1.- Ud. defiende la
idea de una "implantación política" de la filosofía y, al
mismo tiempo, una "implantación universitaria" de la
"filosofía académica". Pero hoy es frecuente una visión de la
política según la cual ésta se entiende como algo constitutivamente
"partidista", algo que hace referencia a "valoraciones
subjetivas" y esto sería inconciliable con el carácter
"desapasionado" que se exige, por otra parte, a los contenidos
académicos en el seno de la universidad. ¿Qué idea tiene Ud. de
filosofía, de política y de Universidad y que relaciones habría entre
ellas?
La "implantación
política" de la filosofía y su "implantación
universitaria" se mueven en planos de alcance diferente, aunque
conectados. Explico, en primer lugar, mi concepción de la
"implantación política" de la filosofía, una concepción que
en principio sigue la idea propuesta por Gustavo Bueno, aunque también
supone una cierta revisión de dicha idea. En términos muy generales, la
filosofía requiere para su surgimiento, desde luego, de una sociedad
política, urbana, civilizada, dotada ya por tanto de la estructura
dinámica característica de las sociedades históricas, es decir, de la
estructura de destrucción y reconstrucción incesantes de sus diversos
sectores sociales mutuamente enfrentados. Y surge, además, como crítica
dialéctica de las diversas cosmovisiones ideológicas que necesariamente
se generan en este tipo de sociedades. Estas cosmovisiones siempre tienen,
de algún modo, la forma de representaciones totalizadoras, prácticas y
monistas. Se trata, en efecto, de representaciones que ofrecen alguna
visión global o universal del conjunto de las relaciones sociales de la
sociedad de referencia, a la vez que del lugar de dicha realidad social en
el conjunto de las realidades del mundo, y cuyo carácter ideológico
hemos de cifrarlo precisamente en que siempre ofrecen algún principio
monista de resolución de los enfrentamientos sociales que, por su
carácter monista, cancela definitivamente; y justo en esta medida encubre
y falsea, dichos enfrentamientos en beneficio del grupo social al que
dicha ideología representa. Ahora bien, la cuestión es que, dada la
pluralidad de sectores sociales en pugna en una sociedad histórica,
incluso entre sectores sociales dominantes en pugna, brotarán siempre una
pluralidad de cosmovisiones de este tipo, de forma que cada una de ellas
deberá ya hacerse cargo de algún modo, entre sus contenidos, de los
contenidos de las demás, puesto que cada una recoge el punto de vista de
un grupo social que mantiene relaciones sociales conflictivas con los
demás grupos sociales, de tal modo que cada cosmovisión cancelará
dichas relaciones conflictivas según algún principio monista que
favorece los interés del grupo al que representa. Podemos reparar en que
la posibilidad misma de la operación lógica de una "totalización
universal", de la idea misma de "mundo" como
"uni-verso" o como "conjunto de la realidad",
operación ejecutada por toda cosmovisión, depende constitutivamente de
una pluralidad de "sub-mundos sociales" enfrentados —inicialmente,
de la pluralidad de aldeas neolíticas confluyendo y enfrentándose en la
formación de las primera sociedades urbanas, y ulteriormente, de la
recurrencia de la pugna entre las diversas partes sociales de una sociedad
histórica ya constituida—. La idea misma, pues, de
"uni-verso" es una idea constitutivamente plural, que resulta de
la mutua convergencia, trituración y reconstrucción incesante de los
"multi-versos" previos, o recurrentes, a partir de los que se
constituye— y esto tanto en el ámbito de las "relaciones
sociales" ("circulares", en la terminología de Bueno),
como en el de las relaciones entre el tejido social y el resto del mundo
circundante ("relaciones radiales", según la terminología de
Bueno)—. La operación ideológica característica de estas
cosmovisiones reside, pues, como decía, en cancelar semejante pluralidad
in-cesante (negativamente in-finita) del uni-verso de cada sociedad de
referencia, mediante alguna fórmula monista, y por ello metafísica, que
de este modo pretende resolver definitivamente "el mundo" en
beneficio de los intereses sociales siempre parciales que representa. Por
lo demás, el carácter "práctico" que siempre poseen estas
ideologías reside en la índole normativa, regulativa, de todas las
acciones sociales, que siempre acompaña y se corresponde con el principio
de resolución monista del mundo.
Ahora bien, lo que podríamos
llamar el "escándalo lógico" que estas cosmovisiones
ideológicas inevitablemente acarrean, y del que, como ahora veremos,
surge la crítica filosófica, consiste precisamente en esto: en que
siendo todas ellas monistas por su forma sintáctica de cerrar su campo,
sin embargo, los contenidos semánticos de cada una de ellas son opuestos
entre sí, es decir, que nunca hay sólo una, sino múltiples ideologías
opuestas que resuelven de manera monista, pero según contenidos opuestos,
la explicación del mundo. De semejante escándalo lógico, del hecho de
que múltiples cosmovisiones ofrezcan una imagen cerrada y definitiva del
mundo según principios universales que sin embargo se oponen
semánticamente entre sí, sólo de este hecho puede surgir la
dialéctica, es decir, la filosofía como crítica. La dialéctica, a la
que hemos de asociar en efecto la crítica filosófica, surge
necesariamente, en efecto, como una inter-crítica de múltiples
cosmovisiones metafísicas, esto es, surge como crítica entre medias de
las incompatibilidades semánticas de múltiples resoluciones universales
cerradas del mundo, y lo hace como una rectificación múltiple in-cesante
de semejantes resoluciones terminantes, definitivas, cerradas. Si de hecho
podemos tener una idea crítica de ideología, es decir, si podemos tomar
distancia crítica sobre las ideologías y apreciar su carácter
deformante, no es porque estemos situados, como diría Bueno, en "la
quinta dimensión, por encima de las ideologías, sino precisamente porque
estamos siempre entre medias de ellas, envueltos y constituidos por ellas,
de suerte que sólo dicha situación de permanente envoltura ideológica
es la que hace brotar la crítica inter-ideológica en el sentido
apuntado.
Pues bien, sin duda que el
pensamiento de Platón, como conciencia dialéctica crítica en el sentido
apuntado, puede ser tomado como un paradigma, seguramente el paradigma
más firme y característico, del surgimiento de la filosofía entre
medias de las cosmovisiones metafísicas e ideológicas circundantes —de
las "metafísicas presocráticas"—. Las "sombras"
que envuelven a los esclavos de la caverna platónica deben ser entendidas
como las ideologías envolventes de las consciencias ciudadanas, y la
dialéctica, tal y como Platón la planteó, como una dialéctica
incesante que actuará como la crítica inter-ideológica a la que me
estoy refiriendo. Simplemente como una referencia: recordemos cuando, en
el Banquete, una vez reunidos los comensales y puestos de acuerdo
en discutir sobre el amor, Aristófanes se permite (haciendo gala de un
humor que, ya críticamente visto desde la propia perspectiva platónica,
no puede sino percibirse como una muestra de humor chusco, romo,
antifilosófico) hacerle a Sócrates la observación de que lo mejor
sería que él diga directamente y de antemano lo que piensa sobre el
amor, puesto que así se evitarían el tener que expresar todos su
opinión y al final, como siempre, tener que ser corregidos por Sócrates;
pero esta humorada queda fulminantemente devuelta a su verdadero carácter
cuando Sócrates le responde que precisamente él no sabe de entrada qué
pueda ser el amor, puesto que sólo a través de las opiniones que vayan
dándose, rectificando unas con las otras, es como podrán ir alcanzado
una idea (crítica, por tanto) sobre el asunto. La dialéctica platónica
funciona, pues, no de antemano, por "encima de las opiniones",
sino alzándose sobre ellas a partir y través de ellas, de su mutua
confrontación.
Ahora bien, en este punto hay
un aspecto, e importante, en el que yo me distancio no sólo de Platón,
sino también de la concepción de Bueno, estrictamente platónica, de la
filosofía, y es en la cuestión de la presunta necesidad de la geometría
como un análogo metodológico que pueda garantizar la eficacia crítica
de la dialéctica (recuérdese: "nadie entre aquí que no sepa
Geometría"). Puede que una vez que la geometría esté ya
funcionando (por lo demás, una geometría muy sencilla, como la
geometría preeuclídea que pudo tener a la vista Platón), su forma de
construir sus demostraciones, sus teoremas, pueda suministrar un cierto
modelo analógico que sirva para pulir, para precisar, los métodos
dialécticos de la filosofía —y sin duda esto se aprecia continuamente
en Platón—.Pero en todo caso esto seguiría siendo secundario; y no
sólo por el hecho de que la geometría, en cuanto ciencia, debe cerrar su
campo, mientras que la dialéctica filosófica debe permanecer
trascendentalmente abierta, sino sobre todo por esto: porque en todo caso
dicha función analógica sólo la cumpliría la geometría por su modo
sintáctico de construir sus demostraciones, pero no ya por sus materiales
semánticos. La geometría, en efecto, debido a su contenido temático —el
espacio geométricamente organizado—, tiene sin duda la virtud de
construir demostraciones tan abstractas que hacen que su modo sintáctico
de realizarse pueda servir como modelo analógico de prácticamente
cualquier otra posible construcción; pero, también por su contenido
temático, estas construcciones son semánticamente tan
"limpias" —tan "claras y distintas"—, que ellas
segregan muchos otros contenidos —otros tipos de términos y relaciones—,
lo que supone un límite muy drástico para su uso analógico, y más
respecto de la filosofía, que debe moverse entre medias de todo tipo de
contenidos posibles. Como dijera Pascal (que, cuando hablaba de
geometría, también sabía de qué estaba hablando), los principios de
las demostraciones geométricas son "claros", mas por ello mismo
son también "groseros", esto es, que evacúan, como decíamos,
otros muchos tipos de contenidos, esos otros contenidos que, acaso sobre
todo cuando tratamos de realidades antropológicas —pero no sólo:
también, por ejemplo, las biológicas—, requerirían de principios más
"sutiles", por seguir diciéndolo a la manera de Pascal (y sin
tener que asumir por ello, por cierto, toda su metafísica). Así pues,
aun cuando supusiésemos que la geometría, por lo abstracto y claro de su
método, pudiera ser de algún modo analógicamente necesaria, semejante
necesidad sería todavía muy genérica (indistinta), y por ello no sería
específicamente suficiente para garantizar la eficacia de la crítica
dialéctica que, como digo, debe moverse entre medias de una pluralidad de
significados que son los que quedan precisamente abstraídos por el campo
geométrico.
Pero es que, además, la
propia dialéctica puede dogmatizarse, puesto que las propias ideologías
metafísicas tenderán, una y otra vez, surgida ya la dialéctica entre
medias de ellas, y en el curso de su recurrente enfrentamiento mutuo, a
reapropiarse de la dialéctica para volver a formar figuras metafísicas.
De hecho, no hay sistema filosófico que, por su enfrentamiento polémico
con otros sistemas, no ejercite siquiera la dialéctica de algún modo, y
puede haber sistemas que supongan un uso sistemático y consumado de la
dialéctica y sin embargo clausuren, al final, su visión del mundo de un
modo completamente metafísico —el sistema hegeliano, por antonomasia—.
La función ideológica, encubridora y representante de alguna parte
social es, pues, recurrente a toda sociedad histórica, de suerte que una
vez que la crítica dialéctica ya ha surgido, ella misma queda
incorporada, como digo, en la polémica entre filosofías metafísicas. En
principio, todas las formas de institucionalización donde la filosofía
pueda tener lugar tienden a acabar funcionando como formaciones
ideológicas, y por tanto a reciclar la crítica dialéctica bajo formas
metafísicas, de modo que dicha crítica surja una y otra vez entre medias
de sus propios detritus múltiples metafísicos: hay, pues, una
dialéctica incesante entre la propia dialéctica y las formaciones
metafísicas. Y yo no veo, en este contexto, de qué modo el uso
analógico del método geométrico puede, por sí mismo, alzarse como una
garantía formal suficiente para la crítica; razón por la cual no veo el
sentido que puede tener la pretensión de institucionalizar semejante
crítica sobre el supuesto de aquella presunta garantía formal
suficiente, que es lo que buscaba precisamente Platón al fundar la
Academia, y lo que creo que siempre ha obrado en Bueno en su voluntad de
encontrar alguna institución (pública o privada, pero de alcance
público) en la que, me atrevería a decir, poder "hacer
entrismo", es decir, en donde poder arropar institucionalmente el
ideal de la Academia platónica. Más aún, no debería olvidarse que
Platón funda precisamente su Academia después de una biografía
política de fracasos continuos, y yo creo que a consecuencia de dichos
fracasos, con la esperanza (vana, a mi juicio) de poder rectificarlos
mediante la Academia. Pero la única garantía de efectividad de la
crítica dialéctica tiene lugar, a mi juicio, no ya sólo, desde luego,
entre medias de la acción política, sino entre medias de aquella acción
política que estuviese alzándose como vencedora entre poderes hasta el
momento dominantes. Sólo en ese preciso "momento" en el que se
logra revertir algún poder dominante mediante algún otro contrapoder en
acción, puede decirse que la filosofía a través de la cual se exprese y
realice dicho contrapoder tiene alguna eficacia crítica dialéctica.
Por estas razones, a mí me
parece que la imagen de la "implantación" no es afortunada, por
su factura (ideológica) platónica, y que debe ser sustituida —si
queremos seguir con una analogía biológica- por la imagen del
"brote" o de la "germinación": la filosofía no
necesita estar políticamente "implantada", puesto que ella
"brota" o "germina" políticamente siempre —lo que
es muy diferente . La imagen de la "implantación" es deudora
todavía del supuesto (ideológico) de que es posible institucionalizar la
crítica sobre la base del uso analógico del método de alguna presunta
ciencia privilegiada (la geometría), mientras que la imagen de la
"germinación" critica precisamente dicho supuesto al entender
que la dialéctica brota entre medias de una pluralidad de contenidos
(técnicos y sociales), justo cuando su enfrentamiento alcanza una
dimensión política, entre los cuales contenidos sin duda figurará
también esa ciencia que la perspectiva partidaria de la
"implantación" busca privilegiar, pero no de un modo realmente
privilegiado, puesto que la dialéctica incesante entre dichos contenidos
no puede quedar absorbida por el uso analógico del método de ninguno de
ellos en particular. En este sentido, también es preciso criticar la
imagen de "Sócrates" contenida en el texto platónico en un
aspecto importante; no ya desde luego en el sentido de la crítica de
Aristófanes que antes veíamos, es decir, no ya porque dejemos de
reconocer que la crítica solo puede brotar con posterioridad a la
pluralidad de opiniones enfrentadas, pero sí en el sentido de que el
lugar de semejante crítica hubiese siempre de recaer sobre una
personalidad individual determinada privilegiada (precisamente,
Sócrates), o, correlativamente, en alguna determinada institución (la
Academia), lugar éste que funciona sin duda como el correlato del uso
analógico privilegiado del método geométrico. La figura de
"Sócrates", pues, debe ser rectificada en el sentido de verla
sólo como una alegoría de la crítica dialéctica que brota
multifocalmente de la pluralidad de ideologías, retirando toda
determinación privilegiada en el sentido apuntado.
