Convencionalmente se suele definir la
Edad Media como el
periodo histórico que va desde de la caída del Imperio romano en 476 d.
C hasta
el siglo XV (1453, con la toma de Constantinopla por los turcos, o 1492
con el
descubrimiento de América). La Edad Media ocupa por tanto 10 siglos, y
en ella
se fraguan muchas de las ideas y tradiciones que darán lugar, después,
a la
Edad Moderna. Se suele decir también que la Edad Media es, en
comparación con
el esplendor de la civilización griego, romana y helenística, un época
de
decadencia cultural, de barbarismo y de superstición. Esto es,
fundamentalmente, un cliché.
Sin ningún tipo de duda, el fenómeno
decisivo en la Europa
occidental del medioevo es la irrupción del cristianismo,
la aparición de la revelación cristiana. Sin
embargo, la impacto de la fe en el pensamiento es más amplia y no se
reduce
solamente al cristianismo, sino que es común a las 3 grandes religiones
monoteístas o religiones del Libro (cristianismo,
Islam y judaísmo). Las
3 extraen sus verdades esenciales de una revelación fijada y depositada
en uno
o varios textos sagrados, respectivamente: la Biblia, el Corán y la
Torá (por
“revelación” se entiende que la propia divinidad se manifiesta de
cierto modo
al hombre y le transmite el mensaje privilegiado de la salvación).
Nótese
también que el propio concepto de “religión” tal y
como lo entendemos
nosotros, es decir, el concepto de religión que incluye un conjunto de
cultos,
una comunidad de creyentes, una noción de fe, la idea de salvación,
etc., es un
concepto que aparece en la época helenística (y no
antes). Por eso no
tiene sentido decir que los griegos clásicos “creían” en otros dioses,
por
ejemplo, en Zeus y en Ares, y en los demás moradores del Olimpo. La
relación
que ellos tenían con sus dioses era esencialmente distinta a que hay en
el
concepto helenístico de religión.
En
cualquier caso, la época helenística es una época esencialmente religiosa
en el sentido de religión que acabamos de señalar. El hombre
helenístico ha
visto cómo se derrumba el sistema de organización de la polis,
que había
sido durante mucho tiempo su marco de referencia y su modo de
instalación en el
mundo. Imposibilitado para participar en la vida política, e incapaz de
orientarse ya en un mundo complejo y fragmentado, el hombre del
helenismo se
encuentra en una situación de sinsentido, angustia
y desorientación
y empujado por esa falta de sentido y por la falta de marcos de
referencia
comunes tratará de buscar su propia salvación, pero ahora en un plano
estrictamente individual. En esta búsqueda de
sentido, en efecto, la
dimensión social y política que había en Platón y Aristóteles queda
relegada a
un segundo plano, y el individuo siente que la sabiduría, la salvación
y la
felicidad (nociones que están muy próximas en este contexto) se
encuentran
“aislándose” del mundo social y político.
Dentro de
este panorama general, una serie de escuelas filosóficas tratan de
encontrar la
curación del alma y la felicidad mediante la observación de
determinados tipos
de conducta. Son las llamadas escuelas morales helenísticas (las
3
“es”):
Escepticismo:
fundada por Pirrón de Élide en
Estoicismo:
fundada por Zenón de Citio. La figura más
relevante fue Crisipo de Solos, aunque es también muy importante el
estoicismo
romano (Séneca, Marco Aurelio, Epicteto). Todo el acontecer del mundo
está
rigurosamente determinado, y la libertad consiste en aceptar que todo
está
determinado. En realidad no hay ni “bien” ni “mal” en lo que nos
ocurre, porque
todo lo que ocurre es sencillamente lo que tiene que ocurrir. Los
estoicos
sitúan así la virtud y la sabiduría en la apatía
(ausencia de pasiones,
impasibilidad).
Epicureísmo:
fundada por Epicuro en Atenas en torno a
En este mismo contexto espiritual
proliferan en el helenismo
las religiones y cultos salvíficos (=orientados a la salvación). Hay
una gran
variedad de religiones y creencias: politeísmo grecorromano, cultos
orientales
y mistéricos, etc., y todas ellas tratan de responder, en cierto modo,
a la
necesidad espiritual de orientación.
Ya
hemos dicho que el estado espiritual propio del helenismo
era un estado de inseguridad y desorientación general. Por otro lado,
esta
sensación de precariedad, de inestabilidad y de desorientación general
señalaba, por su propia dinámica, hacia la existencia de un principio
de
estabilidad, de orientación, de perfección, es decir, apuntaba a todo
aquello
que le faltaba al mundo material, sensible. A este principio le
corresponde la
noción monoteísta de Dios. Dios es infinito y
perfecto, mientras que el
mundo es finito e imperfecto. Dios no pertenece a este mundo, está
fuera de él,
pero Dios es el camino de la salvación y de la verdadera felicidad.
