Num.18
 
 

Freud, Lévi-Strauss y Houellebecq:
Una reivindicación del orden

Francisco Rosa Novalbos [*]


 
 

 

[pág. ant.]

 

El orden en Houellebecq; crítica al liberalismo sexual

Para Houellebecq el liberalismo sexual supone un nuevo hito en la escalada histórica del individualismo [Cfr. Las partículas..., p.116] ; es, como ya dijimos, otro aspecto de la crisis de la modernidad, aspecto cuya génesis literario-intelectual encontramos en Sade, un autor situado precisamente en el comienzo de la modernidad, instigador de la caída de los valores tradicionales, el libertino por excelencia. En cualquier caso, el movimiento de liberalización de las costumbres no alcanza su recta final sino en la década de los 50 y ello vinculado al consumo de masas:

al mismo tiempo [década de los 50 y principios de los 60], el consumo libidinal de masas de origen norteamericano (las canciones de Elvis Presley, las películas de Marilyn Monroe) se extendía en Europa occidental. Con los frigoríficos y las lavadoras, acompañamiento material de la felicidad de la pareja, llegaban la radio y el tocadiscos, que iban a introducir el modelo de conducta propio del flirt adolescente [Las partículas..., p. 56].

Este consumo de masas fue posible debido al «progresivo aumento de los salarios, [al] rápido desarrollo económico de los años cincuenta» [Las partículas..., p. 55]. Podemos observar en este texto la alusión a tres de los aspectos generadores de conflicto antes aludidos: aparición de nuevas clases que acceden al consumo de masas (posibilitado por la extracción de plusvalía en otras partes del globo, proceso al que no alude Houellebecq), producción de nuevos artefactos (frigoríficos, lavadoras, radio, tocadiscos...) y confluencia de culturas precisamente a través de la radio y el tocadiscos, los cuales proponen nuevos modelos, los estadounidenses, a los jóvenes europeos. La tesis de Houellebecq es que la juventud europea irá adoptando esos nuevos modelos a través del consumo lúdico-libidinal [Cfr. pp. 27, 57], a través de la industria del entretenimiento y de la seducción. Esos nuevos modelos normativos entrarán en conflicto con los antiguos, algo que Houellebecq ilustra magistralmente:

El conflicto ideológico, latente a lo largo de los años sesenta, estalló a comienzo de los setenta con Mademoiselle Age Tendre y 20 Ans, cristalizándose en torno a una pregunta fundamental en aquella época: «¿Hasta dónde se puede llegar antes del matrimonio?» Durante esos mismos años, la opción hedonista-libidinal de origen norteamericano recibió un poderoso apoyo de los órganos de prensa de inspiración libertaria [...]. Si bien estas revistas se situaban, en principio, en una perspectiva política de contestación al capitalismo, estaban esencialmente de acuerdo con la industria del entretenimiento: destrucción de los valores judeocristianos, apología de la juventud y de la libertad individual. Atrapados entre presiones contradictorias, las revistas para chicas elaboraron un compromiso de urgencia, que se puede resumir en las siguientes líneas. Durante una primera fase (digamos entre los doce y los quince años), la chica sale con muchos chicos (la ambigüedad semántica del verbo salir reflejaba, por otra parte, una verdadera ambigüedad de comportamiento [...]. Durante la segunda fase (poco después del bachillerato), la misma chica sentía la necesidad de una historia seria [...] La extrema fragilidad de este arreglo que las revistas proponían a las chicas —de hecho se trataba de superponer, pegándolos arbitrariamente sobre dos momentos consecutivos de la vida, modelos opuestos de comportamiento— no fue evidente hasta uno años después, cuando la gente se dio cuenta de que el divorcio se había generalizado. [Las partículas..., pp. 56-57]

Houellebecq se centra en la evolución de las costumbres en Europa; el motor de la transformación procede de los EE.UU., sin embargo, no habla acerca de las causas que llevan a la sociedad norteamericana a adoptar esos modelos. No obstante, podemos suponer que sostendrá la misma tesis, esto es, que el acceso de la población estadounidense a mayores niveles de renta, conjugada con la reducción del tiempo de trabajo —recordemos el adagio castellano «gente parada, malos pensamientos»—, le permite acceder al consumo de nuevos productos, en especial a aquellos ofrecidos por la industria del ocio y de la seducción, le permite acceder al consumo lúdico-libidinal. No obstante, ha de existir algún germen normativo para que el grueso de la población, una vez obtiene mayores niveles de renta accede a consumir productos lúdico-eróticos (prendas, cosméticos, discos, pornografía...). Para la concepción freudiana de Houellebecq suponemos que dicho germen no es necesario pues es constitutivo de la naturaleza humana, basta con que entren en crisis las normas tradicionales para que afloren los comportamientos libidinales, animales. Pero es que es precisamente la sociedad norteamericana una sociedad constituida sobre la crisis de las tradiciones, sobre un conflicto irresuelto, pues está levantada sobre un crisol de culturas (lo poco que dejaron de las autóctonas, europeas, africanas y orientales), además de (des)estructurada por el modo de producción capitalista más salvaje, razón por la cual es plausible suponer que el movimiento obrero reaccionara contra el conjunto de la cultura burguesa, contra el conjunto de sus tradiciones, muchas de las cuales formaban parte de su propia cultura; el anarquismo es el ejemplo más claro —y exceptuando el español no ha habido un movimiento anarquista más potente que el norteamericano—. De todas formas, no disponemos de elementos socio-históricos que puedan avalar la tesis de un posible comportamiento libidinal más acusado presente en alguna de las culturas que entran en confluencia en los EE.UU, es decir, un modelo de comportamiento (normativo) aparte de los modelos marginales que siempre han existido (el de la prostitución, espectáculos eróticos perseguidos...).