Pues bien, a partir de lo
dicho me parece que ahora sí estamos en condiciones de abordar el segundo
plano de vuestra pregunta, el relativo a la Universidad. Aquí lo
fundamental es darse cuenta de que a través de aquella dialéctica
incesante entre la propia dialéctica y las formaciones metafísicas no
sólo se "expresa", sino que se realiza o ejecuta la propia
acción política —los enfrentamientos políticos— , y que por ello
dicha dialéctica debe formar parte, y esencialmente, de la propia vida
del Estado. Lo cual supone, asimismo, entender que el Estado no es un
"aparato" homogéneo, o de una sola pieza, puesto que él
siempre, no sólo "refleja", sino que contiene de algún modo
(de modos diversos) (al menos parte de) la pluralidad de partes sociales
enfrentadas en el seno de su estructura y de su funcionamiento. No es
éste el momento de esbozar siquiera una tipología de formas y fases,
históricas y sociales, de los Estados de las sociedades históricas; me
limito por ello a apuntar lo siguiente: que el Estado, como formación
social que surge a partir de los enfrentamientos sociales permanentemente
abiertos, incesantes, de las sociedades históricas, como una segregación
necesaria ("poder separado") de dichos enfrentamientos al objeto
de meta-estabilizarlos, conjuga siempre, en su estructura y su
funcionamiento, estos dos aspectos imprescindibles: sin duda, un
componente necesariamente conservador, de mantenimiento del "orden
establecido", que no puede sino tender a resolver los enfrentamientos
sociales sobre la base del mantenimiento del poder social de las partes
sociales en cada momento dominantes ("carácter de clase" del
Estado); pero a la vez, y por ello mismo, porque ningún orden es
definitivamente estable, porque su equilibrio ("eutaxia") es
constitutivamente inestable y expuesto a su transformación, el orden que
asegura el Estado deberá siempre contener, en su propio seno —de
diversos modos, a través de su múltiples instituciones—, la presión
social resultante de las partes en pugna cuyo equilibrio momentáneamente
a través el Estado se ha impuesto. Tan ingenuo (ideológico) es ver en el
Estado una formación terminada que definitivamente asegurase el orden o
la paz social como es verlo tal que una institución, no menos definitiva,
a la que por principio hubiese que oponerse globalmente. No tiene en
realidad sentido el enfrentamiento global al Estado, sino la pugna siempre
dentro del Estado. Así pues, el Estado debe generar, y albergar en su
seno, aquella dialéctica entre la dialéctica y las formaciones
metafísicas, puesto que —y comprender esto es esencial— a través de
dicha dialéctica tiene lugar formalmente, y necesariamente, la propia
lucha política de las sociedades históricas con un mínimo de
complejidad política. La filosofía (la pugna dialéctica entre la
dialéctica y las metafísicas) no es, pues, ningún "lujo",
ninguna segregación "supraestructural" inútil; es un momento
crítico de la lucha política que debe estar formal y necesariamente
presente en las propias estructuras del Estado. De aquí que los Estados
necesiten institucionalizar (sin duda, de muy diversos modos) la actividad
filosófica, generar instituciones eminentemente públicas, o bien
directamente estatales, o al menos de algún modo controladas por el
Estado, donde la filosofía deba tener lugar, y a través de las cuales se
juegue la vida misma del Estado. Mas por ello mismo, estas instituciones
tendrán que albergar dicho juego dialéctico, y por tanto tendrán que
soportar los momentos en los que la crítica dialéctica brota entre sus
reapropiaciones metafísicas, como parte de su propio juego.
Y así ocurrirá,
naturalmente, con las Universidades (desde las primeras de la baja Edad
Media hasta las contemporáneas, pasando por las Universidades modernas).
Las Universidades: esas instituciones generadas por las sociedades
modernas (o ya premodernas) necesariamente asociadas a la multiplicación
de los saberes ("naturales" y "sociales") que la
complejidad técnica y social de dichas sociedades produce, y en donde se
precisa la conjugación, de un modo indisociable, de la investigación con
la enseñanza de dichos saberes; pero también esas instituciones en donde
el tejido transcendental incesante, resultante del mutuo enfrentamiento y
reestructuración incesantes de todos esos saberes no puede dejar de ser
tratado según unos métodos proporcionados a su propio tejido
transcendental, unos métodos que precisamente van acumulándose por su
propia tradición, en lo cual consiste precisamente la substancia misma de
la Filosofía, y por tanto la necesidad de Facultades de Filosofía. Unas
Facultades éstas en las que necesariamente deberá jugarse el mencionado
juego dialéctico (entre la crítica dialéctica y las metafísicas): por
tanto los momentos críticos son tan internos y necesarios a las
Facultades como sus momentos de reapropiación metafísica de dicha
crítica. Por tomar una referencia —en realidad ejemplar—: sería una
completa ingenuidad pensar que la escolástica católica bajo medieval y
moderna constituyó una filosofía cerrada, monolítica, definitiva,
puesto que en ella tuvo lugar, y de un modo por cierto canónico, ejemplar
—del que ni nos salimos en la actualidad, ni podemos dejar de salirnos—
el incesante juego dialéctico entre la pretensión (sin duda, asociada al
poder político eclesial) de instituir una dogmática definitiva, y las
propias críticas incesantes que brotaban entre medias de las múltiples
modulaciones que inexorablemente adoptaba dicha dogmática. Ningún poder
político, por mucho que lo pretenda, tampoco el poder eclesial
bajomedieval, es de hecho totalitario; el poder político es sin duda
siempre totalizador, puesto que debe abarcar a la totalidad de las partes
sociales enfrentadas, pero nunca puede de hecho consumar el paso al
límite totalitario, por la propia interminable complejidad de las partes
que busca totalizar.
Así pues, y dejando ahora de
lado otras muchas modulaciones y precisiones que a tenor del resto de
vuestras preguntas deberé hacer, lo que quiero ahora es subrayar, para
terminar de contestar a esta pregunta, lo siguiente: que es ingenuo
yuxtaponer, como si se tratara de dos planos enterizos y opuestos, la
"germinación política" de la filosofía (en mis términos) con
el ámbito, al parecer, políticamente neutro de la Universidad, puesto
que lo que aquí he tratado de poner de manifiesto es que dicha
germinación política de la filosofía incluye, en su ciclo, de un modo
necesario, el estrato decisivo de la institucionalización pública de la
propia filosofía, y por tanto, en nuestras sociedades, de la Universidad.
Las Universidades son esencial y constitutivamente políticas, y más aún
las Facultades de Filosofía, por su propio contenido disciplinar, de modo
que si toda pugna política se da no globalmente contra el Estado, sino
dentro del Estado, también toda pugna de ideas universitaria debe darse
dentro de la Universidad. Si la crítica filosófica puede surgir en
algún sitio, ese sitio será aquél en donde la pugna filosófica esté
políticamente instituida —¿donde, si no?—; por tanto, en la
Universidad.
Ello no quiere decir,
naturalmente, que la pugna filosófica instituida en las Universidades
deba ser un mero reflejo o derivado automático de la pugna entre otros
sectores sociales, o entre los propios gobernantes; la propia tradición
acumulada en el tratamiento institucional de los problemas filosóficos
—lo que lamamos "filosofía académica", como más adelante
veremos—establece un complejísimo juego (crítico) de distancias que
determina objetivamente otros modos, también otros modos personales, del
enfrentamiento, de la pugna dialéctica: lo que estoy diciendo es que los
"modales" académicos no son de ningún modo gratuitos, es
decir, que no ya es que no "debieran perderse", es que no pueden
objetivamente perderse en cuanto que ellos están determinados por
semejante complejidad del juego crítico. Ello tampoco quiere decir,
naturalmente, que se prescinda de la crítica mutua, y desde luego del
apasionamiento, puesto que, la pasión, al margen de los caracteres
personales, yo diría que es algo trascendentalmente constitutivo de la
filosofía. En este caso, no es ni mucho menos una trivialidad decir que
en la vida académica filosófica "lo cortés no quita —o no debe
quitar— lo valiente".
2.- También ha defendido
que la facultad de filosofía y sus contenidos de estudio han de regirse,
en el contexto de la universidad pública, por criterios internos a esta
disciplina, esto supone la oposición a toda reforma que pretenda adecuar
los planes de estudio a la "realidad" del mercado laboral. ¿Por
qué un Estado como el español, aunque el Estado no sea una mera función
de las necesidades del mercado, tendría que sufragar una disciplina que
exige "autonomía" y que, sin embargo, tan poco interés
despierta entre la ciudadanía, tan poca disposición muestra a promover
el desarrollo tecnológico y que no superaría la prueba de adaptación a
un mercado de trabajo que no estuviera "artificialmente
distorsionado" por el poder público?
Si nos atenemos a lo que he
señalado en la pregunta anterior, habrá que decir que la función de la
filosofía no se cumple, precisamente, en el "mercado laboral"
—como ocurre con las especialidades científicas y tecnológicas, que
también forman parte de la Universidad—, puesto que tiene lugar en la
atmósfera donde se respiran las ideologías, esto es, en el ámbito de
las conciencias ciudadanas, en principio envueltas y constituidas por mil
retazos ideológicos, y por tanto en aquellos lugares sociales donde el
Estado esté objetivamente interesado en reproducir semejante atmósfera
ideológica.
Ahora bien, una cosa es
apuntar semejante idea en un plano muy general y otra es modular, precisar
y determinar de qué modo puede tener esto lugar en una sociedad como la
nuestra. A este respecto, y para contextualizar lo que quiero decir, me
parece conveniente comenzar por apuntar a la situación actual de la
enseñanza Universitaria en nuestra sociedad. Como se sabe, estamos siendo
sometidos en la mismísima actualidad a un (así denominado) "Plan de
Evaluación de la Calidad de la Enseñanza y la Investigación", que
forma parte a su vez de un Plan más amplio del propio Parlamento europeo,
cuyo significado conviene desentrañar con algún cuidado. A mi juicio, se
trata de una reconversión o ajuste económico muy duro entre
"inversión" y "rentabilidad", en donde lo que se
busca es adecuar y subordinar los contenidos de la investigación y la
enseñanza universitarios a los intereses tecnológicos de las grandes
empresas multinacionales europeas. Para percibir todo el alcance del plan,
hay que destacar estas dos cosas: primero, que lo que se pretende es no ya
directamente invertir en la creación de universidades privadas, sino más
bien, y al objeto de eliminar semejante costo e incrementar así la
rentabilidad de la maniobra, beneficiarse de la importante infraestructura
de las universidades públicas ya existentes al objeto de ponerlas a
funcionar, lo más directamente posible, al servicio de semejantes
intereses de desarrollo tecnológico (fórmulas tales como "I más
D" —"investigación más desarrollo"—, encubren, bajo
su apariencia neutral, a la vez que expresan, desde hace ya tiempo, este
proceso); y segundo, que semejantes intereses de investigación
tecnológica se caracterizan, del mismo modo que el desarrollo económico
del que dependen, por su carácter, diríamos, predominantemente puntual y
acéfalo. El desarrollo económico, en efecto, del bloque
político-económico geoestratégico del que cada vez nuestro país forma
parte, al que prácticamente ya estamos enteramente homogeneizados —el
que llamaremos el bloque del "eurodólar"— se caracteriza, en
la actualidad, en efecto, por un modo de desarrollo predominantemente
puntual —"a mínimo plazo"— y acéfalo, esto es, por carecer
prácticamente de cualquier planificación o coordinación a medio plazo
que atendiera tanto a las consecuencias sociales como medioambientales de
semejante desarrollo —salvo a las mínimas que, debido al residuo de
presión ciudadana hecha posible por las formas
democrático-parlamentarias de gobierno sostenidas por la riqueza de estos
países, obliga una y otra vez a continuas rectificaciones por su parte
asimismo puntuales y descoordinadas—. Sin comprender este rasgo
estructural del capitalismo avanzado en el que vivimos, no puede
comprenderse el carácter asimismo descoordinado e improvisado del por lo
demás enorme desarrollo tecnológico requerido por semejantes intereses
económicos. Y es, precisamente, este proteico y descontrolado desarrollo
tecnológico al que se pretende subordinar los contenidos de la
investigación y la enseñanza universitarias de las propias universidades
públicas ya existentes. Naturalmente, este ajuste económico no puede
dejar de venir acompañado de su correspondiente legitimación
ideológica, que tenderá a presentarlo bajo argumentos de apariencia
neutral, del estilo de "la necesidad de actualizar la universidad de
acuerdo con los tiempos que vivimos" y cosas de esta índole (más
adelante volveremos a hablar de esta ideología y de estos ideólogos).
Un primer efecto que sobre la
Universidad tiene semejante reconversión tecnoeconómica consiste, de
entrada, en la tendencia a sustituir la investigación propiamente
científica por la investigación pura y crudamente tecnológica. Pero el
nombre de "Universidad" iba asociado, precisamente, al carácter
universal de los saberes que en ella se practicaban y enseñaban, y por
tanto a su carácter si quiera virtualmente científico. Sólo
secundariamente, las derivaciones tecnológicas de las ciencias se
investigaban y enseñaban, no ya en las "Facultades" —asociadas
a las Ciencias Universales—, sino en las "Escuelas Técnicas",
de grado superior o medio. Actualmente, la Universidad está
reconvirtiéndose en una prolongación especializada de la enseñanza
profesional, la cual a su vez, se ha graduado en diversos niveles, de los
cuales aquellos que suponen una mayor especialización tecnológica son ya
los universitarios.
Un segundo efecto tiene que
ver con el lugar que en esta nueva "Universidad" le está
reservado a las "Humanidades". Y a este respecto es
imprescindible distinguir, cosa que apenas suele hacerse, o no suele
hacerse adecuadamente, entre las genuinas "Humanidades" y las
llamadas "Ciencias Sociales", pues ambos tipos de saberes son
muy diferentes por su estructura gnoseológica y, por ello, por su alcance
y su posible lugar en la nueva Universidad. La diferencia fundamental, a
mi juicio, entre ambas reside en que las llamadas ciencias sociales están
mucho más reconciliadas con su "presente histórico" puesto que
no son a la postre otra cosa más que técnicas de control social
funcionalmente ligadas a las demandas sociales dominantes del presente en
el que se mueven. No digo, para ser un poco más preciso, que dichas
"ciencias sociales" no supongan un cierto grado de mayor
elaboración cognoscitiva que las meras técnicas de control social de
cuya convergencia proceden; no digo, por ejemplo, que la "economía
política" (surgida en torno a finales del s. XVIII y comienzos del
S. XIX) se reduzca a las "políticas económicas" previas de los
Estados nacionales modernos (a sus técnicas prudenciales de
planificación económica), puesto que la economía política surge
precisamente de la convergencia, y por tanto de las cribas y reajustes
mutuos, de dichas políticas económicas —por ejemplo, de la necesidad
de ir rompiendo las barreras arancelarias con las que cada Estado moderno
protegía su política económica—; pero es muy discutible el carácter
universal —demostrativo— y por tanto científico del resultado de
dicha convergencia, puesto que seguramente dicho resultado no pasa de ser
una más compleja reampliación de las propias técnicas de las que
procede, sometida siempre por tanto a su continua transformación
histórica y por ello insusceptible de quedar organizada en alguna forma
de demostración universal, y por tanto científica. Lo que con esto
quiero decir es que estas llamadas "Ciencias Sociales" —la
sociología, la economía, la etnología, la psicología (humana), etc.—
tienen mucho más asegurado su lugar en la nueva Universidad reconvertida
debido precisamente a su carácter de técnicas de control social
funcionalmente dependientes de los intereses dominantes de su presente
histórico. De hecho, en las últimas décadas ya venimos asistiendo en
nuestra Universidad a una significativa "explosión"
universitaria de estas llamadas ciencias sociales, y ello sólo puede ser
debido a su eficacia social, al papel que ellas cumplen en el control de
las relaciones sociales en el ámbito extrauniversitario, en el mundo de
la empresa, por ejemplo. Así pues, mientras que los tecnólogos "de
la naturaleza" intervienen en el desarrollo —acéfalo y puntual—
de la producción, los nuevos "ingenieros sociales" intervienen
en las relaciones sociales —no menos evanescentes— gestadas por dicho
desarrollo, teniendo ambos saberes sin duda un lugar bien asegurado en el
"mercado laboral" del presente, hasta el punto de que la nueva
Universidad reconvertida tiende a reducir sus contenidos prácticamente
sólo a estos tipos de saberes.
