Los presocráticos

1 Los milesios

1.1 El principio y el elemento de la naturaleza

Se agrupa bajo esta denominación de «milesios» a tres pensadores a quienes se asocia a Mileto (una de las ciudades griegas más importantes en la costa de Asia Menor): Tales (639-546 a.C.), Anaximandro (610-545 a.C.) y Anaxímenes (585-524 a.C.).
A partir de Aristóteles viene siendo costumbre señalar en estos tres sabios una preocupación común por investigar sobre dos aspectos de la naturaleza:
1) El «principio» de los fenómenos naturales (no tanto en el sentido cronológico del término como en el jerárquico): la ley a la cual obedecen los cambios físicos.
2) El elemento de la naturaleza en el que se halla este principio (por tanto, ya no en ningún factor sobrenatural), que sería la humedad en el caso de Tales de Mileto, el «aire» –tanto en el sentido atmosférico-ambiental como en el de «aliento vital»– en el de Anaxímenes o lo «indefinido» (ápeiron)en el de Anaximandro.
Es bastante plausible pensar que de todas esas maneras dichos pensadores remiten a los esquemas físicos de condensación, rarefacción, desecación, diferenciación, etc., que gobiernan el curso de los fenómenos naturales a lo largo de las estaciones y que son decisivos para los procesos de crecimiento y germinación; pero es preciso hacer algunas aclaraciones para no caer en anacronismos.

1.2 El significado de la ciencia en la Grecia antigua

Aunque a estos pensadores se les llama a menudo «los físicos de Jonia» y se hace de ellos los iniciadores de la ciencia occidental de la naturaleza (cosa que podría defenderse en el sentido de nuestras anteriores consideraciones acerca de la physis), es necesario notar que la idea de «ciencia» vigente en la Antigüedad no es la misma que la que se ha impuesto en Occidente a partir del siglo xvii.
No lo es, para empezar, porque si bien el conocimiento al que estos autores y otros como ellos aspiran es, sin duda, percibido en Grecia como un saber «superior» que revela la naturaleza de las cosas, este saber no aparece nunca como una disciplina «especializada» (en el sentido moderno) o separada de la experiencia común y accesible de esos mismos fenómenos, sino como una forma de la pericia o la destreza en el trato con las cosas.
Nunca pensaron los antiguos griegos que la naturaleza hablase a los hombres en un lenguaje específico, ni que la matemática fuese el instrumento privilegiado del conocimiento físico, o que hubiese alguna clase de escisión entre las explicaciones de carácter matemático y aquellas otras que utilizan fórmulas lingüísticas de carácter poético o narrativo.
Con alguna excepción que luego indicaremos, el procedimiento «científico» griego siempre es la observación reflexiva y el razonamiento, y no hay en él nada parecido al «experimento» en su concepción moderna; es decir, la naturaleza desvela su verdad a quien la contempla teóricamente (despojado, hasta donde es posible, de intereses prácticos inmediatos), sin que sea preciso someterla a «prueba» para que confiese sus secretos.
El saber no es nunca un simple cuerpo de proposiciones empíricamente contrastadas de acuerdo con un método sistemático y siempre disponible para quien quiera utilizarlo (como sí lo es en la ciencia moderna), sino que está asociado a una cierta forma de vida, a una serie de elecciones morales y de decisiones existenciales a falta de las cuales la verdad no se entrega a quienes pretenden obtenerla mediante la violencia o no han conseguido alcanzar el dominio de sí mismos que les garantice la claridad de visión necesaria para el conocimiento.
Hechas estas precisiones, podríamos decir que la concepción de la naturaleza que se abre camino gracias a Tales, Anaximandro o Anaxímenes, igual que la que lo hace en los textos «poéticos» de Homero o Hesíodo, expresa el modo mismo como las cosas están reunidas y, a la vez, se distinguen entre ellas remitiendo unas a otras, formando un mundo, un conjunto de significaciones entrelazadas e interdependientes: lo húmedo y lo seco, el agua y el aire, el movimiento y el reposo, el cambio y la permanencia, la diferencia y la identidad, la acción y la pasión, la felicidad y la desdicha.
Este conocimiento es lo que la cultura griega antigua valora como especialmente estimable y lo que eleva sus realizaciones a la categoría de imprescindibles obras de sabiduría, tan admirables como puedan serlo sus logros en el terreno de la arquitectura o la escultura.
La singularidad de estos pensadores milesios consiste, ciertamente, en que, a diferencia de la autoridad ejercida por los poetas y los sabios de la época arcaica, ellos se presentan como individuos dispuestos a defender argumentalmente sus posiciones en una discusión pública: así, por ejemplo, la tierra ocupa, en la representación de Anaximandro, el centro del universo por motivos geométricos; igual que el ciudadano que se coloca en el centro del ágorapara tomar la palabra, dista de todos los puntos por igual y, por tanto, no está dominada por ninguno de ellos.

