Matemática y ciencia experimental

Las averiguaciones que acabamos de hacer sobre la naturaleza de la matemática en oposición tanto a la «pura lógica» (juicios analíticos) como al conocimiento empírico (juicios sintéticos empíricos), y con ellas el que la matemática sea enten­dida como el reino de lo universal y necesario (lo que Kant llamará juicios sintéticos a priori), per­tenecen al ámbito histórico de la filosofía moderna. Sin embargo, la matemática como ciencia existía ya desde la Antigüedad, mientras que lo nuevo, lo que surge en la Edad Moderna, es lo que hoy llamamos «Física», lo que se estudia hoy con este nombre. Vamos a ver que el surgimiento de la Física se debe precisa­mente a la consideración de que lo matemático es no sólo algo verdadero, sino —por así decir— lo verdade­ramente verdadero, lo que no sólo de hecho es (y que podría no ser), sino que tiene que ser y que no podría­mos ni siquiera imaginárnoslo de otra manera.

La Física se presenta como la interpretación y ex­plicación de los fenómenos sensibles, cuyo conjunto es lo que se llama «la naturaleza». Ahora bien, la Física es un determinado modo de tratar esos fenó­menos, distinto del modo inmediato e «ingenuo», y que a menudo, visto desde la consideración «ingenua», re­sulta bastante artificial. Por ejemplo: «ingenuamente» vemos que un móvil pierde velocidad, hasta llegar a pararse, cuando deja de actuar la fuerza que lo movía; la Física, sin embargo, nos dice que, cuando sobre un cuerpo no actúa ninguna fuerza, el cuerpo en cuestión conserva su estado de movimiento, entendiendo por tal «conservación» la constancia de la velocidad (incluidos su dirección y su sentido). Esto es lo que se conoce como el principio de inercia (…) Un móvil sobre el que no actúa fuerza al­guna —dice la Física— mantiene indefinidamente la misma velocidad. La cuestión que aquí nos importa es la siguiente: ¿en qué se fundamenta esta afirma­ción?

La primera respuesta que podría ocurrir senos es la de que una observación de los hechos, más precisa que la que da lugar a la postura «ingenua», muestra que, si el móvil pierde velocidad hasta detenerse, es porque sobre él actúan fuerzas (por ejemplo: «roza­miento» contra el medio en el cual se mueve) en sentido contrario al de su movimiento. Ahora bien, ¿puede fundamentarse en la pura observación de los hechos (esto es: en la experiencia) alguna tesis acerca de un móvil sobre el cual no actúa ninguna fuerza? Aparte de que la propia Física nos diría que no puede haber en parte alguna un cuerpo sobre el que no actúe ninguna fuerza, ¿qué quiere decir lo de que «actúa una fuerza»?; las fuerzas no son cosas con las que nos tropecemos como con esta mesa o aquella estantería; ¿en qué consiste, pues, la constatación, la experiencia, de una fuerza?; consiste precisamente en la constata­ción de que la velocidad de algún cuerpo ha cambiado (en valor absoluto, dirección o sentido); por defini­ción, decimos que actúa une fuerza cuando tiene lugar tal cambio; la «fuerza» se define como la «causa capaz de modificar el estado de movimiento de un cuerpo», y se entiende que siempre que hay un «cambio del estado de movimiento» tiene que haber una «causa». Con lo cual parece que el principio «Todo cuerpo per­manece en el mismo estado de movimiento mientras no actúe sobre él una fuerza» no dice nada, no hace más que establecer el concepto de fuerza (fuerza es aquello de lo que se dice que ha actuado sobre un cuerpo cuando se ha constatado un cambio en el es­tado de movimiento de ese cuerpo). (…)

La «masa» es la expresión matemática de la «cantidad de materia» (dos cuerpos totalmente iguales tienen juntos doble masa que cada uno de ellos por separado), y, por lo tanto, es la masa la magnitud que nos permite formular de un modo preciso el «principio de conservación» de la cantidad de materia en todo cambio, principio que es también una característica de la Física de la Edad Moderna: cuando en cierto cambio se observa que la masa al final es menor que al co­mienzo, se establece por principio que cierta cantidad de «materia» se ha ido a otra parte; cuando, por el contrario, la masa observada al final es mayor que la observada al comienzo, se establece que ha entrado en el sistema cierta cantidad de «materia». Este principio no puede, desde luego, fundamentarse en la experien­cia; si tratamos de concebir tal fundamentación, en­contramos que sería algo así como medir la masa total del universo y comprobar que permanece siempre la misma; lo cual no sólo es técnicamente imposible, sino incluso teóricamente inconcebible. (…)