Pues bien,
en este contexto, la pretensión del Cristianismo tiene algo de absurdo:
un
principio que por definición está fuera del mundo, y que es necesario e
infinito
(Dios), se transforma en un elemento contingente y finito, y entra en
el mundo
(y esto es Jesucristo). La idea fundamental del cristianismo de la encarnación
(el principio divino se hace carne, el Logos se
hace hombre) tiene
efectivamente algo de absurdo, de contradictorio. Una vez puesta la
contradicción como tesis (y este el mensaje esencial del cristianismo:
que Dios
se ha hecho hombre), el cristianismo se ve obligado a expresar y
formular esa
tesis en el lenguaje en el que se producía la propia situación de
absurdo: el
lenguaje de la filosofía. No fue nada fácil encontrar las palabras:
primero
(los Padres de la Iglesia) se recurrió a conceptos filosóficos
anteriores a
Plotino (estoicismo, el platonismo, etc.). Sólo en el siglo IV d. C. se
consiguió una formulación “adecuada”, y se puede decir que quien la
acuñó fue
San Agustín, utilizando recursos neoplatónicos.
En cualquier caso, el planteamiento
general de las
religiones monoteístas, y en particular del
cristianismo, que ponían el acento en la creencia en la
Revelación,
chocaba esencialmente con la metafísica de origen griego, que se
autoconcebía
como una reflexión “racional” (del nous).
De aquí surge el conflicto, fundamental en la Edad Media, entre dos
modos de
enfrentarse a la realidad: a través de la fe
y a la través de la razón. Los
orígenes de esta oposición fe – razón se remontan al siglo I d. C, a
San Pablo,
autor de textos del Nuevo Testamento en el que se manifiesta ya la
mutua
antipatía entre filósofos y creyentes. Para los cristianos de primera
hora,
Dios ha invalidado y humillado la sapientia
mundi (la sabiduría del mundo), el afán de conocer
racionalmente la
realidad. La sabiduría verdadera sólo la da la fe. Este
antiintelectualismo de
la fe cristiana llevó incluso a decir aquello que decía Tertuliano: credo quia absurdum (creo porque es
absurdo).
Los Padres
de la Iglesia (Orígenes, Clemente, etc) trataron de consolidar la fe
cristiana
y lo hicieron dentro de una constelación de pensamiento neoplatónica,
pero ante
todo (cuando había conflicto entre ambas) trataron de defender la fe
frente a
la filosofía pagana.
Independientemente de la exactitud
histórica de los datos
que tenemos en torno a la figura de Jesús de Nazaret, y de las cosas
que
sucedieron en Palestina en la primera mitad del siglo I d. C., que son
cuestiones que ahora no nos interesan, parece que a partir de este
siglo
primero se empiezan a redactar una serie de escritos sobre una Nueva
Alianza
entre los hombres y Dios al hilo de esta figura. En torno al siglo IV
d. C. habían
quedado ya fijados algunos de ellos, como textos canónicos, bajo el
nombre de
“Nuevo Testamento”.
Los
primeros siglos del cristianismo son tiempos de secretismo,
persecuciones y
lucha contra el poder romano. Es la época de los mártires cristianos.
Dicha
situación se prolonga, con mayor o menor dureza, hasta el año 313 d.
C., en el
que el Edicto de Milán legaliza el cristianismo (el año anterior –312–
el
emperador Constantino se había convertido al cristianismo). El dogma
cristiano
–es decir, el conjunto de creencias reconocidas oficialmente por la
Iglesia
cristiana– quedó fijado tras una larga batalla entre distintos sectores
del
cristianismo. Lo que finalmente fue el sector triunfante consideró a
todas las
demás creencias como heréticas, pero antes tuvo que luchar –a veces,
encarnizadamente– contra ellas. De entre estas interpretaciones del
mensaje
evangélico se pueden destacar, por su importancia en los primeros
siglos del
cristianismo, el gnosticismo, el maniqueísmo,
el arrianismo
y el pelagianismo. De la segunda (maniqueísmo) y
la cuarta (pelagianismo)
diremos algo un poco más adelante.
Agustín nació
Tagaste (Numidia, actualmente Argelia)
en el año 354 d. C, de padre pagano y madre cristiana. Estudió retórica
en
Cartago, obtuvo el título de maestro en retórica, enseñó en Roma, y
debió ser
un muy brillante orador, porque con sólo 30 años obtuvo el puesto de
retor
oficial en Milán. Bajo la influencia de Cicerón y su Hortensio
(que
incluía un llamamiento a la vida intelectual y espiritual) se interesó
por la
filosofía (su “conversión” a la filosofía data de 373), y en distintas
etapas
de su juventud fue seguidor del escepticismo de la Academia y del
maniqueísmo.
Su formación filosófica parece reducirse a la lectura de las Enneadas
de
Plotino y de algunos escritos platónicos.
