N º 3 Febrero de 1998 |
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(Salvador Aguilar y Pablo Garma)
El ideal de extensión de la «comunidad de investigadores» en comunidad universal de comunicación
(Gaizka Larrañaga Argárate)
Cuerpo per-sonare. Conexión entre máscara teatral y persona a través de la idea de cuerpo.
(Isidro Jiménez Gómez)
Maastricht, el obligatorio camino equivocado
(Plataforma contra la Europa del Capital y la globalización económica)
Entrevista a Felipe Giménez Felipe Giménez, licenciado en filosofía por la UCM, es profesor de I.N.B. desde 1989. En 1995 apareció su libro "La ontología materialista de Gustavo Bueno" en la editorial Pentalfa. Actualmente realiza la tesis doctoral sobre la obra de Gustavo Bueno Martínez. Cuaderno de Materiales conversó con él de la mano de Salvador Aguilar, Pablo Garma, Gaizka Larrañaga e Isidro Jiménez.
Cuaderno.- Se ha consolidado la idea de que la investigación en el área de la filosofía ha quedado reducida al ámbito universitario; mientras, los profesores de secundaria se encargarían de una formación filosófica básica del alumnado que no la posibilita. ¿Supondría su obra sobre G. Bueno algo así como el reducto de investigación propio a los profesores de secundaria y bachillerato, es decir, la investigación de cara a la didáctica filosófica? Felipe Giménez.- A mi juicio, ocurre precisamente algo muy diferente a lo mencionado en la pregunta que se me formula. En el ámbito universitario no se hace filosofía, sino filología y la verdadera filosofía se hace en el 1º Curso del Bachillerato logsiano, pues es la filosofía fundamental. Ahí los profesores de filosofía tienen que dar respuesta a las preguntas que se plantea y nos plantea el ciudadano normal. En cuanto a mi obra sobre Bueno, creo que va destinada al público culto que entienda algo de filosofía. Cuaderno.- En todo caso, "La ontología materialista de Gustavo Bueno" es una obra que supone de hecho cierta posibilidad didáctica de las tesis de este filósofo; incluso por el tono y el carácter general se ha de pensar que los destinatarios son los alumnos de secundaria. Ahora bien, ¿es posible tal difusión sin la pérdida del rigor crítico que se asocia a una corriente como la del materialismo filosófico? F.G.- Me gustaría que tal libro lo leyeran los alumnos de secundaria, pero excede con mucho su capacidad lingüística. No pensé en ellos a la hora de redactar la obra, sino en el público culto como ya he dicho más arriba. Es posible la difusión de la obra de Gustavo Bueno dentro de ciertos límites entre los alumnos de bachillerato. Ello sólo es posible si se han cumplido los objetivos pergeñados en el artículo 19 de la LOGSE, que es incumplido sistemáticamente por lo que yo he podido observar y a juzgar por los resultados intelectuales de nuestros alumnos de bachillerato. Creo, de todas formas, que la ontología de Gustavo Bueno sí se puede entender, lo que a lo mejor no se puede entender es mi libro. Yo puedo en una o dos clases hablarles a mis alumnos de la ontología de Bueno, y es posible que de los cuarenta que hay, dos o tres si lo entiendan. Yo les he hablado a mis alumnos de la ontología de Bueno, pero no he comprobado si la han comprendido. En realidad soy bastante pesimista, no creo que sea un público idóneo en el momento actual. De todos modos, soy pesimista en todo lo referente a la educación de la filosofía. La filosofía ha sido ya practicamente sentenciada a su desaparición en la enseñanza pública. No tiene sentido explicarle filosofía a una persona que no conoce nada del latín, ni del griego, vamos, que no conoce la tradición occidental. En el futuro, la filosofía desaparecerá de la enseñanza pública y se refugiará en la sociedad civil. Es decir, la filosofía se va a hacer predominantemente mundana. La filosofía académica se cultivará en el ágora, en la sociedad civil, no por parte del Estado. De todos modos, no se puede confundir filosofía académica con filosofía universitaria. Ya se puede ver, por lo demás, como se incrementa el número de personas que, según se liquida la filosofía en los institutos, van estudiando filosofía sabiendo que la van a tener que ejercer de forma mundana, privada. Lo que es seguro es que no va a haber ningún cargo específico en la universidad o en la administración para dedicarse a la filosofía. El Estado no quiere gastarse ya dinero en el filosofar ni en mantener una clase profesoral universitaria y de bachillerato que enseñe filosofía o haga filología filosófica. Ni lo uno ni lo otro sobrevivirán. Cuaderno.- La filosofía materialista ha supuesto, o al menos lo ha pretendido, ser una transformación de la realidad. Es decir, ha querido ser una forma de comprensión de la realidad en un sentido transformador. El final de la filosofía del que hablamos, ¿no supondría también la desactivación del proceso revolucionario y transformador que iría ligado a ésta? F.G.- Este proceso de desactivación hace años que ha empezado a producirse, sobre todo en los EEUU con la famosa filosofía para niños. También la Iglesia Católica supone hoy un peligro para la filosofía y colabora en la muerte de la filosofía, puesto que los eclesiásticos, los teólogos, renuncian a ella tras no tener ningún éxito su filosofía tomista. Actualmente, en los seminarios los curas ya no saben nada de filosofía, ahora aprenden técnicas de marketing para que la gente crea en Dios como sea, aun al precio de ignorar el dogma católico. Las grandes potencias buscan eliminar la filosofía, pues ya en este momento histórico resulta molesta e ineficaz para garantizar los procesos de legitimación del Estado capitalista monopolista: se habla de Foucault, Deleuze pero no se filosofa. Esto es pura erudición filologico-filosófica... Esto no se puede decir que sea filosofía. El fin de la filosofía alimentada por el Estado a través de cátedras universitarias y de bachillerato es inevitable a mi juicio, tal y como he señalado antes. Cuaderno.