Los principios de conservación de la masa y de con­servación de la velocidad (es decir: de que la velocidad no varía si no actúa fuerza alguna = principio de inercia) no son los únicos principios «de conservación» que la Física establece. En todo caso, ninguno de esos principios (como he­mos demostrado a propósito de los dos citados) podría tener un fundamento empírico. Son exigencias a priori. Y ¿en virtud de qué son válidas estas exigencias?:

La operación matemática según la cual (por ejemplo) dos más dos son cuatro es, desde luego, matemática­mente válida. Pero no tendría aplicación alguna a la realidad física si no hubiese un principio de conserva­ción; que dos gramos unidos a otros dos gramos hacen cuatro gramos, eso supone no sólo que matemática­mente 2 + 2 = 4, sino también que ningún miligramo puede haberse esfumado ni haber llovido del cielo. El principio de conservación (en el ejemplo el de la masa) tiene, pues, su fundamento de validez en la exi­gencia de que los fenómenos tienen que ser expresables en términos matemáticos. En virtud de este postulado, los fenómenos han de ser esencialmente cantidad, y, en efecto, lo que se conserva en el cambio, lo que per­manece, es, en todos los principios «de conservación», alguna cantidad: la masa, la velocidad, la energía.

Por otra parte, si Aristóteles entendía por «movi­miento» el «llegar a ser...» en general y consideraba, el cambio de lugar sólo como un modo (y no el pri­mero) del «llegar a ser...», la Física, en cambio, define en primer lugar el movimiento como cambio de lugar (la distancia recorrida, cuyo cociente por el tiempo transcurrido es la velocidad) y todo otro cambio sólo será físicamente tratable en cuanto pueda «traducirse» de alguna manera en un desplazamiento (como, por ejemplo, el cambio de temperatura se traduce en des­plazamiento del extremo de una columna de mercurio).

Es, por supuesto, indiferente el que el modo de medir tem­peraturas en los laboratorios de Física no sea precisamente el de la columna de mercurio; en todo caso es, como en el caso de todas las demás magnitudes de la Física, algo que define las magnitudes en cuestión en función de desplazamientos obser­vables.

Esto ocurre porque la extensión espacial es la pura cantidad, es aquello que en sí mismo no tiene ninguna determinación cualitativa y que, por lo tanto, sólo pue­de ser «más» o «menos», en ningún caso cambiar de naturaleza. También esto se basa, pues, en la exigencia de que la exposición de los fenómenos sea precisa­mente matemátic (...).

Todos los principios fundamentales de la Física de­rivan del postulado de que el lenguaje en el que los fenómenos se expongan ha de ser la matemática. Todo lo que de suyo no sea matemática (por ejemplo: las cualidades sensibles, como los colores, el calor, etc.) ha de ser reducible a matemática.

Cuando se trata de explicar un fenómeno determi­nado (por ejemplo: la caída de un cuerpo en el vacío), de lo que se trata, para la Física, es de encontrar la fórmula matemática que lo exprese. Y la experiencia no nos da nunca fórmulas matemáticas; las fórmulas matemáticas hemos de establecerlas nosotros, de forma que concuerden con los datos de la experiencia, pero no tomándolas de la experiencia, porque la experiencia en sí misma no contiene estructuras matemáticas, sino hechos, sensaciones, impresiones, un material que nos­otros hemos de reducir a estructura. Todos los elemen­tos que manejamos para construir esas estructuras son elementos a priori, son, en primer lugar, la matemá­tica pura y, en segundo lugar, los principios generales de la Física, que, en su conjunto, no expresan otra cosa que el postulado de que todo ha de poder ser expresado en fórmulas matemáticas. Es el esquema que a propósito de determinado fenómeno, componemos con esos elementos el que ha de ser conforme con los datos de la experiencia. El esquema matemático que ha de ser confirmado o invalidado por los datos empíricos es lo que se llama la hipótesis. Pero incluso la posibilidad de que la hipótesis sea invalidada por los datos empíricos no se refiere a la validez de la hipótesis, sino sólo a su aplicabilidad al caso empírico de que se trata. Por ejemplo: Galileo, tratando de explicar la caída de un cuerpo en el vacío en las proximidades de la superficie terrestre, elaboró el concepto matemático de un movimiento «uniformemente acelerado», es decir: de un movimiento en el que la aceleración (cociente entre el incremento de la velocidad y el tiempo transcurrido; lo designaremos con la letra a) es constante: partiendo de esta definición de «movimiento uniforme mente acelerado», Galileo dedujo, por procedimiento puramente matemáticos, una serie de leyes de ese movimiento, por ejemplo: que, partiendo del reposo, e1 espacio recorrido al cabo de un tiempo t es 1/2 at2; pues bien, si luego los datos empíricos de la caída en el vacío desmintiesen los resultados de estas fórmulas, no por eso ellas dejarían de ser las leyes del movimiento uniformemente acelerado; lo único que ocurriría es que el movimiento de caída en el vacío no sería un movi­miento uniformemente acelerado; la hipótesis sería vá­lida en sí misma, pero no aplicable al caso de la caída en el vacío. Es puramente anecdótico el que la hipó­tesis se formule antes o después de que se disponga de datos suficientes para confirmarla; en todo caso, la hipótesis es anterior a su confirmación, puesto que ha de ser confirmada (o desmentida), y, puesto que los datos en sí mismos no son estructura matemática al­guna, el esquema matemático es «producido en la men­te» y luego confirmado o desmentido.