En sus años
más jóvenes, Agustín parece haber llevado una vida disoluta y de
excesos, en el
que su alma, como él mismo nos cuenta, estaba distraída y dispersa en
un sinfín
de tentaciones corporales. La historia de su conversión al cristianismo
responde, como él mismo nos relata en sus Confesiones,
a una necesidad
espiritual de descanso y estabilidad para el alma. Ese descanso, nos
cuenta
Agustín, sólo lo encontró en el estudio y la contemplación de Dios.
Sólo cuando
abandonó las distracciones del mundo externo, y la ambición, las
tentaciones y
la curiosidad, y se volvió hacia sí mismo y hacia Dios, pudo su
“inquieto
corazón” alcanzar por fin la paz.
¿Dónde
exactamente y cómo encontró Agustín de Hipona esa estabilidad y esa
quietud que
tanto ansiaba encontrar? Agustín siguió durante 9 años las enseñanzas
del
profeta babilonio Mani (216-277), es decir, profesó el maniqueísmo. El maniqueísmo
ofrecía una explicación racional de la génesis del universo en los
siguientes
términos: en Dios habitan dos grandes principios –el principio del Bien
y el
principio del Mal– que están en perpetua lucha. En la guerra inicial,
el
principio del Mal o principio de las tinieblas se rebeló contra el
principio
del Bien o principio de la luz, y la llegada de Cristo augura la
victoria final
de la luz sobre las tinieblas. Sin embargo, Agustín terminó defraudado
por el
maniqueísmo y acudió al neoplatonismo.
El neoplatonismo
es la última gran corriente de filosofía griega antes del triunfo del
cristianismo. Se suele considerar a Ammonio Sacas el fundador, pero el
más
importante autor neoplatónico, con diferencia, es Plotino (205-270).
Otros
neoplatónicos importantes serían Proclo, Porfirio y Jámblico. Plotino
no
pretendía estar creando un sistema filosófico propio, sino solamente
interpretar a Platón. Lo que sucede es que en su interpretación mezcla
elementos platónicos, aristotélicos y algunos elementos nuevos y
externos. La
noción fundamental de Plotino es la idea de Uno. El
Uno está más allá
del ser, es la extrema perfección y la absoluta plenitud, y
precisamente esta
plenitud hace que el Uno se “desborde”. Y ahí es donde aparece el
importantísimo concepto de “emanación”: la emanación es el proceso que
explica
la generación de todas las cosas. La primera emanación del Uno es la Inteligencia
(el Nous), que es la multiplicidad y la unión de
las ideas; de la
Inteligencia emana el Alma del Mundo, que es un
puente intermedio entre
el mundo inteligible y el mundo sensible.
Pues bien, fue en la lectura de los
neoplatónicos, nos dice
Agustín, donde encontró la manera más adecuada de acercarse a las
Escrituras
Sagradas. En el neoplatonismo encontró una llamada a buscar dentro de
sí mismo,
una llamada a la interioridad. En cualquier caso, en el año 386 d. C
Agustín se
convierte al cristianismo. Más tarde fue nombrado obispo de Hipona, y
murió
siendo obispo de esa ciudad en el año 430.
Agustín de Hipona escribió muchas
obras, la mayoría de ellas
orientadas a combatir las herejías y las críticas que, desde otras
doctrinas,
recibía el cristianismo. Entre sus obras más importantes figuran:
Sobre la vida feliz
(386)
Sobre la inmortalidad del
alma (387)
Sobre el libre arbitrio
(388-395)
Sobre la verdadera religión
(391)
Sobre la doctrina cristiana
(397)
Las confesiones
(400)
Sobre la trinidad
(400-406)
La ciudad de Dios
(412-426)
Retractaciones
(427)
Ya hemos visto que uno de las
conflictos más importantes de
la Edad Media es el conflicto entre razón y fe. Para Agustín de Hipona,
sin
embargo, que en su propia experiencia vital volvió al cristianismo por
mediación de Plotino, el conflicto entre razón y fe no podía
existir. En
su opinión, la verdad es una, y una
es también, en el fondo, la doble comprensión y posesión de ella,
respectivamente facilitadas por una inteligencia y una creencia que no
pueden
dejar nunca de apoyarse entre sí. Las fórmulas con las que San Agustín
trató de
resumir esa posición son muy conocidas: «Comprende para creer. Cree
para
comprender» («Intellige ut credas. Crede
ut intelligas»), dice en el Sermón,
43,
7. En cualquier caso, la primacía la
tiene siempre la fe: «Creo
todo
lo que entiendo, mas no entiendo todo lo que creo», reconoce en Sobre el maestro, XI, 37. De hecho, si
no fuese así, si no hubiéramos de creer antes las grandes y divinas
verdades
que deseamos entender, entonces el profeta habría dicho sin razón: “Si
no
creéis, no entenderéis”. Pero el profeta ha hablado con razón, y la
frase “Si
no creéis, no entenderéis” ha pasado a ser una de las divisas
del pensamiento
agustiniano.