Muy diferente, sin embargo,
es el caso de las genuinas "Humanidades" —que son, en rigor,
las filologías, la historia y la propia filosofía—; están tienen
ciertamente cada vez más difícil su lugar en el "mercado
laboral", debido precisamente a que, por su vecindad cognoscitiva
consustancial con la historia, están mucho menos reconciliadas con su
presente puntual histórico. Esta es la verdadera razón por la que, en
efecto, como tantas veces se dice (aunque no siempre sabiendo bien lo que
se dice), las "humanidades" otorgan una mayor "capacidad
crítica": porque sus contenidos cognoscitivos está hechos, por así
decirlo, de la substancia misma de la historia (social, siquiera), y por
ello del juego incesante de transformaciones resultantes de la mutua
destrucción y reconstrucción que teje los múltiples hilos de la
historia, de tal suerte que es el juego de distancias a los que sus
contenidos obligan en el que formalmente consiste dicha crítica. No es
necesario poner los ojos en el cielo y adoptar una beata actitud de arrobo
—como suelen hacer muchos de nuestros ignorantes gobernantes— para
declarar solemnemente que las "humanidades son sagradas"; basta
comprender que las humanidades son, en efecto, saberes particularmente
críticos por su substancia histórica misma. Pero es esta substancia
histórica la que precisamente las hace difícilmente reconciliables, en
general, con su presente histórico, y menos aún con un presente
histórico tan puntual, espasmódico y acéfalo como el que vivimos. Aquí
la paradoja es ésta: que acaso sólo desde los puntos de vista de las
humanidades, por su perspectiva histórica, fuera posible tomar las
adecuadas distancias críticas para comprender precisamente algo del
presente histórico en el que vivimos; pero la puntualidad espasmódica de
dicho presente no requiere precisamente de ninguna suerte de
auto-comprensión crítica para seguir su curso. De aquí que, justamente,
las humanidades tiendan a quedar fuera de un "mercado laboral"
que sigue un curso espasmódico, sin dirección previsible.
Y en este contexto es preciso
considerar, y criticar adecuadamente, una estrategia que algunos
profesionales de las humanidades, seguramente preocupados por esta
disminución del futuro laboral de las mismas, están pretendiendo hacer
valer —por ejemplo, en las reformas de los planes de estudio—: Al
parecer, se viene comprobando últimamente (comprobación inicialmente
realizada en los Estados Unidos, y luego extendida a Europa), acaso con
sorpresa, que los licenciados en Humanidades —filólogos, historiadores,
filósofos— resultan ser no sólo tan eficaces, sino aún más eficaces
que los licenciados formados en las carreras empresariales, en el
desempeño de las tareas de "ejecutivo", es decir, en las tareas
de gestión, planificación y control de las diversas relaciones sociales
de las empresas. Ante semejante descubrimiento, algunos parecen haber
visto las puertas del cielo abiertas, resolviendo que es preciso tomar (de
modo más o menos explícito, más o menos vergonzante, pero efectivo)
como objetivo formal de la formación humanística semejante salida
laboral posible para los estudiantes. Como quiera que, además, forma
parte de la ideología legitimadora de la reconversión tecno-económica
de la universidad, el considerar ahora al estudiante (de la enseñanza
pública) como un "cliente", se buscará "vender" al
cliente esta posible salida profesional como un acicate para que el
cliente "compre" en el tenderete correspondiente, o sea, que se
matricule en la Facultad de Humanidades. No son pocos los que vienen
enfocando la revisión de los planes del estudio de Humanidades desde esta
perspectiva de vender al cliente semejante tipo de salidas profesionales.
No será preciso abundar en que la ideología del cliente (sencillamente
repugnante, pues confunde la "instrucción pública" con un
mercado) está naturalmente en función de la necesidad de formar los
puestos de trabajo demandados por aquellas necesidades de desarrollo
tecnoeconómico de las que hablábamos. Bajo semejante ideología de la
libertad de compra por parte del cliente, se esconde naturalmente la
formación de un nuevo tipo de estudiante universitario que resulta ser
(objetivamente) una función de los intereses tecnoeconómicos que le
aseguran un puesto de trabajo, suprimida precisamente la que debiera ser
la capacidad crítica de un universitario para interesarse por el
significado social y político de sus eventuales puestos de trabajo; y es
a este nuevo tipo de estudiante al que procuran halagar y dirigirse
quienes creen haber visto en la formación de ejecutivos un posible
objetivo formal de la enseñanza de la Humanidades. Ahora bien, estos
estrategas de la salida laboral parecen no haberse percatado de una
singular paradoja, a saber: que si el estudiante de humanidades se muestra
comparativamente más eficaz en las tareas de ejecutivo incluso que los
licenciados en principio formados para ello, esto se debe precisamente a
la mayor capacidad crítica —en el sentido antes indicado— que por su
formación humanística han adquirido; pero que en la medida en que
reconvirtiésemos los planes de estudio en el sentido de dirigirlos
formalmente a la consecución de semejantes objetivos laborales, en esta
medida justamente se perdería esa capacidad crítica de la que eventual y
secundariamente las propias empresas acaban por beneficiarse. Pues la
razón, en efecto, de esa mayor eficacia comparativa que un licenciado en
humanidades puede mostrar en el desempeño de las tareas para las que en
principio un ejecutivo está formado reside en esto: en la mayor
versatilidad, flexibilidad, complejidad alternativa, para enfocar y
resolver problemas (sociales), de las que está dotado debido precisamente
al juego de las distancias críticas que constituyen la substancia de su
formación; como quiera que, según decíamos, el presente social puntual
y desvertebrado en el que vivimos obliga una y otra vez a las empresas a
una tarea de continuas rectificaciones sobre la marcha (por lo demás, no
menos puntuales y desvertebradas), se comprende que, en semejante
contexto, un ápice más de flexibilidad y complejidad, como la que
sobradamente posee el humanista, y de la que carecen precisamente esos
"científicos sociales" cuya ciencia se diluye continua y
puntualmente en el magma que constituye su campo, otorgue a aquel ventajas
sobre éstos. Ahora bien, compréndase que esta ventaja depende, precisa y
formalmente, de su formación como humanista, de su formación en las
tareas, métodos y contenidos formales de su disciplina, resultando ser
por tanto una ventaja sobrevenida y secundaria, de tal suerte que dicha
ventaja precisamente desaparecía si tomamos como objetivo formal de su
formación el convertirle en un "ejecutivo" y de este modo vamos
evacuando su formación de contenidos formalmente humanistas. Por
paradoja, la mejor manera de conservar esas posibles ventajas laborales
adicionales y sobrevenidas de la educación de un humanista, es
precisamente perseverar, sin un ápice de modificación, en los más
tradicionales métodos, contenidos y tareas de su formación humanista.
¿En semejante contexto, qué
decir de la filosofía? Lo primero, recordar que, como decíamos al
principio, la filosofía vive en los lugares sociales donde se respira la
atmósfera ideológica, en los que el Estado debe estar objetivamente
interesado en mantener semejante atmósfera. ¿Cuales pueden ser, en una
sociedad como la nuestra, dichos lugares? Hay uno que, en principio, sigue
siendo el de siempre, y es la enseñanza secundaria, si bien dicha
enseñanza está cambiando a su vez, y vertiginosamente, de acuerdo con el
tipo de sociedad —de desarrollo tecnoeconómico acéfalo y espasmódico—
en el que se tiene lugar y a la que sirve. Y a este respecto es necesario
hacer una observación sobre dichas transformaciones en la enseñanza
secundaria —ejemplificadas de un modo característico por la L.O.G.S.E.
Uno de los argumentos principales de quienes defienden semejante reforma
de la enseñanza es su carácter democrático, esto es, su determinación
de generalizar o universalizar la enseñanza pública secundaria, mientras
que acaso el principal argumento de quienes se oponen a ella es el de la
trivialización y degradación de los contenidos formativos que acarrea
(asociados a toda la parafernalia psico-pedagógica encargada de
vehiculizar dicha trivialización y degradación). Seguramente el punto de
vista más justo consista en aquel que ve a ambos aspectos como mutuamente
conjugados y exigidos en una sociedad como la nuestra. Pues, en efecto,
aquello que se está universalizando no es ninguna "enseñanza"
en abstracto —"la enseñanza", diríamos, en general—, sino
un muy determinado tipo de enseñanza cuyos contenidos cualitativos
precisamente se degradan y trivializan al compás mismo de su
universalización numérica, extensiva. Se diría que la paradoja esencial
de semejante universalización reside en esto: que aquello que se
universaliza o extiende cuantitativamente consiste en contenidos cada vez
menos substantivamente universales; y aquí la cuestión consiste en
comprender que precisamente esto no puede dejar de ser así en una
sociedad capitalista avanzada de desarrollo tecnoeconómico puntual,
acéfalo y espasmódico como la que vivimos. Tan imprescindible le es a
una sociedad como ésta multi-descomponer los saberes en un magma
invertebrado de técnicas especializadas —y por ello ir creando, desde
la enseñanza secundaria, la mano de obra laboral adecuada—, como
incorporar el máximo posible de masa ciudadana a semejante tipo de
enseñanza, y no sólo a los efectos de tener asegurado el mercado
laboral, sino también, y por la mediación de esto último, a los efectos
de tener asegurada la masa de consumo capaz de sostener semejante edificio
productivo.
Pero esta nueva enseñanza
secundaria no podrá dejar de tener asociada, como toda enseñanza
(secundaria, en este caso; pero no sólo, naturalmente) algún componente
ideológico, a través del cual, en general, se formatee la conciencia
ciudadana en una fase y lugares tan decisivos —desde el punto de vista
de la reproducción socio-política de la ideologías— como los que se
corresponden justamente con esta clase y fase de enseñanza, y mediante el
que se legitime, más en particular, el tipo de enseñanza que se
practique. En nuestro caso, me parece que la ideología dominante que se
corresponde con el tipo de enseñanza y de sociedad de las que estamos
hablando, se desliza ("se desliza", en efecto, porque
difícilmente podríamos decir se "vertebra", dado su carácter,
como ahora veremos, básicamente desvertebrado), sobre todo, a través de
estos dos canales: Por un lado, y por lo que respecta al recubrimiento
ideológico de las relaciones sociales, por una suerte de puñado de
trivialidades ético-democráticas, ligadas a la defensa de las libertades
individuales, cuyo nivel de indiferenciada abstracción y de
desvertebración argumental no sólo favorece el mantenimiento de las
sociedades que la generan, sino que bloquean toda posible crítica a su
arquitectura funcional socio-política. Más en concreto: que reproducen
la hegemonía del bloque geopolítico del eurodólar en su política
depredadora expansiva —por ejemplo: últimamente, en su política de
conquista económica de los despojos de las sociedades del llamado
socialismo real—, y que bloquean toda crítica que desvele las
contradicciones, tanto interiores —por mínimas que éstas fueran: las
relativas a las bolsas interiores de marginación alimentadas por el
desajuste social de dicho desarrollo espasmódico—, como exteriores —las
derivadas de las presiones depredadoras ejercidas sobre otros bloques
geoestratégicos mundiales. La defensa abstracto-desarticulada de la
democracia —de las democracias parlamentarias sostenidas por la riqueza
de estas sociedades depredadoras en desarrollo espasmódico y acéfalo—,
y de las libertades individuales —de las libertades consistentes en la
expansión indefinida de los deseos individuales por encima de los
vínculos sociales—, se impone cada vez más como una ideología
aplastante en la enseñanza secundaria, amparada por su propia trivialidad
argumental y alimentada por la trivialidad intelectual (interesada) de la
masa estudiantil que la asimila, y responde, sin duda, a la necesidad de
expandir sin límite el consumo de las masas de individuos que se
corresponde con una maquinaria productiva en crecimiento imparable y
descontrolado. Pero también y por otro lado, por lo que respecta al
recubrimiento ideológico del desarrollo tecnoeconómico que se
corresponde con aquella dinámica social de consumo, viene imponiéndose
una suerte de filosofía positivista trivial, notablemente roma y
degradada como filosofía, de la "sociedad, la ciencia y la
tecnología", que, deslizándose sobre una miscelánea invertebrada
de saberes sociológicos genéricos, no hace sino legitimar
ideológicamente el tipo de desarrollo tecnoeconómico al que nos venimos
refiriendo. He aquí las dos principales nebulosas ideológicas sobre las
que gira la ideología en la enseñanza media —y que creo que no será
de hecho difícil reconocer—: un puñado de trivialidades
ético-democráticas de orientación individualista y una
minus-filosofía, groseramente sociologista y positivista, de (nuestro)
desarrollo tecnológico y social. Como se sabe, la "vanguardia"
de estos ideólogos afanados en reproducir estas vulgaridades suelen
formar parte de la hornada de los antiguos y diversos izquierdistas de
hace unos veinte años o más, muchos de ellos reciclados ahora con
entusiasmo de neófito en la defensa de la LOGSE, y en general de todo
cuanto suene a la expansión de la libertad individual —que es
justamente el tipo de libertad que requiere e impone el mercado consumista
espasmódico—. Pero estas ideologías —y esto es fundamental
entenderlo— tienen, necesariamente, forma filosófica, por degradada y
trivial que ésta pueda ser: por desarticulados y
abstracto-indiferenciados que sean los argumentos pro-democráticos, estos
no pueden nunca dar el paso al límite en el que consistiría su íntegra
desarticulación argumental; por positivista y roma que sea la defensa del
desarrollo tecnológico, todo positivismo, aún éste, no deja de ser
nunca una filosofía —aunque sea de "grado cero", por
privación, diríamos—. Se trata, pues, de filosofías sumamente
ideologizadas, y extremadamente desvertebradas (más que invertebradas) en
su trama argumental, como conviene al desvertebramiento socioeconómico de
la sociedad que las genera. Ahora bien: esto es, precisamente, lo que hay;
lo que quiere decir que sólo entre medias de sus desajustes mutuos, de su
mínima diferencia de potencial dialéctica, podrán surgir los chispazos
de crítica dialéctica —de la filosofía crítica—. De hecho, si
estas minusfilosofías ideológicas invaden la enseñanza secundaria es
por su objetiva función social, en la que objetivamente no puede dejar de
estar implicado el Estado: A su vez, semejante implicación exige que sean
asimismo estas ideologías minusfilosóficas las que se implanten en la
enseñanza universitaria de filosofía, puesto que de ésta depende la
formación de los profesores de filosofía que han de alimentar la
atmósfera adecuada en la enseñanza secundaria. El Estado no puede dejar
de estar objetivamente interesado en el mantenimiento de la filosofía,
tanto universitaria como secundaria, en la medida misma en que está
interesado en la reproducción de una determinada atmósfera ideológica
que sólo puede cobrar forma a través de semejantes filosofías, por muy
menores y degradadas que ellas sean —y esto, aun cuando los propios
Estados de estas sociedades se vean crecientemente reducidos y desbordados
por los intereses tecnoeconómicos transnacionales, respecto de los cuales
comienzan a funcionar como meros apéndices, pero en todo caso apéndices
necesarios para aquellos intereses que deben seguir jugando el juego
ideológico que dichos intereses imponen—. Según esto, sólo entre
medias de semejantes ideologías (minusfilosóficas, como digo), puede
brotar la crítica. Esto es lo que hay, y a esto sólo puede, pero
también debe, atenerse la "voluntad de crítica".
A este respecto se podrían
hacer, a su vez, diversas puntualizaciones. Voy a hacer dos. Una es que
tanto en el ámbito universitario como en el de la secundaria, caben
márgenes para otras corrientes filosóficas distintas de estas dos tipo
que he señalado, en las que el Estado puede no tener en principio un
interés tan directo en fomentar, pero que tampoco suponen una crítica
sustantiva de la atmósfera ideológica que al Estado le interesa
reproducir a través de aquellas dos. Me refiero, sobre todo, a la
nebulosa formada por los diversos despojos del estructuralismo (o
post-estructuralismo) francés y a las corrientes que se autoidentifican
como postmodernas. Por su factura no positivista, sino incluso
ultracriticista, y por su (al menos en apariencia) sutil articulación
teórica —en realidad, a mi juicio, pura retórica neobarroca—, estas
corrientes no encajan, desde luego, de entrada, en los prototipos a los
que me acabo de referir, e incluso muestran la apariencia de una distancia
crítica muy radical respecto de ellas. Con todo, por el relativismo
social (etnologista, o historicista, o ambas cosas) en las que
estructuralmente derivan, dichas filosofías acaban, si bien por vías
mucho menos directas (también más pedantes), reforzando y legitimando la
desvertebración esencial que se permite el desarrollo tecnoeconómico y
socio-político de las sociedades avanzadas del bloque del eurodólar. Se
trata de uno de los múltiples lujos, en este caso ideológico, —pero
nunca del todo ninguno de ellos "ociosos"—, que dicho bloque
se permite en su proceso de desarrollo descabezado. Su virtud, no
obstante, es que su concurrencia con las ideologías tipo mencionadas,
aumenta, si quiera un ápice, el arco de la tensión crítica. Se trata,
por tanto, de más leña que echar al por lo demás escaso fuego de la
crítica.