- En esto de salvar la filosofía de su muerte ¿no se sigue la idea ya clásica de filosofía como saber especial y privilegiado? Incluso en Gustavo Bueno parece que la filosofía, aún siendo un saber de segundo grado, tiene el privilegio exclusivo de tener a su alcance el material resultante de los saberes categoriales. F.G.- No creo que haya mucho privilegio, justamente porque la filosofía no es en sí ni para sí, sino que justamente se alimenta del resto de las actividades humanas y las necesita en cuanto preexistiéndola para poder ejercitar su reflexión sobre ellas. En este sentido, la filosofía siempre es heterótrofa y depende siempre de otros saberes previos. El único privilegio que se le podría conceder a la filosofía, según Gustavo Bueno, es que es el único saber que se puede autoconcebir. Es el único saber que puede hablar de sí mismo como un tema filosófico, de hecho, buena parte de la filosofía es la metafilosofía, esto es, la autoconcepción de la filosofía. En cambio, la autoconcepción de la física sería una filosofía de la física encubierta bajo la apariencia de una reflexión interna a la física. Así, la filosofía es una actividad parásita, tocando las narices a todos los especialistas y aprovechándose de lo que hay, del presente. No sé si puede decirse que esto sea un privilegio. Cuaderno.- Pero parece que además de este papel parasitario, la filosofía supone también una función esencial respecto de la autoconcepción que tiene el científico de su disciplina. Esta labor de contención de las ideologías que pudieran surgir de la metareflexión de los científicos, ¿no se debe entender como un papel esencial y necesario al desarrollo científico? F.G.- Efectivamente, una de las tareas de la filosofía materialista, siguiendo la tradición platonico-marxista de crítica a la falsa conciencia, es luchar contra las ideologías falsas. Y una de las ideologías o secreciones de la falsa conciencia social que están más de moda ahora es el cientificismo éste que muchos físicos disfrazan de ciencia física, cuando son auténticas especulaciones metafísicas que ellos hacen y que por la ignorancia que estos físicos tienen de la filosofía, nos retrotraen a los presocráticos en cuanto que tales especulaciones metafísicas y dogmáticas están hechas sin cautelas críticas y sin rigor. Estoy hablando de gente como Stephen Hawking. Tipler, Weinberg y otros que han tomado el papel y han ocupado el papel de los metafísicos. Hay que luchar contra la ideología espontánea de los científicos que es de tipo positivista. En este sentido, especulaciones actuales como la cosmología merecen una severa crítica gnoseológica, puesto que no tienen ninguna base científica firme, sino que más bien son un sucedáneo de la religión. Cuaderno.- Luego el discurso del científico especialista tampoco sería una alternativa, puesto que su autoridad filosofica habría de ponerse en cuestión... F.G.- Lo que le pasa al científico es que su racionalidad suele ceñirse sólo al ámbito de su producción científica. El ser científico no le garantiza a uno el ser racional en todas las áreas de la vida. Un científico puede ser tanto budista como cristiano, y dedicarse tras su trabajo a rezar. Mejor, en todo caso, creer en la ciencia que en la religión. Pero es que la ciencia no se cree, se conoce. En cuanto a la ideología espontánea de los científicos creo que siempre viene bien un poco de positivismo frente a la religión, pero tal positivismo no es la solución porque siempre deja aflorar, en cuanto tiende al irracionalismo, como todo positivismo, el fenómeno supersticioso. Cuaderno.- Respecto a teorías como la del Big-bang, que suponen divergencias entre los mismos científicos, ¿podríamos hablar de ese componente ideológico? F.G.- Me estoy acordando ahora de Kant y sus antinomias cosmológicas reseñadas oportunamente en la Crítica de la Razón Pura. Kant, que era un hombre muy inteligente, decía que al final hablar de Dios o el Universo llevaba a antinomias irresolubles por la razón pura teórica, y esto era y sigue siéndolo porque tales cuestiones no son científicas, físicas, sino filosóficas, ontológicas. Y volviendo a las antinomias antes citadas, había unas afirmaciones que eran las tesis, de carácter idealista y otras las antítesis, de carácter materialista-empirista. Pues bien, Kant dice que si adoptamos las antítesis la ciencia camina sobre sus propios pies, pero tal afirmación no es apodíctica ni tiene una demostración axiomática, directa, sino indirecta, apagógica. Bueno, pues sobre esto de la cosmología no sé si hoy habría antinomias de la razón pura, pero por lo demás no hay muchas alternativas. Y en caso de elegir o tener que decir qué alternativa es la mejor deberíamos a mi juicio, elegir la más materialista y tendríamos que hacerlo pensando en qué implicaciones político-prácticas tendría el adoptar una de ellas y no la opuesta. Una tesis que escogiéramos tendría que alimentarse de los errores y debilidades de las otras. Hay que analizar por ello, claro, qué consecuencias prácticas se derivan de creer o no creer en el Big-Bang. Cuaderno.