Se puede decir que lo que organiza,
vertebra y da sentido a
toda la labor filosófica de Agustín es la búsqueda
de esa verdad única,
la búsqueda del conocimiento. En
este contexto, “verdad” no se
refiere solamente a una propiedad lógica de ciertas proposiciones, sino
que
tiene una dimensión existencial fundamental. La verdad que busca
Agustín es la
verdad que plenifica, salva y hace feliz. El conocimiento al que aspira
es un
conocimiento que conmueve completamente la vida de una persona, un
conocimiento
en el que el alma puede por fin encontrar paz y descanso.
Para comenzar nuestro estudio de San
Agustín nos hacemos la
siguiente pregunta: ese conocimiento que persigue Agustín y que procura
sabiduría,
paz y felicidad, es ¿conocimiento de qué? ¿cuál es
el objeto de ese
conocimiento? ¿qué es lo que se conoce en ese conocimiento?. Agustín
contesta: es
el conocimiento de Dios y del alma, y todo ello en el horizonte de la
verdad.
Vamos a ver cómo se despliega esta pregunta.
En primer lugar, si estamos diciendo
que el conocimiento que
salva es el conocimiento de Dios y del alma, estamos dando por supuesto
que es
posible conocer cosas, que es posible conocer ciertas verdades. Estamos
presuponiendo, en definitiva, que el conocimiento es posible, y esto es
justamente lo que habían negado los escépticos (ver
más arriba). Así
pues, tendremos que mostrar que el conocimiento es posible (de manera
similar a
como Aristóteles había tenido que mostrar –contra Parménides– que el
movimiento
es posible). ¿Cómo demuestra San Agustín que es posible conocer algo
con
certeza? Mediante un tipo de argumento que utilizará (en otro contexto
y con
otros fines) Descartes mucho tiempo después y que será fundamental en
la Edad Moderna:
el argumento de la autoconciencia: puesto que todo
lo externo, todo lo
que pertenece al mundo de los sentidos cambia incesablemente, Agustín
vuelve la
vista hacia el interior de sí mismo y descubre dentro de sí una primera
certeza
fundamental, suficiente para derrotar a los críticos escépticos. Este
certeza
consiste en que, piense lo que yo piense, e incluso si estoy equivocado
y estoy
preso de un engaño, sé con plena certeza que soy algo que
piensa. Aunque
todas las demás cosas sean mentira y fantasías mías, sé que al menos
puedo
estar seguro de esto: soy una conciencia pensante.
Es pues innegable que «todas las almas se
conocen a sí mismas con certidumbre absoluta» (Agustín de Hipona: Sobre la Trinidad, X, 10, 14.).
Ya ha asegurado San Agustín que se
puede conocer, que el
alma puede conocer cosas. Y lo ha mostrado dando un primer paso hacia
su propio
interior. Pero, ¿sólo se conoce a sí misma el alma? Poco habríamos
avanzado
desde luego si sólo pudiésemos conocer el alma. De hecho, cuando el
hombre se
vuelve a su interior y contempla su alma, se tropieza con una
pluralidad de
conocimientos, y de hecho también en su interior va a encontrar a Dios.
Veamos
cómo es el proceso.
Agustín tiene una concepción de
resonancias platónicas según
la cual la verdad y el ser se dan en lo inmutable
y eterno,
en aquello que no cambia. En efecto, como toda la tradición
neoplatónica a la
que se ha adscrito, Agustín considera que «conocimiento» es término que
designa, ante todo, información estable, captación de un objeto
inmutable y necesario.
Sin embargo, lo primero que encontramos en el alma cuando nos volvemos
hacia
ella son sensaciones, que son representaciones de
los objetos sensibles.
Los objetos externos dejan su huella en los órganos de los sentidos y
provocan
la ocasión de que el alma (que es en sí misma incapaz de dejarse
afectar por
algo material e inferior a ella), genere activamente una imagen
semejante al
objeto exterior. Así pues, el alma transforma inmediatamente las
sensaciones en
imágenes de las cosas, que pueden ser almacenadas en
la memoria. Ahora
bien, los objetos de los sentidos, si alguna característica presentan,
es
justamente que son cambiantes e inestables, y en ellos no es posible encontrar,
en cuanto tales, el reposo que se anhela. El buscador de “conocimiento”
propiamente dicho deberá pues dirigir su atención a otra zona de su
interior.
Y en efecto, si prestamos un poco más
de atención, nos
percatamos pronto de que además de sensaciones, en el alma también hay reglas,
modelos, de acuerdo con las
cuales juzgamos acerca de las
sensaciones y de las cosas externas. Por ejemplo, podemos tratar con
peras o
con manzanas, o con cualesquiera otros objetos sensibles, y siempre
resultará
que son cambiantes, y ahora son pero pueden dejar de ser; sin embargo,
si me
pongo a sumarlos, tendré siempre (independientemente de si son peras o
manzanas) que dos y dos son cuatro. Así pues, aparte de peras y
manzanas, en mi
alma hay una regla que me permite ordenar y estructuras los datos
sensibles, y
esa regla no cambia. Es inmutable,
eterna. Este tipo de
reglas no son solamente matemáticas, sino en general metafísicas,
morales,
estéticas.