1.3 Un ejemplo del diferente significado del saber en la Grecia Antigua

Tiene especial interés para hacerse cargo del significado de la sabiduría griega antigua reparar en el hecho de que Anaximandro pusiera el «principio» de la naturaleza en algo llamado «lo indefinido» o «lo ilimitado».
Este interés consiste en que nos permite subrayar el modo como, en este contexto, la noción de «límite» tiene un valor y un sentido no necesariamente obvios para un lector actual.
Como sucederá también en el mundo latino, lo «limitado» tiene en Grecia un significado positivo: el límite no designa en griego una «limitación» o un defecto, sino, al contrario, la condición a partir de la cual algo comienza a ser posible y alcanza consistencia y estabilidad.
Lo limitado o lo finito es lo perfecto, lo acabado, lo bien delimitado y definido en su presencia. Es, en cambio, lo ilimitado lo que implica desbordamiento, desequilibrio, exceso o defecto, inestabilidad.
Así pues, la idea de que lo «ilimitado» es un origen, y de que a partir de ello se generan en la experiencia esos núcleos de estabilidad que son las cosas limitadas o definidas, es congruente con la frase de Anaximandro que dice: «Las cosas deben pagar unas a otras castigo y pena de acuerdo con el ordenamiento del tiempo».

«Anaximandro dijo que el “principio” y elemento de todas las cosas es “lo infinito”… Ahora bien, a partir de donde hay generación para las cosas, hacia allí se produce también la destrucción, según la necesidad; en efecto, “pagan la culpa unas a otras y la reparación de la injusticia, según el ordenamiento del tiempo”».

Simplicio: Física, 24, 13-20.

Esta frase se ha de interpretar en el sentido de que la naturaleza compensa los excesos con los defectos y que, del mismo modo que Zeus garantiza la «justicia cósmica» manteniendo a las divinidades que gobierna en los límites de sus jurisdicciones específicas, Anaximandro habla de una suerte de «justicia natural» inmanente que se atiene al ritmo de las estaciones, que somete todas las cosas a la justicia de una ley común y universal que «devuelve lo sustraído» equilibrando la humedad con la sequedad, la condensación con la distensión, y dejando así que cada cosa –al reposar en sus límites, al delimitarse– sea lo que propiamente es.
En definitiva, este «límite» sería otro nombre para lo que antes designamos como esa «distancia» de autoextrañamiento, que ya hemos señalado como origen de la actitud filosófica.

2 Los pitagóricos

De todos los movimientos intelectuales considerados en esta unidad, el pitagorismo es el único que puede describirse con el carácter de una «escuela» diferenciada y significativa, que pervivió durante largo tiempo y que extendió su influencia a amplias áreas geográficas de la cultura griega antigua.
Además, su influencia no solo fue «filosófica», sino también moral, religiosa y política, y constituyó una corriente de renovación y un polo de actividad de enorme relevancia.
Los pitagóricos no eran únicamente partidarios de unas doctrinas concretas, sino que formaron un grupo aparte de la sociedad de su tiempo, manteniendo hábitos diferenciados en cuanto a sus lugares de residencia, su modo de vestir, el gobierno colectivo de sus vidas y hasta sus costumbres cotidianas como la manera de comer o de relacionarse entre ellos, si bien la fijación de este modo de vida es probablemente posterior al mismo Pitágoras de Samos (582-507 a.C.), de quien solo tenemos noticias biográficas legendarias.
La tradición atribuye unánimemente al pitagorismo el desarrollo de dos temas filosóficamente relevantes:
1) Por una parte, el «descubrimiento» del alma o, más exactamente, el comienzo de la oposición conceptualmente relevante entre «alma» y «cuerpo».
2) Por otra, la fundación de la matemática como ciencia especulativa; es decir, libre de toda instrumentalización al servicio de fines prácticos.

