La
tercera pregunta kantiana, ¿qué me cabe
esperar?, tiene un sentido escatológico. El «qué» por el que se pregunta y
a cuya consecución tiende el hombre constituye el fin último (eschaton) de las acciones morales. La
religión es la respuesta a esta pregunta.
Pero
¿se agota el sentido de la pregunta –y de su respuesta– en la mera dimensión
religiosa? Kant ha pensado claramente que no. La consecución del fin cuya
realización última y perfecta se espera de la religión implica y exige la
acción social y política, por medio de la cual, este fin se realizará a través
del tiempo: así la historia viene a representar un momento igualmente esencial
en la respuesta a la pregunta ¿qué me cabe esperar?
Kant,
en la Crítica de la razón pura, establece
la distinción fenómeno-noúmeno como único medio de resolver las contradicciones
de la razón consigo misma. Esta distinción se aplica igualmente al hombre:
1) Como
fenómeno, el hombre está sometido a,
y se explica según, las leyes matemático-físico-biológicas de la naturaleza,
como un objeto más entre los objetos del mundo físico.
2) Pero
en tanto que noúmeno, el hombre, ser
libre, pertenece al ámbito de lo inteligible, al ámbito de la razón práctica.
Las
ideas de la moralidad y de la libertad posibilitan o rigen la tematización de
este ámbito, que, como ya hemos visto, es objeto de un saber no teórico, sino
práctico.
La
consideración del hombre arroja para Kant, como resultado, el reconocimiento de
lo que él llama sus «disposiciones originales».
Estas disposiciones se articulan según tres direcciones o vertientes
concurrentes o constituyentes de su naturaleza:
1) Disposición a la animalidad, en función
de la cual se explica la capacidad técnica del hombre.
2) Disposición a la humanidad, que
explica, asimismo, su capacidad pragmática.
2) Disposición a la personalidad, que
explica su capacidad moral.
«En
relación a su fin, podemos con justicia reducirla a tres clases como elementos
de la determinación del hombre:
1) la
disposición para la animalidad del
hombre como ser viviente,
2) la
disposición para la humanidad del
mismo como ser viviente y a la vez racional,
3) la
disposición para su personalidad como
ser racional y a la vez susceptible de
que algo le sea imputado.
1. La
disposición para la animalidad en el
hombre se puede colocar bajo el título general del amor a sí mismo físico y
meramente mecánico, eso es: de un
amor a sí mismo en orden al cual no se requiere razón.
2. Las
disposiciones para la humanidad pueden
ser referidas al título general del amor a sí mismo ciertamente físico, pero que compara (para lo cual se requiere
razón); a saber: juzgarse dichoso o desdichado solo en comparación con otros.
3. La
disposición para la personalidad es
la susceptibilidad del respeto por la ley moral como de un motivo impulsor, suficiente por sí mismo, del albedrío.
La susceptibilidad del mero respeto por la ley moral en nosotros sería el
sentimiento moral, el cual por sí todavía no constituye un fin de la
disposición natural, sino solo en cuanto que es motivo impulsor del albedrío.
Si
consideramos las tres mencionadas disposiciones según las condiciones de su
posibilidad, encontramos que la primera
no tiene por raíz razón alguna, la segunda
tiene por raíz la razón ciertamente práctica, pero que está al servicio de
otros motivos; solo la tercera tiene
como raíz la razón por sí misma práctica, esto es: la razón incondicionadamente
legisladora».
Kant,
I.: La religión dentro de los límites de
la mera razón. Alianza Editorial, Madrid, 1969, pp. 35-37.
Todas
estas disposiciones, en su conjunto, expresan, por así decir, una estructura
radical, constitutiva del hombre, que se remite a una dualidad de dimensiones, en consonancia con la primera distinción:
1) La dimensión empírico-sensible significa
al hombre en su dimensión individual, egoísta, cerrado sobre sí, como una cosa
más, entre las cosas. En atención a ella, puede y debe hablarse de la natural «in-sociabilidad» del hombre,
sin que a este nivel –que no es susceptible de juicios morales–, la descripción
«insociabilidad» tenga sentido peyorativo alguno.