Y la segunda observación es
sobre lo escaso de dicho fuego. Sería ingenuo pensar que la tensión
crítica que el conjunto de las ideologías alberguen pudiera ir más
allá del nivel de presión objetiva real soportada por la sociedad que
las genera. La sociedad capitalista avanzada del bloque del eurodólar no
carece ciertamente de contradicciones: principalmente, las derivadas de
las bolsas internas de marginación que incesantemente genera, y, sobre
todo, las derivadas de la presión depredadora exterior que continuamente
ejerce sobre otros bloques geoestratégicos vigentes (sin descontar los
desajustes entre el bloque norteamericano y el europeo que, en todo caso,
y al menos hasta el día de hoy, parecen todavía subordinarse a los
intereses de expansión exterior bajo la hegemonía estadounidense —
así como los desajustes intereuropeos parecen, hasta hoy al menos,
subordinarse a los intereses dominantes del capital francoalemán—).
Pero lo cierto es que dicho bloque demuestra su capacidad para absorber
sus contradicciones y mantener un alto grado de convergencia social en su
mantenimiento, sobre la base, sin duda, de su enorme riqueza y de su gran
capacidad de alimentar de un modo imparable el consumo individual de
masas, de modo que no importa lo abruptas que en ciertos respectos dichas
contradicciones puedan llegar a ser, ellas quedan acolchonadas por el
continuo social de consumo que hace posible aquella convergencia. Ello
implica que las bolsas interiores de marginación —como ciertas tasas de
paro estructuralmente no eliminables, o ciertas formas de trabajo y
salarios asimismo estructuralmente precarios, o bien otras formas más
agudas de marginación, como cierta proporción asimismo inevitable de
delincuencia— en parte quedan reabsorbidas —por ejemplo, mediante el
sostén de los parados o de los trabajadores precarios por el tejido
familiar—, o bien quedan simplemente arrinconadas y soportadas como un
detritus social que por el momento no alcanza la masa crítica suficiente
como para poner en cuestión estructuralmente el sistema; y que la
presión derivada de la expansión exterior no alcanza , hoy por hoy,
tampoco la masa crítica suficiente debido a la superioridad
económico-tecnológica del bloque sobre los muy diversos grupos
planetarios sobre los que ejerce su presión. Simplemente a título de
ejemplo de la convergencia social mencionada y del bajo grado de
enfrentamiento social de estas sociedades: bajo la nebulosa ideológica
del "encuentro multiétnico" y del "rechazo al racismo y la
xenofobia", se encuentra, por ejemplo, en el actual contexto español
de la ley sobre regulación del flujo de inmigración extranjera, los
intereses objetivos de ciertos empresarios y formas de producción basadas
en un grado tal de explotación de la mano de obra que la población
nacional —incluyendo la parada— no acepta. El nivel de vida del
conjunto de la mano de obra nacional y el interés de ciertas formas
empresariales de explotación convergen bajo la ideología del encuentro
multiétnico de un modo objetivo. Naturalmente, la regulación objetiva de
semejante encuentro multiétnico ideal será una función de los
mencionados intereses empresariales (con completa independencia objetiva,
por cierto, del gobierno de turno). Mientras semejante estado de cosas se
mantenga, como estructuralmente se mantiene hasta hoy, en un cierto grado
de equilibrio —nunca, naturalmente, del todo estable—, sería ingenuo
suponer que el grado de tensión crítica alcanzado por los
enfrentamientos ideológicos de estas sociedades puede dar de sí una
crítica filosófica en profundidad. Pues en la medida en que dicha
crítica quisiera ir más allá de lo que en cada caso es objetivamente
posible, ella misma se tornaría en una nueva ideología, acaso
inevitable, pero no por ello menos ideológica; pero también en la medida
en que quedase más acá de lo objetivamente posible, estaría
reabsorbiéndose en el flujo ideológico dominante. En este sentido, desde
luego, la voluntad de crítica que no tenga la atención muy especialmente
puesta en los acontecimientos que ocurren a una escala planetaria, pero
también, y dentro de nuestras sociedades del eurodólar, especialmente en
la formidable maquinaria consumista espasmódica orientada a la expansión
indefinida del deseo individual sobre la base de la destrucción de los
vínculos sociales previos, se ciega de entrada la posibilidad de atisbar
los posibles entresijos de la crítica, y se condena a reproducir
inercialmente las ideologías domésticas del propio bloque al que se
pertenece. Así pues, en el filo de semejante franja de posibilidad
crítica, nunca definitivamente asfixiada por escasa que ella pueda ser
bajo ciertas circunstancias, puede y debe moverse la crítica filosófica
en la actualidad en nuestras sociedades, una crítica que en todo caso, y
esto es lo que sobre todo quiero subrayar, no podrá dejar de surgir sino
en aquellos lugares en los que objetivamente debe seguir interesada la
propia sociedad política en reproducir sus ideologías, bajo una forma
inevitablemente filosófica, por atenuada que esta forma sea, y ya hemos
visto que la enseñanza secundaria de la filosofía, reciclada por la
universitaria, no deja de seguir siendo el principal de estos lugares.
Si quiera sea por el
carácter todavía público que debe seguir manteniendo la enseñanza
reglada en todos sus niveles —bien en el sentido de que los centros sean
directamente públicos (como los Institutos y las Universidades del
Estado), o bien porque la enseñanza impartida en dichos centros, cuando
estos son privados, debe estar de algún modo controlada por el Estado—,
y debido asimismo a la importancia que la enseñanza secundaria sigue
teniendo en la formación de la conciencia ciudadana, las ideologías
deberán seguirse reproduciendo, inevitablemente, y de un modo muy
determinado, en el contexto de la enseñanza secundaria; y como quiera
que, por último, dichas formas ideológicas no pueden sino seguir
adoptando, en una sociedad de la complejidad y el espesor históricos de
las nuestras, formatos filosóficos, por atenuados que estos puedan ser en
determinados momentos, la enseñanza secundaria de filosofía, y ligada a
ella la universitaria, no pueden dejar de seguir siendo los lugares donde
la crítica filosófica pueda surgir, y por tanto donde es obligado
sacarla adelante hasta donde ella sea posible.
Ya veis, pues, que la
pregunta que me formulabais no estaba, a mi juicio, suficientemente bien
encajada sobre sus quicios, lo que he procurado hacer ver en la respuesta.
Ahora bien, como también
apuntaba, en una sociedad como la nuestra también hay otros ámbitos
donde las ideologías deben reproducirse, y de éstos creo que sobre todo
hay que destacar los medios de comunicación de masas —y entre ellos muy
particularmente las diversas formas de periodismo—. Un análisis en
forma de los modos y las funciones del periodismo en una sociedad como la
nuestra sería una tarea compleja y que en todo caso desbordaría los
límites de esta entrevista; pero en todo caso, no quisiera dejar de
apuntar un aspecto, me parece que singular, del periodismo actual. No
niego que los abundantes medios de información y de opinión que una
sociedad como la nuestra genera no colaboren a la reproducción y
difusión de las ideologías ambientales —a la "formación de la
opinión"—; pero afirmo que cada vez más hacen esto de una manera
singular, que tiene que ver con el estado de poca tensión dialéctica
entre las ideologías al que antes no referíamos. Dado este estado, se
diría que las opiniones públicas, cada vez más numerosas —siquiera
sea por la multiplicación de opinantes—, más que enfrentarse unas a
otras y cribarse mutuamente, circulan indefinidamente superpuestas por
mera adición inarticulada, ni confirmándose ni rechazándose mutuamente,
sino flotando en la atmósfera del mero hecho fáctico de ser expresadas
como muestra de la "libertad de opinión". Cada opinante no
pretende mediante su punto de vista rectificar opiniones opuestas, ni se
expone lealmente a ser rectificado por alguna otra opinión, sino que
parece contentarse con la mera facticidad de su opinión como
manifestación de su libertad de expresión. Pero entonces la opinión
pública se convierte en un ámbito de una libertad puramente fáctica y
negativa —o sea, la confirmación de la posibilidad fáctica de que cada
persona individual profiera elocuciones, al margen de toda dialéctica
efectiva entre los contenidos, y por tanto se limite a ejercer la libertad
negativa de no quedarse callado—, pero no de ninguna libertad positiva y
de contenidos —esto es, la libertad para hacer valer, hasta donde sea
posible, la propia opinión, en su enfrentamiento con otras opiniones
posibles—. Ya no es ninguna anécdota, sino que hace tiempo que viene
siendo una tendencia cada vez más general, que cualquiera pueda proferir
públicamente la mayor necedad, reforzada por el "argumento", al
parecer irrefutable, de que es "su" opinión, como si, por lo
que se ve, el hecho fáctico de ser su opinión le blindase para que
cualquier otro le intentase hacer ver lo inadecuado de la misma.
Pero semejante estado de
cosas seguramente tiene que ser muy significativo, no puede ser meramente
un lujo más de una sociedad multiparlante. A mi juicio, el significado
ideológico de dicho estado de cosas tiene que ver con la escasa tensión
dialéctica entre las opiniones, y viene a cumplir la función
(ideológica) de generar el fantasma de una discusión libre en una
sociedad que precisamente tiene muy poco que discutir. Hay, pues, una
cierta relación entre la escasez de contenidos debatibles y la
multiplicación de opinantes fácticos en nuestras sociedades, una
relación que encubre dicha escasez sostenida a su vez por la capacidad
para absorber las poco tensas contradicciones que nuestras sociedades por
el momento experimentan. Esta suerte de gallinero multiopinante en las que
las sociedades desarrolladas se han convertido tendría, a la postre, la
función ideológica de encubrir, bajo el disfraz de una aparentemente
ilimitada libertad de expresión, la verdadera naturaleza económica
depredadora (interior, y sobre todo exterior) del bloque en el nos
encontramos: se trata de hablar indefinidamente de cualesquiera de las
indefinidas cosas que prácticamente apenas de hecho nos importan, con tal
de callar aquello a expensas de lo cual nosotros nos permitimos que
prácticamente apenas nada nos importe y podamos hablar indefinidamente de
ello.
Semejante estado de cosas no
sólo impregna cada vez más, sino que comienza a constituir la estructura
y la función misma globales de los medios de información y de opinión
de nuestras sociedades. Un cierta mendacidad y estulticia comienzan, pues,
a ser prácticamente consustanciales con el ejercicio profesional en estos
medios, y aun con la presencia asidua en los mismos como opinante, no ya a
título de profesional de la información. Simplemente como una
referencia: recientemente se podía leer en un artículo de uno de los
principales periódicos nacionales la siguiente consideración : "eso
tan difícilmente definible que es 'lo periodístico' se nutre de
elementos que no tienen por qué coincidir con la importancia objetiva de
las cosas" (en ABC, fecha: 24-12-99, pág. 14, título del
artículo: El notición). No es, creo, una opinión académica
elitista, sino una cruda realidad el hecho de que la lectura frecuente de
la prensa, o la escucha asidua de la radio, y no digamos la visión diaria
de la televisión, generan, a quien aún le quede una reserva mínima de
discernimiento, un pesado e insoportable sentimiento de saturación, una
sensación de inexorable adocenamiento. Restringir muy selectivamente la
lectura de la prensa y la escucha de la radio, y, por descontando, no ver
ni por un momento la televisión (salvo por razones de estricta
observación antropológica), comienzan a ser medidas mínimas e
imprescindibles para la preservación de la (poca) salud crítica (que
aún pueda quedarnos).
¿Cual pudiera ser entonces
el lugar de la filosofía en estos medios de comunicación? Por lo dicho,
mucho menor del que acaso pudiera parecer a primera vista. Como quiera que
lo que en estos medios se juega apenas es ya la por lo demás escasa
dialéctica de las opiniones, sino precisamente su recubrimiento
ideológico bajo la forma del circo fáctico multiparlante, difícilmente
semejante atmósfera será propicia para que algo parecido a la crítica
filosófica pueda en ella tener lugar. Sin duda que en una sociedad del
espesor histórico de la nuestra todas las opiniones públicas no pueden
dejar de estar de algún modo constituidas por un formato filosófico (si
quiera mundano, que a su vez resulta de absorciones de anteriores
filosofías académicas —en las siguientes preguntas abundaremos en esto—),
incluso, por tanto, las opiniones vertidas en dichos medios. De este modo,
una mínima tensión dialéctica capaz de generar atisbos de crítica
filosófica no puede desaparecer ni siquiera en estos medios. De hecho, es
posible encontrar en los mismos, naturalmente, representantes de las
corrientes ideológico-filosóficas dominantes a las que antes nos
referíamos, así como algunas otras. Pero lo que en todo caso no puede
olvidarse es la singular desproporción entre dichos atisbos mínimos de
crítica filosófica y el mecanismo de bloqueo de dicha crítica que los
medios suponen, una crítica que, sin embargo, y hasta donde sea posible,
sólo puede seguir dando el máximo de sí precisamente en la enseñanza
pública reglada.
Es muy difícil que la cuota
objetiva de insubstancialidad intelectual que debe pagarse para figurar
como opinante asiduo en los medios deje pasar entre sus redes a algo
parecido a un verdadero filósofo, y aun en tal caso, a éste le será muy
difícil abrirse críticamente paso entre medias de un dispositivo cuya
lógica objetiva consiste en el bloqueo del verdadero diálogo de las
opiniones y en sus sustitución por su re-presentación
escenográfico-mediática.
Me parece, en definitiva, que
al profesor de filosofía le conviene irse haciendo a la idea de que, al
menos hoy, no tiene mucho sentido objetivo su presencia en los medios, y
de que su lugar natural, e imprescindible, es justamente el de profesor:
ante todo, y por las razones anteriormente esgrimidas, el de profesor de
enseñanza secundaria, y también, y subordinado a lo anterior, el de
profesor de una Facultad cuyo sentido propio y formal es la formación de
nuevos profesores de enseñanza secundaria (y a su vez, naturalmente,
universitaria). Entre otras cosas, y en la medida en que sea mínimamente
un verdadero profesor de filosofía, el profesor de enseñanza secundaria,
y luego el de universitaria, deberá intentar implantar en sus alumnos las
distancias y las prevenciones imprescindibles respecto de los
omnipresentes y multiparlantes medios de información y de opinión.
3.- Ud. considera que
la filosofía es un "saber de 2º grado", pero parece que hoy la
filosofía precisa más, so pena de quedar reducida a una raquítica
(aunque "lujosa") disciplina obsesivamente autoreferencial, de
los contenidos de los "saberes de grado 1º" de lo que estos
saberes precisan de la filosofía para su propio esclarecimiento, caso de
que no generen estos mismos saberes de grado 1º sus propios
"mecanismos de 2º grado" en cuanto se enfrentan a otras
disciplinas de grado 1º. ¿Cuál sería el "criterio de
excelencia" que capacita a la filosofía para cumplir un papel tan
delicado en el "conjunto del saber" y por qué, si la filosofía
es la más adecuada para ello, las facultades de filosofía se encuentran
tan poco dispuestas a ejercerlo?
Bien; voy a intentar, en
primer lugar, precisar en qué sentido, a mi juicio, la filosofía es un
saber de "segundo grado", para pasar a comentar después la
cuestión de si en las actuales Facultades de Filosofía ésta sigue
siendo practicada o no como un saber de segundo grado.
