La dialéctica platónica

La dialéctica platónica

Para captar la relevancia de esa «interrupción» y entender algo de aquella ironía es necesario distinguir entre:

1) Por una parte, lo que podríamos llamar el «ejercicio ordinario» del saber, que consiste en tratar con las cosas y con los hombres mediante la ejecución de esa armadura conceptual de presupuestos sin advertir para nada su existencia ni mucho menos preguntarse por ella o ponerla en cuestión haciéndola objeto de conversación o discusión.

2) Por otra, el saber propio de ese «paso atrás» característico de la actitud filosófica que consiste, en cambio, en reparar en ese conjunto de reglas previas que gobiernan tal ejercicio práctico del saber y que, al ser puesto de pronto en evidencia, produce aquella «paralización» que a menudo escenifican dramáticamente los personajes de los diálogos de Platón.

La doxa

Al primer tipo de saber que acabamos de mencionar Platón lo llama, en su conjunto, doxa, término que podemos traducir por ‘opinión’ y por ‘apariencia’ siempre que tengamos en cuenta que la opinión o la apariencia no se dicen aquí en sentido peyorativo.
Una «recta opinión» es el máximo de conocimiento al que podemos aspirar con respecto a las cosas, pues la doxa no es solamente el modo como nosotros las conocemos, sino el modo mismo como ellas se presentan y aparecen (sin que «apariencia» tenga aquí el sentido de «ilusión»).
En otras palabras, no es que las cosas puedan conocerse «imperfectamente» o «secundariamente» mediante la opinión o la apariencia y de una manera más primaria o perfecta por otros medios o vías.

La doxa es la única manera posible de conocer las cosas que se presentan y aparecen, porque es su manera misma de presentarse y aparecer. A esto es a lo que a veces denomina Platón «conocimiento sensible» (pues, en efecto, solamente las cosas pueden ser captadas mediante la percepción).
Ciertamente, esto no excluye que en ese mismo aparecer y en el saber que arraiga en él pueda producirse el error: una cosa puede –por así decirlo– quedar oculta por la presencia de otra, y en este sentido la opinión es un conocimiento que necesita ser constantemente contrastado y corregido por la propia experiencia.

Por ello, en la llamada «analogía de la línea» (en la República), Sócrates distingue dos «grados» de este saber ordinario: la suposición verosímil (eikasía) es menos fiable que la creencia fundada (pístis), aunque ninguna de ellas suponga una certidumbre definitiva o cerrada.
A este «ejercicio ordinario» del saber pertenece el esquema que antes hemos descrito como ese tipo de proceder que comienza interrogando «¿Qué es… (esto o aquello)?», y debería, por tanto, cerrarse con una respuesta del tipo «(Esto o aquello) es x»; es decir, con una definición.
Una definición es lo que en griego se denomina «logos», término que podemos traducir por ‘enunciado’ siempre que tengamos en mente que, a diferencia del uso habitual que hoy hacemos de este vocablo, ello no significa que haya un locutor que diga o pueda decir tal enunciado juntando apropiadamente las palabras, sino que es así, en ese logos, como las cosas mismas «se dicen», o sea, es así como ellas aparecen en lo que son, tanto si alguien profiere las palabras correspondientes como si no lo hace.

Por tanto, eso que hoy nosotros sostenemos cuando pensamos el enunciado como constituido por un sujeto y un predicado (en el esquema S es P), dicho en griego antiguo y teniendo en cuenta la advertencia anterior, se expresa señalando que todo decir (logos) es un «decir algo de algo» o, lo que es lo mismo, un manifestarse o aparecer «algo como algo»; en este aparecer es donde hay «precisión» o «figura», del lado de la cosa, y «destreza» o «pericia», del lado de quien la conoce, es decir, de quien sabe cómo tratar con ella o cómo usarla.

En cualquier caso, estamos obligados a distinguir entre aquello de lo que se habla o que se manifiesta y aquello que decimos de eso mismo o el modo como se presenta, de manera que esto segundo es aquello en lo que consiste ser flauta o en que consiste ser barco o cualquier otra cosa de la que trate la conversación:

1) Aquello de lo que se habla o que se manifiesta es la cosa, la entidad, aquello de lo que hablamos y con lo que tratamos, lo que se perfila y distingue en la experiencia y en el lenguaje, lo que es(y es al conjunto de nuestras relaciones con las cosas a lo que llama Platón doxa).

2) Aquello que decimos que la cosa es (el «predicado», en términos actuales), o sea, lo que solo podríamos describir como «el ser de la cosa» (no en el sentido de que «el ser» sea él mismo una cosa, sino simplemente como «el ser la cosa lo que es», flauta, la flauta, y barco, el barco)
Es para esta mitad del logos para la que Platón reserva el término «eidos» (es decir, el eidos o la «idea» sería no la cosa de la que se habla, sino su forma de ser lo que es –‘forma’ es, de hecho, un modo habitual de traducir «eidos»–, el aspecto en el cual se deja ver o conocer).
Más concretamente, el procedimiento que sigue Sócrates en todos los diálogos de Platón (procedimiento que a menudo se identifica con la dialéctica, y a cuya técnica principal denomina «división»), para intentar responder a la pregunta que ha iniciado el diálogo, consiste en partir de un género primario de cosas y dividirlo en subgéneros en función de una característica diferencial, repitiendo sucesivamente la operación hasta dar con aquello que se busca.