2.1 La concepción pitagórica del alma

Aunque en la época en que vivió Pitágoras es difícil incluso establecer una «diferencia sustancial» entre alma y cuerpo, las «doctrinas pitagóricas» posteriores defienden la inmortalidad del alma y su transmigración de un cuerpo a otro en un ciclo de purificación.
Este ciclo de migraciones progresivas del alma, que encontramos a menudo en los cultos órficos, sugiere el fundamento de la creencia en un «parentesco universal» de todos los seres vivos, habitualmente atribuida a Pitágoras.
Esta creencia habría hecho que el pitagorismo desempeñase un papel notable en la «civilización» de algunos ritos sacrificiales de las religiones antiguas y nos indica el carácter crítico que tuvo el pitagorismo antiguo con respecto a las costumbres y usos sociales de su tiempo, que explica la elección y el mantenimiento del modo de vida pitagórico antes aludido, marcadamente diverso con respecto a la existencia civil ordinaria.
Con todo, las mentadas migraciones purificadoras del alma tendrían como finalidad su salida definitiva –una vez cumplido el ciclo del «gran año» o de las diez mil estaciones– fuera de la «rueda de los tiempos»; es decir, su delimitación perfecta (en el sentido del «límite» mencionado en el apartado anterior) por conclusión de los equilibrios del tiempo.
2.2 El origen musical y el carácter cualitativo de los números

La actividad matemática de los pitagóricos constituía la fase o escala superior en la formación de dicha escuela. La primera fase sería la etapa «acusmática», durante la cual los discípulos se formarían en el modo de vida pitagórico a través de sentencias aforísticas cuya autoría se atribuía legendariamente al mismo Pitágoras.
Aunque no cabe negar la importancia de esta especulación para el desarrollo científico de la matemática tanto en la antigua Grecia como en los siglos posteriores, conviene reparar en algunas características importantes que constituyen la singularidad de la matemática antigua con respecto a la moderna:
1) Es indispensable señalar el origen «musical» de los descubrimientos «matemáticos» del pitagorismo: se atribuye al propio Pitágoras la invención del «canon», uninstrumento de una sola cuerda en el cual se pueden experimentar los intervalos tonales entre las notas (lo que hoy llamamos «octavas», «quintas», etc.), y desde luego el haber asignado por vez primera a estos intervalos proporciones numéricas.
2) Así pues, sería de acuerdo con este modelo «musical» como tendría sentido la afirmación transmitida por muchos testimonios antiguos de que Pitágoras habría considerado el número (las proporciones numéricas armónicas) como «el principio» de la naturaleza.
También así habría que entender la intención de explicar mediante este mismo modelo «numérico» los movimientos de los astros y los ciclos estacionales del tiempo y las propiedades de los lugares.
Aquí reside la principal diferencia entre la matemática «pitagórica» y la moderna: «el carácter cualitativo del número» pitagórico; es decir, que, «cuando se trata aquí […] de los números, no se trata en absoluto de lo cuantitativo. Los números pitagóricos son cualidad, no cantidad, porque no son en manera alguna cortes en un continuo en el que, en principio, cualquier corte sería igualmente legítimo que cualquier otro; así, por de pronto, “dos” no es la cantidad 2 […], “dos” es la dualidad o la alteridad» (Martínez Marzoa, F.: Historia de la filosofía antigua. Madrid, Akal, 1995, p. 28), del mismo modo que «uno» es la unidad.
Estos números cualitativos (es decir, que no son cantidades cualesquiera de un continuo ilimitado, sino «hallazgos» pertinentes, como las notas armónicas de una escala) son la base de una matemática que tiene una vocación geométrica más que aritmética, pues al carecer de cifras arábigas los matemáticos griegos se representan sus relaciones mediante figuras:
– El dos representa la línea, como figura que «espacializa» la distancia cualitativa entre dos puntos,
– el tres representa la figura, el «cierre» de una figura requiere tres puntos,
– el «cuatro» representa la solidez,
– y la estructura armónica de los cuatro números (1, 2, 3, 4) es el tetractys, la construcción armónica por excelencia, en la cual –como en la imagen astronómica antes citada de Anaximandro– todos los puntos se encuentran a la misma distancia unos de otros y todos los triángulos que se forman son equiláteros.