No deja de ser sintomático que Houellebecq hable del "modelo de conducta propio del flirt adolescente", y es que la adolescencia es esa edad de tránsito en la cual dejamos de ser niños y empezamos a ser adultos, pero todavía no lo somos, y por lo tanto no sabemos lo que queremos; es una edad de crisis, cuestión que tiene mucho que ver con el tema, aludido en el curso, de la minoría/mayoría de edad, pues probablemente estos comportamientos críticos no se produzcan en las sociedades neolíticas: el niño es niño y se comporta como tal hasta que supera el rito de tránsito, entonces muere el niño y nace el hombre. Esta situación está magníficamente reflejada en la película La selva esmeralda (aunque sigue un poco el modelo colonialista del Tarzán): el niño (para nosotros un adolescente) se encuentra bañándose con las muchachas, cuando de repente aparece solemnemente una comitiva encabezada por el jefe de la tribu, el cual dice: «vine a buscar un hombre y me encuentro con un niño; es hora de que mueras...»; después le torturan un poco con hormigas carnívoras y le hacen esnifar ayahuasca, etc. El caso es que también aquí se suceden dos modelos de conducta distintos en etapas sucesivas, sin embargo, el tránsito está muy institucionalizado, las etapas son muy rígidas y corresponden a una transformación en todos los ámbitos de la vida —de hecho, en la película, nada más acceder al nombre y vincularse a los antepasados a través de la ayahuasca y del tótem (el águila), ha de cumplir con el rapto de la novia, para lo cual ya tuvo que construir su propio aposento—, situación que no se produce en las sociedades occidentales.

En fin, por libertad sexual solemos entender unos modelos de comportamiento que nos permiten mantener relaciones sexuales fuera del matrimonio, o con individuos del mismo sexo, con la posibilidad de cambiar de pareja, unas relaciones sexuales que se amplían más allá del mero coito... Para poder acceder a este estado de cosas había que romper con el modelo tradicional de relación familiar, con el modelo matrimonial, había que legalizar el divorcio, cosa que en Francia se logró en 1974, había que impedir consecuencias "más materiales" como la concepción no deseada a través del aborto y de los anticonceptivos, lo cual permitió el acceso a dicha libertad sexual a amplias capas de la población [Cfr. pp. 71, 116]. Todo ello supuso un enfrentamiento con las normas tradicionales. Al fondo, como idea límite, se encontraba el ideal de comunismo sexual, ideal que supuestamente se puso en práctica en las comunas hippies, es decir, en lugares marginales, al margen del grueso de la sociedad. El padre espiritual de este movimiento fue Aldous Huxley con sus dos grandes obras Un mundo feliz y La isla [Cfr. pp.81, 157ss]. En la novela, el "Espacio de lo Posible", el lugar de vacaciones donde Bruno se encuentra con Christiane, era un sitio heredero de aquellas comunas donde se intentaba poner en práctica la libertad sexual. En realidad, dicha libertad sexual fue un mito, una utopía, así se lo decía un viejo hippie a Bruno:

—¡Y una mierda de liberación! —gruñó el ancestro—. Siempre ha habido tías que van a una cama redonda a posar. Y siempre ha habido tíos que se la sacuden. No hay nada nuevo, hombre.

[...]

—En resumen —interrumpió Bruno, pensativo—, que nunca ha habido comunismo sexual; sólo un sistema de seducción ampliado.

—Eso sí —concluyó el viejo mamarracho—, siempre ha habido seducción. [Las partículas..., pp. 137-138]

Pero, ¿en qué consiste la seducción? Pues en adoptar un modo de conducta para atraer "sexualmente" a otros individuos, una conducta socialmente normativizada. Siempre ha sido así, sólo que la supuesta liberación sexual transformó esas normas o, mejor dicho, impuso otras nuevas, nuevas normas ligadas precisamente al consumo de masas: trapitos para las nenas, perfumes, bronceados, cosméticos, cuerpos esculturales y rasgos esbeltos accesibles sólo a través de gimnasios y clínicas dermoestéticas donde te implantan silicona, soja, o te hacen una liposucción, lugares específicamente diseñados para dicha seducción como las discotecas —«supremacía del baile como modo de encuentro sexual en una sociedad no comunista» [p.116]— y los productos desinhibidores (drogas y alcohol). El modelo propuesto, además, es estético: criterios puramente físicos en detrimento de antiguos criterios de seducción morales e intelectuales [Cfr. p.248]. El modelo propuesto es el de la juventud guapa, fuerte y aventurera, «haciendo hincapié en la novedad, la pasión y la creatividad individual (cualidades por otra parte requeridas a los empleados en el marco de la vida profesional)» [p.248]. En fin, a la postre todo consiste en una ampliación del campo de batalla económico.

Para Houellebecq, sin embargo, la causa parece ser más profunda, la batalla sería producto de nuestra herencia animal, del deseo animal: «los senos y las nalgas [...] adquieren un aspecto lleno, armonioso y redondeado; su contemplación despierta un violento deseo en el hombre» [p.59]. «Los cuerpos jóvenes son los que despiertan, en el fondo, el deseo sexual, y la progresiva entrada de las chicas muy jóvenes en el campo de la seducción no fue más que un retorno a lo normal, un retorno a la verdad del deseo semejante a ese retorno a los precios reales que sigue a un recalentamiento bursátil anormal» [p.107]. Pero se trata del deseo de diferenciación narcisista [4], pues considera al hombre como «animal jerárquico, como animal constructor de jerarquías» [p.194], es más, ese deseo de diferenciación ya se encuentra en las sociedades animales:

Prácticamente todas las sociedades animales funcionan gracias a un sistema de dominación vinculado a la fuerza relativa de sus miembros. Este sistema se caracteriza por una estricta jerarquía; el macho más fuerte del grupo se llama animal alfa; le sigue el segundo en fuerza, el animal beta, y así hasta el animal más bajo en la jerarquía, el animal omega. Por lo general, las posiciones jerárquicas se determinan en los rituales de combate; los animales de bajo rango intentan mejorar su posición provocando a los animales de rango superior, porque saben que en caso de victoria su situación mejorará. Un rango elevado va acompañado de ciertos privilegios: alimentarse primero, copular con las hembras del grupo. [Las partículas..., p.47]