2) La dimensión racional-ético-social
significa al hombre como inserto en el reino de los fines y de la moralidad,
como perteneciente a una comunidad de personas. Según esta dimensión, puede y
debe hablarse de la sociabilidad del
hombre.
Dado
que las dos dimensiones lo constituyen estrictamente, hay que extraer la
conclusión de que Kant ha concebido al hombre como un ser que encierra en sí
una paradójica complejidad: una «insociable
sociabilidad» o una «sociable
insociabilidad» parece ser su primera y básica caracterización. Todo ello
viene fundado en la condición «sensible-racional» del ser finito que es el
hombre.
Sin
estas consideraciones previas sobre el hombre no se puede explicar qué son la
historia o la religión en Kant.
Recordemos
ahora una formulación del imperativo categórico, que aparecía en cuarto lugar
en la Crítica de la razón práctica: «Cada
uno debe proponerse como fin último y supremo el soberano bien posible en el
mundo».
En
estricta concordancia con esta formulación, Kant ha puntualizado muy bien la
idea de la filosofía como «una guía hacia el concepto en el que hay que colocar
el soberano bien y hacia la conducta mediante la que se puede alcanzar».
Pues
bien, desde esta formulación de lo que es la filosofía, va a resultar que
historia y religión son las piedras que clausuran el sistema kantiano, las que
le dan completitud, hacia las que todo se ordenaba, porque ellas encierran el
secreto de la realización humana, motor primero de esa compleja actividad
–mundana y académica a un tiempo– que vimos que era el filosofar para Kant:
1) Kant
va a concebir la historia como un desarrollo constantemente progresivo,
aunque lento, de las disposiciones originarias del género humano en su
totalidad.
La
filosofía de la historia kantiana aborda las cuestiones de en qué medida, bajo
qué condiciones y hasta qué punto la historia, en cuanto evolución de la
comunidad humana, puede llevar a la realización del soberano bien.
En ella
se establece la idea de una «sociedad de
ciudadanos del mundo» y se promueve la acción práctico-política de la razón
en la organización de la sociedad bajo la referida idea, acción que ha de comportar
la mayor realización posible de la libertad.
2) En
contrapartida y como contrapunto igualmente necesario, Kant reajustará el lugar
y el sentido de la religión. La
filosofía de la religión va a establecer la idea de soberano bien como unión de virtud y felicidad.
La
historia es una consecuencia necesaria de lo que es el hombre: un conjunto de
disposiciones, como hemos visto anteriormente. Pero «todas las disposiciones
naturales de una criatura están destinadas a desarrollarse alguna vez de una
manera completa y conforme al fin»:
1) Esta
exigencia de completitud y de logro de su fin de las disposiciones naturales
humanas es el «primer» principio de la
historia según Kant. Primero y necesario para explicarla, pero no
suficiente.
2) El
concepto de historia se alumbra para Kant cuando se advierte que un hombre
solo, esa «única criatura racional de la tierra», no puede, como individuo,
desarrollar completamente todas esas disposiciones. La tarea, en su completitud,
está confiada a la especie. De ahí
el decurso temporal de la historia
(«segundo» principio).
3) Ese
momento que será el desarrollo adecuado plenamente a la intención de la
naturaleza es la meta de las acciones humanas y es lo que da aplicación y
efectividad a todos los principios prácticos de la razón. De este modo, vale
decir del hombre y solo del hombre, que, lejos de estar conducido por el
instinto, o por conocimientos innatos, es
obra de sí mismo («tercer» principio).
Es esta
una tesis kantiana que hay que entender en su pureza más genuina como asentada
simplemente y de inmediato en el reconocimiento de la disposición «racional»
del hombre, que implica en ella misma la libertad.
4) La
diversidad de las disposiciones originarias de la naturaleza juega como medio
promotor de su propio desarrollo, justamente por el antagonismo de esas mismas disposiciones.
Kant ha
vislumbrado su tensión dialéctica, una tensión radicada en las oposiciones
individuo-sociedad, fenómeno-noúmeno, lo empírico-lo racional de las acciones
humanas. Es en este contexto donde Kant alude a la «insociable sociabilidad» de los hombres.