3 Heráclito y Parménides

Seguiremos la costumbre de referirnos a los pensadores que se incluyen en este epígrafe y en el siguiente como si constituyesen «pares» contrapuestos o complementarios, aunque en ningún caso consta que sea de este modo como ellos mismos han producido sus argumentos o ideas ni tampoco que los miembros de cada uno de estos pares hayan tenido noticia de su «complementario» correspondiente.
En un mismo período, Heráclito de Éfeso (535-484 a.C.) y Parménides de Elea (510-450 a.C.) producen obras que los autores posteriores, ya de época netamente «filosófica», percibieron como especialmente problemáticas: Platón, que pudo llegar a tener en sus manos algún original de Heráclito, lo califica como «el oscuro», y Parménides, a propósito del cual llega a imaginar un supuesto «diálogo» con el joven Sócrates y de cuyo Poema se conservan algunos fragmentos significativos, es presentado como un autor especialmente difícil de comprender.

3.1 El «principio» de la naturaleza: el devenir o el ser

La dificultad que acabamos de señalar se ha querido expresar a menudo diciendo que ambos pensadores, Heráclito y Parménides, se refieren de nuevo al «principio» de la naturaleza mediante términos –el devenir en el caso de Heráclito (o el mismo «fuego» que se supone que «simboliza» el movimiento o el cambio en la naturaleza) y el ser en el caso de Parménides– que:
1) Parecen netamente contrapuestos: el devenir o el cambio parece ser lo contrario del ser o la permanencia.
2) Parecen difícilmente compatibles con la experiencia ordinaria de la percepción y con el uso normalizado del lenguaje:
a) Aunque todos tengamos experiencia de los cambios físico-naturales, se trata siempre de un cambio «de esto a aquello», de un algo que se transforma en aquello otro o se mueve hacia tal o cual punto, pero no parece que podamos tener experiencia de un devenir ilimitado y sin medida, de un devenir que no sea transformarse esto en aquello o en aquello otro, sino pura y simplemente devenir sin término.
Si todo en la realidad fuera cambio y devenir sin medida, cualquier intento de hablar de las cosas para decir de ellas algo verdadero sería inútil, puesto que –según las sentencias que se atribuyen a Heráclito– «Todo fluye» y «Nadie se baña dos veces en el mimo río»; es decir, nada es lo suficientemente permanente como para dejarse denominar de forma correcta.
b) Todos decimos de las cosas que son esto o aquello y, por tanto, entendemos lo que significa ser cuando se trata de «ser bueno», «ser árbol» o «ser mesa», por ejemplo, pero carecemos de toda posibilidad de entender lo que significa «ser» si eliminamos esas determinaciones. Y si con el vocablo «ser» se quiere significar una permanencia absoluta, una completa y compacta estabilidad inconmovible, entonces tampoco parece que semejante concepto pueda compadecerse con nuestra experiencia.
Si el ser es una realidad compacta e inmóvil, como sostiene Parménides, el intento de decir algo de ella ya sería un modo de dividirla, de traicionar su inmovilidad, de separar en dos (el sujeto y el predicado) aquello que solo es uno.