Ahora bien, haciendo caso de los estudios conductistas hemos de considerar esas jerarquías como producto de la búsqueda del placer, sin embargo, según Houellebecq, para el hombre «en la noción de placer [se incluyen] las gratificaciones narcisistas, tan ligadas al aprecio o la admiración del prójimo» [p.214]. Lo que queremos decir es que no se puede filiar el deseo de diferenciación narcisista humano (que es causa de placer) en el deseo de diferenciación animal (que es efecto). Nosotros sostenemos que ese deseo humano está ligado a una norma propia de las sociedades liberal-democráticas (también en las burocráticas), parte de cuya ideología consiste en la posibilidad de ascenso en la escala social, una escala puramente económica. Se trata de una ideología inspiradora de una jerarquía social necesaria para estimular el consumo de medios de producción (creando en principio pequeñas y medianas empresas) en un caso y de artículos lúdico-eróticos en el otro. Según Houellebecq el deseo de diferenciación jerárquico-sexual surge cuando se nivelan las diferencias económicas:

Durante [la adolescencia de Bruno] la feroz competencia económica que había en la sociedad francesa desde hacía dos siglos se había atenuado un poco. El imaginario social admitía cada vez más que, normalmente, las condiciones económicas deben tender hacia una cierta igualdad. Tanto los políticos como los empresarios citaban con frecuencia el modelo socialdemócrata sueco. Así que Bruno no se veía muy empujado a dominar a sus contemporáneos gracias al éxito económico. A nivel profesional, su único objetivo era —muy sensatamente—identificarse con esa «gran clase media de límites poco definidos» que más tarde definió el presidente Giscard d´Estaing. Pero el ser humano tiene tendencias a establecer jerarquías, y aspira con entusiasmo a sentirse superior a sus semejantes. Dinamarca y Suecia, cuyo igualitarismo económico servía de modelo a las democracias europeas, también dieron ejemplo de libertad sexual. Inesperadamente, en el seno de esa clase media a la que se sumaban poco a poco los obreros y los ejecutivos —o, para ser más exactos, entre los hijos de esa clase media— se habrió un nuevo campo para la competencia narcisista [...]

Más tarde, la globalización económica dio paso a una competencia mucho más dura, que hizo añicos los sueños de integrar al conjunto de la población en una clase media generalizada con capacidad adquisitiva en constante aumento; capas sociales cada vez más amplias se hundieron en la precariedad y el desempleo. Sin embargo, la aspereza de la competencia sexual no disminuyó; todo lo contrario. [Las partículas..., pp.65-66]

Es decir, la norma de diferenciación jerárquico-sexual perdura a pesar de la vuelta de la competencia económica. Y es que no podía ser de otro modo, pero no por las causas que parece aducir Houellebecq, a saber, haber dejado libre la expresión del deseo, sino porque la industria lúdico-libidinal necesita ampliar su capital y continúa proponiendo esas normas de diferenciación a través de la publicidad, las películas, etc., cuestión a la que también alude el autor de la novela:

[...] la sociedad erótico-publicitaria en la que vivimos se empeña en organizar el deseo, en aumentar el deseo en proporciones inauditas, mientras mantiene la satisfacción en el ámbito de lo privado. Para que la sociedad funcione, para que continúe la competencia, el deseo tiene que crecer, extenderse y devorar la vida de los hombres. [Las partículas..., p.162]

Estamos con Houellebecq en que «el sexo, una vez disociado de la procreación, subsiste no ya como principio de placer, sino como principio de diferenciación narcisista; lo mismo ocurre con el deseo de riquezas» [p.161], no obstante el placer actúa como catalizador o realimentador de ese proceso diferenciador, cosa que no ocurre en la diferenciación económica, pues la jerarquía sexual ha de demostrarse y tal demostración es fuente de placer físico, no sólo (in)moral, pero el empresario o ejecutivo situado por encima de los demás en su demostración sólo obtiene esa gratificación (in)moral narcisista. Como ejemplo de esta situación nuestro autor pone a David di Meola, obsesionado por llegar a ser estrella de rock, «cima absoluta de la jerarquía social» [p.85]:

ninguno de sus discos tuvo el menor éxito. Por el contrario, seguía gustando mucho a las mujeres. Sus exigencias eróticas aumentaron, y se aficionó a acostarse con dos chicas a la vez, a ser posible una morena y una rubia. La mayoría aceptaban, porque realmente era muy guapo; tenía una belleza poderosa y viril, casi animal. Estaba orgulloso de su largo y grueso falo, de sus grandes y vellosos testículos. Iba perdiendo interés por la penetración, pero le seguía gustando ver a las chicas arrodillarse para chuparle la polla. [Las partículas..., pp.208-209]

Es decir, le gustaba sentirse superior a las mujeres, que se arrodillasen ante él, que adorasen su falo, sin acceso al placer que podría proporcionarlas; le gustaba sentir la envidia que provocaba en los demás hombres. ¡Menudo personaje! habida cuenta de su posterior trayectoria.

En cualquier caso parece que la existencia de jerarquías es una constante en todas las sociedades humanas, al menos así lo consideran Polanyi y Marcel Mauss, pero entonces lo que debemos hacer es no condenar la existencia misma de las jerarquías en tanto que estructuras formales, sino considerar su contenido y sus consecuencias: Polanyi habla en La gran transformación de especie de competiciones, en sociedades antiguas, en la recogida de cosechas, Mauss habla de competiciones de festines en la institución del plotlach. Se trata de jerarquías en torno a la producción de riquezas, pero insertas en instituciones redistribuidoras, con lo cual volvemos a observar que ese deseo de diferenciación se halla conjugado con el sistema económico. Son las normas sociales las que configuran el contenido del deseo, no existe un deseo autónomo. Esto, paradójicamente, también es sostenido por Houellebecq:

El deseo y el placer, que son fenómenos culturales, antropológicos, secundarios, no explican a fin de cuentas la sexualidad; lejos de ser factores determinantes, están sociológicamente determinados. En un sistema monógamo, romántico y amoroso, sólo pueden alcanzarse a través del ser amado, que en principio es único. En la sociedad liberal en la que vivían Bruno y Christiane, el modelo sexual propuesto por la cultura oficial (publicidad, revistas, organismos sociales y de salud pública) era el de la aventura. [Las partículas..., p.247]

No creemos que se trate de una contradicción, sino al contrario, de la confirmación de nuestra tesis, a saber, que en el fondo late una concepción freudiana, con la cual, sin embargo, intenta romper sin acertar. En Freud la represión cultural del deseo obliga a su recanalización hacia otras actividades u objetos; de ahí a sostener que el deseo es configurado socialmente sólo hay un paso, pero a Houellebecq le ocurre lo que decía Lenin, que da «un paso adelante y dos pasos atrás», esto es, que en otros momentos vuelve a sostener la autonomía subyacente del deseo. El polémico e irónico final del libro es, en parte, producto de esta herencia freudiana, aunque podríamos atrevernos a aventurar otra hipótesis, a saber, que dada la conclusión de la creación de una nueva especie humana inmortal, su reducción al absurdo —puesto que en el caso de que se lograse dar con las bases genéticas de la inmortalidad, ello no serviría para crear una nueva especie, sino todo lo más para inmortalizar a aquellos que pudieran pagar el tratamiento— nos llevaría a declarar falsa la premisa freudiana y crítico-metafóricas todas las comparaciones con el reino animal.