Así pues, cuando el hombre decide no
salir al exterior, sino
volverse hacia su alma, no solo encuentra en ella las imágenes y los
recuerdos
de las cosas; ve también en sí mismo una capacidad de juzgarlas de
acuerdo con
reglas o modelos; esto es, de establecer entre ellas juicios de
comparación que
establezcan la mayor o menor
proximidad de cada una a un modelo, regla, patrón o ideal, que
representa la
perfección. Con esa operación, el alma consigue un conocimiento
científico,
racional, de las cosas. Ahora bien, el estadio realmente superior del
conocimiento, según San Agustín, no es propiamente el que utiliza los
modelos
ejemplares a los que las cosas se ajustan o no, sino aquel que se ocupa
de contemplar directamente los modelos
ejemplares con arreglo a los cuales hemos enjuiciado la
condición de los
entes.
En efecto, quien busque en sí mismo
la verdad encontrará
también a su disposición, en segundo término, la esfera del
conocimiento
racional. Y en ella cabe distinguir dos tipos, como acabamos de ver:
Una parte inferior, en la que la
razón se ocupa del mundo
sensible y temporal teniendo en cuenta esos modelos o patrones ideales;
con
ello el hombre obtiene ciencia (scientia) acerca del mundo y es capaz de
orientarse prácticamente en él.
Una parte superior, en que la
inteligencia se ocupa directamente
de lo inteligible y eterno, de los modelos ideales, y a ello se
denomina sabiduría (sapientia).
Estos modelos eternos de acuerdo con
los que el hombre juzga
las cosas del mundo externo no puede provenir, a su vez, del mundo
externo,
puesto que en el mundo todo es mudable y cambiante y los modelos son
inmutables. Tampoco pueden provenir del alma misma, en cuanto que el
alma
contiene meramente sensaciones, puesto que éstas también son
cambiantes. Sólo
pueden proceder de algo eterno e inmutable: de Dios.
Los modelos ideales
o reglas eternas que encontramos en nuestro interior sólo pueden
provenir, por
tanto, de Dios.
Ahora bien, ¿cómo podemos nosotros,
que somos temporales y
finitos, conocer esos modelos ideales? ¿Cómo llegamos a tomar contacto
con
semejantes patrones ideales? Agustín de Hipona ofreció una respuesta
que sirve
en buena medida para identificar las corrientes de inspiración
agustiniana: la teoría
de la iluminación. Según
metáfora tan antigua, al menos, como
la República platónica, y que
luego
utilizó el neoplatonismo, la idea de bien, suprema en el cosmos
inteligible, es
como el Sol de aquel mundo: hace visibles los objetos inteligibles, a
la manera
como la luz solar hace visibles los sensibles. Para San Agustín, en
efecto, esa
misma función desempeña, ahora, Dios,
a quien concibe como aquella «luz inteligible» sin cuya intervención no
le
sería posible al hombre acceder al conocimiento de objetos que
manifiestamente,
como intemporales que son, trascienden su condición finita y temporal.
La
posibilidad de acceder al conocimiento de los patrones eternos con
arreglo a
los cuales ha sido diseñado el mundo no es otra, pues, que esta de que
el alma
los contemple «en una luz incorpórea especial, lo mismo que el ojo
carnal al
resplandor de esta luz material ve los objetos que están a su
alrededor»
(Agustín de Hipona: Sobre la Trinidad, XV,
12, 24). Así como el alma no puede iluminar por sí misma los objetos
sensibles,
sino que precisa de un foco exterior que los alumbre, así tampoco
puede, en
virtud de sus solas fuerzas, hacer visibles para sí los objetos
eternos,
teniendo que recibir la iluminación proveniente de la luz infinita de
Dios. La
iluminación consiste en una acción de Dios sobre los hombres, y que
permite a
éstos la captación de lo inteligible en sí mismo. Es un proceso similar
al que
realiza la luz sobre las cosas, pues, sin ella, éstas no podrían ser
vistas.
Sabemos ya, en líneas generales, cómo
describió Agustín el
alma. Ahora bien, ¿de qué índole es la segunda meta de su
investigación, esto
es, Dios?
Lo primero que debe decirse de Dios
es que su existencia es demostrable. Ya veremos
que el problema de la existencia
de Dios será un problema acuciante para toda la Edad Media. En
cualquier caso, San
Agustín presenta también, aunque
sin los tecnicismos de otros pensadores posteriores, algunas pruebas de
la
existencia de Dios. Entre ellas, y sin ánimo de exhaustividad, pueden
citarse:
La prueba a partir de las verdades
eternas y necesarias
(como ya hemos visto). El libro la llama prueba noética.
Esta es la
prueba más agustiniana y más característica.
La prueba por la evidencia
psicológica y moral del encuentro
con Dios en el interior del alma: «¡Tarde te amé, hermosura tan antigua
y tan
nueva, tarde te amé! Y he aquí que tú estabas dentro de mí y yo fuera,
y por
fuera te buscaba. […] Tú estabas conmigo, mas yo no lo estaba contigo»
(Agustín
de Hipona: Confesiones, X, 27, 38).