3.2 La solución de la incompatibilidad del «principio» con la experiencia

Una manera de resolver estas dificultades, acaso sugerida por el modo en que enseña algunas de ellas Zenón de Elea (490-430 a.C.), que ciertas fuentes presentan como discípulo de Parménides y que habría formulado una serie de aporías en defensa de su maestro, consistiría en considerar que aquello de lo que hablan tanto Heráclito como Parménides (es decir, el devenir o el ser en las acepciones recién mentadas) es algo así como la naturaleza profunda de la realidad o, mejor dicho, una realidad más profunda, genuina y originaria que aquella que se muestra a nuestros sentidos o que se deja representar mediante el lenguaje.
Esta hipótesis implica que tendremos que declarar que la «verdadera realidad» es inaccesible a los sentidos y al lenguaje, y que la experiencia sensible y la comunicación lingüística son únicamente «apariencias» (en sentido despectivo) o ilusiones inconsistentes; o bien –lo que en realidad es lo mismo– tendremos que admitir que nada de lo que experimentamos y podemos comunicar toca de ningún modo ninguna realidad consistente, profunda o verdadera.
Aunque no se puede negar la marcada influencia de esta «solución», no solamente a la hora de interpretar los fragmentos de Heráclito y de Parménides, sino también a la hora de descifrar el significado de la «filosofía» o de la «metafísica», es posible que sea un camino equivocado en lo que respecta a los propios textos de Heráclito y de Parménides.
Así, de ambos pensadores podría decirse que su esfuerzo no consiste en penetrar en la realidad más allá de una «capa superficial» constituida por la experiencia sensible y el lenguaje, en busca de una «realidad profunda» que se llamaría «devenir» o «ser», sino que ambos términos no apuntan a una «cosa» que habría que captar por medios diferentes de los aportados por la experiencia, el lenguaje o el pensamiento, sino precisamente al modo como las cosas se articulan, modo que no es cosa alguna ni puede ser conocido a la manera en que se conocen las cosas.
En verdad, Heráclito produce perplejidad y oscuridad cuando hace alusión al devenir o al cambio sin añadir aquello que lo hace inteligible en nuestra experiencia ordinaria y en nuestro discurso común (es decir, qué es lo que cambia y en qué o hacia qué se transforma).
Del mismo modo, Parménides nos pone en dificultades cuando nombra el ser sin añadir aquello que nos hace posible usar este verbo habitualmente (es decir, el ser esto tal o cual cosa o el ser aquello de esta o de esa otra manera).
Esto no significa que ambos estén necesariamente designando otra realidad, otra clase de cosas para cuya visión necesitaríamos unos ojos diferentes a los de la cara, sino que más bien intentan referirse a aquello merced a lo cual las cosas son precisamente lo que son y se aparecen precisamente del modo como se aparecen, es decir, la complexión del mundo en cuanto una totalidad significativa y entrelazada.
Para «ver» esta totalidad es precisa esa «distancia» que permite que, cuando se asiste a los espectáculos deportivos, en lugar de pensar únicamente en la diversión y en el cálculo de ganadores y perdedores, se pueda contemplar «el sentido de la fiesta» en su conjunto.
Esto explicaría que Parménides, en su Poema, insista en distinguir la verdad –el desvelamiento (alétheia) del ser de las cosas– de «las cosas aparentes» (que no son en absoluto ilusiones ni engaños, sino cosas reales y consistentes) tanto como del «no-ser» (lo ilimitado, lo indefinido, lo inestable).

«Pues bien, te diré, escucha con atención mi palabra, cuáles son los únicos caminos de investigación que se puede pensar:
uno, que es y que no es posible no ser; es el camino de la persuasión (acompaña, en efecto, a la verdad)
el otro, que no es y que es necesario no ser.
Te mostraré que este sendero es por completo inescrutable;
No conocerás, en efecto, lo que no es (pues es inaccesible) ni lo mostrarás».

Parménides: Los filósofos presocráticos. Gredos, Madrid 1978.

Y explicaría igualmente que Heráclito, al hablar del «fuego», no esté mencionando en ningún caso una «sustancia física» cuantificable (como no lo hacen Tales ni Anaxímenes cuando hablan respectivamente de «el agua» o de «el aire»), ni tampoco un símbolo del devenir incesante, sino el juego de los elementos (tierra, aire, fuego, aire) que se copertenecen unos a otros y que permanecen juntos precisamente gracias a su distinción –la distancia que los separa y los reúne–, merced a la guarda de los límites y equilibrios que permiten que haya juego, es decir, que haya «naturaleza» y que haya «cosmos», tanto en el sentido de «orden» como de «belleza» o «armonía», pues estos dos sentidos no están separados en la Grecia antigua.

«Este mundo, el mismo para todos, ninguno de los dioses ni de los hombres lo ha hecho, sino que existió siempre, existe y existirá en tanto fuego siempre vivo, encendiéndose con medida y con medida apagándose».

Heráclito: Los filósofos presocráticos. Gredos, Madrid, 1978, 22 B 29.

4 Empédocles y Anaxágoras

También Empédocles de Agrigento (495-430 a.C.) y Anaxágoras de Clazómene (500- 428 a.C.) son aproximadamente contemporáneos, aunque las comparaciones que a menudo se han hecho entre ellos parecen en este caso poco pertinentes.