Pues bien, continuando con la configuración social del placer y del deseo, el proceso que la permite es puesto en pluma de Bruno:

El placer sexual (el más intenso que conoce el ser humano) se apoya sobre todo en las sensaciones táctiles, especialmente en la excitación racional de zonas epidérmicas cubiertas de corpúsculos de Krause [el glande y el clítoris], a su vez vinculados a neuronas capaces de desencadenar en el hipotálamo una fuerte descargas de endorfinas. Gracias a la sucesión de las generaciones culturales, a este sistema simple se le superpone en el neocórtex una construcción mental más compleja que recurre a las fantasías y (sobre todo en las mujeres) al amor. [Las partículas..., p.221]

Lo cual quiere decir que, por asociación de estímulos, la propia imaginación o la presencia del ser amado puede producir esa descarga de endorfinas. Pero también implica la posibilidad de manipulación o transformación cultural de esas construcciones mentales.

El problema, creemos nosotros, es que la transgresión de la norma también produce una fuerte descarga de endorfinas —todos hemos sentido esa excitación mezclada con miedo en que consiste la "sensación de prohibido"— semejante a la que produce la excitación de los corpúsculos de Krause, máxime cuando la transgresión es sexual [5], de aquí la originalidad y plausibilidad de la "hipótesis Macmillan":

[...] los supuestos satanistas no creían ni en Dios ni en Satán ni en ninguna potencia supraterrestre; la blasfemia, en sus ceremonias no era más que un condimento erótico menor, del que todo el mundo se cansaba pronto. De hecho, como su maestro el marqués de Sade, todos eran materialistas absolutos, enamorados del placer en pos de sensaciones nerviosas cada vez más violentas. Según Daniel Macmillan, la progresiva destrucción de los valores morales en los años sesenta, setenta, ochenta y noventa era un proceso lógico e inexorable. Después de agotar los placeres sexuales, era normal que los individuos liberados de las obligaciones morales ordinarias se entregasen a los placeres, más intensos, de la crueldad; Sade había seguido una trayectoria análoga dos siglos antes. En este sentido los serial killers de los años noventa eran los hijos bastardos de los hippies de los años sesenta; y sus antepasados comunes eran ciertos artistas vieneses de los años cincuenta. So capa de acciones artísticas, Nitsch, Muehl o Schwarzkogler organizaron masacres de animales en público; ante un público de cretinos arrancaron y descuartizaron órganos y vísceras, hundieron las manos en la carne y la sangre, llevaron el sufrimiento de animales inocentes hasta sus últimos límites, mientras un comparsa fotografiaba o filmaba la carnicería para exponer los documentos obtenidos en una galería de arte. Esta voluntad dionisíaca de liberación de la bestialidad y del mal, iniciada por accionistas vieneses, volvía a verse a lo largo de todos los decenios posteriores. Según Daniel Macmillan, la regresión de las sociedades occidentales desde 1945 no era otra cosa que un retorno al culto brutal de la fuerza, un rechazo a las reglas seculares lentamente erigidas en nombre de la moral y del derecho. Accionistas vieneses, beatniks, hippies y asesinos en serie tenían en común ser unos libertinos integrales, que predicaban la afirmación integral de los derechos del individuo frente a todas las normas sociales, a todas las hipocresías que según ellos constituían la moral, el sentimiento, la justicia y la piedad. En este sentido Charles Manson no era ni mucho menos una desviación monstruosa de la experiencia hippie, sino su desenlace lógico [Las partículas..., pp.211-212].

El texto necesita cierta interpretación por lo que toca al término "destrucción de los valores morales", ya que tal destrucción, lo repetimos, sólo puede darse a través de otros valores o normas, con lo cual el término "libertino" dice referencia a la posibilidad de escoger entre la norma moral y otras; no obstante su connotación peyorativa informa de su verdadero carácter, la inmoralidad, la elección de la norma inmoral, de aquí que tenga sentido esa escalada de "sensaciones nerviosas cada vez más violentas".

Afortunadamente todavía nos queda un mínimo de moralidad y la mayoría social no suele ir más allá de las películas de sexo y violencia, los insultos en el fútbol y las discusiones de tráfico, pero sólo esto ya es bastante sintomático. Para Houellebecq «la violencia física [es] la manifestación más perfecta de la individuación» [p.155] —recordemos que la individuación se producía como efecto de la contingencia normativa—, una individuación que ya existe en el reino animal: «la conciencia individual aparecía bruscamente, sin motivo aparente, en mitad de las razas animales; no cabía duda de que precedía ampliamente al lenguaje» [pp.225-226; Cfr. p.48]; una individuación que también existe en los niños:

Entre los dos y los cuatro años, los niños empiezan a tener una conciencia del yo cada vez más acusada, lo cual les provoca crisis de megalomanía egocéntrica. Su objetivo, entonces, es transformar a los personajes de su entorno social (por lo general compuesto de sus padres) en otros tantos esclavos sometidos al menor de sus deseos; su egoísmo no tiene límites; esa es la consecuencia de la existencia individual [Las partículas..., p.184].

