La ciudad ideal y la justicia

La exposición más completa y sistemática del pensa­miento político de Platón se encuentra en la República, diálogo a cuyo contenido dedicaremos fundamentalmen­te este capítulo y el siguiente. En más de una ocasión nos hemos referido ya a esta obra platónica, particular­mente a su libro primero y a las primeras páginas del segundo. En efecto, en el primer libro de la República tiene lugar el enfrentamiento dialéctico de Sócrates con Trasímaco y al retirarse éste de la discusión, Glaucón se encarga de argumentar a favor de su tesis al comen­zar el libro segundo. A este conjunto de argumentacio­nes recurríamos al exponer, en la segunda parte, la doc­trina sofística del dominio del más fuerte (capítulo ter­cero).

Este amplio diálogo, compuesto de diez libros, se ti­tula en griego politeia, palabra que vino a traducirse, no con excesivo acierto, como República. Como ya seña­lábamos en la primera parte (capítulo primero, 3), la palabra politeia posee una peculiar riqueza y comple­jidad de significado: significa el cuerpo de los ciuda­danos, la ciudadanía y la constitución, en suma, la polis en cuanto conjunto estructurado y dotado de vida propia. La obra platónica lleva, además, como subtítulo "Acerca de la justicia" y la justicia constituye, efecti­vamente, el tema central de este diálogo.

El protagonista del diálogo es Sócrates, encargado de exponer la doctrina platónica de la justicia, sin duda porque Platón consideraba estar desarrollando fielmen­te las enseñanzas socráticas. Por su parte, el gran ad­versario doctrinal, como en la mayoría de los diálogos platónicos, es la sofística con su doble afirmación acer­ca de la justicia: que —contra lo convencionalmente es­tablecido—la justicia consiste en el dominio del más fuerte y que el que es injusto según los criterios mora­les vigentes es más feliz puesto que consigue mayor po­der, mayor provecho y mayores placeres que el que somete su conducta a los dictados de la justicia.

Se trata, pues, de la justicia y de su relación con la felicidad. Ahora bien, la justicia es cualidad (areté) de los estados y también de los individuos Es, por tanto, necesario conocer la estructura y naturaleza tanto de los estados como de los individuos a fin de poder deci­dir con conocimiento cuándo éstos son justos y en qué consiste verdaderamente la justicia. A este objetivo se dirige, en definitiva, el diseño platónico de una ciudad ideal, de sus instituciones y funcionamiento.

1. La ciudad y las tres clases sociales

Discurrido ya el primer tercio del libro segundo de la República, el diálogo acerca de la justicia ha llegado a una situación de bloqueo a la que no parece fácil en­contrar una salida. Tras la discusión de Sócrates con Trasímaco (1.1) y tras la reiteración de las afirmacio­nes de éste por parte de Glaucón (comienzo del l.II) no es posible ya ningún progreso en la argumentación, sencillamente porque la cuestión no había sido plantea­da con la suficiente radicalidad: de nada sirve, en efec­to, continuar insistiendo en la tesis de que el hombre injusto es más feliz o biern por el contrario, en que la injusticia es fuente de infelicidad si no se define previa­mente en qué consisten la justicia y la injusticia como cualidades del alma.

¿Qué es la justicia como areté del individuo, del alma individual? Esta es la pregunta que constituye el nuevo punto de partida para relanzar el diálogo. Platón, sin embargo, no se enfrenta a ella de modo inmediato sino que recomienda la estrategia de quien ha de leer a distancia algo escrito con letras diminutas y se da cuenta de que eso mismo se halla escrito también con letras mayores y más legibles. Un hombre en tal situación, señala Sócrates, comenzará por leer el texto escri­to en caracteres mayores para, una vez conocido éste, verificar si lo escrito con letras pequeñas se correspon­de o no con aquél (II, 368D). Algo así ocurre con la justicia, virtud o excelencia tanto del individuo como del estado. La justicia está escrita en este último con trazos mayores y más visibles:

Por consiguiente, habrá una justicia de mayor ta­maño en lo que es de mayor tamaño. Así pues, si os parece bien, investigaremos primero en los esta­dos qué es la justicia. Después, la estudiaremos en el individuo, tratando de aclarar si la semejanza de. lo que es mayor se da en la configuración de lo que es más pequeño. (II, 368E-69A)

Conviene, pues, ocuparse en primer lugar de la justi­cia en el estado. Pero la justicia es, de suyo, una virtud o excelencia y como tal no puede ser conocida mientras no se conozca adecuadamente aquello de que es excelencia o virtud. Ha de comenzarse, por consiguiente, por analizar la naturaleza y estructura del estado. Para ello, Sócrates propone «construir» idealmente una ciudad, una polis, de modo que sea posible asistir al surgimien­to sucesivo de los elementos o partes que la integran. Se tratará, evidentemente, de una sucesión lógica y no de una descripción del modo en que fácticamente se constituye un estado o ciudad.

1.1. Los productores

La ciudad surge como respuesta a la incapacidad de cada individuo para satisfacer por sí mismo las propias necesidades. Por consiguiente, para que haya ciudad se necesita, en primer lugar, una pluralidad de individuos que atiendan a las necesidades más elementales de la vida humana: alimento, vivienda, vestido. Esto da lugar a ciertos oficios u ocupaciones: labrador, constructor, tejedor, oficios a los que habrá que añadir otros desti­nados a proporcionar a aquéllos los materiales y herra­mientas necesarios (vaqueros, pastores, carpinteros, he­rreros, etc.) y aún otros más (comerciantes, intermedia­rios, navegantes) que faciliten el intercambio de los productos de unos y otros (II,369B-72C).

Sócrates considera que el conjunto de estos oficios es, en líneas generales, suficiente para constituir una so­ciedad austera y elemental. Demasiado austera le pare­ce a Adimanto, puesto que en ella no tendría cabida sino la satisfacción. elemental de las necesidades más elementales. De ahí que éste proponga ampliar el nú­mero de los oficios con el fin de promover un nivel más alto de bienestar y de lujo. Sócrates asiente a esta propuesta (no sin cierta ironía), seguramente porque la intención de Platón es diseñar una ciudad de com­plejidad semejante a la de las ciudades griegas de la época. De este modo, los oficios se multiplican dándose cabida en la ciudad a toda clase de artes y de ocupa­ciones (preceptores, cocineros, peluqueros, etc.) (372C-73D).

Todos estos oficios componen la base económica de la ciudad y el conjunto de los individuos que los ejer­cen forman el grupo o la clase de los productores, la clase económicamente productiva,

1.2. Los militares

El desarrollo de la ciudad desde el nivel de la mera subsistencia hasta ciertas formas de abundancia y de refinamiento hace necesario el surgimiento de una nue­va clase o grupo social: el dedicado específicamente al mantenimiento de la convivencia social, a la amplia­ción del territorio y, en general, a la defensa de éste y de la ciudad frente a las agresiones exteriores y los des­órdenes interiores. Se necesita, pues, un ejército, una fuerza. Glaucón sugiere que, tal vez, las necesidades de la defensa podrían ser cubiertas por los ciudadanos mismos. Sócrates se opone a ello abogando por un ejército profesional. Los miembros de este ejército —a los que Platón denomina genéricamente guardianes— habrán de ser escogidos entre aquellos ciudadanos que posean ap­titudes especiales para ello (fuerza, rapidez, valentía, amor a la verdad) y habrán de ser educados y entrena­dos cuidadosamente con vistas a la función que deberán desempeñar (373D-76C).

1.3. Los gobernantes

Tras muchas páginas dedicadas a analizar la educa­ción y el régimen de vida adecuados a los guardianes (todo el resto del I.II y la mayor parte del I.III) —cues­tiones de que nos ocuparemos en el capítulo próximo—, Sócrates señala que aún queda por establecer un tercer elemento o grupo social en la estructura de la sociedad: los gobernantes. Las tareas de gobierno han de asig­narse específicamente a un grupo reducido de ciuda­danos que no podrán ser sino «los mejores de los guar­dianes» (III, 412C). De este modo, la clase de los guar­dianes se desdobla en dos grupos: de una parte, el ejército cuyos miembros son denominados auxiliares en lo sucesivo y de otra parte,/los gobernantes, peque­ño grupo extraído de aquéllos y que desde este momen­to son denominados guardianes perfectos. Y al igual que la pertenencia al grupo de los auxiliares exigía unas cua­lidades y una educación específicas, también el ingreso en el grupo de los gobernantes exige las dotes y la edu­cación adecuadas.