4.1 Empédocles: las cuatro «raíces» y la fuerzas de amor y discordia

Empédocles, de quien se han transmitido fragmentariamente dos poemas con los títulos respectivos de Purificaciones y Sobre la naturaleza, parece situarse en la tradición pitagórica.
Describe un universo compuesto a partir de cuatro «raíces»: agua, tierra, aire y fuego, que también designa con nombres de dioses, y cuya ley fundamental es la de los movimientos inversos y complementarios de vinculación y de escisión, cuyas «fuerzas» se nombran en el poema como el amor y la discordia.
El predominio de cada una esas fuerzas sucede al de la otra, sugiriendo que la distancia «cósmica» entre ellas (es decir, aquella en la cual únicamente puede darse un mundo ordenado) se sitúa a medio camino entre la completa «fusión» de los elementos y su completa «dispersión» en miembros disjuntos.

«En la masa de los miembros mortales es claramente visible esto:
a veces, por causa de la Amistad, confluyen en uno todos los miembros a los que les ha tocado formar un cuerpo en la plenitud de la vida floreciente;
y a veces, nuevamente, partidos por malvadas Discordias, cada uno vaga por separado en la rompiente de la vida. Y del mismo modo ocurre con los arbustos y con los peces que moran en el agua, con las fieras que se guarecen en los montes y con las aves de alado vuelo».

Empédocles: Los filósofos presocráticos. Gredos, Madrid, 1978.

4.2 Anaxágoras: las homeomerías y el nous

Anaxágoras, aunque de origen jonio como Empédocles, pasó una parte de su vida en Atenas, adonde definitivamente se trasladó el centro cultural y político de la Grecia clásica a partir del siglo v a.C., y especialmente a partir del gobierno de Pericles, con quien Anaxágoras estaba vinculado. La tradición menciona dos temas importantes en relación a su pensamiento:
1) El de las homeomerías (aunque no parece que Anaxágoras llegase a utilizar este término), es decir, la idea de un universo constituido como una mezcla de «semillas» de todas las cosas, de tal manera que en cada una de sus partes están todos los elementos de esta mezcla, sin que las sucesivas divisiones puedan disminuir este nivel de complejidad (cada una de las porciones en las cuales se subdivida aquella parte seguirá conteniendo todos los elementos o las semillas de todas las cosas).
Esto significa que la percepción, que «separa» o «distingue» algo como esto o como aquello, que delimita o define en el sentido repetidamente usado en estas páginas, únicamente distingue en función de proporciones de la mezcla, que en algunas de sus partes presentará una superioridad de tales o cuales elementos o una falta de otros.

«Y dado que las partes de lo grande y de lo pequeño son iguales en cantidad, así también deben estar todas las cosas en todo. Y no se puede existir separadamente, sino que todas las cosas participan en una porción de todo. Puesto que no puede existir lo mínimo, no podría estar separado ni llegar a ser en sí mismo, sino, como al principio, también ahora existen todas las cosas juntas. En todas las cosas hay muchas cosas, iguales en cantidad en las más grandes y en las más pequeñas de las que se separaron».

Anaxágoras: Los filósofos presocráticos. Gredos, Madrid, 1978.

2) El otro está constituido por el hecho de que Anaxágoras denomina nous (en el vocabulario filosófico tiene el sentido de «entendimiento») al proceso mediante el cual se produce esa «distinción» (siempre imperfecta) a partir de la mezcla de elementos.
Sócrates, a quien Platón presenta como habiendo escuchado a Anaxágoras en su juventud, atribuía según él especial importancia a esta mención del nous, aunque al mismo tiempo se quejaba del escaso papel que Anaxágoras le reservaba en su concepción.
Añadamos que Anaxágoras tuvo que abandonar Atenas en su madurez por el mismo motivo que tendría que hacerlo años después Aristóteles; es decir, por haber sido objeto de una acusación probablemente semejante a la que, entre tanto, la ciudad formuló contra el propio Sócrates y que terminaría con su muerte.

5 El atomismo antiguo

Demócrito de Abdera (460-370 a.C.), a quien se considera discípulo de Leucipo (pensador del que apenas sabemos más que el nombre) y que fue contemporáneo de Sócrates, es el iniciador en Grecia de lo que hoy conocemos como «atomismo antiguo».
Esta posición, con respecto a la investigación sobre los principios de la naturaleza, se sitúa entre quienes consideran como tal principio la dualidad irreductible de «lo lleno» y «lo vacío» (que una vez más son figuras de lo limitado y lo ilimitado).
Precisamente por la irreductibilidad de estos dos principios, es forzoso admitir en la physis una composición de átomos, o partículas indivisibles (elementos de lo pleno) separadas por «vacíos».