Dicha individuación sólo puede ser superada a través de la ley, de la moral y del amor; lo que ocurre es que reaparece cuando las normas entran en crisis, en conflicto mutuo; así lo expone Bruno:

[...] soy un empleado, vivo en régimen de alquiler, no tengo nada que dejarle a mi hijo. No tengo un oficio que enseñarle, no tengo ni idea de lo que hará en la vida; de todos modos las reglas que yo conozco no valdrán para él, vivirá en otro universo. Aceptar la ideología del cambio continuo es aceptar que la vida de un hombre se reduzca estrictamente a su existencia individual, y que las generaciones pasadas y futuras ya no tengan ninguna importancia para él [Las partículas..., p.169].

Es más, la propia individuación (el violento egoísmo, el hedonismo) puede ser considerada como el contenido de ciertas normas:

¿Se podía considerar a Bruno como un individuo? La putrefacción de sus órganos era cosa suya, iba a conocer la decadencia física y la muerte a título personal. Por otra parte , su visión hedonista de la vida, los campos de fuerza que estructuraban su conciencia y sus deseos pertenecían al conjunto de su generación. [...] Bruno podía aparecer como individuo, pero desde otro punto de vista sólo era el elemento pasivo del desarrollo de un movimiento histórico. Sus motivaciones, sus valores, sus deseos: nada de eso lo distinguía, por poco que fuese, de sus contemporáneos [Las partículas..., p.178]

Y es que el mundo humano es un mundo social —ya lo dijo Aristóteles—, por eso todas las alusiones en la novela a una sustitución de la ontología de objetos y propiedades por una ontología de los estados sugerida a partir de los logros de la mecánica cuántica [Cfr. pp.67,68,181,304] no son sino una metáfora de la necesidad de reconsiderarnos, de reconsiderar a la humanidad, desde el punto de vista de lo social, por eso también alude en varias ocasiones a Comte [Cfr. pp.70,304]. El mal de la sociedad occidental ha sido precisamente la disgregación social:

[...] hay que recordar el lugar que para los humanos de la época materialista [...] ocupaban los conceptos de libertad individual, dignidad humana y progreso. El carácter confuso y arbitrario de esas nociones les impedía tener la menor eficacia real, por supuesto; por eso la historia humana, desde el siglo XV al siglo XX de nuestra era, se caracteriza esencialmente por la disolución y disgregación progresivas [Las partículas..., p.313].

Y como ejemplo histórico concreto tenemos:

[...] la desertización rural y la subsiguiente desaparición de las comunidades pueblerinas [...] (en septiembre de 1955 se puso en marcha en Sarcelles la política de los «conjuntos urbanísticos», evidente traducción visual [¿y causa?] de una sociedad reducida al marco del núcleo familiar) [Las partículas..., p.56]

Aunque con «la progresiva ampliación del mercado de la seducción [llega] la subsecuente desintegración de la pareja tradicional» [p.28]. Podemos observar, entonces, como la disposición topológica misma de los hogares contribuye a la disgregación social, dicha disgregación social es en parte consecuencia de una norma objetual, en parte es consecuencia de factores eminentemente económicos.

Sin embargo, existe otra causa generadora de este individualismo, de esta disgregación social; la exposición de dicha causa nos parece que es el núcleo argumental de la novela y corresponde al cuarto tipo de conflicto normativo señalado: el conflicto entre ciencia e ideología.

Houellebecq habla de dos mutaciones metafísicas a lo largo de la historia: la que dio lugar al cristianismo y la que dio lugar al materialismo. Lo que entiende este autor por "metafísica", es algo muy semejante a "cosmovisión", visión del mundo [Cfr. p.8]. Si es así no entendemos por qué señala sólo dos mutaciones, pues en el mundo antiguo existe por lo menos otra, aquella que casi todos los helenistas destacan con o sin continuidad de una a otra, aquella a la que nosotros también hemos hecho alguna referencia: el paso de la tragedia a la filosofía, de la oralidad a la escritura o del neolítico a la civilización. Houellebecq nada dice acerca de la cosmovisión antigua, aunque por lo que deja entrever de la época cristiana, parece que la mutación metafísica que la dio lugar lo que hizo fue reinstaurar el sentido de lo sagrado que en el Imperio Romano había decaído. Por otro lado no creemos que «la visión del mundo adoptada con mayor frecuencia en un momento dado por los miembros de una sociedad determina su economía, su política y sus costumbres» [p.7], no creemos que la superestructura ideológica determine la superestructura política ni la estructura económica, pero tampoco creemos lo contrario, por la "simple" razón de que no aceptamos esa tricotomía marxista; la realidad es más compleja y las estructuras normativas que conceptualmente pueden agruparse de aquella manera se hallan realmente entrelazadas y conjugadas en procesos no unilineales sino de realimentación causal.

Pues bien, en ese contexto de las mutaciones metafísicas se inserta la reflexión sobre la religión, y se expone en tres momentos claves de la novela: la exposición que hace Michel de los hermanos Huxley, su discusión con Bruno ante la tumba de su madre, y su diálogo con Desplechin sobre la certeza racional.

Según nuestra propia tesis una religión sería un conjunto de mitos y ritos, de estructuras normativas que incorporan el conjunto de la realidad —en especial aquellas partes no incorporadas por las normas técnicas, no controladas operatoriamente— y a la vez otorgan una fuerte integridad al grupo social a través de una moral y, dado el caso, de la serie de comportamientos técnicos. Algo así parece pensar Michel Djerzinski:

—Estos imbéciles de los hippies... [...] Siguen convencidos de que la religión es una iniciativa individual basada en la meditación, la búsqueda espiritual, etc. Son incapaces de darse cuenta de que es todo lo contrario, una actividad puramente social, basada en el establecimiento de ritos, reglas y ceremonias. Según Auguste Comte, el único objetivo de la religión es llevar a la humanidad a un estado de unidad perfecta. [Las partículas..., p.262]

Sin embargo, la respuesta de Bruno es contundente y no deja de tener parte de verdad:

—¡Al imbécil de Comte te lo guardas para ti! [...] Si uno ya no cree en la vida eterna, ya no hay religión posible. Y si la sociedad es imposible sin religión, como pareces pensar tú, entonces tampoco hay sociedad posible. Me recuerdas a esos sociólogos que creen que el culto a la juventud es una moda pasajera nacida en los años cincuenta, que tuvo su apogeo en los años ochenta, etc. La verdad es que el hombre siempre le ha tenido pánico a la muerte, nunca ha podido enfrentarse sin terror a la perspectiva de su propia desaparición, ni siquiera de su propio declive. Es obvio que de todos los bienes terrenales, el más preciado es la juventud; y ahora ya sólo creemos en los bienes terrenales. «Si Cristo no ha resucitado», dice San Pablo con franqueza, «es vana nuestra fe.» Cristo no resucitó; perdió la batalla contra la muerte. [Las partículas..., p.262]

Con lo que no estamos de acuerdo es con su visión de la juventud. No obstante, la verdad es que uno de los principales papeles que tiene la religión es dar un sentido a la vida humana y a su muerte en función de un más allá; una religión ha de integrar el fenómeno último y radical de la muerte, ha de explicarlo en función de otra vida. Y precisamente en virtud de esa vida prometida como premio es capaz de generar una moral, heterónoma, pero moral. Por eso quizá no pueda existir ninguna sociedad sin religión, pues el hombre vulgar es incapaz de conducirse con una moral autónoma; Michel lo consiguió —desde pequeñito tenía bastante clara la necesidad del imperativo categórico ejemplificado en los héroes de las historias de aventuras—, pero la novela deja bastante claro que no era un tipo normal e, incluso, al final termina por incumplirlo: se suicida. Pero años antes del fatal desenlace tiene una conversación con su antiguo jefe de laboratorio, Desplechin. Éste, científico materialista, hablando de la certeza racional observa que una religión no puede juzgarse exclusivamente desde el punto de vista moral:

[...] las religiones son, ante todo, tentativas de explicar el mundo; y ninguna tentativa de explicar el mundo se sostiene si choca con nuestra necesidad de certeza racional. La prueba matemática y el modo experimental son experiencias definitivas de la conciencia humana. [Las partículas..., pp.274-275]

Desplechin, como físico y biólogo, está haciendo alusión a todos los avances en biología, neurofisiolgía, etc., que trituran toda explicación metafísico-religiosa acerca de la existencia del alma y de la posibilidad de otra vida tras la muerte. La religión comenzó a replegarse en el siglo XVI con Copérnico, que trasladó el punto central del universo; con Galileo y Newton, que nos convirtieron en un punto ínfimo; con Darwin, Servet, Pavlov, etc., que nos convirtieron en meros animales sin gracia divina. Michel ya sabía todo esto, ya se lo había comentado a Bruno:

La mutación metafísica que originó el materialismo y la ciencia moderna tuvo dos grandes consecuencias: el racionalismo y el individualismo. El error de Huxley fue evaluar mal la relación de fuerzas entre ambas consecuencias. Más concretamente, su error fue subestimar el aumento del individualismo producido por la conciencia creciente de la muerte. [Las partículas..., p.161]

—[Julian Huxley] Es perfectamente consciente de que el progreso de la ciencia y del materialismo ha minado las bases de todas las religiones tradicionales; también es consciente de que ninguna sociedad puede sobrevivir sin religión. [...] En realidad, ya que la evidencia de la muerte material acaba con cualquier esperanza de fusión, es imposible que la vanidad y la crueldad dejen de extenderse. La única compensación —concluyó de forma extraña— es que lo mismo ocurre con el amor. [Las partículas..., p.162]

En efecto, al caer la explicación religiosa del mundo por el avance de la ciencia, al caer la única explicación tolerable de la muerte —la muerte como paso hacia otra vida, como fusión con la transcendencia—, sin esa explicación la moral se queda sin armadura y puede ser atacada por multitud de normas, en particular por aquella a la que estamos tan acostumbrados: «a vivir que son dos días» (procurémonos placer).

A partir de entonces, como dice Bruno, la juventud se convierte en el más preciado de los bienes terrenales, y su contrario, la vejez, en la mayor calamidad. Decíamos que no estábamos de acuerdo con Bruno en que esto fuera así en todas las sociedades, en especial en las sociedades neolíticas, porque en éstas los mayores son el depósito de la sabiduría, los que han pasado por más experiencias y los que han memorizado la tradición que han de transmitir a los jóvenes. Pero con el advenimiento de la escritura y con la transformación de los modos de producción en economías capitalistas, donde los valores que priman en el trabajo son la rapidez, la productividad, movilidad y flexibilidad (el cambio continuo), donde además se debe pagar a los jubilados con el salario de los obreros, la senectud pierde valor; si a ello se le añade, como dice Christiane, la pérdida de colágeno de los tejidos, la imposibilidad de tener erecciones y algún que otro achaque, a los mayores solo les queda el consuelo (si tienen suerte) de recibir las patadas de sus nietos mientras los padres están trabajando. Después sólo les queda esperar que les metan en una residencia hasta su hora final, pues las viviendas actuales son muy pequeñas para tantos y no hay tiempo para ocuparse de ellos; se les ha vedado el tiempo y el espacio. Esto sí que es una máquina nihilista.

Toda la novela es una larga reflexión en torno a la vejez y la muerte por parte de varios personajes, sobre todo Bruno, que ni siquiera han llegado a viejos, aunque ya se encuentran en la crisis de los cuarenta. No obstante, parece que las mujeres lo llevan peor:

[...] las mujeres que tenían veinte años en torno a «la época del 68» se encontraron en una enojosa situación. Por lo general divorciadas, casi nunca podían contar con esa conyugalidad —cálida o miserable— cuya desaparición habían acelerado todo lo posible. Formaban parte de una generación que había proclamado la superioridad de la juventud sobre la edad madura —la primera generación que lo había hecho hasta ese extremo—, y no era de extrañar que la generación que venía detrás las despreciara. El culto al cuerpo que habían contribuido tanto a establecer las llevaba, a medida que se marchitaban, a experimentar una repugnancia cada vez más viva hacia sí mismas; una repugnancia semejante a la que leían en las miradas ajenas.

