimismo es impermeable el conjunto de la ciudadanía. Pudiera haber quien pensase, por ejemplo, que la impaciencia de oído con la "música clásica" podría indicar en ocasiones algo más profundo que una educación insuficiente: cierta y relativa imperceptibilidad (o "inconsciencia") de los propios procesos dinámicos de la persona, al menos aquellos que hacen posible la apreciación musical a la "escala", precisamente, de tales composiciones. Con lo que no se estaría negando la existencia de tales procesos, sino señalando cierta y relativa imperceptibilidad (por tanto, de nuevo, como decíamos, de cierto oscurecimiento) que, sin perjuicio de que sin duda los afecte, no podría llegar a negarlos existencial, "positivamente", aunque sí acaso a transformarlos de algún modo. Pero lo que acaso tampoco dejaría de ser estúpido en tal caso sería tratar de implantar "escalas" fuera, al margen del tono social, con lo que no pretendemos subordinarnos o justificar dicho tono ni oponernos desde "el punto de vista de Dios" a dichas "escalas" sino sencillamente denunciar como objetivamente des-preciable aquello que (y hasta que) no logre, al menos, cierta efectividad social.

Pues bien, nosotros seremos más drásticos: a mi juicio, la impermeabilidad de los alumnos según la cual perciben los procesos educativo-evaluativos como "mero trámite" no es gratuita ni responde a un síntoma de estupidez generacional: refleja en toda su crudeza lo que supone la actual educación, a la cual, por ello mismo, no podrán dejar de despreciar de algún modo aquellos que posean algún sentido crítico. Pero es que además, por otro lado, acaso como el reverso social mismo de la "escuela", bastaría con reparar en la creciente trituración de la pasión en la "música mundana" actual para dar cuenta de la trituración perceptiva de la persona (y, por tanto, del significado social de sus relaciones): por decirlo así, el aplastante triunfo del pop y la música electrónica sobre la copla, el alma tanguera, la Vargas o el rock ´n´roll en general. Basta tomarse una copa en un afterhours para contemplar atónito el irónico triunfo de la Razón Absoluta (y su expresión más grosera, la Carnaza Absoluta: Carne sin norte que va en oleada/ hacia la noche siniestra, baldía./ ¿Quién será el rayo de luz que la invada?/ Busco. No encuentro ni rastro del día.).

Y acaso sea en esta dirección, por cierto, donde cobre todo el sentido la crítica de Bueno al mito de la Cultura como secularización del mito de la Gracia en tanto que dicha inversión teológica ha supuesto, me parece, un empobrecimiento fundamental de la idea de Gracia. Nuestra crítica no iría encaminada a ver la Cultura como otro mito "igual" a la Gracia (another name, same old story) pese a sus analogías en su "igualdad en funciones", sino a ver en dicha idea de Cultura no sólo su empobrecimiento o devaluación, sino una particular fata morgana más de las democracias realmente existentes que invierte valorativamente sus contenidos (un particular "cierre" que pretende oscurecer ciertos contenidos comprendidos en la idea de Gracia que a mi juicio son irrenunciables para cualquier filosofía).

3. Sobre el alcance y el significado de la "neutralización".

Pues bien, no es nada nuevo el ambiente de decepción docente que ha generado la implantación de las nuevas leyes educativas. Ambiente éste, me parece, que si bien desde luego puede responder a la perplejidad, desde un marco educativo distinto, ante los cambios de la reforma y, por tanto, susceptible de ser él mismo reformado una vez cuaje de algún modo dicha reforma, lo cierto es que tal ambiente no puede ser descrito de una manera tan aparentemente neutral, pues tras dicha perplejidad se esconden contenidos más profundos que unos meros reflejos condicionados que se resisten a ser "neutralizados" por la normalidad de la realidad que se nos cae encima. Acaso la mayor perplejidad se deba a lo que sigue: que según se va llevando a cabo la democratización de la enseñanza y se ponen, por tanto, en práctica los principios de la universalización de la enseñanza ("igualdad de posibilidades para todos": atención a la diversidad para su integración social) lo que va quedando crecientemente fracturada es la propia enseñanza y su papel socializador, viéndose prácticamente reducida a mero entretenimiento y preparación laboral. Tal es, y no otro, el fin al que de hecho se dirige la enseñanza pública; y no, desde luego, por los oscuros planes de algún supuesto genio maligno, sino por las condiciones sociales mismas en las que nos encontramos. Y tal será, y no otro, el fin al que se dirigirá la socialización formal de los principios democráticos: la trituración efectiva de todo lazo social más allá de la cicatería, la sugestión y la rapiña. Ésa es, me parece, la socialización que nos espera.