La prueba por el orden y la
contingencia del mundo: «He aquí
que existen el cielo y la tierra, y claman que han sido hechos, porque
se mudan
y cambian» (Agustín de Hipona:
Confesiones, XI, 4, 6).
La prueba por el consentimiento
universal de los hombres (es
«insania de pocos», o de «depravados», dice textualmente, no aceptar la
existencia de Dios).
En cualquier caso, el problema de la
existencia de Dios
tiene en San Agustín una importancia menor,
secundaria. Lo que sí ocupa
a San Agustín en numerosos escritos es la cuestión de qué
es
Dios, de cuál es la esencia de Dios.
De entre todos los nombres y
descripciones que podemos dar a
Dios, hay una que le corresponde especialmente bien. De hecho, Él mismo
lo
utilizó cuando le dijo a Moisés: “yo soy el que soy”. Agustín
identifica a Dios
con el ser, y ya habíamos dicho que Agustín, en
remota dependencia de
Platón, entiende que sólo es verdaderamente aquello que es inmutable.
Así pues,
Dios es el ser mismo. Deus est ipsum esse.
O mejor dicho: Dios es
el verdadero
ser, toda vez que es el único en quien se
cumple máximamente la condición de absoluta
inmutabilidad que
es el
rasgo imprescindible del ser.
A diferencia de las demás realidades,
que cambian, y que, en
la medida en que cambian, no tienen la plenitud de ser, y en realidad
bien
puede decirse que no son, solo Dios es la esencia
suma, porque siendo inmutable posee en plenitud el
ser. Ahora bien, llámesele «sustancia», o llámesele con más propiedad
«esencia», el Dios agustiniano es el cristiano: así, será naturalmente
único,
simple, perfecto, subsistente; determinaciones bien conocidas a las
que,
naturalmente, también se añaden las de tratarse del bien en sí,
principio y
fuente de todas las cosas, luz inteligible y verdad esencial, en la que
se
funda todo ser y toda verdad.
Y no solo eso. En la medida en que,
como hemos visto, Dios
se perfila como la única esencia absoluta, ajena a todo cambio y, por
ende, a
todo «no-ser», Dios se manifiesta, al mismo tiempo, como aquel que
comunica a
cualquier otra realidad la realidad, esto es, la naturaleza o el bien
que le
corresponda. La forma habitual de expresar esta relación entre Dios (el
«ser»),
y el resto de los seres, es afirmar que Dios es el creador
de estos
últimos.
Dios ha creado, en efecto, todo
cuanto existe, y lo ha
creado como un acto de voluntad libre. Además, lo ha creado a partir de
la nada
(esta idea de creación absoluta es extraña al mundo griego, como ya
vimos). Y
lo ha creado de una sola vez (no desplegándose en el tiempo, puesto que
Dios es
inmutable y no sufre cambios en el tiempo). Las razones que movieran al
Dios a
dar semejante paso no son, naturalmente, accesibles a la mente finita.
Fijémonos,
en cualquier caso, que la doctrina agustiniana de la Creación implica
que Dios
(que se identifica con lo inteligible, con lo necesario) ha creado todo
el
mundo sensible porque así lo ha querido. Y puesto
que Dios es
infinitamente bueno, todo lo que Él ha creado por su propia voluntad es
en
cierto modo “bueno”. Todo lo que es, ha sido creado por Dios y en esa
medida es
bueno (y a esta idea la denominábamos optimismo ontológico).
Ese
Dios ha creado el mundo con arreglo a los modelos «pre-existentes» en su «Verbo»
desde toda la eternidad. Estos
modelos eternos son ideas, increadas y
consustanciales a Dios. Dicha creación, por lo demás,
debió hacerse
simultáneamente, de una sola vez. Dicho en otros términos: acabada su
obra,
Dios sigue actuando en ella por vía de conservación,
pero no crea nada más.
Eso significa, naturalmente, que el
curso entero de la
historia del mundo tiene que haber sido previsto y creado, para
siempre, desde
los orígenes mismos de la realidad. De ese modo, la historia de la
creación es
la historia del desarrollo de potencialidades que Dios fijó desde el
mismo
momento en que tomó su decisión. Para articular teóricamente esa
posición,
Agustín de Hipona acudió a la doctrina estoica de las «razones
seminales»
(rationes seminales), de las
«semillas» o «gérmenes» generatrices, por cuyo desenvolvimiento se
explica todo
lo que acontece.
Esos «gérmenes» o «razones», explica
San Agustín, fueron
implantados por Dios en la materia en el mismo instante en que sacó a
esta de
la nada. La acción «formativa» de Dios sobre semejante materia
«caótica» se
concretó, por tanto, en la introducción en ella de las semillas del
futuro.