Los hombres de su edad se encontraban, grosso modo, en la misma situación; pero el destino común no engendraba la menor solidaridad: al llegar a los cuarenta, los hombres solían seguir buscando chicas jóvenes; a veces con cierto éxito, al menos para los que se habían metido con habilidad en el juego social y habían logrado cierta posición intelectual, financiera o en los medios de comunicación; para las mujeres, en casi todos los casos, los años de madurez estuvieron marcados por el fracaso, la masturbación y la vergüenza. [Las partículas..., pp.107-108]

Así lo expresaba Christiane:

Los hombres que envejecen solos son mucho menos dignos de compasión que las mujeres en la misma situación. Ellos beben vino malo, se quedan dormidos, les apesta el aliento; se despiertan y empiezan otra vez; y se mueren bastante deprisa. Las mujeres toman calmantes, hacen yoga, van a ver a un psicólogo; viven muchos años y sufren mucho. Tienen el cuerpo débil y estropeado; lo saben y sufren por ello. Pero siguen adelante, porque no logran renunciar a ser amadas. Son víctimas de esta ilusión hasta el final. A partir de cierta edad, una mujer siempre tiene la posibilidad de frotarse contra una polla; pero ya no tiene la menor posibilidad de ser amada. Los hombres son así, eso es todo. [Las partículas..., p.141]

Y de modo parecido Annabelle [Cfr. p.236]. El narrador, en cambio, resulta más sutil:

Los elementos de la conciencia contemporánea ya no están adaptados a nuestra condición mortal. Nunca, en ninguna época y en ninguna otra civilización, se ha pensado tanto y tan constantemente en la edad; la gente tiene en la cabeza una idea muy simple del futuro: llegará un momento en que la suma de los placeres físicos que uno puede esperar de la vida sea inferior a la suma de los dolores [...]. Este examen racional de placeres y dolores, que cada cual se ve empujado a hacer tarde o temprano, conduce inexorablemente a partir de cierta edad al suicidio. Es divertido observar que Deleuze y Debord, dos respetados intelectuales de fin de siglo, se suicidaron sin motivos concretos, sólo porque no soportaban la perspectiva de su propia decadencia física. Estos suicidios no despertaron ningún asombro, no provocaron ningún comentario; en general, los suicidios de la gente mayor, que son los más frecuentes, nos parecen hoy en día perfectamente lógicos. Como rasgo sintomático, también podemos señalar la reacción del público frente a la perspectiva de un atentado terrorista: en la casi totalidad de los casos la gente preferiría morir en el acto antes que verse mutilada, o incluso desfigurada. En parte, claro, porque todos están un poco hartos de la vida; pero sobre todo porque nada, ni siquiera la muerte, les parece tan terrible como vivir en un cuerpo menoscabado. [Las partículas..., pp.251-252]

Con esa perspectiva ante la invalidez, su repentina paraplejía y la duda fatal de Bruno, también Christiane acaba suicidándose [Cfr. p.252]. El mismo final voluntario tuvo Annabelle ante un cáncer en estado irreversible [Cfr. pp.283ss.]. El mismo final tuvo Michel ante el aburrimiento de una vida sin emociones observando el sufrimiento del mundo. El final de Bruno no es más halagüeño, ingresando en una clínica mental. Esta podría haber sido una de sus reflexiones sobre el encierro:

Más o menos en la misma época, empecé a interesarme por mis compañeros de infortunio. Había pocos en estado de delirio; sobre todo depresivos y angustiados; supongo que lo habían organizado a propósito. La gente que sufre este tipo de estados renuncia muy deprisa a dárselas de lista. Lo más normal es que estén en la cama todo el día, con sus tranquilizantes; de vez en cuando dan una vuelta por el pasillo, se fuman cuatro o cinco cigarrillos seguidos y vuelven a la cama. Las comidas, no obstante, eran un momento colectivo; la enfermera de guardia decía: «Sírvanse.» Nadie pronunciaba otra palabra; cada cual masticaba su alimento. A veces una crisis de temblor se apoderaba de uno de los comensales, otro empezaba a gemir; entonces volvían a su habitación, y eso era todo. Poco a poco, empecé a tener la impresión de que toda aquella gente —hombres o mujeres— no estaban trastornados en absoluto; sencillamente, les faltaba amor. Sus gestos, actitudes y mímica traicionaban una sed desgarradora de contacto físico, de caricias; pero claro, eso no era posible. Entonces gemían, gritaban, se arañaban [HOUELLEBECQ, Ampliación del campo de batalla, pp.167-168.]

Los finales de estos personajes son dramáticos, pero realistas; el final de la novela, el final de la humanidad, es exultante, pero increíble. Sin embargo, a lo largo de toda la novela y al final de modo metafórico Houellebecq ha ido apuntando hacia la única salvación posible, hacia una reivindicación del orden, recuperando los valores tradicionales (familia, religión...) y dándoles una flexión hacia el lado femenino; en definitiva, intentando instaurar una serie de relaciones humanas, de normas sociales, en las cuales reinen el amor y la armonía. Sí, ya sabemos que todo esto es muy empalagoso.

Algunos de los valores que Houellebecq ensalza son:

  • la moral kantiana [pp.36ss.],
  • la lealtad, el valor y la bondad simbolizados por tres garras [Cfr. p.39],
  • la ley [p.46],
  • la piedad [Cfr. p.48],
  • las ideas que sobre la felicidad le inculca a Michel su abuela —la mujer en casa, el hombre en el trabajo y fidelidad mutua— [Cfr. pp.50-51],
  • el estrecho vínculo entre matrimonio, sexualidad y amor [Cfr. p.55] —que hacen de la pareja y la familia «el último islote de comunismo primitivo en el seno de la sociedad liberal [...], las últimas [comunidades intermedias] que separaban al individuo del mercado» [p.116]—,
  • la vida humana (contra el aborto y la eugenesia) [Cfr. p.72],
  • la sencillez: «La vida, pensaba Michel, tenía que ser algo sencillo; algo que pudiera vivirse como un conjunto de pequeños ritos indefinidamente repetidos. Ritos al fin y al cabo un poco estúpidos, pero en los que, en el fondo, se pudiera creer. Una vida sin apuestas y sin dramas.» [p.120; Cfr. p.213],
  • los valores femeninos: optimismo, generosidad, complicidad y armonía [Cfr. p.123]; comprensión y dulzura [Cfr. p.134]; maternidad [Cfr. p.165],
  • la religión: para que la sociedad pueda sobrevivir es necesario restaurar «el sentido de la colectividad, de la permanencia y de lo sagrado» [p.317].