De este modo, toda buena fe en la realización de los valores democráticos en el seno de estas sociedades no es, a la postre, sino el terreno propicio para que éstos sean ulteriormente transformados en el momento de su efectiva realización. Pues, en efecto, si bien la defensa de los supuestos valores democráticos se dirige hacia la defensa de la universalización de los valores sociales (y, por tanto, hacia una efectiva socialización) lo cierto es que, sin perjuicio de que tal proyecto pueda o no llevarse a cabo dadas las condiciones económico-políticas en las que se realiza, en los relativos grados de realización efectiva de dicho proceso (y por tanto en ese sentido ya real y no meramente imaginario o ilusorio) lo que está universalizándose es una tendencia a la igualación formal efectiva de los ciudadanos en el sentido que a continuación apuntaremos, igualación formal ésta por la que a la postre se pierde el propio sentido social y se alimenta el resentimiento.

Nuestro problema no se reduce al respeto por las diferencias cuando tal respeto no responde sino a la mutua indiferencia respecto a tales diferencias, es decir, como una especie de fría apreciación estética. Por decirlo con esta imagen plástica, por una especie de admiración a la "pura" riqueza cromática de la paleta. Pero la riqueza de la paleta no supone la riqueza artística del lienzo, pero tampoco la recíproca: que la riqueza de éste suponga su riqueza cromática. Se trataría, pues, no ya de despreciar la riqueza cromática (las diferencias), sino de apreciarlas, desde luego, pero no porque estén "integradas" en la paleta, sino por las cualidades brotadas del conjunto del lienzo. Pero ello ya supone apreciar, saber comprender, aquella "necesidad interna" del artista sin la cual la crítica se ridiculiza a sí misma.

En cualquier caso, los valores por los que toma fuerza (legitimación ideológica) las presentes reformas educativas son los valores mismos que requieren ser, al menos en cierto sentido, "neutralizados" en el implacable triunfo de dichas reformas. Tales valores son los referidos a la formación de la persona, pero donde dicha formación no tiene el fin de la utilización instrumental de los contenidos educativos, sino el fin de la recurrencia de la figura de la persona entre medias de la comunidad política. La educación proporcionaría las armas, en este sentido, para que dicha figura no se dejara laminar y pudiera ejercerse críticamente entre medias de los diversos procesos sociales. Este es el sentido en el que muchos hemos comprendido la educación y ya parece, sin embargo, un señuelo para el espíritu de los tiempos. La Escuela, en su sentido más general y profundo, es la antípoda del taller; y vemos, en cambio, cómo, desde los Colegios hasta las propias Facultades de Humanidades, van confundiéndose ambos espacios cuya esencia es inconmensurable. Semejante proceso, que no es sino muestra de un proceso de metástasis mucho más profundo y complejo (y también, por ello, a mi juicio, implacable) nos pone sobre la pista del significado de la destrucción de estos espacios: la figura de la persona es objetivamente des-preciable para el propio proceso socializador en cualquiera de sus tramos, órdenes o dimensiones, lo que no quiere decir de entrada que tal figura desaparezca, sino que pierda crecientemente su relevancia en los propios procesos socializadores hasta ser "segregada" como "indiferente" (y, por tanto, tolerada) o incluso abiertamente "despreciada".