Si la filosofía es, en
efecto, como suponemos, un saber de segundo grado en la medida en que
brota entre medias, y por tanto en función, del conjunto de los saberes
positivos de primer grado de cada sociedad, lo primero que a ese respecto
habría que precisar es esto: que la clave de semejante "brote"
no ésta en ninguno de los grupos o subgrupos de saberes por separado, ni
tampoco en que algunos o alguno de estos saberes hubieran alcanzado una
forma científica de organización, ni siquiera en que alguno de ellos,
por su forma científica de organización ya alcanzada, pudiera tomarse
como análogo metodológico del proceder de la filosofía (recuérdese lo
dicho sobre la geometría), sino en un tipo muy determinado de relaciones
que brotan entre medias de dicho conjunto de saberes, a saber: unas
relaciones que deben suponer algún grado de inconmensurabilidad —siquiera
parcial— entre al menos algunos de estos saberes diferentes, como para
que se haga posible la dinámica de mutua destrucción y reconstrucción
incesantes del tejido formado por el conjunto de todos ellos mediante su
incesante enfrentamiento. Semejante dinámica se abre paso, sin duda, como
una dinámica transcendental al conjunto de estos saberes, mediante la
destrucción regresiva de los mismos y su reconstrucción progresiva
incesantes en función de su incesante enfrentamiento, y es dicha
dinámica (trascendentalmente abierta) en la que precisamente comienza a
consistir la filosofía, a la par que aquello que (filosóficamente)
reconocemos como "realidad" (transcendental).
Ahora bien, aquí es esencial
comprender, a mi juicio, que la condición crítica como para que
semejante dinámica pueda abrirse paso reside en un hecho antropológico
muy especial, un hecho precisamente de tipo económico. Y me apresuro
inmediatamente a decir que quienes puedan percibir en este hecho, del que
ahora mismo hablaré, nada más que un hecho positivo, y por tanto trivial
desde el punto de vista de su alcance filosófico o transcendental, son
ellos mismos quienes están percibiéndolo de un modo meramente positivo y
trivial, porque, como ahora mismo veremos, este "hecho", una vez
puesto en circulación recurrente, se convierte él mismo no sólo en la
condición transcendental del campo antropológico-histórico, sino, y por
ello mismo, en el eje transcendental de toda filosofía posible —y por
tanto, de la realidad. Me refiero a la (idea de) "economía
excedentaria", pues ésta es, a mi juicio, el "núcleo generador
recurrente" de las sociedades históricas y por ello de su estructura
y dinámica transcendentales. Como se sabe, una sociedad con economía
excedentaria es aquella en la que el desarrollo de las fuerzas productivas
permite producir más de lo que el grupo necesita para su subsistencia
biológica; pues bien, la generalización y creciente recurrencia de este
hecho excedentario acarrea ciertas transformaciones críticas en el campo
antropológico. La primera, el despliegue de los múltiples y diversos
círculos de la cultura objetiva antropológica, dados tanto en el eje
técnico o productivo ("radial", que diría Bueno) como en el
social (o "circular", que diría Bueno), esto es, el hecho de
que vayan formándose grupos normativos, tanto técnicos como sociales,
relativamente autónomos, siquiera en parte mutuamente irreductibles (o
inconmensurables) y susceptibles de formar, por sus eventuales
convergencias mutuas, o bien esferas categorialmente cerradas —en el
caso de las ciencias físico-naturales procedentes de la convergencia de
especialidades productivas previas—, o bien algo parecido, pero sólo
parecido (que ahora no voy a discutir) a dichas esferas categoriales —en
el caso de las "ciencias humanas" asimismo resultantes de las
convergencias mutuas entre saberes sociales previos más o menos
especializados). Ahora bien, si entre estos círculos sociales y técnicos
diversos se abre paso, y ya antes incluso de que alguno o algunos de ellos
hayan alcanzado una forma categorial (científica) de organización, una
dinámica de mutua destrucción y reconstrucción incesantes (la cual
dinámica, por cierto, es la responsable, al menos en ciertos tramos suyos
de su desarrollo, precisamente de la formación de dichos círculos
categoriales o científicos), ello es debido, asimismo, a una consecuencia
crítica del propio hecho excedentario, a saber: se trata de que los
diversos grupos de normas técnicas y sociales se van concatenando entre
sí según formas alternativas en la medida en que el hecho excedentario
permite el desprendimiento o la disociación, no absoluto, pero sí
alternativo, de toda determinación biofísica unívoca en la adaptación
orgánica. Esta circunstancia es verdaderamente crítica y quiero
explicarla. Los cuerpos orgánicos de los hombres siguen sin duda
adaptándose biofísicamente al medio, mas de tal forma que dicha
adaptación se desprende de toda determinación biofísica unívoca, y
ello debido a la organización económica excedentaria de dicha
adaptación, que es la que permite que unos grupos de normas (por ejemplo,
productivas) se vinculen con otros grupos de normas (asimismo productivas)
a través de formas alternativas de organización social, siendo dichas
alternativas las que hacen posible el desprendimiento o disociación, no
absoluto, pero sí precisamente alternativo, de las adaptaciones
biofísicas de toda determinación fisicalista unívoca. Cada cuerpo
orgánico sigue relacionándose, claro está, biofísicamente con el
medio, pero a través de organizaciones sociales alternativas del grado de
riqueza (siempre excedentaria) producida por cada sociedad, organización
alternativa ésta que es la que genera la disociación alternativa de
aquellas relaciones biofísicas de toda determinación fisicalista
unívoca. Y ésta es, por cierto, precisamente, la razón por la que
resulta enteramente ingenua toda pretensión de una epistemología (o,
más en general, filosofía) "evolucionista" (de
ocupación/sustitución de la epistemología y/o la filosofía por la
categoría biológica evolucionista), puesto que es la propia forma
lógico-material del teorema de la selección natural la que ha quedado,
de ninguna manera conservada, sino triturada y transformada en otra cosa
en las sociedades excedentarias: transformada, precisamente, en la
dinámica de destrucción y reconstrucción incesantes de los múltiples y
diversos círculos de saberes técnicos y sociales, como una dinámica, en
efecto, transcendental a las sociedades históricas, a dichos círculos de
saberes, y eventualmente a las categorías que a partir de ellos puedan
resultar.
Pero es que, además, dado
cierto grado de generalización y recurrencia de la economía excedentaria
la economía se torna inexorablemente capitalista. También esto es
decisivo: Sin excedentes de producción es imposible desde luego
materialmente la plusvalía; pero dado cierto grado de desarrollo de
dichos excedentes, estos la generan en su origen de un modo, diríamos,
"natural", o necesario, puesto que son dichos excedentes los que
permiten que en principio no quede mermada la subsistencia biológica de
los grupos sociales cuyo producto de su trabajo sea repuesto por otros
grupos sociales por un valor inferior de aquel que estos grupos obtienen
por su venta en el mercado, y aun que los grupos generadores de plusvalía
puedan crecientemente incrementar su nivel de retribución y consumo por
encima de la subsistencia, sin merma de la plusvalía, ya desde las
primeras fases de reampliación del capital. Así pues, toda sociedad
excedentaria se acaba transformando en una sociedad capitalista, y, dada
ya la recurrencia de la sociedad capitalista (las sucesivas e incesantes
fases de reampliación del capital), la economía capitalista acaba
funcionando como la estructura dinámica transcendental de toda sociedad
histórica— esto es: del tejido destructivo-regresivo y
reconstructivo-progresivo conjugado de todos sus saberes, técnicos y
sociales, incluyendo las categorías que eventualmente puedan ir
resultando—; por tanto, del tejido transcendental mismo de la realidad
que la filosofía precisamente trata. Como antes decía, quienes perciban
a la economía como algo meramente positivo, también como una categoría
científica, la perciben de una manera trivial, puesto que la economía es
la inexorable estructura transcendental (dialéctica) de las realidad.
Este es, en efecto, el "dialelo" (para utilizar la fórmula
escéptica retomada por Bueno al referirse al "espacio
antropológico"), no ya antropológico general, pero sí
histórico-antropológico, del que jamás podemos prescindir, que no
podemos fingir que nos deja de envolver in-cesantemente,
trans-cendentalmente, en la construcción de la realidad. Recuperamos de
este modo, y sólo de este modo, toda la potencia filosófica (lo subrayo:
filosófica) de Marx, puesto que la tosca metáfora de la
"infraestructura" (económica) no debiera ser leída a su vez
toscamente, sino precisamente del modo ontológico transcendental que
aquí propongo.
Pero ello quiere decir, ante
todo, esto: que la estructura misma gnoseo-ontológica de toda filosofía
(de toda realidad transcendental) es histórico-política (y moral) en su
raíz de un modo inexorable: que la realidad filosóficamente reconocible
no está jamás exenta de su constitución histórico-política (y moral)
transcendental, exenta de la lucha política transcendental (incesante) a
la que obliga incesantemente (trascendentalmente) el carácter capitalista
de la sociedad (histórica). El Estado es el meta-estabilizador incesante
de las luchas sociales a las que obliga la estructura capitalista de la
sociedad, de modo que la lucha política, siempre dada en el seno del
Estado (por la dominación del Estado), es a la par la lucha por la
construcción de la realidad. En este sentido, en efecto, la política es
el "hilo rojo" de la filosofía y de la mismísima realidad.
Y sólo así podemos entender
algo, de nuevo, decisivo, como es que la filosofía, como saber "de
segundo grado", no surge de los saberes de primer grado de un modo
directo o inmediato, es decir, al margen de la dialéctica entre
ideologías y filosofía, sino precisamente a través de dicha
dialéctica, que es la dialéctica misma que resulta de la lucha
política, y por tanto de las ideologías a través de las cuales esta
lucha no sólo se "expresa", sino que se canaliza objetiva y
necesariamente. Es puro teoreticismo (aquel teoreticismo afectado de
platonismo; que supone un aristocratismo político) entender que la
filosofía surge directamente entre medias de los saberes de primer grado,
precisamente porque las relaciones entre estos saberes (entre las
realidades mismas por ellos implicadas) no se dan formalmente sino como
relaciones (de enfrentamiento) políticas, y por ello a través de las
ideologías mediante las cuales, en efecto, la lucha (política) por la
realidad en cada momento se fragua. Esto no quiere decir, de ningún modo,
que dejemos de contar con las categorías científicas. Naturalmente que
las diversas realidades categoriales científicas, según se van
alcanzando, obligarán a contar con ellas en la lucha política: por tanto
en la lucha ideológica a través de la que la lucha política se fragua,
y por ello en la crítica filosófica que a través de dicha pugna
ideológica brota. Pero ello no quiere decir que la realidad que va
construyéndose mediante semejante lucha política —por tanto,
ideológica, y por ello filosófica— se reduzca a ninguno de los
círculos de realidad, tampoco a los círculos de realidad categorial, que
van formando parte de su metabolismo transcendental.
Sólo de este modo puede
comprenderse la dialéctica misma incesante entre la ideologías y la
crítica dialéctica que de ellas resulta, dialéctica en la que consiste
la propia filosofía. En efecto: una vez surgida la crítica dialéctica
entre medias de las cosmovisiones totalizadoras y monistas iniciales que
toda sociedad histórica generará como sus ideologías germinales, será
la reapropiación de dicha dialéctica por nuevas cosmovisiones
totalizadoras la que dote ya de un inexorable formato filosófico a dichas
cosmovisiones: un formato filosófico, en efecto, que hacemos consistir en
las relaciones polémico-dialécticas con otras cosmovisiones, y ello sin
perjuicio de que dicha dialéctica quede reabsorbida una y otra vez en
nuevas figuras que se pretenden definitivas, cerradas, terminantes, como
conviene de nuevo a su carácter ideológico, factura terminante ésta en
la hacemos residir precisamente su carácter metafísico.
Lo cual nos permite
comprender, a su vez, la necesaria sutileza de la crítica dialéctica,
del momento crítico dialéctico que se abre paso entre medias de cada una
de las reapropiaciones de la propia dialéctica por cada una de las
filosofías metafísicas. Pues la clave, en efecto, de cada filosofía
metafísica consistirá en que, sin poder dejar de tener en cuenta
(polémicamente) a otras posibles metafísicas, por tanto sin dejar de
estar, en principio, en relación polémico-dialéctica con ellas,
intentará reducir a pura apariencia los contenidos de esas otras
metafísicas, reabsorbiéndolos como parte integral de sus propios
contenidos definitivos. Ahora bien, en esta pretensión por reducir y
reabsorber a los contenidos de otras metafísicas a los suyos propios de
un modo terminante, toda metafísica se verá forzada a recurrir, como
principios de cierre definitivo de su sistema, a ciertas fórmulas de suyo
impracticables, en sí mismas ininteligibles, y en este preciso sentido,
carentes de significación. Mas la cuestión es que el hecho de que
carezcan, en sí mismas, de significación, no quiere decir que no
alberguen algún sentido —diferencia ésta entre
"significación" y "sentido" que es fundamental— ,
sentido éste que sólo la crítica dialéctica podrá desbloquear, y
comenzar a hacer practicable, inteligible, desde el momento mismo en que
comience a discernir la aporía lógica que supone la incompatibilidad
semántica entre cursos constructivos que pretenden cerrase
sintácticamente del mismo modo definitivo. Esto quiere decir algo
importantísimo, y es que la crítica dialéctica no puede, jamás,
ignorar, o despreciar globalmente, a las metafísicas, puesto que es tarea
suya delicada e imprescindible desbloquear y dar curso constructivo
inteligible, practicable, a los propios cursos constructivos que habían
quedado bloqueados en fórmulas de suyo ininteligibles e impracticables
por la metafísica.
Mas por ello mismo es
también tarea de la crítica dialéctica discernir los modos como las
filosofías metafísicas bloquean —en fórmulas asignificativas— sus
propios cursos constructivos con sentido; y precisamente uno de estos
modos más característicos es de autoconcebirse como un saber por
completo desligado de los saberes de primer grado; pero ello no quiere
decir, precisamente, ni mucho menos, que "por detrás" de toda
metafísica no estén, naturalmente, actuando los saberes de primer grado
de su mundo histórico-social constitutivo; estaríamos precisamente
recayendo en la metafísica si no somos capaces de advertir la presencia
objetiva y efectiva de dichos saberes actuando en las propias
construcciones metafísicas, es decir, estaríamos reproduciendo el
bloqueo de la acción de dichos saberes sobre la propia metafísica que
dicha metafísica practica. ¿Por qué suponer, entonces, que puede haber
filosofías, por muy metafísicas que sean, que estuviesen obrando al
margen de los saberes de primer grado, si no es porque inadvertidamente
nosotros estamos ya reproduciendo el propio espejismo metafísico?
¿Y por qué suponer
entonces, como hacéis vosotros en vuestra pregunta, que en las actuales
Facultades de Filosofía, por hipermetafísicas que fueran las doctrinas
que ellas se enseñan, semejantes doctrinas estarían elaborándose, de
hecho, objetivamente, de espaldas a los saberes de primer grado, si no es
precisamente, porque, como os decía, estáis inadvertidamente
reproduciendo el propio espejismo metafísico de tales doctrinas?
Precisamente lo que la crítica dialéctica debe hacer, si es que tiene la
suficiente potencia y sutileza (lo que hablando de dialéctica es
precisamente lo mismo), es perseguir, discernir, advertir y reconocer los
saberes de primer grado, es decir, las mismísimas realidades que, a no
ser que también nosotros seamos metafísicos, hemos de reconocer que no
pueden dejar de estar actuando, a la vez que encubriéndose, en la propia
construcción de tales doctrinas metafísicas, y darles curso constructivo
inteligible —no ignorarlas—.
Sólo por efecto de una
suerte de inercia dogmática, la crítica dialéctica puede llegar a
suponer que el resto de las filosofías, no importa lo metafísicas que
sean, pueden funcionan al margen de los saberes de primer grado; momento
éste en el que la crítica dialéctica se convierte en un puro gesto
dialéctico en el vacío, y por tanto en una caricatura metafísica de sí
misma.