- En el prólogo a su libro, Alberto Hidalgo le elogia por atreverse a "reexponer, por primera vez y con la parsimonia suficiente, las claves ontológicas de un pensamiento en ebullición", y sobre todo por su condición, no ya de "discípulo directo de Gustavo Bueno", sino de mero "lector de sus libros". Que la escuela de Oviedo no se haya adelantado a su proyecto, ¿no supone que éste no era urgente? F.G.- La escuela de Oviedo ha estado ocupada con otros asuntos no menos importantes. Tal vez un lector de Bueno como yo, que lo ha conocido por sus obras más que personalmente era el más capacitado para realizar una exposición seria y rigurosa de su pensamiento ontológico, y todo ello con la distancia que suministra el ser sólo lector de su obra. Para mí, viviendo en Madrid y contemplando la realidad académica española desde Madrid, era urgente difundir la potencia del materialismo filosófico en el panorama público español y que el materialismo filosófico dejara de ser un fenómeno regional asturiano. Mi intención era exponer las líneas maestras del materialismo ontológico para su difusión en España a nivel académico, pues es el gran desconocido y silenciado por sus adversarios idealistas con una eficacia superior a la que tenía la censura franquista. Ahora bien, no obstante esto, supongo que si has estado con Gustavo Bueno durante muchos años hablando acerca de lo divino y lo humano puedes conocer más detalles que si sólo has sido un lector de sus obras. De todos modos creo que el análisis de la obra de Bueno que he realizado es correcto filológicamente y se ajusta bastante bien a lo que él quiere decir. A estas alturas, en 1998, cambiaría sólo un poco la interpretación que he hecho, pero creo que en su momento lo hice con rigor. Cuaderno.- ¿Que cambiaría? F.G.- Bien, añadiría más datos de sus obras y alguna que otra nueva interpretación de su obra. Por ejemplo, se puede decir que Bueno llama materialismo a su obra porque tradicionalmente los idealistas han sido monistas. Cuaderno.- Quintín Racionero le criticaba a Bueno en un homenaje realizado por la revista META que sustituyera la idea de Ser por la de Materia ontológico general para así evitar el monismo de tal noción. Racionero decía que el monismo de la idea de Ser vendría dado por la tradición platónica de la que parte Bueno, pero que en Aristóteles no era así... F.G.- La única razón que aduzco yo es que Ser suena a idealista y materia a pluralismo y, logicamente, a materialismo. Sobre todo por la definición que da Domingo Gundinsalvo en la Edad Media, diciendo que la materia es lo caótico, lo que no tiene orden, partes extra partes. En cambio, parece que Ser siempre alude a orden, a cosmos, a ley, a nomos, a identidad. Las tradiciones en historia de la filosofía pesan mucho sobre las palabras, así que no se pueden cambiar las palabras utilizadas durante siglos para denotar determinadas cosas, tal y como ocurre en algunas traducciones de Aristóteles actuales en las que ya no se usa la palabra «sustancia» sino «entidad» para traducir «ousía». No sé que tendrá que ver la sustancia con la entidad y menos aún ousía con entidad. Esto sólo puede producir despiste en el lector. De todos modos, hay que decir que Aristóteles es monista porque, aunque en un primer momento diga que el Ser se dice de muchas maneras, sin embargo, debido a la teoría de la referencia común, todas las categorías inhieren en la sustancia y, a su vez, todas las sustancias inhieren en una única sustancia llamada acto puro que no tiene accidentes. Así, todo el cosmos finito está ordenado teleológicamente hacia una forma pura, pensamiento del propio pensamiento, sujeto puro, sustancia pura, ideal. ¿No es esto idealismo? ¿No es esto cosmismo? Cuaderno.- Usted afirma en su libro que la ontología de G. Bueno es "la pieza clave y fundamental de su sistema filosófico". Aún a pesar de incidir en la ligazón entre la ontología y la gnoseología, ¿Cómo se explica la mayor dedicación del profesor Bueno a la Teoría del cierre categorial? La relevancia que ésta ha adoptado, ¿no podría hacer pensar que su ontología materialista es menos original y recoge materiales supuestamente superados (como el esquema metafísico de Wolff, o el "idealismo" platónico)? F.G.- Es que la gnoseología es una ontología también. Las ciencias particulares son las ontologías regionales o especiales, porque reconstruyen parcialmente los entes, el terreno de lo ente. La gnoseología nos explica cómo es posible la ciencia, esto es, cómo se conoce el mundo. Además, en la gnoseología se tratan temas ontológicos clásicos. Por otro lado, hoy, tras el giro copernicano trascendental de Kant, es imposible hablar del ente sin hablar de cómo se conoce tal ente o, más aún, de cómo se construye el ente. Esa es la tarea que emprende Bueno con su gnoseología, completar la ontología materialista pergeñada en 1972. Gustavo Bueno se ha dedicado treinta años a su teoría del cierre categoríal. Y a la ontología no le ha dedicado poco, nada menos que tres libros. Creo que todo forma un contínuo, porque no puede haber una teoría de la ciencia sin un compromiso ontológico. Por eso él repite machaconamente que toda ciencia, para ser ciencia, necesita de un componente fisicalista, y las operaciones del científico, tal