De este modo, queda configurada la ciudad en tres clases o grupos sociales —productores, auxiliares, guar­dianes perfectos— de acuerdo con los tres tipos de acti­vidades o funciones necesarias para su existencia: eco­nomía, defensa, gobierno.

2. El individuo y las tres partes del alma

Una vez constituido el estado en sus tres grupos socia­les y antes de ocuparse del alma individual, Sócrates

pasa a analizar en qué consiste la justicia en aquél, qué disposición es la que hace que una ciudad sea justa. En nuestra exposición alteraremos, sin embargo, este orden ocupándonos primero de la naturaleza y estructura del alma humana.

La teoría psicológica de Platón es extremadamente compleja y un estudio adecuado de la misma exigiría analizar y comparar entre sí prácticamente la totalidad de los diálogos. En líneas generales, cabe afirmar que todas las reflexiones platónicas sobre el alma (sobre su naturaleza e inmortalidad) arrancan de un dualismo radical, que contrapone el alma al cuerpo. Esta oposición entre el alma y el cuerpo tiene como punto de partida la doctrina socrática a que ya nos hemos referido en la tercera parte (capítulo quinto) y la doctrina filosófico-religiosa de los pitagóricos. Ambas doctrinas, a su vez, se fundamentan en la experiencia de los conflictos inter­nos que a menudo desgarran nuestra conciencia. Tal si­tuación de conflicto se pone de manifiesto en la idea misma (tan radicalmente socrática) del dominio de sí, del autocontrol: en efecto, la palabra «autocontrol» implica la presencia de dos elementos en el interior de uno mismo, el que controla y el que debe ser contro­lado.

Ya desde Sócrates, el alma es interpretada como el principio al cual corresponde el control de sí mismo. De este modo se tiende a identificarla con la razón, con la parte más elevada del psiquisrno mientras que el cuerpo viene a ser considerado como la sede y el ori­gen de los deseos, pasiones e instintos cuyo control debe ser ejercido por aquélla. Esta es, básicamente, la concepción que Platón nos ofrece en el Fedón:

El cuerpo nos llena de deseos, pasiones y miedos, de todo tipo de imaginaciones y sinsentidos, de ma­nera que por su culpa no nos es posible captar nada de lo que llamamos verdad. El cuerpo y sus pasio­nes son los que provocan las guerras, las revolucio­nes y los conflictos. Pues todas las guerras se deben a la adquisición de riquezas, y las riquezas han de adquirirse por causa del cuerpo, esclavizados como

estamos por su cuidado. (Platón: Fedón, 66C)

Atribuir los deseos, instintos y pasiones al cuerpo re­sulta, en gran medida, insatisfactorio ya que se trata de fenómenos psíquicos y no exclusivamente de movi­mientos corporales. Platón se percató, sin duda alguna, de ello y ya en la República este conflicto aparece tras­ladado al alma: es una parte del alma, la razón, la que se enfrenta con otra parte de ella, con el apetito.

El argumento esgrimido en la República para justifi­car esta concepción del alma se compone de dos premi­sas. La primera premisa no es otra que la experiencia del conflicto interno: ocurre que la misma persona (du­rante una enfermedad, por ejemplo) quiere beber agua y no quiere bebería porque comprende que le es perju­dicial. La segunda premisa no es sino el principio de no-contradicción: «nada nos convencerá de que algo, permaneciendo lo mismo, es capaz de sufrir, de ser o de hacer cosas contrarias a la vez, en la misma parte de sí y respecto de lo mismo» (IV, 436E-37A). De ambas premisas concluye Sócrates que no es la misma persona (el mismo alma) la que quiere y no quiere a la vez sino dos partes distintas del alma o psiquismo en el cual tiene lugar tal conflicto (439D).