El único supuesto en el que
se podría aceptar que las doctrinas expuestas en las actuales Facultades
de Filosofía operan de espaldas a los saberes de primer grado sería
aquel que las viese no ya como verdaderas filosofías, aun cuando no
fuesen filosofías verdaderas, sino estrictamente como pseudofilosofías,
como no siendo verdaderas filosofías en ningún sentido. Este es el paso
que se ha atrevido a dar últimamente Gustavo Bueno —en su opúsculo ¿Qué
es filosofía?, por ejemplo— y merced al cual se ha permitido
declarar en el Prólogo a su libro El sentido de la vida,
que dicho libro va destinado a un "público indefinido" menos,
precisamente, a "los profesores universitarios de filosofía en
cuanto tales". Para sostener semejante idea, es preciso desde luego
asumir, como lo hace Bueno en el opúsculo mencionado, que lo que se hace
y se enseña en las actuales Facultades de Filosofía no es verdadera
filosofía en ningún sentido: por tanto, que ni siquiera serían
doctrinas metafísicas (pues éstas siguen siendo verdaderas filosofías,
aun cuando no sean filosofías verdaderas), sino puramente
"histórico-doxográficas": un mero ensimismamiento doxográfico
autorreferencial que ha perdido toda conexión con los contenidos
positivos del presente.
Ahora bien, debo afirmar que,
a mi juicio, este supuesto recae inexorablemente en una posición
dogmática y metafísica, la cual posición no se desvanece, sino que
incluso se agudiza, cuando se articula con el supuesto de que en la
enseñanza secundaria esta situación podría ya no darse. Y se trata, en
efecto, de un supuesto dogmático y metafísico, porque por muy espeso que
sea (que lo es) el grado de ensimismamiento autorreferencial doxográfico
que tiene lugar en las actuales Facultades de Filosofía, no por eso deja
de ser ininteligible, salvo que precisamente seamos metafísicos, el
supuesto de que dicho ensimismamiento fuese absoluto, esto es, que de
cierto hubiese cortado todo vínculo con las realidades de las que
precisamente forma parte. En efecto: o bien hemos de suponer que
semejantes autorreferencias se remontan hacia tiempos pretéritos —como
referencias doxográfico-históricas—, en cuyo caso habrá que reconocer
siquiera que en algún momento del pretérito se tejieron con realidades
efectivas, habiéndose desvinculado sólo del presente y permaneciendo en
él como una suerte de reliquias inoperantes —pero en tal caso debería
ofrecerse alguna explicación explícita y suficiente del momento y modo
de semejante desvinculación con las realidades del presente, cosa que
Bueno no hace—, o bien, en ausencia de semejante explicación, habremos
de reconocer que, puesto que viven en el presente no como meras reliquias
inoperantes, algún tejido han de tener con las realidades del presente,
por muy "ensimismadas" que estén, salvo que precisamente las
percibamos de manera metafísica como unas criaturas cuyo ensimismamiento
fuera de veras absoluto.
A su vez, cuando se acepta
que esta situación podría ya no darse en la enseñanza secundaria,
semejante supuesto, salvo explicación explícita y suficiente, no hace
sino duplicar lo gratuito del primero. Pues las doctrinas que se enseñan
en la enseñanza secundaria están de hecho alimentadas a partir de las
doctrinas universitarias, de manera que habrá que suponer que es al
margen de estas doctrinas universitariamente alimentadas como el profesor
de filosofía podrá llevar a cabo su labor, se supone que debido a la
atmósfera filosófica mundana que respira ese ciudadano que está
alcanzado su "edad de la razón" en dicha fase de su educación,
como único alimento de la crítica dialéctica que pueda brotar a partir
de dicha atmósfera: y esto es, exactamente, lo que Bueno está obligado a
suponer, y supone, como única manera de dotar de sentido a su argumento.
Conviene exponer en toda su crudeza el supuesto de Bueno para poder saber
a qué atenernos: Bueno debe suponer, y supone, que el profesor de
filosofía secundaria puede, y debe, obrar al margen de toda alimentación
doctrinal universitaria, ya actualmente prescindible, y por tanto
exclusivamente en medio de las filosofías mundanas que ya deben estar
obrando en las personas de los estudiantes de esta fase educativa, como
alimento de la crítica dialéctica que puede brotar, o que el profesor
puede hacer brotar, entre medias de dichas filosofías mundanas. Pero esto
implica suponer, a su vez, que nuestra sociedad, si bien no ha dejado,
como cualquier sociedad histórico-política, de generar filosofías
mundanas (ideologías filosóficas) en las conciencias ciudadanas, sin
embargo ha desvinculado enteramente dichas efectivas filosofías mundanas
de la formación universitaria de filosofía ("como tal"), —o
bien que dicha formación universitaria se ha desvinculado de las
efectivas filosofías mundanas—, lo que es tanto como reiterar sin más
el supuesto de partida. Y una vez más habremos de preguntarnos por la
razón, explícita y suficiente, de semejante desvinculación de la
filosofía universitaria de las filosofías mundanas envolventes, alguna
razón que, de no darse —y Bueno no la da— nos remite, de nuevo,
circularmente, al supuesto de partida de un ensimismamiento absoluto de la
filosofía universitaria.
El corolario que se desprende
de semejante argumentación no deja de tener asimismo, salvo explicación
suficiente y explícita, ribetes gratuitos: pues ella pide entender que la
formación universitaria en filosofía es prescindible, mientras que no
sería prescindible la formación secundaria en filosofía; lo cual supone
a su vez pensar esta situación: aquella en la que unos profesores de
secundaria, sin haber sido formados universitariamente en filosofía,
serían no obstante profesores de filosofía, se supone que en virtud de
la crítica filosófica que puede brotar de las conciencias filosóficas
mundanas en los centros de enseñanza secundaria. Una vez más conviene
dar forma explícita a la cadena de supuestos de Bueno para saber, con
rigor, a qué atenernos con ellos. Naturalmente, semejantes profesores no
serían ya formados, seleccionados, aprobados, titulados, por la
institución universitaria filosófica prescindible y/o extinta; pero si
han de ser profesores de enseñanza pública (y no de ninguna hetería
privada), se supone que habrán de ser titulados, legitimados, por alguna
institución pública y académica. Bueno debe plantearse también esto,
pues de no hacerlo, ello sería tanto como olvidar la dialéctica misma
entre filosofía mundana y filosofía académica, y la función del Estado
en dicha dialéctica, esto es, que es precisamente la recurrencia
histórica del enfrentamiento entre filosofías mundanas la que obliga al
Estado a interesarse objetivamente por dicha recurrencia, y a
institucionalizar por ello académicamente, de diversos modos, dicha
recurrencia, esto es, que es el Estado el que debe absorber e
institucionalizar académicamente la propia lucha filosófica mundana
incesante como condición misma de su propia vida estatal (más adelante
abundaré más en esto). Si Bueno no puede olvidar, y no puede, que la
lucha filosófica ha de tener lugar en el ámbito del Estado, en el seno
de instituciones académicas formadas a tal efecto por el Estado, entonces
no sólo debe dar alguna razón suficiente y explícita del momento y modo
en que las actuales Facultades de Filosofía se han desvinculado por
completo de la filosofía mundana envolvente, sino que debe, a la par, y
por ello, alternativamente dar alguna indicación relativa a la posible
formación estatal de alguna nueva forma de institucionalización
académica de la filosofía. Pero en la medida en Bueno no haga ambas
cosas —y que yo sepa, aún no las ha hecho— su supuesto de la
desvinculación de la filosofía universitaria respecto de la filosofía
mundana seguirá replegado sobre sí mismo de un modo vacío, gratuito,
dogmático.
En realidad, el último y el
más implícito de los supuestos que sostienen toda la cadena de supuestos
de Bueno en esta cuestión es éste: el de que, en realidad, el profesor
de filosofía de enseñanza secundaria no estaría sólo en su tarea de
hacer brotar la crítica dialéctica entre medias de las conciencias
filosófico-mundanas de sus alumnos, puesto que dispondría de un aparato
filosófico doctrinal bien formado a tal efecto, a saber, la propia
filosofía de Gustavo Bueno. Este es, en efecto, el último y más
implícito supuesto ejercitado a lo largo de todo su opúsculo ¿Qué
es filosofía? —inicialmente, una conferencia para profesores de
Filosofía de Instituto—. De nuevo, es muy importante hacer explícito
dicho supuesto. Pues, una vez más, la cuestión es que semejante
supuesto, salvo explicación explícita y suficiente, se convierte en el
más gratuito y dogmático de todos los que en cadena alimenta. Pues la
filosofía de Gustavo Bueno, que se sepa, es una gestación enteramente
académico-universitaria, y bien reciente, formada íntegramente en la
Universidad española a partir de la década de los sesenta, y a partir de
la formación universitaria española recibida por su autor en la década
de los cuarenta. Por ello, Bueno debe explicar de qué modo la filosofía
universitaria española ha quedado, como él supone, desvinculada de la
filosofía mundana envolvente, y ello en años muy recientes, de modo que
se haga inteligible cómo es que su propia filosofía, sin dejar de haber
sido gestada en la Universidad inmediatamente antes de esta presunta
desvinculación, responde a las demandas mundanas del presente a las que
la actual filosofía universitaria al parecer ya no responde; y, a la par,
deberá apuntar siquiera ni más ni menos que a esto: al modo como habrá
de ser ahora su propia filosofía la que haya de quedar asumida
académico-institucionalmente por el Estado, justamente como alternativa
al carácter ya presuntamente prescindible (que dicha filosofía
contempla) de la actual filosofía universitaria. Mientras Bueno no esboce
siquiera, pero explícitamente, alguna respuesta a ambas cuestiones,
habrá que seguir entendiendo que ese supuesto último que alimenta toda
su cadena de supuestos (el de la presencia de su propia filosofía
alimentando a unos profesores de secundaria al margen de toda
alimentación actual universitaria) es el más gratuitamente
"ensimismado" de todos, y que por tanto su argumentación ha
perdido el sentido político.
Yo prefiero, sin embargo, por
mi parte, entender que se trata de un "paso dialéctico en
falso", dado en el vacío, que en este punto introduce una
deformación metafísica e ideológica de su propia dialéctica, la cual,
sin embargo, si puede seguir mostrando su potencia, sólo lo hará en el
único lugar y de la única manera posible, esto es, esencialmente, en
continuidad con la Universidad en donde se gestó, y a través suyo en la
enseñanza secundaria, que siguen siendo los lugares característicos
donde, también hoy, se seguirá haciendo lo mucho o poco que de verdadera
filosofía pueda hacerse.
Yo no niego, de ningún modo,
el hecho positivo de la extraordinaria saturación autorreferencial
doxográfica de la filosofía universitaria actual (española y no
española), y aun la notable dosis —para qué negarlo— de relamida
pedantería que con demasiada frecuencia acompaña a la figura del
profesor universitario (y no universitario) de filosofía, y aun la
estulticia intelectual que con alguna frecuencia éste muestra a la hora
de discernir entre los problemas mundanos más serios, acuciantes y
profundos. No lo niego de ningún modo; pero de ello extraigo un
diagnóstico diferente del de Bueno: pues sigo pensando —y quiero que se
entienda bien mi posición— que la potencia y la sutileza de la
dialéctica (y ya he dicho que son lo mismo) seguirá demostrándose en la
pacientísima tarea de discernir, entre medias de esta pedante saturación
doxográfica (y por esto dicha tarea es ahora más paciente que nunca) los
componentes constructivos, inevitablemente reales, germinados por nuestro
presente, que deben seguir obrando detrás de semejantes saturaciones
doxográficas, componentes que es preciso una y otra vez desbloquear y dar
curso constructivo de formas alternativas, no ideológicas (o lo menos
posible). Ni siquiera creo necesario decir que percibo dicha tarea en
continuidad con la formidable lección de crítica dialéctica que Gustavo
Bueno nos ha enseñado y sigue enseñándonos (sobre todo, desde la
Universidad). Mas dicha lección sólo podrá seguir demostrando su
eficacia crítica entre medias de las doctrinas generadas y enseñadas en
y por la Universidad, por saturadas de autorreferencias que ellas puedan
estar y por metafísicas que ellas puedan ser, probando justamente aquí
su capacidad de recurrencia.
Dicho lo cual, ya podéis
suponer mi respuesta a vuestra pregunta por el "criterio de
excelencia" que "capacitaría a la filosofía para cumplir su
papel": No puede pensarse dicho criterio desde la "quinta
dimensión", sino que sólo puede mostrarse, en cada caso, por su
propio ejercicio: La crítica dialéctica no posee otro criterio de
excelencia más que su capacidad de convicción en ejercicio. Ni más, ni
menos.
4.- Respecto de la
conexión con un ambiente político inmediatamente visible, las llamadas
"ciencias sociales" parecen más capaces que la filosofía de
conectar con la "conciencia política" de la ciudadanía y, a su
modo, una disciplina como la sociología sería un saber de 2º grado,
sólo que, ya no respecto al "conjunto del saber", sino, más
"modestamente" respecto de las "ciencias humanas" o
las "disciplinas antropológicas". ¿No debería, ante este
panorama, un estudiante de filosofía que quiera contribuir a la tarea
política que Ud. exige de la filosofía, conformarse con ingresar en la
facultad de Sociología y políticas?
Así como la filosofía no
debiera hacerse solamente en función de las ciencias físico-naturales,
ni tampoco debiera gravitar sobre éstas más que sobre el resto de los
saberes (realidades), y ni siquiera en el contexto de la sociedad
industrial en la que el mundo físico en torno está prácticamente
construido todo él de un modo científico, porque en ningún caso estas
construcciones dejen de estar mediadas y articuladas según formas
sociales muy determinadas, tampoco la filosofía debería depender de los
campos sociológicas de modo desproporcionado. Si antes he dicho que a mi
juicio la economía es transcendental a todas las categorías
sociológicas y culturológicas (o técnicas), lo digo en el sentido de
que constituye el tejido resultante del mutuo intercalamiento entre estos
campos, un intercalamiento cuya dinámica es la una incesante destrucción
(regresiva) y reconstrucción (progresiva) de dichos campos en la que
consiste la propia realidad de la historia. La "realidad" de la
historia de algún modo "comprende", pues, a las
"realidades físico-naturales" (digamos, la
"naturaleza"), puesto que es transcendental a ellas —en el
sentido de que se "realiza" a través de ellas—, aunque no
sólo a ellas, puesto que también lo es respecto de las "realidades
sociales". De este modo, lo que estoy sugiriendo es una
identificación entre la idea de "realidad en general" y a la
idea de "realidad histórica", y no ya tanto porque reduzcamos
la primera a la segunda, sino más por una ampliación de la segunda hasta
alcanzar su identificación con la primera. Porque es la propia realidad
de la historia la que se realiza (es transcendental) en la conjugación
incesante y abierta entre las realidades naturales y sociales, de modo que
acaba siendo no ya sólo el "contexto", sino la realidad misma
posible —en cada contexto histórico—.
En todo caso, lo que quiero
ahora decir es que una filosofía desproporcionadamente dependiente de
esferas sociológicas tenderá inevitablemente a perder de vista este tipo
de articulaciones ontológicas (transcendentales) que constituyen la
substancia misma del ejercicio filosófico, o mejor, tenderá a
reduccionismos sociologistas formalmente metafísicos —a formas de
idealismos sociológicos—.