Es más o menos en estos términos como encontramos a menudo descrita la dialéctica en los textos de Platón: «dividir por géneros y especies, y no considerar que una misma forma es diferente, ni que una diferente es la misma, ¿no decimos que esto es lo que corresponde a la dialéctica?» (Platón: Sofista, 253d).
¿Por qué, entonces, la técnica socrática de la división produce perplejidad y torpeza en los interlocutores, frustra los intentos de alcanzar una definición y es objeto de la ironía o del humor de Platón? (...)

La episteme

Esa perplejidad y esa torpeza se deben a que la dialéctica, tal como Platón nos la transmite, tiene su propia manera de crear esa «distancia» o de dar ese paso atrás con respecto a la experiencia cotidiana a los que nos hemos referido (es decir, eso de retroceder desde el orden de las cosas hasta el de lo que venimos llamando su «armadura conceptual»).

El hecho de que esta «armadura» no sea una cosa es lo que destina al «fracaso» la pretensión de lograr, con respecto a ella, el tipo de destreza o de precisión que se espera de las cosas y del trato experto con ellas. Es para este otro saber para el que Platón reserva el término «episteme» (que es bastante habitual ver traducido por ‘ciencia’), y para el cual se habla a veces de «conocimiento intelectual» (pues, en efecto, la «armadura conceptual» no se percibe mediante los sentidos como un barco o como una flauta).

Vemos, por tanto, que el conocimiento intelectual no es en absoluto una manera de «superar» la opinión conociendo sobre las cosas una verdad que la doxa sería incapaz de alcanzar, puesto que no apunta hacia la cosa, sino hacia la definición de en qué consiste su modo de ser lo que es.
Pues bien –y aquí es donde reside toda la dificultad y toda la «ironía» del diálogo platónico–: es justamente esto mismo lo que Platón (mediante el personaje de Sócrates) convierte en tema del diálogo filosófico y, considerando su ya aludido primado, en tema de la filosofía en cuanto tal; y es para ello para lo que Platón emplea el vocablo eidos (‘aspecto’), del que deriva la «idea» con la cual a menudo identificamos su pensamiento.

Nótese, pues, el importante desplazamiento que Platón opera en el esquema que veníamos sugiriendo: no se trata ya de hablar de las «cosas» o de «conocerlas» (doxa), de decir algo (un predicado) de algo (un sujeto) y así definirlas o precisarlas, dando pruebas de nuestra destreza en el trato con ellas, sino que aquello de lo que ahora habría que hablar o aquello que habría que conocer no es una «cosa», sino el modo como ella se aparece o aquello quede ella se dice o se manifiesta en la experiencia y en la palabra (su eidos, su aspecto, su idea).

Esto mismo nos previene contra cierta forma de interpretar el platonismo (forma que, no obstante, se volvió corriente durante el período helenístico), que quiere ver en las esencias o las ideas unas supuestas «realidades ultrasensibles» situadas más allá del mundo visible y a las cuales el sabio tendría acceso mediante alguna suerte de intuición más o menos mística o intelectual (del tipo de la que, mucho tiempo después de la muerte de Platón, promovió el neoplatonismo, un movimiento nacido en la Alejandría del siglo III de nuestra era).

Pues aunque Platón utilice a veces imágenes y alegorías que sugieren este tipo de descripciones (como, por ejemplo, que las ideas son los modelos, y las cosas, sus copias), no podemos olvidar que se trata de eso mismo, de imágenes y de alegorías para referirse a algo que solo puede nombrarse indirectamente, como sucede por ejemplo cuando en el Timeo Platón utiliza la figura de una divinidad artesanal que habría modelado la materia de acuerdo con las indicaciones formales de las ideas para introducir su concepción matemática (geométrico-numérica) de la astronomía que presenta el curso de los astros regulado por el número como una «imagen móvil de la eternidad inmóvil».

Y hemos de tener siempre presente que para la cultura griega antigua la «esencia» de aquello de lo que se trata (lo que ello es genuina y propiamente), y por lo tanto su idea, lo que de ello «ve» la mirada del sabio no hace nunca mención de una realidad suprasensible y superior al «cuerpo» de la cosa en cuestión, sino únicamente, como en el caso de la flauta, al ámbito preciso en que aquella cosa ejerce como tal cosa (la silla es silla en la medida en que se usa para sentarse, no en cuanto alguien se la pone en frente y se pregunta qué es, pues al hacer eso justamente habrá puesto la silla fuera de su ser y habrá hecho imposible responder a la pregunta).

Asimismo, el saber de la esencia, el saber lo que son las cosas, no tiene nada de místico, sino que consiste en la aludida destreza o pericia en el trato con las cosas (conoce la esencia de la flauta quien sabe tocarla).


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Navarro Cordón, Juan Manuel y Pardo, José Luis. Historia de la Filosofía, Madrid, Anaya, 2009