Pero Platón no se contenta con este dualismo (apeti­to, razón) sino que a estas dos partes añade una ter­cera: el ánimo (thymós). La introducción de este tercer elemento, que representa la decisión y el coraje, no es arbitraria sino que se funda también en la experiencia interna: cuando se produce la pugna entre el apetito y la razón, hay algo así como una fuerza interior que a menudo decide el conflicto a favor de la razón y que se encoleriza cuando la razón cede ante las exigencias del apetito.

Tres son, pues, las partes del alma —razón, ánimo y apetito— de acuerdo con la doctrina de la República. También en el Fedro se reconoce su estructura tripar­tita a través del mito que compara el alma con un carro alado compuesto por el auriga (razón) y dos caballos, blanco el uno (ánimo) y negro e indócil el otro, el que representa el apetito {Fedro, 246A y ss.). Así expuesta (y así es como Platón la expone en el I.IV de la República), esta doctrina corre el peligro de destruir la unidad del alma, del psiquismo, aun cuando no falten pasajes en este diálogo que apuntan a la unidad de la misma. Al reconocer tres partes o elementos en el alma hu­mana, Platón establece un paralelismo perfecto entre ésta y el estado. Este paralelismo es el que le permite afirmar que la justicia es la misma en la ciudad y en el individuo. La diferencia, como hemos visto, será me­ramente de escala: letras grandes en el estado, letras pequeñas en el alma individual.

3. Dos principios del pensamiento platónico

Tanto la descripción del alma y del estado como la consiguiente doctrina de la justicia descansan sobre dos principios que podemos bautizar, respectivamente, como «Principio de la correlación estructural del estado y del alma» y «Principio de especialización funcional».

3.1. La correlación estructural entre el alma y el estado

Acabamos de hablar, como usualmente se habla, de paralelismo entre las partes del alma y las partes o cla­ses del estado. En más de una ocasión, sin embargo, se ha señalado con razón que la palabra «paralelismo» re­sulta en este caso inadecuada y engañosa. Tal palabra sugiere, en efecto, la imagen de dos rectas que ni se tocan ni se cruzan y, por tanto, puede inducir a pensar que entre el estado y el alma no hay interacción alguna, en cuyo caso la identidad estructural entre ambos re­sultaría o un postulado platónico arbitrario o el resul­tado de una mera casualidad.

No es así, sin embargo, a juicio de Platón. El estado no es algo exterior al individuo ni el individuo es algo exterior al estado por más que aquél afirme su indivi­dualidad frente a éste. A lo largo de toda la República es constante la referencia a la interacción y condicio­namiento entre ambos. Así aparece ya desde el mo­mento en que Sócrates se pregunta si el alma individual posee también las partes del estado anteriormen­te descritas:

¿No hemos de convenir muy necesariamente que en cada uño de nosotros se dan las mismas partes y modos de ser que en la ciudad? ¿De dónde, si no, le vendrían a éste? Sería, en efecto, ridículo pensar que a los estados no les viene de los individuos el carác­ter, sea el carácter violento que se atribuye a los tracios y a los escitas y, en general, a los del norte, sea el amor al conocimiento que se nos atribuye muy especialmente a nosotros, sea el amor al dinero que, se dice, caracteriza a los fenicios y egipcios.

(Platón: IV, 435D-36A)