De aquí que, en el ámbito de la ciencia moderna, la observación de los fenómenos tenga siempre el si­guiente carácter: se trata de ver qué es lo que ocurre en unas circunstancias determinadas de antemano por el propio investigador; se tiene un esquema que o bien ha de ser confirmado o desmentido, o bien admite de­terminada variación en un punto (por ejemplo: en el valor de una constante); entonces se hace que existan en la realidad las condiciones previstas en ese esquema (o al menos una situación en la que esas condiciones puedan ser observadas «descontando» otros factores) y se observa qué es lo que pasa, se observa si los resultados coinciden o no con los resultados teóricos del esquema, o bien se efectúan las medidas necesarias para determinar cierta magnitud, de valor hasta entonces no conocido, cuyo lugar en el esquema estaba, sin embargo, perfectamente determinado por el esque­ma mismo. La ciencia no se limita a observar las cosas, sino que produce en las cosas aquellas condiciones en las cuales ha de tener lugar una observación sobre un punto perfectamente predeterminado y cuyo papel en la estructura científica está asimismo perfectamente pre­determinado; «(la Razón investigadora) aborda a la na­turaleza, ciertamente, para ser instruida por ella, pero no en calidad de escolar que se presta a que le sea dicho todo lo que el maestro quiera, sino en calidad de juez establecido, que obliga a los testigos a responder a las preguntas que les formula» (Kant). Este hacer efec­tivas en la realidad determinadas condiciones, concebi­das de antemano, con el fin de obtener el dato que se necesita para confirmar (o desmentir) un esquema pre­viamente concebido o llenar un «lugar vacío» en él es lo que se llama experimento. Establecemos, pues, la siguiente distinción: «experiencia» es en general la ob­servación de las cosas, el contacto con las cosas, pero experimento es sólo lo que hemos dicho, la observación en unas condiciones predeterminadas y sobre un punto predeterminado, la observación en la que las cosas no pueden decirnos «lo que quieran», sino que han de res­ponder estrictamente a una pregunta que ha sido for­mulada por el investigador. El saber acerca de las cosas ha sido siempre «experiencial», pero sistemáticamente experimental (de «experimento», no de simplemente «experiencia») sólo lo es la ciencia a partir de los si­glos XVII-XVIII.

Antes hemos hablado del empirismo co­mo tesis, como doctrina; refiriéndonos ahora al empi­rismo como actitud intelectual, diremos que empirismo es aquella actitud que sólo reconoce como válidos los puros datos y que se limita a tomar nota de ellos y a reconocer ciertas regularidades que no tienen otro valor que el de que, por lo que hasta ahora se ha visto, tal cosa siempre ha ocurrido de tal manera. Ya está claro, pues, que el método experimental no es empirismo (propiamente, el empirismo es la ausencia de método); cuando decimos de alguien que es un empírico, quere­mos decir precisamente que no es un científico, por ejemplo: el individuo que posee una serie de recetas que «siempre han dado buen resultado» para curar ciertas enfermedades. Ahora bien, tampoco el carácter que hemos llamado «experiencial» constituye empiris­mo; lo empírico es lo que simplemente de hecho es, pero de lo cual no sabemos que tenga que ser, y, si bien está ya claro que todo lo que se da en la experiencia es contingente (= no necesario), también está claro que la experiencia misma es algo, que, por lo tanto, tiene que tener una determinada constitución y que, si todo lo que se da en la experiencia es contingente, sin embargo todo ello se da en la experiencia y, por lo tanto, ha de darse con arreglo a la constitución de la experiencia misma, de modo que las condiciones que forman parte de esta constitución son necesarias. El em­pirismo entiende por «experiencia» sólo el contenido de la experiencia, lo en cada caso experimentado, y pretende ignorar que la experiencia misma como tal tiene su propia constitución, con la que todo lo expe­rimentado, por el hecho de ser experimentado, tiene que estar de acuerdo.

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Martínez Marzoa, Felipe Iniciación a la Filosofía, Madrid, Istmo.


  
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