La esencia y la existencia

El verbo latino exsistere o existere significa «erguirse (o sostenerse) fuera», «surgir», «aparecer»; alguna que otra vez, este verbo aparece en latín clásico en pasajes en los que parece significar lo mismo que esse («ser»). Ahora bien, en las lenguas modernas, «existir» (a la vez que figura como traducción normal para ciertos usos de esse) significa algo distinto del «ser» de «ser A» o «ser B»; decimos, por ejemplo, que Apolo es un dios, que es arquero y que es hijo de Zeus y de Leto, y, sin embargo, decimos que Apolo no «existe», con lo cual queremos decir algo así como que nunca po­dríamos encontrárnoslo delante, constatar su presencia, fotografiarlo, grabar su voz o diagnosticar la herida de una de sus flechas. Si decimos que no «existe en la realidad», esta aparente restricción, «en la realidad», sólo significa que nos reservamos la posibilidad de decir que «existe» como figura mitológica, esto es: que, sin duda, «existe» un repertorio de textos y noticias anti­guos en los cuales aparece la figura de Apolo como el arquero dios de la claridad y la belleza, y esto nos permite decir que, de alguna manera, Apolo existe, y sólo porque de alguna manera existe podemos decir algo de él, decir que «es...». Si de una cosa que yo me he inventado digo que «es...», es porque ella exis­te al menos en mi mente. De un modo más o menos implícito, admitimos comúnmente que el ser sólo tiene lugar por referencia a algún existir, al menos posible: si decimos que «todo hombre es capaz de llorar», que­remos decir que no puede existir un hombre que no sea capaz de llorar. Y «existe» es el sentido que adopta la palabra «es» cuando se emplea de modo absoluto, es decir: no para introducir un predicado, sino siendo ella misma el predicado: est se traduce entonces por «existe», y que «existe» quiere decir que se da efecti­vamente, que de hecho «lo hay». Si de una cosa que­remos saber «qué es», a esta pregunta se responde diciendo que «es A», «es B», «es C», se responde dando la esencia de esa cosa; pero aparte del «qué es» de esa cosa hay también su «que es», el hecho de que esa cosa «es», y este «es» no tiene ya el significado de «es A», «es B», sino el de «existe».

El desplazamiento de la cuestión del ser a cuestión del existir acontece en la historia del pensamiento a lo largo de la Edad Media. Hemos hablado unas líneas más arriba de «esencia»; en latín, la palabra essentia, creada (probablemente por Cicerón) para traducir ousía, significa el «qué es» de una cosa (a saber: mesa, olivo, caballo) y —por lo mismo— aquello en lo que, para esa cosa, consiste ser; en efecto, ambos significados coinciden: a la pregunta «¿qué es?», referida a Sócra­tes, se contesta «es (un) hombre», y en «ser hombre» consiste, en el caso de Sócrates, el ser; así, pues, la «esencia» es también una especie de tra­ducción del eîdos. Pero ya hacia finales de la Edad Media nos encontramos con que essentia es un término en cierta manera opuesto a existentia,  designando el primero el «qué es» de una cosa y el segundo su «que es (= que existe)», y con que est empleado absoluta­mente significa «existe». Finalmente, en la filosofía alemana inmediatamente anterior a Kant (es decir: en el siglo XVIII), la esencia es entendida como la posibi­lidad y la existencia como el cumplimiento de esa po­sibilidad; en efecto: que en la esencia de algo está incluida la nota Z significa que ese algo no puede existir si no es cumpliendo la nota Z, y, así, el que la nota Z sea constitutivo de la esencia de algo quiere decir que es constitutivo de la posibilidad de ese algo, que, sin la nota Z, el algo en cuestión no podría existir; es posible aquello de lo cual hay una esencia, esto es: un conjunto de notas definitorias que no se contra­dicen entre sí; pero con tal conjunto de notas defini­torias no se dice nada acerca de la existencia (= reali­dad efectiva) de lo definido; solamente se expone su posibilidad.

Entretanto, la remisión de la cuestión del ser a la cuestión del existir ha llevado consigo otra transfor­mación: Essentia traduce en cierta manera el eîdos de Platón y de Aristóteles. Aunque en este último el eîdos no fue­se lo ente, era, precisamente en Aristóteles, aquello en lo que consiste ser. Pero, ahora, el ser en términos absolutos es el existir y existentia es precisamente «lo otro» con respecto a essentia. Por otra parte, el eîdos no «existe» en modo alguno, precisa­mente porque no es ninguna cosa. El eîdos, la esencia, no es ni ser ni ente. No hay «esencias», sólo hay cosas indi­viduales. Un filósofo del siglo XIV, Guillermo de Ockam, dice que, cuando conocemos «(todo) hombre», lo que ocurre es simplemente que conocemos a Juan, Pedro, Pablo, etc., de un modo lo bastante confuso para que ninguno de ellos pueda distinguirse de los demás, tal como dos objetos algo diferentes parecen iguales cuan­do se los ve desde cierta distancia.

Ahora bien, la noción de «esencia» venía siendo en general el fundamento de que pudiese admitirse que ciertas proposiciones son universales y necesarias. Si decimos «Todo hombre es capaz de llo­rar», el fundamento de esta predicación no puede estar en la constatación de que todos los hombres que alguien ha encontrado alguna vez son capaces de llorar, porque eso no nos diría que todo posible hombre tiene que (precisamente por el hecho de ser hombre) ser capaz de llorar; el verdadero fundamento de la predicación en cuestión tiene que ser la misma esencia «hombre»; sólo si a la propia esencia «hombre» le pertenece (aun­que no sea una nota de su definición) la capacidad de llorar, puede verdaderamente decirse que todo hombre posible tendrá que ser capaz de llorar. Igualmente, si sabemos que nunca una piedra será capaz de hablar, no es porque nadie haya conversado jamás con una piedra (esto sólo nos diría que hasta el momento no se ha conocido ningún caso de piedra hablante), sino porque la esencia «piedra» excluye la capacidad de hablar.

Destruir la noción de «esencia» parece equivaler, pues, a destruir la posibilidad de verdades universales y necesarias. Claro que esto sería algo así como des­truir la posibilidad de todo saber y decir, pues no tar­daremos mucho en ver que en todo decir «es», en todo decir algo de algo, están supuestos y dados por válidos ciertos principios de carácter universal y ne­cesario. En todo caso, la filosofía moderna (siglos XVII, XVIII y comienzos del XIX), heredera de la destrucción de la «esencia» en el viejo sentido, encontrará la esen­cia (esto es: la posibilidad de verdades universales y necesarias) en otra parte.

 

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Martínez Marzoa, Felipe Iniciación a la Filosofía, Madrid, Istmo.


  
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