«Después de haber dicho “por convención el color, por convención lo dulce, por convención lo salado, pero en realidad solo existen átomos y vacío”, hace que los sentidos, dirigiéndose a la razón, hablen de este modo: “¡Oh, mísera razón, que tomas de nosotros tus certezas! ¿Tratas de destruirnos? Nuestra caída, sin duda, será tu propia destrucción”».

Demócrito: Los filósofos presocráticos. Gredos, Madrid, 1978.

Tales elementos, que sin duda alguna son los componentes de los distintos cuerpos físicos, son invisibles para el ojo humano, pero difieren por su orden y su posición (es decir, como las letras del alfabeto pueden combinarse en distinto orden para formar palabras, así también los átomos para configurar cuerpos), por su forma y magnitud, y por su grado de unión o de disgregación.
La diferencia entre el alma y el cuerpo no se explicaría, por ejemplo, porque la primera sea de naturaleza «psíquica» mientras que el segundo es «físico», sino que el atomismo ha de explicarla por la diferencia entre los átomos –finalmente físicos en todo caso– que forman cada uno de los compuestos: los átomos del alma son esféricos, livianos y finos, mientras los del cuerpo son pesados.
Al tratarse de una concepción «materialista» (según nuestras clasificaciones actuales), tiene que explicar también la percepción por los choques entre los átomos.


5.1 La pervivencia del atomismo en los epicúreos

Probablemente no hablaríamos de «atomismo» si no fuera porque las posiciones de Demócrito fueron recobradas y reinterpretadas ya en época helenística por Epicuro y luego en lengua latina por el ya citado Lucrecio, conformando una tradición epicúrea que ha gozado de una fragmentaria pero persistente continuidad histórica hasta la contemporaneidad.
Aunque luego nos ocuparemos brevemente de la escuela epicúrea, digamos aquí, solamente en lo relativo a la cuestión del atomismo, que este planteamiento supuso un uso de la matemática bien diferente del que hemos descrito anteriormente como característico del «pitagorismo»: la matemática «atomística» sí se aplica al movimiento y a la resolución de problemas mecánicos (es decir, no es puramente especulativa), aunque encontremos por un lado exposiciones «literarias» (en forma de textos, y a veces de poemas) y por otro (por ejemplo, en la obra de Arquímedes) trabajos propiamente aritméticos y geométricos acerca de los mismos problemas.

5.2 La formación del universo

Una de las cuestiones que más perplejidad ha causado a los historiadores de las ideas acerca del atomismo antiguo fue la de entender cómo explicaría un atomista la «formación» del universo; es decir, la composición de los cuerpos por agregación de átomos: si «en el principio» solo hay átomos y vacío, y, por tanto, átomos «cayendo» en el vacío, ¿cómo se habrían llegado a encontrar unos átomos con otros, a chocar entre ellos para constituir cuerpos?
Los atomistas antiguos hablaron, para explicar esta composición, de algo así como una «inclinación» (parénklesis) por la cual un átomo se «desviaría» de su trayectoria por puro azar y chocaría con otros, formando un torbellino que sería el origen de un «mundo».
Notemos ante todo la originalidad que presenta esta hipótesis con respecto a otras cosmologías que nos son más familiares: en ella no se procede desde un estado de «caos» (mezcla originaria, amalgama, etc.) hacia el orden (diferenciación, distinción, limitación) sino, al contrario, desde el orden más monótono (el movimiento regular de los átomos en el vacío) hacia un «desorden» que, sin embargo, genera mundo, crea un cosmos.
Dejando aparte el hecho de que buena parte de la perplejidad que a menudo ha despertado la metafísica atomista se debe a su introducción del azar como «principio», ha de repararse en que la «inclinación» de los atomistas solo parece un principio irracional si se piensa –como suele hacerse desde la mecánica moderna– en términos de cuerpos sólidos, pues en efecto nadie ha visto jamás a un cuerpo sólido cayendo en trayectoria vertical rectilínea que se desviase casualmente de su sentido.

Sin embargo, si lo pensamos en términos de mecánica de fluidos –como probablemente lo hacían los atomistas de la Antigüedad–, el «remolimo» o el «torbellino» se convierten en fenómenos frecuentes y casi triviales y en modelos fructíferos de la naturaleza.

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Navarro Cordón, Juan Manuel y Pardo, José Luis. Historia de la Filosofía, Madrid, Anaya, 2009
 
  

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