como dice Bacon, son operaciones de juntar y separar cuerpos. Ahora bien, yo creo que construir una teoría ontologica le ha resultado al profesor Bueno relativamente sencillo porque ha dado con sus principios o preámbulos, y el desarrollo de esa ontología es la gnoseología. Por ejemplo, Hartmann tiene cinco volumenes de ontología, pero de ontología ya regional. Bien, pues la tesis de G. Bueno es que resulta que la ontología especial son las ciencias. Osea, que la física es una ontología porque cuenta lo que hay. Lo que ocurre es que el ser se fragmenta en una serie de parcelas científicas, pero en cuanto la ciencia es lo único que nos permite saber lo que hay. Entonces, por un lado tenemos los principios, más o menos generales y abstractos, expuestos en estas tres obras, y por otro lado estan las ciencias que son, al fin y al cabo, las que están construyendo el mundo. La gnoseología materialista también es una forma de ontología, puesto que hay temas, como el problema de los universales o el de la verdad, que los trata en la gnoseología y no en la ontología. Cuaderno.- La ontología del profesor Bueno se abre camino y construye fente al irracionalismo, idealismo, nihilismo y relativismo, pero normalmente dejando a un lado la confrontación directa con los representantes más reconocidos, al menos hoy, de estas tendencias. ¿Cómo cree que debe interpretarse la renuncia de G. Bueno a una crítica explícita sobre Deleuze, Foucault, Derrida, incluso Heidegger, cuando parece que la aceptación filosófica de éstos la merece? F.G.- Interpreto el silencio de Bueno sobre tales autores como una muestra de que los considera irrelevantes intelectual y filosóficamente hablando y que por tanto, no merece la pena ni siquiera discutir pormenorizadamente sus tesis. Para él, estos autores son producto de modas editoriales francesas. Cuaderno.- Cuando el profesor Bueno se declara marxista lo hace desde la crítica a la distinción entre el filósofo contemplativo (ámbito teórico) y el activista político (ámbito práctico). Usted, que también se declara marxista, ¿cree que el papel político del filósofo debe principalmente dirigirse a la lucha contra el irracionalismo, los mitos mágicos y las fórmulas religiosas apocalípticas antes que, por ejemplo, a la crítica de los principios económicos del liberalismo monetarista? F.G.- A mi juicio, es al revés, se trata de criticar la economía política y las instituciones políticas primero y después las supersticiones mágicas o religiosas después. El filósofo es un político, al estilo platónico. Es un ciudadano que critica las instituciones sociales y políticas del Estado y luego ataca las creencias irracionales religiosas y mágicas para efectuar así la reforma del entendimiento. De todos modos, creo que habeis puesto una disyuntiva excluyente entre lo uno y lo otro. Para mí los dos momentos son indisociables: Un ciudadano ateo siempre será menos manipulable que un ciudadano creyente. En cuanto a ser marxista, lo soy en cuanto hoy en día todos somos galileanos o newtonianos, más que marxista en el sentido de repetir las tesis marxistas clásicas o adscribirme a una corriente política marxista militante. La no militancia en un partido político no quiere decir apoliticismo, sino que éstos no son hoy en día el instrumento adecuado para incidir en la transformación del mundo. Simplemente constato la situación empírica de los partidos políticos en España. No por ser marxista, materialista o de izquierdas hay que militar en un partido político necesariamente. Cuaderno.- ¿Qué ocurre entonces con la idea clásica marxista de toma del poder por parte del proletariado, el surgimiento de una sociedad sin clases, la caída del capitalismo...? F. G.- Hombre, lo ideal sería el Socialismo, la sociedad sin clases. Pero lo importante es ser realistas, porque si es por formular metas... Creo que el marxismo en este sentido ya no da nada de sí, y el sujeto revolucionario tampoco. El proletariado en Marx es una idea filosófica, es el Demiurgo de Platón, el que crea el mundo. Pero hay que tener en cuenta lo que dice Lenin: El proletariado sólo cuando es revolucionario. Y el de ahora no lo es. Creo que hay que buscar recetas realizables a corto plazo. El Socialismo se puede imponer de manera dictatorial y por la fuerza, como se ha hecho, pero eso duraría unos añitos porque la gente se cansa de sacrificios para generaciones futuras. La gente quiere vivir el presente. La primera generación aún puede aguantar entusiasmada, pero la segunda ya quiere ver los resultados positivos. Así que estas soluciones son siempre provisionales. Cuaderno.- Sin embargo, algunos marxistas mantienen hoy que la llegada del Socialismo, atendiendo a la situación crítica del sistema capitalista, es inevitable. F.G.- Hay que dejar de hablar de tanta inevitabilidad hegeliano-teleológica, porque nos llevan castigando con este asunto 150 años. También parecía inevitable lo del estalinismo y por eso había que alabarlo y callar la boca cuando morían millones de personas exterminadas en aras de las generaciones futuras. Creo que hay que abandonar esta idea de la inevitabilidad: Puede venir algún tipo de fascismo y puede venir el caos. Marx decía que la lucha entre dos clases también se podría resolver con la desaparición de ambas. Cuaderno.- ¿Y que posibilidades de transformación social asocia usted a la docencia filosófica, tanto en la Universidad como en secundaria? F.G.