La verdad es que yo creo que
es preciso poner muchos reparos a las llamadas ciencias sociales y a las
filosofías más o menos ligadas a ellas. Reparos gnoseológicos, en
primer lugar, a su pretendido alcance científico, puesto que creo que hay
razones para dudar de que ni siquiera de un modo analógico sus campos
lleguen a organizarse de un modo científico, sino más bien técnico,
aunque con un grado de elaboración mayor que las técnicas de cuya
convergencia proceden. Un mayor grado de elaboración que, sin duda,
supone una reampliación extensiva por convergencia de los subcampos
técnicos previos, y una cierta sistematización —según metodologías
especiales distintas— del conjunto de todos estos de la que cada uno de
ellos carecen por separado; pero no creo que dicha sistematización
adquiera nunca formas demostrativas de alcance propiamente universal: y
ello precisamente debido a que los términos y relaciones de los subcampos
sociológicos (relativamente autónomos) dependen de tal modo de los
términos y relaciones de otros campos (y no sólo científico-naturales,
sino también de otros subcampos sociológicos), debido a su continua
destrucción mutua histórica, que se hace prácticamente imposible ×
estabilizar demostraciones que transcendiesen dicha dinámica de
transformación histórica.
Esta es la razón, me parece,
que nos permite comprender el panorama característico que nos suelen
ofrecen las Facultades sociológicas: por un lado, una enorme diversidad
de "técnicas", "modelos", "enfoques",
"escuelas y sistemas", "paradigmas", etc., es decir,
muy diversas estrategias metodológicas, y a muy diversos escalas de
aproximación, que pretenden cada una fijar (se diría que "como Dios
les da a entender") algún modo estable de tratar su campo, y, por
otro lado, una "reflexión (filosófica) de segundo grado"
significativamente ultracrítica que no sólo tiende a contemplar la
imposibilidad científica de dichos campos, sino que además tiende a
hacerlo según modos característicamente idealistas sociológicos. Se
comprende, porque ante semejante inestabilidad o "inquietud"
constitutiva de estos cuasi-campos, sus propios especialistas, al carecer,
a su vez, de las articulaciones ontológicas apropiadas para discernir las
razones de dicha inestabilidad, tienden a verla según nexos puramente
sociológicos muy abstractos —que precisamente evacúan todas las demás
articulaciones no sociológicas que se intercalan entre los subcampos
sociológicos y dentro de cada uno de ellos— generando de este modo una
crítica de la posibilidad científica de dichos campos, que no sólo
deriva en un ultracriticismo, sino asimismo en un ultracriticismo de corte
sociologista (idealista sociológico). Suelen ser filosofías
aparentemente muy críticas, pero la verdad es que objetivamente
desquiciadas. Se comprende que este contexto sea un caldo de cultivo muy
sensible para las reelaboraciones más espesas, retóricas, pedantes y
(pseudo)literariamente afectadas de los diversos detritus del
post-estructuralismo francés y de toda suerte de derivas postmodernas.
Yo no aconsejaría, por
tanto, a quien esté interesado por la Filosofía, sustituir los estudios
de Filosofía por los de Sociología (o cualquier otra "ciencia
social"), ni siquiera complementar, en primera instancia, los
primeros con los segundos. Me atrevo a decir: mientras más clásico,
tradicional y aun añejo, por el tema tratado y los métodos usados, fuese
un curso de Filosofía, no importa la saturación doxográfica que lo
impregne, tendrá más alcance, valor y substancia filosóficos que todos
los cursos de una Facultad de Ciencias sociales juntos. Puestos a
aconsejar algún estudio complementario (nunca sustitutorio) a los de
Filosofía, mi consejo sería siempre el mismo: La Historia, la Facultad
de Historia, y dentro de ella no perder nunca de vista la perspectiva de
la Historia Universal; y, en segundo lugar, las ciencias naturales, mejor
en perspectiva histórica.
5.- Una de las tareas
políticas de la "filosofía académica", justamente la que más
asequible e indiscutible parece, sería la de "pulir" o
"aniquilar" críticamente las contenidos y prejuicios de la
"filosofía mundana", de la filosofía presente de manera masiva
en la "opinión pública". Esta sería, pues, una tarea
fundamentalmente pedagógica que no exigiría de la filosofía académica
otro contacto con los saberes de grado 1º que el necesario para someter a
crítica constante a la "filosofía mundana". Pero, ¿no se
cumple mejor esta tarea desde la "filosofía académica"
presente en el contexto de la Enseñanza Secundaria obligatoria y
pública, que desde la "filosofía académica universitaria"?;
¿no deberían las facultades de filosofía reducirse a formar profesores
de Secundaria?
En primer lugar, la
dialéctica entre la "filosofía mundana" y la "filosofía
académica" no debiera plantearse de tal modo que se pueda
sobreentender, o explícitamente entender, que la primera es
fundamentalmente acrítica y que la tarea que corresponde a la segunda es
la crítica de la primera ("pulir", "aniquilar",
etc.), precisamente porque la dialéctica entre la crítica y el material
que la alimenta puede y debe darse tanto en el contexto mundano como en el
académico, si bien con modulaciones distintas a la vez que conjugadas.
Para comprender esto se requiere, de entrada, percibir con alguna claridad
la propia dialéctica entre ambas "filosofías". Yo creo que la
"filosofía académica" surge sin duda a partir de la
recurrencia de la "filosofía mundana", es decir, a partir del
hecho de que el tejido mismo "civil" o ciudadano de una sociedad
histórico-política no puede funcionar sino es mediante el planteamiento
recurrente de cuestiones filosóficas, de cuestiones, digamos,
totalizadoras y prácticas sobre el conjunto de la vida social (que ya
siempre implican a las realidades no sociales, crecientemente sometidas a
la producción, intercaladas en las realidades sociales). Estas cuestiones
no surgen, desde luego, de entrada a través de todos los lugares del
tejido social, esto es, en todas las tareas productivas y en todas las
formas de relaciones sociales, sino más bien en determinados lugares
sociales donde comienza a hacerse preciso tomar criterios generales o
totalizadores respecto del conjunto de la vida social —por ejemplo, en
contextos jurídicos, administrativos, prudenciales en general—. Pero
esto quiere decir que el surgimiento mismo y la recurrencia de estas
cuestiones filosóficas tiene lugar allí donde la política misma debe
comenzar a ejercerse, donde deben comenzar a tomarse decisiones políticas
dentro de un Estado que no puede sino brotar a partir de una sociedad de
estructura y dinámica históricas. Pues suponemos, en efecto, dicho muy
esquemáticamente, que el Estado brota, de la sociedad ciudadana, como un
meta-estabilizador continuo que debe de algún modo totalizar el conjunto
de las relaciones sociales en la medida precisamente que la estructura
dinámica de dichas relaciones es ya abierta, esto es, incesantemente
expuesta a su destrucción y reconstrucción, y por ello mismo requerida
de un tratamiento que meta-estabilice continuamente dicha totalidad
siempre abierta. Todo Estado ha de ser siempre de algún modo totalizador,
ha de intentar comprender de algún modo al conjunto de las relaciones
sociales, si bien a partir de ellas, razón por la cual en realidad
ningún Estado, por mucho que lo pretenda, puede ser (salvo en las
representaciones ideológicas) realmente "totalitario", porque
dicha totalidad social real desborda continuamente al Estado que
continuamente busca metaestabilizar dicha totalidad social. Así pues, es
en los lugares donde comienza a hacerse preciso tomar decisiones
prácticas metaestabilizadoras y totalizadoras donde inexorablemente
comenzarán a tratarse cuestiones filosóficas, es decir, cuestiones de
"segundo grado" totalizadoras y prácticas. Pero ello quiere
decir que la filosofía mundana que brota de la sociedad ciudadana brota
ya en lugares formalmente políticos (del propio Estado), formalmente
asociada a las tareas políticas de gobernar (en contextos jurídicos,
administrativos, etc.) y de algún modo con una estructura isomorfa con la
estructura de la propia tarea política. De aquí la importancia, a mi
juicio decisiva, que es preciso concederle a la idea del carácter
formalmente político de la filosofía —a la vez que formalmente
filosófico de toda tarea política—. Aun cuando la filosofía no surja,
como decía, homogéneamente en todos los lugares sociales, sino solo en
lugares ya formalmente políticos, no por eso hemos de dejar de reconocer
que las cuestiones filosóficas deben afectar, siquiera virtualmente, a
todas las personas sociales, precisamente en cuanto que ciudadanos, en
cuanto que relacionados entre sí políticamente (precisamente en cuanto
que personas).
Pues bien: es la recurrencia
de las cuestiones filosóficas mundanas surgidas ya en los lugares
formalmente políticos de la sociedad lo que genera la filosofía
académica como una creación a su vez necesariamente estatal. Es dicha
recurrencia, en efecto, la que determina que al Estado le llegue a ser
objetivamente necesario ir formando una suerte de "depósito
institucional" de los métodos de tratamiento filosóficos de las
cuestiones, una institución ésta que sin duda deberá una y otra vez
realimentarse de los tratamientos y resoluciones filosófico-mundanos
puntuales ejecutados en los lugares políticos adecuados, pero que irá
tomando a su vez crecientes distancias, por su propio espesor, respecto de
aquellos lugares que sin embargo a su vez siempre necesita. Me parece, en
efecto, que lo "académico" de la filosofía académica consiste
justamente en la institucionalización política (directamente estatal o
siempre controlada por el Estado) destinada a conservar, acumular, cribar,
de un modo crecientemente especializado, los métodos filosófico-mundanos
requeridos siempre a su vez en los lugares políticos específicos donde
no puede dejar de seguirse tomando decisiones políticas. De aquí el
interés objetivo del Estado por guardar y reproducir la filosofía
"académica", sin perjuicio de la crecientes distancias que ella
va adquiriendo, por su creciente espesor metodológico, respecto de los
lugares políticos donde la filosofía mundana una y otra vez debe
ejercerse y que realimentan siempre a la filosofía académica.
Este sería el núcleo de la
dialéctica entre ambos momentos de la filosofía (el mundano y el
académico): el momento académico sería una "segregación"
necesaria, ella misma política y estatal, de otros estratos asimismo
políticos y estatales, aquellos donde deben tomarse continuamente
decisiones concretas de tipo político, que va cobrando espesor propio
respecto de estos otros estratos, no ya a pesar, sino precisamente porque,
realimentándose siempre de ellos, es como puede a su vez alimentarlos a
través de canales asimismo instituidos políticamente por el estado a
tales efectos. Por ejemplo, y en el caso de las sociedades modernas —abarcando
la nuestra— a través de la enseñanza reglada pública (directamente
estatal o controlada por el Estado), tanto media como universitaria.
Naturalmente que este núcleo puede tomar un curso y un cuerpo muy
complejos, con múltiples y diversas modulaciones dependientes de los muy
diversos contextos histórico-sociales concretos. Por un lado, las formas
de institucionalización académica de la filosofía pueden ir siendo muy
diversas y complejas, y por otro lado, el hecho de que las cuestiones
filosóficas mundanas deban interesar, siquiera virtualmente, a todos los
posibles ciudadanos en cuanto tales, hace que el interés efectivo de los
ciudadanos determinados por la filosofía pueda cobrar muy diversas
modulaciones según las sociedades concretas. Pero en todo caso, y esto es
esencial, el Estado deberá estar siempre interesado en asegurar los
canales por los cuales la filosofía académica por él sostenida
comunique con los ciudadanos que pueden llegar a tener alguna incidencia
política, bien directa —como gobernantes— o indirecta —como
participantes en el gobierno de diversos modos—. Por lo que respecta, en
particular, a las sociedades modernas (abarcando la nuestra), hay que
destacar, por un lado, que son las Universidades y los centros de
enseñanza media o secundaria, en cuanto que centros públicos
(directamente estatales o controlados por el Estado) de enseñanza
reglada, aquellos a través de los cuales el Estado asegura la
comunicación de la filosofía académica por él sostenida en dichos
centros con una masa ciudadana que, precisamente, y por otro lado, no
sólo deberá suministrar, en una parte suya, el grupo de los gobernantes
(en un sentido amplio que incluye ya todos los poderes:
gubernativos-legislativos y jurídicos), sino que también tendrán su
incidencia en el gobierno de diversos modos dadas las diversas formas de
participación política que suponen las diversas formas democráticas de
esta sociedades.
Una vez más, creo advertir
en vuestras preocupaciones, y diría que en el modo desajustado de
plantearlas, la influencia de las últimas posiciones sostenidas por
Bueno, y por eso estimo imprescindible criticar dichas posiciones. Creo
que se comprenderá ahora mejor lo que decía en la pregunta anterior,
esto es, que Bueno debería ofrecer alguna explicación no sólo de la
desvinculación que él supone de la Universidad actual con toda verdadera
filosofía, sino también y alternativamente conectada con ésta, alguna
explicación de los caminos alternativos que la sociedad y el Estado
actuales están siguiendo en la conservación académica de la filosofía;
salvo que, si no da dicha explicación, deba asumir, y explícitamente,
que el Estado actual ha perdido todo interés objetivo por la filosofía,
lo cual supone a su vez asumir, y deberá decirlo explícitamente, que la
filosofía ha quedado reducida a heterías o sectas privadas por su origen
al menos, y si aún alguna de estas sectas no quiere perder el contacto
con la política, deberá asumirse explícitamente que se trata de grupos
privados dispuestos, mediante su filosofía, a "la conquista del
Estado", pero "desde fuera del Estado". Y no digamos si
toda esta argumentación lleva implícito el supuesto que es la propia
filosofía de Bueno la que puede estar manteniendo la llama de la
verdadera filosofía (ni siquiera de la filosofía verdadera): entonces
Bueno deberá explicar cómo es que la universidad, en la que su verdadera
filosofía se formó, se ha desvinculado de toda verdadera filosofía, a
la vez que deberá explicar, alternativamente, de qué modo el Estado
actual está ya canalizando la verdadera filosofía por la suya
representada; y si no hace tal cosa, deberá entonces asumir que el Estado
actual ha perdido todo interés objetivo por la verdadera filosofía, lo
que le obligará a reconocer, explícitamente, que la verdadera filosofía
por la suya representada sólo vive en el seno de un grupo privado, el
cual, si quiere seguir manteniendo el interés político de la filosofía,
deberá reconocerse como un grupo privado dispuesto "a la conquista
del Estado" "desde fuera del Estado".
Me parece imprescindible
situar las cosas con la claridad lógica necesaria como para que cada cual
pueda saber a qué atenerse y en qué posición se sitúa, una vez que
Bueno se ha permitido introducir estas tesis. Pues de lo contrario va a
generarse un torrente de confusión muy perjudicial dado ya el estado no
precisamente muy vigoroso de las posibilidades de crítica filosófica de
que disponemos. Por mi parte, entiendo, y quiero hacer a los demás
entender, esto: Que la Universidad, y ligada a ella, los centros de
secundaria, siguen siendo los principales, si no los únicos, lugares
donde el Estado actual sigue vinculando a la verdadera filosofía
académica con los ciudadanos, y que por tanto es principalmente aquí, o
sólo aquí, donde la pugna filosófica (la dialéctica entre la crítica
dialéctica y sus fuentes metafísicas de alimentación, que siguen siendo
verdadera filosofía) puede seguir teniendo lugar.
Toda la cuestión se reduce a
esto: que la filosofía que unos determinados grupos no hagan en los
únicos sitios en donde se puede hacer será inevitablemente ocupada por
otros grupos que hagan otra filosofía en estos mismos sitios. No nos es
dado elegir el sitio, sino la filosofía que podamos hacer en el único
sitio posible. Y, eso sí, demostrar que somos capaces realmente de
hacerla entre medias y frente a las demás. Y empezamos por no demostrarlo
sin conciencia clara del único sitio donde lo podemos demostrar. Quiero
que se entienda muy bien mi posición.
