El movimiento

Los maestros escolásticos de la Edad Media, que con gran frecuencia apelan a la autoridad de Aristóteles, utilizaron a menudo la fórmula si­guiente (que en su literalidad no pertenece a Aristóteles) para definir el movimiento: el paso de la potencia al acto. A pesar de su falta de lite­ralidad y de que no está exenta de inconvenientes, esta fórmula expresa con cierta claridad el hecho de que, para Aristóteles, el cambio se expli­ca como la actualización de una potencia, de un «poder ser» que pre­cede al cambio mismo.

Si decimos que un hombre sano ha enfermado, sería poco plausible supo­ner que la salud se ha convertido directamente en su contrario, la enfer­medad. Para atenuar esta contradicción es para lo que podemos decir que quien enferma no lo hace como consecuencia de su salud (que la enferme­dad no «procede» de la salud, por así decirlo), sino que lo hace porque en él se actualiza una cierta «potencia de enfermar» que ya poseía cuando es­taba sano.

Ello nos recuerda, como antes dijimos, que las cosas físicas, precisamente en la medida en que tienen materia, no son enteramente lo que son, no poseen su ser de una manera plena y completa: parte de su ser está solo en potencia, «pueden» alcanzarlo o no.

Las cosas físicas son susceptibles de cambio (la materia puede cambiar de forma, la madera del árbol puede convertirse en el marco de una ventana o en astillas para el fuego), y a ese «poder cambiar» es a lo que llamamos potencia. El cambio es el «paso al acto» de una de esas potencias.

«Las cosas que existen por naturaleza tie­nen todas en sí el principio del movimien­to o del reposo, unas el del movimiento en el espacio, otras el del crecer y el pe­recer, otras el del cambio. Por lo contra­rio, una cama, un vestido, todas las cosas de este género, todo lo que es artificial no tiene en sí el principio de su cambio, y por esta causa estos objetos son de pie­dra, de tierra, o una mezcla de estos ele­mentos; y esta causa accidental es para ellos el principio del movimiento y del re­poso. La naturaleza es un principio, una causa que imprime el movimiento y el re­poso, causa inherente a la esencia misma del objeto, no causa accidental» (Aristó­teles: Física, II, 1. Gredos, Madrid, 1995, p. 34).

No obstante, es preciso distinguir entre una «potencia activa» (como la que un escultor tiene de hacer una estatua: puede ejercer esa facultad siempre que disponga de los materiales adecuados y no haya impedimen­tos externos) y una «potencia pasiva» (la que un bloque de piedra tiene de convertirse en una estatua de Zeus, de la que raramente tendríamos noti­cia a menos que un escultor la llevase a término).

Es, pues, propio de todas las sustancias físicas el poder cambiar, es decir, el no tener plena y completa posesión de su ser, el tener que «moverse» para alcanzar su finalidad o llevar a término su «poder ser».

Así pues, si concebimos el cambio como la adquisición de una nueva for­ma, de un nuevo eidos, por parte de la materia, hemos de admitir esque­máticamente estas dos instancias: 

1) La privación: la madera solo puede adquirir la forma de astillas o de puerta suponiendo que no la tiene efectiva y actualmente, suponiendo que tiene, digamos, lo contrario de esa forma ("no-astillas" o "no-puerta"), es decir: que está pri­vada de semejante forma.

2)  Hemos de aceptar que, en el proceso de cambio, hay algo que perma­nece y algo que se modifica.

De hecho, lo que nosotros podemos conocer del cambio siempre se re­laciona con la forma (de un edificio en ruinas o a medio construir com­prendemos lo que es -edificio- justamente porque aún retiene en sus ruinas algo de lo que fue, de su forma anterior, o ya tiene en su estruc­tura algo de lo que será, de su forma posterior).

Lo que no podemos conocer en cuanto tal -aunque hemos de aceptar pensarlo- es la materia que constituye el sustrato del cambio (la «made­ra en general» que ya no es árbol pero aún no es puerta; la «piedra en bruto» que ya no es el edificio derruido pero aún no es el que se ha de construir). A esto último se suele denominar materia prima.

Por tanto, el movimiento o el cambio constituyen, por decirlo de este mo­do, un factor de imperfección de lo físico (lo que no es plenamente lo que es), pero también el modo como puede esa imperfección superarse (al me­nos en cierta medida). Por esa razón, el tiempo -que Aristóteles define co­mo «el número del movimiento según el antes y el después»- es tanto lo que separa a las cosas de sí mismas como lo que permite que puedan llegar a alcanzar su plenitud.

Para Aristóteles, lo «actual» y la «presencia plena» (ousía, 'esencia, 'sustan­cia', 'entidad') constituyen el modo primario de decir el ser, el significado primero del verbo «ser». Pero ninguno de los seres físicos puede confor­marse con ese modo o con ese significado, precisamente porque ninguno de ellos es solamente sustancia o presencia plena, sino también accidentes, cantidad, cualidad, relación, etc.

«El movimiento parece ser cierta actualización, aunque incompleta; la causa es que lo potencial, de lo cual es actualización, es incompleto». (Aristóteles: Metafísica, 1065b. Gredos, Madrid, 1982).

El movimiento es la causa de esa escisión entre la sustancia y el resto de las categorías: la distinción «lógica» del sujeto y los predicados traduce, una vez más, la escisión física entre la materia y la forma, entre la potencia y el acto.

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Navarro Cordón, Juan Manuel y Pardo, José Luis. Historia de la Filosofía, Madrid, Anaya, 2009


  
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