- En la docencia se puede intentar articular una praxis ideológica pero creo que siempre sería oblicua y no incidiría demasiado en el mundo ni en la transformación de la realidad. Creo que lo que se puede hacer es intervenir en la vida social y práctica, en las tribunas que se ofrezcan: clubes políticos, ateneos, asociaciones. Me parece que la universidad esta hoy muerta para este tipo de funciones. Cuaderno.- Por ejemplo, se podrían seguir las 10 propuestas de Gustavo Bueno... F.G.- Sí, tenemos las 10 propuestas de Gustavo Bueno. Es que él es anti-utópico. Lo más importante es hacer cosas que sean útiles y en ultima instancia él estaría apostando por un proyecto racional que podría ser adoptado por cualquier persona, independientemente de su procedencia ideológica. La virtud de las propuestas de G. Bueno es que se propone algo real y no algo utópico. No se puede decir que G. Bueno sea hoy en día socialista estrictu sensu: es un racionalista, y caiga quien caiga hay que ser racionalista aunque haya que acabar con todos los mitos de la izquierda, como el del sujeto revolucionario y otros que bloquean la acción de Izquierda Unida y otros grupos políticos autodenominados de izquierda en todo el mundo. Cuaderno.- Cuando se dice que la racionalidad no es patrimonio de los partidos de izquierda ¿Se ha de entender que la derecha puede esgrimir programas políticos más racionales? F.G.- La racionalidad de derechas sería una racionalidad limitada, en el sentido de que sería siempre una racionalidad particularista, puesto que ser de derechas para G. Bueno consiste en sostener que tiene que haber un grupo de hombres, etnias, de razas o de grupos que tienen que tener algun tipo de privilegio por no se sabe qué razón, por un motivo irracional en última instancia. Cuaderno.- Parece, según sus palabras, que hay que buscar otros espacios o ámbitos, diferentes a los partidos políticos y a la universidad o la docencia en general, para hacer política. Gustavo Bueno ha acudido a la televisión con bastante asiduidad a hacer este tipo de «política racionalista» ¿Le parece a usted que es éste un ámbito adecuado para estos fines o que, como también se denuncia, es un medio tan saturado de opinión y regulado por fines comerciales, que el discurso filosófico no tiene lugar, queda desvirtuado? F.G.- Veamos, el que Bueno asista a la TV a decir cosas es una forma de difundir su filosofía y su pensamiento. Hay que estar ahí, en la lucha ideológica. Hay que dar ahí la batalla. Yo, desde luego, no me siento capaz, pero él tiene todo su prestigio y no se siente afectado por luchar contra brujos y magos. Es también una cuestión personal, pero no queda más remedio que hacerlo, aunque sea para decir que Dios no existe o que todo es material. Porque se oye cada cosa por televisión... La televisión fomenta el dogmatismo, por eso lo único que se puede hacer frente al dogmatismo en la TV es poner más dogmatismo, pero ideológico. Si Gustavo Bueno u otros no fueran a la TV a hablar, habría en la televisión un monolitismo ideológico escandaloso. Cuaderno.- Desde luego, el irracionalismo no es un producto exclusivamente televisivo, sino más bien la televisión lo recoge del ambiente social. Pero, ¿Se puede hablar de un mayor auge de irracionalismo hoy, con el milenarismo y la vuelta a las religiones secundarias?, ¿le parece posible constatar alguna forma específica de irracionalismo adaptada al mundo liberal? F.G.- Temáticamente irracionalismo se llama a esa corriente filosófica surgida con Schelling y Schopenhauer en el siglo XIX. Pero, irracionalismo siempre ha habido. Por ejemplo, el agustinismo político, la escolástica de San Buenaventura o el misticismo, son formas de irracionalismo. Hoy en día es moda, pero porque toda filosofía, a raíz de la sociedad de consumo, se ha convertido en moda. Hace 30 años, si uno decía que había tenido relaciones sexuales con un extraterrestre se le metía en el manicomio, hoy se le lleva a un programa de televisión, y se gana unos dinerillos, o se aprovechan de él y se los ganan otros. Depende de si es tonto o es un caradura. En cuanto al liberalismo, como preconiza una pluralidad ideológica, tiene que decir también que el irracionalismo es una alternativa, y de hecho, los mismos teóricos liberales son irracionalistas cuando se remiten a su propia subjetividad como algo irreductible. Hume dice que la razón debe ser esclava de las pasiones. Eso es una muestra de irracionalismo. En este sentido, Hume es un claro precursor de Nietzsche. En el ámbito económico, los intereses son cualquier cosa subjetiva que a uno le interese, y como eso es inanalizable... ese es un dato del que se parte pero que nunca se pone en cuestión. En principio los gustos de los consumidores son irracionales en el mercado, aunque la escuela marginalista sostiene que hay un consumidor racional perfecto, pero esto es como la teoría del perpetuum movil que no se dará jamas, o la ley de Le Say, que dice que la oferta y la demanda se equilibran. Digamos que el liberalismo es una especie de mitología: tiene un aire racionalista, pero para justificar sus contenidos irracionales, que nunca se ponen en duda. Igual que los positivistas lógicos tampoco ponen en duda las sensaciones como dato último irreductible del que hay que partir. Es un poco como la idea de alétheia en Heidegger, la verdad de la que hay que partir y no se puede poner en cuestión. Madrid, 6 de Febrero de 1998.