Dicho lo cual, me parece que
la pugna filosófica —la dialéctica entre la crítica dialéctica y sus
fuentes metafísico-ideológicas de alimentación— no tiene por qué
tener lugar, ni mucho menos, de un modo privilegiado en al ámbito
académico, puesto que las vicisitudes de dicha dialéctica pueden darse,
con proporciones muy diferentes entre sus momentos crítico y dogmático,
tanto en el plano mundano como en el académico, según cada contexto
socio-histórico determinado. La Academia —hoy, la Universidad y la
enseñanza secundaria— no tiene, en principio, ninguna garantía de que
en ella vaya a preponderar lo crítico sobre lo dogmático, o que le
asegure la eficacia crítica sobre las filosofías mundanas, puesto que
muchas veces en las filosofías mundanas ejercidas por los gobernantes o
por ciudadanos cuya praxis incide en el gobierno será más preponderante
lo crítico sobre lo dogmático en comparación con lo que pueda estar
ocurriendo en la filosofía académica; pero también lo contrario: habrá
momentos en que la Academia pueda ir más lejos en la crítica que lo que
va la filosofía mundana. Más aun, ni la academia ni el ámbito mundano
son cada uno de ellos homogéneos, puesto que precisamente en cada uno de
ellos se reproduce siempre la dialéctica entre la crítica y el dogma
según proporciones variables. Razón por la cual —y es esencial
entender esto— no debemos obsesionarnos, en abstracto, como parece que
continuamente hacemos, por las posibilidades que tenemos de ejercer la
crítica filosófica desde la Academia: esta obsesión abstracta,
globalmente meta-académica, es ya un índice de una recaída dogmática e
ideológica en el planteamiento de las relaciones entre los momentos
crítico y dogmático de la filosofía y los planos académico y mundano
de la misma (una recaída que las últimas tesis de Bueno precisamente
están alimentando). Sólo podemos salir del espejismo así: somos, de
hecho, universitarios, bien profesores, bien estudiantes de universidad; y
lo seguiremos siendo bien como profesores universitarios, bien como
profesores de enseñanza media: nuestra preocupación, entonces, no
abstracto-dogmática, sino crítico-concreta, ha de ser discernir de qué
modo podemos ser efectivamente críticos en los sitios académicos en los
que de hecho estamos y vamos a estar, es decir, de qué modo podremos
seguir alimentándonos críticamente de las doctrinas que de hecho
académicamente respiramos, y que además debemos respirar. Naturalmente,
para lograr esto deberemos estar muy atentos a la dialéctica entre la
crítica y el dogma que también está teniendo lugar, en todo momento, en
el mundo extraacadémico del que asimismo formamos parte.
6.-
Ud. parece
abonar la tesis de que, si bien la filosofía no tiene propiamente
"contenidos" peculiares, sí parece tener, en cambio, una
"forma" de tratar problemas, una "técnica" peculiar
acuñada en una larga tradición. La idea de "continuidad
histórico-formal" parece ser, pues, algo esencial a ese carácter
técnico de la filosofía, pero, ¿Cómo sería posible mantener o
reproducir a escala curricular tal "continuidad" con unos planes
de estudio que implican una creciente fragmentación de la disciplina en
asignaturas optativas que tratan de "individualizar" la
formación filosófica, que no reconocen tal peculiaridad
"formal" de la filosofía y que, por otra parte, parecen
responder a exigencias que la propia facultad de filosofía apenas es
capaz de controlar o contrarrestar?
El principal obstáculo para
mantener esa "continuidad histórico-formal" de la filosofía de
la que habláis, que desde luego comparto, yo no la vería tanto en el
mayor o menor margen de optatividad que pueda albergar un plan de
estudios, cuanto en una determinada manera de entender esa optatividad que
supone que en filosofía puede haber objetivamente especialidades. Esto es
lo que de ninguna manera puede aceptase, pues supone la destrucción
formal de la filosofía.
La filosofía, cualquier
verdadera filosofía, tiene siempre, por así decirlo, una arquitectura
orgánica cuyas partes no pueden desvertebrarse porque cada una de éstas,
si la pudiésemos tomar por separado, ya no reproduciría la forma del
todo, hubiera dejado de ser una inflexión del saber filosófico. Se trata
simplemente de entender el carácter de saber de segundo grado,
sistemático y crítico que de hecho tiene toda filosofía. También una
determinada filosofía que desde otra pudiera ser diagnosticada como más
o menos dogmática, mantendría de hecho su carácter crítico, en cuanto
que, como ya he dicho, ella mantendría algún tipo de relaciones
polémicas, y en este sentido dialécticas, con otras filosofías, aunque
al final fuese para decretar el carácter aparente de los contenidos de
estas otras. De este modo, el conjunto de los sistemas filosóficos, tanto
en cualquier corte o tramo transversal que pudiéramos considerar en su
historia, como a lo largo de su propio desarrollo histórico, guarda
siempre unas relaciones sistemáticas entre sí, una sistematicidad que no
sólo no excluye la polémica, sino que consiste, precisa y formalmente,
en dicha polémica. A su vez, cada sistema debe guardar una sistematicidad
propia entre sus partes, que le viene de su carácter de saber de hecho de
segundo grado por respecto de una pluralidad de saberes (realidades) cuyos
hilos teje, tejido éste en el que consiste su sistematicidad. Unos
sistemas podrán gravitar más sobre unos planos que sobre otros (por
ejemplo, tener más peso gnoseológico que ontológico, o al contrario; o
tener más espesor político-moral que gnoseo-ontológico, o la contrario;
o cualesquiera otras posibles modulaciones), pero cualesquiera de ellos no
podrán descuartizar la articulación mutua de la que depende su propia
sistematicidad filosófica. Ni siquiera en aquellos sistemas en los que
algunos planos fueran decretados como pura apariencia, estos planos
dejarían de estar presentes, puesto que sería menester contar con ellos,
si quiera polémicamente, para intentar reducirlos justamente a
apariencia: he aquí la razón por la que no se pueden desvincular la
sistematicidad de cada filosofía, de cada sistema, de la sistematicidad
polémica que unos guardan con otros. Por eso, tampoco las filosofías
más pretendidamente asistemtáticas, o ultracríticas, dejan de guardar
relaciones sistemáticas, en cuanto que polémicas, con aquellas otras
filosofías más explícitamente sistemáticas que pretenden criticar;
razón por la cual reproducen en su propio interior la sistematicidad de
aquello que pretenden criticar, aunque sea de un modo puramente negativo.
Toda filosofía pretendidamente asistemática lo que quiere ser es
contra-sistemática, mas por ello mismo, las relaciones polémicas con los
demás sistemas las fuerzan, como digo, a reproducir en su interior, si
quiera en clave negativa, toda la sistematicidad que pretenden rechazar.
En este sentido, algunas de estas filosofías, sin dejar de ser a veces
muy interesantes, rebosan ciertamente de candor. Me permito poner un
ejemplo muy próximo: la filosofía de Agustín García Calvo, por la que
siempre he sentido una especial atención y aun atracción. Se trata de un
discurso de una impecable pureza negativa (negativa, precisamente,
también en su intención de oponerse a toda filosofía); pero no por eso
deja de ser, frente a su propias pretensiones, un discurso formalmente
filosófico en su pretendida pureza negativa, que debe reproducir, so pena
de literalmente callarse, en clave negativa, todo aquello que quiere
rechazar. "So pena de literalmente callarse", he dicho: porque
ya al "decir" que no debemos decir nada estamos incluyendo
negativamente todo aquello sobre lo que decimos que es preciso callar. Era
simplemente un ejemplo límite para abundar en la idea del carácter
sistemático y polémico de toda filosofía.
En este sentido, la mayor
barbarie ("vertical", que diría Ortega) contra que la que
actualmente debemos mantenernos en guardia es la de aquellos que creen
pensar que en filosofía son posibles las especialidades. Se trata de una
grosera imitación de las ciencias efectivas, cada una de las cuales
constituyen, en efecto, una especialidad gnoseológica efectiva, y en cuyo
interior también pueden darse, subespecialides gnoselógicas efectivas
(la química inorgánica y la orgánica, dentro de la química; la
aritmética y la geometría, dentro de las matemáticas; la geometría
métrica y topológica, dentro de la geometría...y un largo etcétera),
una imitación que ni entiende muy bien cómo funcionan gnoseológicamente
las ciencias reales, y que desde luego no entiende cual es el
funcionamiento de la filosofía. Ahora bien, la cosa es muy seria porque
semejante barbarie ya tiene carta legal de naturaleza, cosa de la que
parecemos no habernos dado cuenta: la división administrativa de los
estudios universitarios de Filosofía en Areas de Filosofía es una
siniestra realización legal de esta situación. Ahora bien, como siempre
la sutileza dialéctica no debe asumir los espejismos metafísicos de lo
que critica, lo que en este caso quiere decir que no porque los estudios
de Filosofía estén de un modo fáctico-administrativo descompuestos en
Areas (lo que, como digo, ya es muy siniestro) la Filosofía, tampoco hoy,
es objetivamente susceptible de descomponerse en especialidades. Más bien
habría que dirigir la atención a grupos sociológicos determinados
(cofradías de colegas, colegios más o menos invisibles, grupos de
presión) cuyos intereses se hacen valer a través de estas ideologías
que se representan la filosofía descuartizada en especialidades, y a
través de las cuales ideologías llegan a producir una división
administrativa que responde a sus intereses, pero que de hecho no implica,
porque objetivamente no puede, la rotura de la filosofía.
En todo caso, lo que ahora
quisiera señalar es que este discurso bárbaro de las especialidades en
filosofía responde, además de a los intereses de grupos más o menos
restringidos de presión universitaria, a intereses más generales y
determinantes, que en todo caso no son incompatibles, sino que se
canalizan a través de aquellos intereses más restringidos. Se trata, de
nuevo, de la desvertebración tecnológica y social de la sociedad en la
que vivimos, y del interés en reproducirla sin orientación previsible,
interés éste del que forman parte las ideologías de las especialidades
filosóficas. Pero estas ideologías también están en las Facultades de
Filosofía —luego también aquí los intereses que representan los
necesitan—, no sólo en los Ministerios, y a veces en los dos sitios.
Por ello, una vez más no debemos paralizarnos pensando, en abstracto, si
debemos o no intervenir en las Facultades de Filosofía donde vive una
ideología que atenta contra la substancia misma de la Filosofía:
precisamente porque dicha ideología vive aquí es por lo que a los
intereses que representa les interesa que aquí viva, y por ello debemos
criticarla donde vive. Una y otra vez, pacientemente, deberemos
desbloquear sus discursos y mostrar la unidad polémica de la filosofía a
través de las incoherencias y desajustes de los discursos mismos que
pretenden su descuartizamiento en especialidades. Porque seguimos
suponiendo que es objetivamente imposible lo que pretenden por el hecho
mismo de pretenderlo con argumentos de hecho filosóficos, por
minusfilosóficos que sean, y por estarlo argumentando en Facultades de
Filosofía. No obstante la oscuridad de la que estemos rodeados, la
paciencia con la que la dialéctica ha de obrar es infinita.
Por lo demás, hay un sentido
de "especialidad", que creo que en principio sí podría
aceptase en las Facultades de Filosofía, y es en su sentido de cultura
subjetiva o individual —no en su estructura objetiva—. Naturalmente,
la enorme cantidad de escuelas, puntos de vista, autores, filosofías con
diversos planos de gravitación, hace que antes o después, y según uno
avanza en el estudio de la filosofía, sea prácticamente imposible no
orientarse por unas "planos de gravitación" en vez de por
otros. En este sentido, uno acaba inevitablemente
"especializándose" en el sentido subjetivo-individual de llegar
a "saber" o a "interesarse" subjetivo-individualmente
más por unas cosas que por otras. Pero en ningún caso semejante
especialización puede presuponer la desvertebración objetiva de la
filosofía, tampoco del cuerpo de cuestiones en las que uno pueda estar
subjetivo-individualmente más interesado. El verdadero filósofo no
dejará de sentir nunca como una mutilación su enorme ignorancia, por
mucho que sepa, sobre tantas otras cosas que desconoce y que sabe que
conociéndolas mejoraría su trabajo filosófico. Uno puede, por ejemplo,
esta más interesado en filosofía moral que en ontología, o al revés,
pero si cree que puede hacer una cosa desvinculada objetivamente de la
otra, realmente ha perdido toda orientación filosófica.
En este sentido, yo no veo
mayor inconveniente en que las asignaturas optativas se dirijan
precisamente a vehiculizar estos posibles núcleos o centros de interés
subjetivo-individual que al final son inevitables. Con tal de que, por
descontado, los principios normativos generales que inspiren todo plan de
estudios aseguren el carácter sistemático e in-desvertebrable de la
filosofía, lo cual deberá vehiculizarse, sin duda, a través de un grupo
de materias obligatorias insoslayables, que deben primero preceder, y en
ningún momento dejar de acompañar, el estudio de las optativas. Pero no
sólo se trata de contar con un número de materias obligatorias, puesto
que lo importante es el modo de entenderlas y de enfocar su docencia, y
aquí es imprescindible que un plan de estudios asegure ciertos requisitos
que, compatibles con la libertad de cátedra, deban no obstante
articularse con dichas libertades subjetivo-individuales de
"cátedra" y aun obrar por encima de ellas. Se trata
esencialmente de percatarse de que ninguna materia o asignatura con
significado filosófico puede enfocarse como una mera "suma
informativa de temas", bajo ningún pretexto —tampoco bajo el
pretexto de "introducciones", o "presentaciones
generales", etc.-, sino como un "grupo articulado de
problemas", articulación que proviene de la relación polémica con
toda cuestión o sistema filosófico guarda con otros. Es esencial
comprender que detrás de la (acaso aparentemente neutral) concepción de
los "temas" —autores, corrientes, épocas, las propias
asignaturas— como compendios sumativos de mera información anida
precisamente la ideología de la desvertebración, y de las
especialidades, en filosofía, mientras que su carácter vertebrado, esto
es, polémico-sistemático, se cumple justamente en la concepción de los
temas como problemas, que guardan siempre relación problemática
(polémico-sistemática) entre sí. En este sentido, aunque tiene su
importancia, y yo no lo niego, procurar evitar la saturación informativa
sobre ciertos temas y a la vez promover la ampliación de información, es
importantísimo cuidarnos de que estos propósitos no acaben sirviendo
como canal para una concepción desvertebrada de la filosofía, y de que
queden siempre subordinados a la concepción vertebrada de la misma. El
propósito de la ampliación informativa nunca puede servir de pretexto
para infiltrar una concepción sumativa del saber filosófico, ni dicha
concepción puede ampararse en la necesidad de introducciones o
presentaciones generales, pues éstas, por muy introductorias o generales
que sean, han de incluir siempre, desde el principio, su carácter
filosófico, o sea, polémico-sistemático o problemático. Y el
propósito de evitar reiteraciones informativas hay que tomarlo con
muchísimo cuidado, puesto que estas reiteraciones constituyen la
substancia misma de la filosofía, de su carácter problemático,
polémico-sistemático. Puesto que precisamente no es malo, sino bueno,
que el estudiante reciba exposiciones reiteradas, desde distintos puntos
de vista, de cada "tema" (autor, escuelas, etc.), porque sólo
así irá discerniendo en profundidad el carácter polémico-sistemático
(o sea, filosófico) de dichos "temas".
En definitiva: puesto que
somos muchos, y distintos, los profesores, las asignaturas, los
"temas", de una carrera de filosofía, el acuerdo más
práctico, y a la vez más filosófico, al que podemos llegar es el de no
bloquear la polémica misma que brota entre nuestros puntos de vista, a la
que asiste de un modo privilegiado precisamente el estudiante. Y el modo
más romo y más eficaz de bloquear esta polémica es creer que una sola
asignatura con significado filosófico puede darse como un compendio
sumativo neutral de temas. Ahora bien, como entre los muchos y distintos
que somos, también los habrá que así crean posible enfocar una
asignatura filosófica, por mi parte acepto que tengan libertad fáctica
para así hacerlo exclusivamente con las asignaturas que ellos expongan,
como una interpretación personal de dicha asignatura, y que los
estudiantes vayan comparando y juzgando, pero no acepto que pueda
bloquearse la libertad de quienes nos oponemos a ello mediante la
(posible) pretensión de que unos planes de estudio de filosofía
formalmente recogiesen, como normativa general, ni la necesidad, ni la
conveniencia, bajo ningún pretexto pragmático, de semejante enfoque de
una sola de sus asignaturas.