5) La
realización de la esencia humana exige la sociedad,
que se justifica como aspecto indispensable de la comprensión de la
historia. «El magno problema de la especie humana», a cuya solución la
naturaleza constriñe al hombre, es el establecimiento de una sociedad civil que
administre el derecho de modo universal.
La
sociedad, como meta última de la tarea que es la historia, significa
simultáneamente el medio donde se encuentre la mayor libertad y el medio que
contenga la más rigurosa determinación y seguridad de los límites de esa
libertad.
Poder y
derecho han de conjugarse estrechamente, a juicio de Kant, en la constitución
de la sociedad. Y solo en ella, así entendida, podrá ser alcanzada la suprema
intención de la naturaleza, que es el desarrollo de todas sus disposiciones.
Hay que
insistir en que esa sociedad es, ante todo, una tarea siempre abierta, un
problema que no podrá ser resuelto «sin que haya una relación exterior entre
los Estados». La idea de una liga de
naciones, de una sociedad internacional, es el último círculo del horizonte
en el que se mueve la comprensión kantiana de la historia.
La
historia busca, como soberano bien, la organización de una sociedad que
produzca la suprema intención de la naturaleza. Hoy diríamos una sociedad plenamente justa.
«El
soberano bien posible en el mundo» es la
propuesta de la libertad. Tal idea de supremo bien es el objeto y el fin de
la razón práctica, la ley esencial de toda voluntad libre por sí misma.
Pero
¿de dónde esperar ese supremo bien que la razón moral nos hace proponernos como
objeto de nuestro esfuerzo? El darse a sí misma la ley es para una voluntad la
esencia de su libertad. Pero eso no explica como supremo el supremo bien que la
libertad se propone. La moral no necesita fundamento material para la
determinación del libre albedrío.
Para
sacar a la luz esta relación entre libertad y supremo bien, Kant recurre a la
religión, fundamentándola al mismo tiempo. En la explicación de esta relación,
Kant fundamenta lo que él llama «el paso de la moral a la religión».
Dos
momentos son esenciales en la determinación de la religión:
1)
Reconocer el supremo bien como referido a una voluntad moralmente perfecta, sana y todopoderosa.
2)
Considerar los deberes de la voluntad libre como mandatos de esa perfecta
voluntad, mandatos divinos, aunque
no órdenes arbitrarias y contingentes de un poder extraño.
Tales
mandatos siguen siendo leyes esenciales de toda voluntad libre por sí misma,
pero son preceptos en cuanto que solo de una voluntad moralmente perfecta
podemos esperar el bien supremo, que nos hace felices.
La
moral, que en absoluto se sustenta en el recurso a la felicidad, se «enlaza»,
por así decir, con la felicidad, pues la felicidad resulta de la realización
del bien moral. Por eso –puntualiza Kant–, no es propiamente la moral la
doctrina de cómo nos hacemos felices, sino de cómo debemos llegar a ser dignos de la felicidad.
Solo
después, cuando la religión sobreviene, se presenta también la esperanza de ser
un día partícipes de la felicidad, en la medida en que hemos tratado de no ser
indignos de ella.
Fundada
de esta manera la religión, dos consecuencias importantes se derivan de esta
teoría kantiana, estrechamente relacionadas entre sí:
1) El rechazo de toda religión positiva, de
toda religión que se reduce a un conjunto de ritos y dogmas que son aceptados y
mantenidos solo por la autoridad de una tradición o una iglesia
institucionalizada, sin que medie la razón práctica y el reconocimiento de su
carácter autónomo.
2) La racionalización de la religión, lo cual
plantea el problema de cómo se relacione el concepto kantiano de religión con
el concepto de religión revelada (que no se debe identificar exactamente con el
de religión positiva).
Frente
a la religión positiva, Kant intenta fundar un concepto de religión racional o
moral. Esa religión moral es la consideración estrictamente filosófica de la
religión, según los principios de la razón y los postulados y condiciones de su
realización que la razón exige; esto es, se trata de la religión dentro de los límites de la mera razón.
Ahora
bien, esto no significa, en la intención kantiana, la negación de una religión revelada, cuya posibilidad
subsiste como algo que rebasa los
límites de la razón, límites que denotan lo que está más allá de ellos.
![]() Lic.CC.2.5 ![]() |