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Ciencia y comunidad ética. El ideal de extensión de la «comunidad de investigadores» en comunidad universal de comunicación. Gaizka Larrañaga Argárate ¿Podría un embustero ser tan buen razonador como un hombre honrado? Esta cuestión que indaga las relaciones entre lógica y ética la suscita Ch. S. Pierce en un artículo sobre las llamadas ciencias normativas1, e inmediatamente da una respuesta negativa: «un estafador seguro que se tima a sí mismo». En efecto, el recto razonar exige un hábito de probidad y hasta «una auténtica elevación del alma». Hasta tal punto el autocontrol racional es el mismo en ética y en lógica, que Pierce llega a decir humorísticamente que: «si fuese verdad que toda falacia es pecado, la lógica quedaría reducida a una rama de la filosofía moral»2. La Razón es una y, por ello mismo, da unidad.Podríamos empezar, si se quiere, por ilustrar la relación apuntada por Pierce entre lógica y ética con el consabido ejemplo de las dos caras de la moneda: si la moneda está acuñada por el anverso con el lema «el hombre bueno razona rectamente», en el reverso de la misma se lee que: «el recto razonador es bueno (i.e. obra con rectitud moral)». Dicho de otra manera: el establecimiento de un reino moral universal en la tierra equivale a la extensión, igualmente universal, de la verdadera comunidad científica. Ahora bien, ¿qué es la verdadera comunidad científica?; ¿acaso podría ser la Academia de Platón como pedazo visible de la "Politeia" eidética inserta en la fenomenicidad de la ciudad de Atenas? Desde luego que no; pues esto, en el mejor de los casos, no significaría otra cosa que: «hipostasiar [una] "unidad ideal del ser" (...) separarlo de la aplicación que de él realizan los hombres al obrar (...)»3. Tampoco la verdadera comunidad científica sería (de acuerdo con la interpretación habermasiano-apeliana de Pierce, que es la que aquí queremos comentar) aquella de la que hablan con entusiasmo los "positivistas", pues en ella, dominada como está por la "razón instrumental", razonarían tan bien como los buenos en sentido moral, los malvados, y aún éstos con ventaja. Ahora bien, la verdadera "República del Saber" (y no es cosa baladí el que haya de ser, en la "política de la ciencia" piercena que tratan de proseguir Habermas y Apel para reforma de la autocompresión científica, justamente República y no, por ejemplo, Monarquía. En efecto, la monarquía sería a la política lo que el psicologismo a la teoría del conocimiento. El rey, sea filósofo o no, es siempre un solipsista, una fuente inagotable de dogmatismo frente a la voluntad general de la Razón), guarda una relación esencial con la imperfecta comunidad científica moderna, puesto que en ésta se contiene la semilla de una posible e ilimitada comunidad (tanto científica como no-científica) de comunicación libre de coacciones. La maduración y posterior extensión del germen racional exige que la ciencia abandone su autocomprensión positivista y reconozca a la conciencia racional, a la conciencia en general como fruto legítimo de su vientre para anunciarla al mundo y proclamar su reino universal. Es verdad que Kant había ya hecho esto, pero lamentablemente lo hizo en falso, esto es, la conciencia racional en cuanto tribunal ante el que hay que someter toda validez es en el filósofo de Königsberg, una conciencia de hecho solipsista (sus contenidos son, por tanto, y desde el punto de vista de una "crítica" que considera la necesaria mediación comunicativa de tales contenidos, indiscernibles de aquellos otros contenidos que pudieran alumbrarse como consecuencia de una neurosis subjetiva) aún si, intencionalmente, se autoproclama como razón común. Una razón efectivamente común, exigiría mediación lingüística. Así, pues, la conciencia racional es una comunidad mediada por signos. Pues bien, la comunidad científica internacional está desde luego constituida a través de mediaciones lingüísticas, pero no es aún, sólo por ello, una comunidad que observe las reglas de la acción comunicativa ideal. Justamente aquí se hace patente para Apel y Habermas la importancia de la "intención kantiana" arriba indicada, por muy insuficiente que ésta fuera, dado que, en su análisis de la conciencia fundaba Kant una lógica trancendental, que la lógica de la ciencia ha abandonado en favor de un análisis sintactico-semántico del lenguaje. Se eliminarían así, según la autocomprensión positivista de la teoría de la ciencia, los últimos restos de psicologismo que aún quedaban en Kant. El lenguaje desplaza a las facultades psíquicas como sustrato de las reglas a priori que determinan la construcción legal de toda ciencia, y la conciencia da paso a la justificación lógica (sintáctico-semántica) de los enunciados científicos. De este modo, parece claro que con el advenimiento de la lógica formal renovada matemáticamente, la «conciencia en general» kantiana se tornaría innecesaria, suprimible. Sin embargo, Apel insiste en recuperar, aún ahora, sobre todo ahora, la función transcendental del sujeto cognoscitivo, mientras Habermas, se lamenta de la pérdida de reflexividad que acompaña al arrumbamiento de la teoría del conocimiento en favor de la teoría de la ciencia. La solución, cerrada ya definitivamente la vía metafísica de acceso al Reino (República) de la intersubjetividad libre de coacciones, no puede radicar más que en una depuración de