Todos los seres han sido creados desde el origen, pero en forma de
gérmenes o
semillas. Se siguen de aquí dos consecuencias:
La narración de la creación contenida
en el Génesis (según la cual Dios
creó el
mundo en 6 días) no debe tomarse en sentido literal, sino alegórico.
Todos los seres pasados, presentes y
futuros fueron creados
ya en el origen,
por más que su aparición, desarrollo y desaparición se
desarrolle en el
tiempo.
La historia del universo es pues la
historia del despliegue
sucesivo –o la evolución– de todas las potencialidades implantadas por
Dios en
la materia, a efectos de especificar su inicial carencia de formas,
desde el
origen mismo de los tiempos. Esta teoría sin embargo es incapaz para
resolver
una cuestión de innegable trascendencia para el teólogo. En efecto, las
«razones seminales» injertadas desde el origen de los tiempos en la
materia
podrían explicar el cuerpo de Adán y el de Eva, y el de todos sus
descendientes. Pero ¿pueden explicar también su alma?
El problema de explicar cómo se
origina el alma es un
problema especialmente difícil, porque tiene que resolver e integrar:
La peculiaridad del alma de Adán y
del alma de Cristo.
La transmisión del pecado original.
En efecto, Agustín está convencido de
que “cuando pecó Adán
en el Paraíso, pecamos todos los hombres” y estamos por tanto, y desde
entonces, en un estado pecaminoso, de caída. Esto es en cierto modo
incomprensible (¿cómo es que yo he pecado mediante un acto para el cual
nadie
me consultó?) y, como veremos, tiene mucha importancia en el
pensamiento de
Agustín (de hecho, por ejemplo, será el problema de fondo del texto que
tenemos
que leer).
Respecto del origen del alma había,
en cierto modo, varias
opciones disponibles:
El creacionismo
afirmaba que las almas son creadas por Dios a partir de la nada y de un
modo
inmediato.
El traducianismo
generacionista: el alma, al igual que el cuerpo, se
transmite de padres
a hijos en el proceso de generación.
En apariencia, Agustín de Hipona no
llegó a conclusión
alguna en esta cuestión. Parece, eso sí, que se sintió inclinado a
alguna forma
atenuada de traducianismo. Esta postura suya puede denominarse:
Creacionismo traducianista:
Dios crea el alma de cada
hombre de manera individual, pero no lo hace ex nihilo
(es decir, a
partir de la nada), sino a partir del alma de Adán, con lo cual se
explica por
qué heredamos su pecado.
Hemos visto, al hablar de la creación, que en el contexto del pensamiento agustiniano todo lo que es, por el mero hecho de ser, es ya en cierto modo “bueno”, puesto que ha sido creado por Dios y Dios es infinitamente bueno y omnipotente. El problema del mal, ese problema que siglos más adelante se conocerá como el problema de la “teodicea” (esto es, de la justificación de Dios) resulta, en efecto, tan sencillo de exponer como difícil de solucionar. La exposición dice:
¿cómo es posible que un Dios
infinitamente bueno, justo y
omnisciente haya podido crear un universo como éste, lleno de terror,
dolor,
enfermedad, injusticia y miseria?
El maniqueísmo, que Agustín había
profesado durante algunos
años, remitía todo el mal existente en el mundo (mal físico, mal moral,
etc.),
como ya vimos, al principio del mal (tinieblas), que convive con el
principio
del bien (luz). Esta solución, sin embargo, terminó por disgustar a San
Agustín, que se negaba a reconocer que Dios, siendo todopoderoso e
infinitamente bueno, permitía y convivía con un principio maligno.
¿Cómo explicar entonces que haya mal
en el mundo, si el
mundo ha sido creado por Dios y Dios es bueno? La explicación que
ofrece
Agustín, y que está tomada de Plotino, se ha hecho famosa en la
historia del
pensamiento: el mal, dice Agustín, no tiene ninguna entidad, no es nada positivo, sino
simplemente una privación, una carencia de un bien
que se suponía. Así,
por ejemplo, la ceguera no tiene verdadero ser, y simplemente es la
privación
de un bien (en este caso, la vista). Con ello Dios queda eximido de la
responsabilidad del mal. Todos los aspectos «buenos» y «positivos» de
la
Creación proceden del Creador. ¿Quién entonces es el responsable del
mal? El hombre,
y concretamente el hombre en cuanto que es libre. En efecto, todos
elementos
«negativos», en cambio, son producto de la voluntad humana, que tiende
destructivamente, en virtud de su libertad, a apartarse del bien, el
ser y la
verdad (esto es, de Dios), y así favorecer su ausencia.
Con lo cual pasamos a la cuestión de
la libertad. El
problema del mal, en efecto, remite inmediatamente al problema de la
libertad.
El hombre ha sido creado libre. Y puede emplear esa libertad,
o bien para dirigirse hacia Dios, en el que finalmente
hallará la paz, la satisfacción y una felicidad perfectas, o bien para,
como
vimos, apartarse de Él y generar el mal.