¿Qué decir, pues, en este contexto, del inquebrantable destino al que se enfrentan, al día de hoy, las Facultades de Humanidades y en especial de las Facultades de Filosofía? ¿No diremos que aquella figura no sólo era el fundamento radical del ejercicio de la Filosofía sino la condición misma de la recurrencia de sus Facultades (en sus diversas modulaciones)? Hace ya tiempo que el nous anda diseccionado en una mesa camilla por los pasillos de las Facultades de Filosofía entre las especializaciones de los departamentos. Bastaría por el momento con que se mantuviera vivo en alguno de ellos, pero tampoco eso permitiría ninguna ilusión y me parece ya una mera ingenuidad comenzar a concebir la función de la Filosofía como un ayudar a pensar, o un "hacer pensar", cuando la Filosofía brota donde ya se piensa... por algo más que por el mero pensar: del mismo modo, acaso, que se ayuda a parir no a cualquier mujer sino a la que ya fue fecundada. Ni pueden haber "embarazos psicológicos" en Filosofía ni sus Facultades deberían, por ello mismo, devenir en "paritorios psicológicos".

Gustavo Bueno, por su parte, podrá creer ejemplar su militancia filosófica en desprecio de la borrachera doxográfica de la Academia como verdadero ejercicio social de la crítica filosófica (por ejemplo, discriminando las opiniones en torno a Gran Hermano u Operación triunfo, donde, en efecto, ha ejercido tal crítica) e incluso muchos podrán ver en su Fundación el Sión de la tradición académica. Mas donde él, pese a su finis operantis, pretende mostrarse como crítico de lo inopinable aparece indefectiblemente, finis operis, "por encima de su voluntad", como una figura opinable más. De lo que no nos escandalizamos porque supusiéramos que en Bueno reside alguna Verdad eterna encarnada; el problema reside, sencillamente, en que el sentido crítico que puedan o no tener las opiniones de Bueno, como las de cualquier otro, son completamente indiferentes para el espectáculo (la propia teatrocracia de la que habló Platón en Las Leyes) y en un sentido, acaso, más profundo que en el que a primera vista pudiera sospecharse: ni Bueno ni nadie dice nada a la sociedad; el problema no reside en que sea indigno o no analizar la basura (cuestión estúpida ya), sino en que la realidad social es prácticamente ya una basura retroalimentada a la que poco le importan los diagnósticos más allá de su propia retroalimentación, es decir, como verdadera eutaxia de basura. Eutaxia de basura ésta que, al modo de una ameba o cáncer imperial, tritura hasta las raíces mismas de su propia comprensión.

Y bien (pudiera preguntarse alguien: ¿Y cuándo ha tenido la Filosofía algo que decir a la sociedad? ¿No ha sido incluso, en su mayor parte, "hasta que llegó Marx", una retorcida justificación de los procesos sociales? ¿No sería esa la razón por la que se encontraría acaso ante sus propios límites, frente a una situación política que se autojustifica? O también: ¿No estaremos en un proceso de reforma drástica, sin duda, pero de cuyo resultado nos encontraremos precisamente con los valores verdaderos (precisamente, "los que valen") respecto de los cuales comprenderemos el sentido objetivamente despreciable (acaso por ilusorios o meramente ideológicos) de aquellos valores que va "neutralizando"? ¿Y no serán los filósofos, al día de hoy, unos reaccionarios gremiales que pretenden justificarse desesperadamente ante la sociedad, que nada necesita de ellos? Pues bien, diremos nosotros: la Academia es la reacción radical contra la ejecución pública de la figura de la persona, de lo absolutamente irreductible a las opiniones. Pero ésta es una cuestión, precisamente, que no dice nada a "la sociedad", porque, en efecto, no la compete, sino a todos aquellos que, por su sentido social (se nutra éste de raíces teológicas, socialistas o, sencillamente, de sus propias experiencias dramáticas), no reniegan, como dijera Jean Améry, de su condición de prójimos. A todos ellos nos sigue quedando, por el momento, triturar sin remisión la realidad ambiente, pasto de tantos gurús de proyecciones políticas. Pero acaso también, en la consumación de este "paraíso de frustración" (entre cuyos momentos se encuentra la desarticulación de las Facultades de Filosofía), podamos seguir encontrando las pistas de su reversión.


[*] Miguel Á. Vázquez Villagrasa es alumno de doctorado en la Facultad de Filosofía, UCM.

 
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