la «logic of science» que la ponga en condiciones (o pre-condiciones) de desarrollarse como lógica de la acción comunicativa. Habermas acepta que sólo cabe corregir en un determinado sentido el triunfo, por lo demás indisputable, del positivismo, pues éste: «ha suprimido de una manera tan eficaz las viejas tradiciones y a monopolizado de una manera tan efectiva la autocomprensión de la ciencia que (...) la apariencia objetivista no puede ser destruida volviendo simplemente a Kant, sino sólo de forma inmanente por medio de una metodología que persiga hasta el fin sus propios problemas y, de esta suerte, se vea obligada a la autorreflexión.»4 De manera similar, el problema del sujeto de conocimiento reaparece, según Apel, con el agotamiento del programa del "empirismo lógico". Este fracaso tiene lugar a causa de la «abstracción sintáctico-semántica» realizada por la primera versión de la moderna «logic of science», lo que necesariamente implica menoscabar la reflexión referida a las condiciones de validez intersubjetiva que toda ciencia empírica reclama. La dimensión trancendental quedaría así suprimida ideológicamente. Pero, también para Apel la lógica comunicativa se revela como desarrollo inmanente de la lógica de la ciencia fundada en el análisis del lenguaje, puesto que este autor pretende la disolución de la abstracción sintactico-semántica, por medio de la restitución al análisis lingüístico, de la dimensión pragmatico-transcendental. Todas las ulteriores protestas de Habermas y Apel contra la tradición positivista y la razón instrumental no pueden modificar el carácter modélico de la comunidad científica para toda ética del discurso basada en el consenso logrado en la dimensión pragmática (más aún, tales protestas contribuyen a depurar el modelo procedimental de la ciencia). Así, pues, la necesidad de la «dimensión pragmática de la interpretación humana de los signos como condición de posibilidad y validez de los enunciados»5 (que se hacía patente, como vimos, en el mismo carácter defectivo del intento de justificación de los enunciados de las ciencias particulares por parte del empirismo lógico) implica la idea de consenso o acuerdo intersubjetivo de los intérpretes de signos de un lenguaje determinado. Los elementos esenciales que permiten pensar este programa de transformación semiótica de la filosofía transcendental kantiana, los ha explicitado Ch. S. Pierce, el «Kant de la filosofía americana». Pierce transforma la crítica de la metafísica, como análisis de la conciencia cognoscente, en crítica del sentido, como análisis del proceder de la comunidad de investigadores e intérpretes de los enunciados científicos. La unidad de la consciencia racional, en que se fundaba la unidad del juicio, se torna en consenso social-pragmático de aquella comunidad que constituye la síntesis cognoscitiva para la que, en consecuencia, es condición de posibilidad y validez. Es cierto que no existe una efectiva unidad de los discursos y comunidades científicas, dominadas muchas veces por coacciones promovidas por múltiples intereses particulares que proceden, tanto del exterior, como del interior de la comunidad de "sabios". Pero ¡Es preciso tener paciencia! Porque la dimensión pragmática de la interpretación presupone el compromiso y como, por otra parte, la comunidad de investigadores es, a la vez, una comunidad de intérpretes (es decir: como las ciencias naturales son de hecho también "saber hermeneútico" y no solamente "saber positivo") el consenso efectivo llegará tan pronto como el interés de la comprensión ponga ante los ojos de la ciencia aquello que ella ya presupone, aquello que ella es en sí. Pero importa señalar para nuestro propósito: 1) que el ideal regulativo que se señala a la comunidad científica es, al mismo tiempo, cognoscitivo y ético; 2) que el consenso es ético porque es universal, luego la comunidad científica restituida en su plenitud triádica (sintactico-semantico-pragmática) ha de ser la comunidad universal de los seres racionales. Apel nos informa de que Pierce rechazó: «la distinción kantiana entre razón teórica y práctica (...) porque para él el proceso histórico del conocimiento, cuya meta se encuentra en el futuro, supone un compromiso social y moral de todos los miembros de la "Community of investigators", justamente en virtud del falibilismo o del meliorismo de todas las convicciones. Junto con la distinción entre noúmenos y fenómenos en sentido kantiano, queda también suprimida para Pierce la distinción entre principios regulativos y postulados morales: «el mismo proceso social real, cuyo éxito fáctico es incierto es, a la vez, objeto de la lógica y de la ética». Bien, ocurre que se producen acuerdos acerca del sentido de determinados enunciados en círculos reducidos de intérpretes especializados en un lenguaje dado. Esa fijación del sentido constituye lo fácticamente conocido de un lenguaje. Si la fijación a acontecido según todos los requisitos lógico-éticos que ha de cumplir en su proceder la comunidad de investigadores, supondremos que lo conocido coincide además con lo cognoscible y con lo en sí real. En este caso, se confunden validez y facticidad. El proceso se invierte si lo consideramos ahora desde el principio regulativo, a saber, desde el consenso permanente al que nos aproximamos indefinidamente. En efecto, este fin es cognoscible, pero aún no es conocido, esto es, su sentido no ha