Por otro lado, ya hemos visto que el
hombre está en el pecado,
puesto que Adán pecó originalmente y con él pecamos todos. El hombre,
por
tanto, se encuentra en estado de caída
y no podría, por sus solas fuerzas, arrancarse de ese estado. Y aquí es
donde
interviene el concepto de la gracia: esto
es, de aquel auxilio de Dios que permite al hombre, con su ayuda,
elevarse
sobre sí mismo y alcanzar su meta sobrenatural. En este sentido, y a lo
largo
de décadas de incansable polémica contra Pelagio y los pelagianos, que
negaban
o limitaban la necesidad de la gracia, San Agustín sostuvo una postura
constante y muy clara: puesto que tiene debilitada, por obra de la
caída, la fuerza original de su
libre
albedrío, el ser humano no tiene
posibilidad alguna de alcanzar la salvación sin intervención de la
gracia divina. (El pelagianismo
negaba
la existencia del pecado original, y consideraba que esa falta sólo
habría
afectado a Adán; por tanto
la humanidad
nacía libre de culpa y una de las funciones del bautismo, limpiar ese
supuesto
pecado, quedaba así sin sentido. Además, defendía que la gracia no
tenía ningún
papel en la salvación, sólo era importante obrar bien siguiendo el
ejemplo de
Jesús).
La ciudad de
Dios
es el título de la obra quizá más influyente de Agustín de
Hipona.
En ella ofrece un esquema sencillo, pero poderoso, de clasificación de
las
sociedades. Y al mismo tiempo presenta las bases de una filosofía de la
historia que atraviesa toda la Edad Media, y cuyos ecos llegan aún a
nuestros
días. Se ha hecho notar que en esta
reflexión de San Agustín influyen decisivamente dos hechos: por un lado
a) la
revelación cristiana, y por otro lado, b) el saqueo de Roma en 410 por
las
tropas de Alarico. Este saqueo fue un auténtico shock para todo el
mundo
antiguo, porque se consideraba en cierto modo que Roma era
un imperio
definitivo y eterno, y que nunca iba a caer.
En el caso de Agustín, como cristiano, el suceso tenía una
significación doblemente importante, porque algunos acusaron al
cristianismo de
haber provocado la debilidad de Roma.
Las organizaciones humanas, sostiene San Agustín, pueden dividirse según:
La «ciudad
de Dios»
(civitas Dei),
que se rige por el principio del amor
a Dios. Es la «ciudad» formada por personas cuya voluntad
busca a Dios y acata sus leyes, es decir, personas que anteponen el
amor a Dios
al amor a sí mismos.
La «ciudad del mundo» (civitas terrena) se rige por el principio del amor a sí mismo. En este caso, la «ciudad» está compuesta por personas cuya voluntad se aleja de Dios y sigue las leyes terrenales, las leyes del cuerpo que impelen al egoísmo, el dominio y al placer. Está formado, dice Agustín, por los que se aman a sí mismos hasta el desprecio de Dios.
En cualquier caso, es muy fácil caer
en la tentación de
identificar la “ciudad del mundo” con el Estado, es decir, con las
instituciones políticas terrenales, e identificar la “ciudad de Dios”
con la
Iglesia. De hecho, esta interpretación se ha mantenido a menudo en la
historia
del pensamiento. Podría pues pensarse que San Agustín, en esta obra,
fija las
bases de una teocracia; esto es, de
la teoría de la subordinación del Estado «temporal» y «terreno»
(«civil» y
«laico») al poder «sobrenatural» de la Iglesia. Sin
embargo, eso no casa muy bien con la reflexión
global de San
Agustín. Pues San Agustín adopta una postura moral frente a la historia, y considera que ambas
ciudades están mezcladas en cualquier sociedad. Lo
que importa es la
conducta individual. La pertenencia de una comunidad dada,
o de un
individuo dado, bien a la ciudad divina, bien a la terrena, está
determinada
por el principio que oriente su conducta. Es, pues, posible pensar en
sociedades civiles informadas por el principio de la caridad, así como
puede
darse la posibilidad de que la Iglesia se aparte de su vocación de
santidad.
En cualquier caso, ambas ciudades sólo se separarán al final de la
historia. Del mismo modo que la
historia –desde el punto de vista cristiano– se abre con la irrupción
de
Cristo, se cerrará igualmente con el regreso de Dios sobre la tierra
para
celebrar el Juicio final. En
efecto,
la lucha entre ambas «ciudades» es, como decimos, tan antigua como la
historia,
y de hecho esa lucha es la que constituye la historia. Lo que Agustín
de Hipona
funda, pues, es una concepción teológica
de la historia, una teología de la
historia, concebida como el drama cósmico del enfrentamiento
entre el
principio de la caridad y el principio del egoísmo. Desplegado en seis
grandes «sub-períodos»,
ese drama cósmico terminará con el Juicio Final, que supondrá la
separación de
esas dos «ciudades» (que hasta entonces habían coexistido) y el triunfo
del
bien sobre el mal.
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