En fin, nos encontramos ante todo un conservador y reaccionario, mas ¿acaso nos atreveríamos a rebatirle con argumentos de peso mayor que nuestra propia voluntad u opinión individual? ¿Acaso podemos posicionarnos en contra de un canto al amor? Porque la novela, hablando de lo contrario (de la angustia, del mal, del crudo sexo, de la muerte y del odio...), deja entrever a veces explícitamente su apuesta por el amor. Todos los personajes principales vagan en busca de amor. Sólo el amor, piensa Houellebecq, puede otorgarnos la felicidad; la libertad sexual, en cambio, nos lleva al egoísmo, pues la posibilidad de cambiar de pareja impide realizar el esfuerzo de buscar bajo los defectos del otro; y tras los desengaños de alguien que ha puesto verdadero interés en varias relaciones, se convierte esta persona en otro ser egoísta, acorazado, en una partícula elemental. Pero al igual que las partículas no son tan elementales porque están insertas en campos de fuerza y en última instancia sólo se pueden conocer en que región del espacio se encontrarán con más probabilidad, pero no exactamente, los individuos humanos estamos regidos por estructuras normativas; habremos de seguir las que nos hagan más felices. Y el amor es la más importante, y lo es por la razón de que en una sociedad de contingencias normativas los individuos siguen aquellas en que han puesto mayor carga afectiva, lo cual no significa que no puedan ponerla en normas contrapuestas. El amor, en cambio, consiste en la retirada de esa carga de todo lo que no sea el o los objetos amados, por eso puede estructurar la vida de las personas. Pero, además, como veremos a continuación, el amor requiere de un trasvase, de una comunicación con los seres amados, se trata de compartir: compartir sentimientos, actividades, palabras y recursos, por eso no es de extrañar que sea en la familia donde más frecuentemente se produce. Y por eso no es de extrañar que Houellebecq reivindique el cristianismo con su amor y su caridad.

En fin, si quisiéramos seguir las implícitas recomendaciones de este autor, los materialistas lo íbamos a tener difícil, en particular porque no dice nada serio acerca de la transformación del sistema económico y porque habríamos de ceder ante el mito, mas ¿no le pasaba esto a San Manuel Bueno Martir y por amor a su pueblo sigue oficiando? Quizás pudiéramos adoptar una solución de compromiso: la teología de la liberación. Pero no es este el lugar de estas reflexiones. Acabemos hablando del amor, por ejemplo, de la abuela paterna de Michel:

Esta mujer había tenido una infancia terrible, trabajando en una granja desde los siete años entre semibrutos alcohólicos. Su adolescencia fue demasiado breve para que pudiera acordarse. Tras la muerte de su marido trabajó en una fábrica para sacar adelante a sus cuatro hijos; en pleno invierno iba a buscar agua al patio para que toda la familia se lavara. Con más de sesenta años, recién jubilada, accedió a ocuparse otra vez de un niño, el hijo de su hijo. A él tampoco le había faltado de nada, ni ropa, ni buenas comidas los domingos, ni amor. Ella le había dado todo eso. Un examen mínimamente exhaustivo de la humanidad debe tener en cuenta necesariamente este tipo de fenómenos. En la historia siempre han existido seres humanos así. Seres humanos que trabajaron toda su vida, y que trabajaron mucho, sólo por amor y entrega; que dieron literalmente su vida a los demás con un espíritu de amor y de entrega; que sin embargo no lo consideraban un sacrificio; que en realidad no concebían otro modo de vida más que el de dar su vida a los demás con un espíritu de entrega y de amor. En la práctica, estos seres humanos casi siempre han sido mujeres. [Las partículas..., p.92]


BIBLIOGRAFÍA

BUENO, Gustavo; HIDALGO, Alberto e IGLESIAS, Carlos:
  1991 (3ª ed.). Symploké. Madrid: Júcar.

COHEN, Mark N.:
  (1977). La crisis alimentaria de la Prehistoria. Madrid: Alianza, 1981.

FUENTES, Juan Bautista:
 

1994. "Introducción del concepto de `conflicto de normas irresuelto personalmente´ como figura antropológica (específica) del campo psicológico", en Rev. Psicothema. Vol 6, nº 3, pp 421-446.

HARRIS, Marvin:
  (1979). El materialismo cultural. Madrid: Alianza, 19872ª reimp

HAVELOCK, Eric A.:
 

(1963) Prefacio a Platón. Madrid: Visor, 1994.

(1986) La musa aprende a escribir. Barcelona: Paidós, 1996.

HOUELLEBECQ, Michel:
 

(1994), Ampliación del campo de batalla, ed. Anagrama, Barcelona, 1999.

(1998), Las partículas elementales, ed. Anagrama, Barcelona, 1999.

LEVI-STRAUSS, Claude:
  "La familia", cap. III de La mirada distante, fotocopias entregadas en el curso [nos ha sido imposible conseguir la referencia completa]

POLANYI, Karl:
  (1944) La gran transformación. Crítica del liberalismo económico. Madrid: La Piqueta, 1997.

SIMÓN SEGURA, Francisco:
  1996 (3º ed.), Manual de historia económica mundial y de España. Centro de Estudios Ramón Areces, Madrid.

 


NOTAS

[*] Francisco Rosa Novalbos es licenciado en Filosofía por la UCM; actualmente está doctorándose.

[4] No sabemos hasta qué punto este concepto de narcisismo es de raigambre freudiana; en cualquier caso, si lo es, responde al concepto de "narcisismo secundario", aquel que se genera en relación con los otros tras retirarles la libido y catectizarla en el propio yo.

[5] En este sentido Georges Bataille, autor profundamente freudiano, sostiene en su metafísica "trágico-termodinamicista" que toda transgresión de una norma supone una liberación de energía, una descarga emocional, el cumplimiento del 2º principio de la termodinámica. Sostiene, además, que el reino animal está más cerca de esta corriente liberadora de energía: el animal vive en la inmanencia [Cfr. primeras páginas de La parte maldita, El erotismo o Teoría de la religión], también puede consultarse en nuestra conferencia Acumulación y gasto:lo trágico en Georges Bataille


 
[Portada]