La afirmación de Sócrates según la cual «hemos de convenir muy necesariamente» que en el alma hay las mismas partes que en el estado es, sin duda, difícil de analizar. De acuerdo con las razones aducidas en el tex­to, esta afirmación implica, por lo pronto, que el estado no es otra cosa que el conjunto de los individuos que lo componen y, por tanto, que aquél adquiere el carác­ter y modo de vida de éstos. Y no sólo el carácter sino también el, régimen político. Una vez más hemos de recordar que los griegos no establecían una distinción precisa entre la sociedad y el estado: la politeia es el conjunto de los ciudadanos con su forma peculiar de vida pero es también la constitución como expresión de esta forma de vida. En esto se basa la teoría, platónica de que a cada régimen político corresponde un tipo de carácter en los individuos y que el tipo de ca­rácter que predomina en los ciudadanos determina el régimen político y es determinado por éste. Los libros octavo y noveno de la República están dedicados por entero al estudio de esta correlación entre los caracte­res predominantes en la ciudad y los regímenes políticos (timocracia, oligarquía, democracia, tiranía) a través de los cuales la ciudad se va alejando más y más de la politeia ideal. Y en esta idea se integra —como un caso particular de la misma— la repetida crítica de Platón contra la democracia: que los demagogos, dominados por el ansia de poder y por un egoísmo insaciable, y los sofistas que consagran esta forma de vida como ideal de justicia son, en realidad, el correlato natural de la democracia, de una democracia que deja el go­bierno en las manos de una masa dominada igualmente por los instintos y el egoísmo.

Todo bien hasta aquí. Pero esta interacción mutua entre la polis y los ciudadanos en cuanto a la forma de vida y a la constitución no justifica, de suyo, la tesis de que necesariamente ha de haber tres partes distintas en el alma como en el estado. En el libro octavo (581-C) Platón distingue tres tipos fundamentales de hombre: el filosófico,/el ambicioso y el avaro, según que en ellos predomine el amor al conocimiento, a los honores o a las riquezas. Esta tipología —que nos recuerda las tres formas de vida que distinguían los pitagóricos— no im­plica necesariamente que el alma se halla dividida en tres partes distintas aun cuando, ciertamente, tal tipo­logía puede acomodarse con facilidad a la teoría de la tripartición del alma. Con otras palabras: la doctrina de los tres caracteres no es inconsistente con la tripar­tición del alma pero tampoco constituye una premisa de la cual ésta puede deducirse.

¿De dónde, entonces, la correspondencia estructural entre el estado y el alma? Dos son, según creo, las hipó­tesis que básicamente se han manejado al respecto. Se­gún una de ellas, la tripartición del alma se deduce dé algún modo de la estructura del estado. A favor de esta hipótesis se puede aducir el orden expositivo que se sigue en la República, en efecto, el diálogo se ocupa en primer lugar de la estructura de la ciudad para pa­sar después al estudio de la estructura del alma y la transición de lo uno a lo otro está marcada con las palabras anteriormente citadas sobre la necesidad de ad­mitir que el alma tiene las mismas partes que el estado. (La premisa no explicitada que permitiría el paso de una estructura a la otra sería, en cualquier caso, la doctrina pitagórica de los tres modos de vida.) Que la exposición vaya del estado al alma no es, sin embargo, un argu­mento de excesivo valor. No puede olvidarse que la Re­pública es un diálogo y que exigencias literarias y di­dácticas pueden aconsejar que el orden dramático no coincida con el «orden de las razones».

Otros han recurrido a la hipótesis contraria: a pesar del orden expositivo de la República, la división del estado en tres clases separadas presupone la doctrina de la tripartición del alma. No es, por tanto, la estruc­tura del estado la que se proyecta sobre el alma sino, al revés, ésta sobre aquélla.

Ambas hipótesis presentan dificultades. Una lectura atenta de los textos correspondientes pone de mani­fiesto, por lo pronto, que las tres clases del estado y la tripartición del alma, respectivamente, son deducidas de premisas totalmente distintas: las tres clases socia­les se deducen de las funciones necesarias para que exista un estado, juntamente con el principio de especialización que exige que cada una de esas funciones se encomiende a un grupo distinto de individuos como tarea exclusiva; las tres partes del alma se deducen, a su vez, de la experiencia del conflicto interno y de la aplicación a éste del principio de no-contradicción.

