Aristóteles
atribuye una gran importancia al hecho de haber sido el primero en distinguir
entre cuatro clases de causas o principios: la causa material, la formal, la
eficiente y la final. Describámoslas con el conocidísimo ejemplo que propone el
filósofo:
1) La causa material de la
existencia de la estatua de bronce es el bronce mismo, en el sentido ya antes
apuntado de que en él se encuentra, como potencia pasiva, la capacidad para
ser convertido en una escultura.
2) La causa formal de la estatua es
justamente el eidos o la forma en virtud de la cual el escultor
transforma el bloque de metal en una figura.
3) La causa eficiente es aquello que puede
incidir en la materia para «realizar» en ella las exigencias de la forma, el
cincel o el martillo con el cual el escultor moldea su obra.
4) La causa final de la existencia de la
estatua es el propósito o la finalidad para la cual se ha decidido erigir la
estatua.
Ahora
bien, si no consideramos ya este o aquel cambio que se dan en la naturaleza,
este o aquel movimiento que tienen lugar en el ámbito «sublunar» o en el
celeste, sino el movimiento y el cambio «en su conjunto», toda vez que podamos
haber establecido cuáles son las causas materiales (los cuatro elementos y la
tendencia correspondiente al lugar natural), formales (aquello en lo que
consiste para cada cosa ser lo que es) y eficientes (los cinceles y martillos
que producen los cambios), ¿puede señalarse al movimiento una causa final?
Esta
es, para Aristóteles, una cuestión que la física obliga a plantear, pero que no
puede contestar, puesto que, por así decirlo, excede su jurisdicción.
Aristóteles
formula el principio de causalidad («Todo principio tiene una causa») y
nos recuerda que no es posible una regresión indefinida
f desde los móviles a sus
motores, pues si la regresión fuera en verdad indefinida (A es movido por B, B
es movido por C, C es movido por D, etcétera), entonces nunca habría un primer
motor y, por tanto, no habría llegado a haber movimiento. Y el hecho de que
hay movimiento es una evidencia que no puede ponerse en cuestión. Por tanto,
tiene que haber un primer motor origen del movimiento.
Ahora bien,
para ser verdaderamente primero, este primer motor ha de ser inmóvil (es
decir, permanencia sin cambio), pues si se moviese necesitaría a su vez un
motor anterior, y volvería a comenzar la regresión.
Puesto
que todo lo que tiene potencia (de cambiar, de moverse) está de hecho sometido
al cambio, ese primer motor inmóvil tiene, además, que ser actualidad pura, sin
potencias. Es decir, el primer motor inmóvil, tiene que ser plena y
enteramente lo que es, sin que quepa que pueda transformarse en otra cosa ni
pueda tender a ello; tiene que estar en plena posesión de su ser y responder
adecuadamente al significado de «sustancia» (ousía, 'presencia plena').
Y como
la base de la que se sigue que los seres físicos tengan potencia (es decir, que
no sean únicamente lo que son en acto, sino lo que pueden llegar a ser al
cambiar) es la materia que constituye uno de sus principios, el motor inmóvil y
plenamente actual tiene que ser forma pura sin materia.
Y a
esto es a lo que Aristóteles llama «Dios».
Notemos
de paso que el «Dios» aristotélico no es creador del mundo, no
conoce
el mundo (ni el movimiento) y mucho menos «se preocupa» por él. Solo puede
realizar aquella actividad para la que no es precisa la materia; a saber, el
pensamiento, y su único objeto de pensamiento es el pensamiento mismo: pensamiento
que piensa en el pensamiento.
Al
delimitar de este modo el ámbito de la teología, Aristóteles señala que el
primer motor es la causa final del movimiento, que mueve todo lo que se
mueve sin moverse él mismo «como el amado mueve al amante»; es decir, como un
objeto de deseo (todo movimiento aspira al reposo).
Bien es
verdad que ese reposo de plenitud que representa el dios aristotélico no le es
dado alcanzarlo a ninguna criatura física, puesto que el movimiento de la physis
no puede tener fin. Pero los seres físicos se mueven, cambian, se esfuerzan
para alcanzar algo equivalente a ese reposo permanente de la divinidad que
posee plenamente su ser.
Esta es
la razón de que, en el caso del hombre, la felicidad -que solo puede lograrse,
si se logra, pocas veces en la vida y durante poco tiempo cada vez— sea para
Aristóteles la vida contemplativa; es decir, la actividad teórica, que es el
sustituto terrestre de la beatitud divina.
En un
sentido filosóficamente más relevante, digamos que la teología es, para los
mortales, imposible; la ontología (la ciencia del ser en lo que tiene de
actual, de estable, de cognoscible) es el sustituto, siempre en trance de
construcción y reconstrucción, de una ciencia imposible para quienes habitan
el mundo.
Navarro Cordón, Juan Manuel y Pardo, José Luis. Historia de la Filosofía, Madrid, Anaya, 2009
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