¿Habrá de concluirse, entonces, que la coincidencia de estructura es meramente fortuita? Creo que no. La coincidencia básica entre las estructuras del estado y del alma individual estaba ya presente en Sócrates, en su afirmación de que una polis solamente puede ser justa y moderada si en el alma de sus ciudadanos hay justicia y moderación. Esto presupone una identidad básica de estructura (por lo demás, fácilmente constatable) ya que tanto en el estado como en el alma existen dos partes, la que gobierna y la que es gobernada) La conexión al efecto entre el estado y el individuo apa­rece, por ejemplo, en uno de los momentos más dramá­ticos de la discusión de Sócrates con Calicles en el Gorgias platónico. Calicles acaba de afirmar que es a los fuertes a quienes corresponde gobernar, dominar en las ciudades. Sócrates, por su parte, responde inesperada­mente con la siguiente pregunta que desconcierta a Ca­licles:

¿Y qué en relación consigo mismos? ¿Dominar o ser dominados? (491D)

La correspondencia básica de las estructuras del esta do y del alma —juntamente con la idea de la interacción entre el modo de ser de los individuos y el modo de gobernarse de los estados— es, por tanto, un tópico que pertenece al acervo socrático-platónico. Pero tam­poco así se explica la tesis platónica de la correspon­dencia cuando pasamos a una estructura más comple­ja: tres clases sociales, tres partes en el alma. Estamos ya ante una elaboración platónica en la cual lo más in­trigante, según creo, no es por qué ha de haber tres partes en el alma sino por qué ha de haber tres clases distintas y separadas en el estado. Tal vez llegara Platón a esta conclusión influido por la tripartición del alma. (El paso intermedio sería igualmente la doctrina pita­górica de las tres formas de vida; quizá influyera tam­bién el estudio de las virtudes.) Lo cierto, en todo caso, es que la tripartición del alma no aparece como premisa para deducir la existencia de tres clases excluyentes en­tre sí. La premisa auténtica y explícita de esta tesis es el principio de especialización funcional.

3.2. El principio de especialización funcional

Este principio juega, pues, un papel decisivo en la, teoría platónica del estado. Podemos enunciarlo del si­guiente modo: cada individuo y cada clase social han de desempeñar solamente una función, aquélla para la cual estén más capacitados. Se trata de un principio aparentemente obvio y que no parece plantear proble­mas. Es, sin embargo, complejo no sólo por las consecuencias que se derivan de su aplicación sino también por los supuestos en que descansa. En relación con es­tos últimos conviene señalar que Platón pretende justi­ficarlo en dos tipos de consideraciones de índole di­versa.

En primer lugar, el principio presenta una vertiente y una justificación de carácter pragmático. La idea ge­neral es que con la especialización y la división del trabajo aumentan la eficacia y el rendimiento. Esta perspectiva pragmática se destaca con claridad cuando Sócrates aplica el principio a los distintos oficios que constituyen la base económica de la ciudad:

De donde resulta que se hacen más cosas, mejores y con más facilidad cuando cada uno hace una sola cosa, de acuerdo con sus inclinaciones naturales y en el momento que le conviene, sin ocuparse de las demás. (II;370C)

Consideraciones de carácter pragmático aparecen igual­mente al discutirse no ya la división del trabajo dentro de la clase dé los productores, sino la especialización de los militares o guardianes como clase distinta y separada de aquélla. Cuando Glaucón sugiere que la defensa po­dría correr a cargo de todos los ciudadanos sin necesi­dad de crear otra clase social, Sócrates rechaza la suge­rencia diciendo:

Hemos convenido, recordarás, que es imposible que uno solo ejerza apropiadamente muchos oficios.

(II, 374A)

Y un poco más adelante:

Por tanto, cuanto más importante es él trabajo de los guardianes, tanto más liberados habrán de estar de los demás trabajos y tanto mayor habrá de ser su pericia y dedicación

(374D-E)

Las ventajas pragmáticas de la especialización son aducidas repetidamente en diversos momentos del diá­logo. No es de extrañar que esto ocurra ya que Platón, al igual que su maestro Sócrates, no es ajeno en este caso a la concepción típicamente griega que vincula, en general, lo bueno con lo conveniente y esto con lo útil y provechoso. La especialización resulta, además, acorde con la concepción griega de la arete como exce­lencia en el ejercicio de la función correspondiente.

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Calvo, Tomás, De los sofistas a Platón. Cincel, Madrid, 1989. Cap. 8,  pags. 155-169.

 


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