sido fácticamente fijado. Ahora bien, la facticidad que ha de fijar el consenso permanente no puede ser más que una acción dirigida a la comprensión. Sucede, no obstante, que el contenido de la comprensión se impone como referente idéntico de la unánime comunidad de intérpretes comprometidos con la verdad. Pierce imagina este referente como lo en sí "conocido" por la opinión definitiva de una comunidad de investigadores a la que ya nada quedaría por investigar al respecto. Con ello, sin embargo, la dimensión pragmática queda rebasada en el sentido del objeto absoluto, independiente, aún si finalmente puesto, por hipótesis, en concordancia exacta con el conocimiento que resulta de la obstinada y virtuosa prosecución del método científico. Naturalmente la comunidad de interpretación, no ha sido concebida nunca como el horizonte transcendental de aparición de lo en sí, sino sólo y en el mejor de los casos, como el lugar en relación al cual lo en sí queda "interpretado"; pero es que además, en esta situación, la semejante comunidad hermeneútica se manifiesta como siendo ella misma constituida por lo real manipulado con misteriosa (misteriosa desde los presupuestos de Habermas-Apel) eficacia por las operaciones técnicas.6 (eficacia manipulativa que habría que suponer incrementada con el concurso de la probidad). Dicho sin piedad: la razón instrumental es buena en sentido moral. Y esta conclusión es naturalmente inaceptable para Habermas-Apel, quienes, sin embargo, habrían de aceptarla a fortiori si es cierta nuestra interpretación de los presupuestos que alumbran la prosecución del proyecto pierceano que estos dos autores emprenden. Pero, como veremos, es precisamente la inaceptabilidad de estas consecuencias la que impide que esa prosecución pueda apurarse. Lo veremos con particular claridad en el caso de Habermas, hasta el final. Ahora bien, las consecuencias están implicadas en los presupuestos, de manera que es absurdo aceptar plenamente éstos pero querer aceptar "sólo en parte" las consecuencias que de ahí se derivan. En opinión de Habermas, con el recurso a lo real en sí (objetivismo) acontece una recaída en el positivismo: «la lógica del lenguaje acaba siendo reemplazada por una doctrina de las categorías que abandona tácitamente el planteamiento transcendental y renueva, de una manera apenas velada, la ontología»7, de lo que se seguiría la imposibilidad de ir más allá del interés técnico del conocimiento, convertido en marco cuasi-transcendental de constitución cognoscitiva de objetos8. Pero, es preciso preguntar ahora, en qué ha de fundarse el consenso pragmático si se retira la hipótesis ontológica de Pierce que, al menos, alude a una instancia coactiva que va moldeando el consenso universal, el «catholic consent». Pues sin esto, el consenso efectivo parecería, una vez logrado, estar suspendido como resultado de una fuerza oculta, digamos, de una misteriosa "coacción sin coacciones". Sin embargo, es evidente que el acuerdo intersubjetivo universal tiene que descansar en relaciones sociales que estén orientadas en el sentido de semejante ideal regulativo. Por tanto, el ideal regulativo supone la creación de relaciones sociales que no pueden producirse y reproducirse a partir de la mera comprensión de la validez que emana del ideal mismo, sino que, más bien, son resultado de una acción tecnico-manipulativa, aplicada al Lebenswelt y, ya no tanto, al mundo natural. El mismo Habermas admite que la interacción dirigida a la comprensión requiere, en condiciones normales, que los participantes en la argumentación compartan un mismo universo normativo (roles sociales, reglas de conducta, etc.) y expresivo (representaciones simbolico-culturales). Esta uniformización social es la condición de la fijación de sentido ético en el mundo de la vida y, como consecuencia, la comunidad ética universal exige el tributo de la homogeneización socio-cultural a escala planetaria, cuya realización fáctica es impensable sin la intervención de la denostada aplicación, al control y modificación social, de la razón instrumental que, de nuevo, como en el caso de Pierce, parece laborar en favor de la moralidad. El ideal de consenso ético determina que tanto Habermas, como Apel precisen un desarrollo de la filosofía pragmatico-trascendental inmanente a la lógica de la investigación cientifica-modélica por su aptitud para fijar el sentido de sus enunciados, para establecer paradigmas por los que transcurre la ciencia normal como por un seguro camino, para la erradicación de la tensión polémica. En este punto, no sólo es legítimo, sino casi inevitable, sospechar que el desarrollo de la filosofía transcendental kantiana a partir de la corrección pragmatico-hermeneútica de la tradición positivista no es más que un trámite obligado para rehuir, como al mismo demonio, una pragmática construida, por ejemplo, según modelos de argumentación retórica que pudieran, tal se teme, regularse por un ideal de disenso, por una especie de politeísmo o "idio-latría" ética. Por último, señalemos brevemente las curiosas consecuencias que la ampliación de la comunidad de investigadores de Pierce a comunidad comunicativa universal ha producido, a nuestro juicio, en la teoría habermasiana de los tipos de interacción lingüística, según los intereses que lo mueven. En efecto, Habermas propone tres modelos de acción: 1) acción estratégica, 2) acción orientada por normas, 3) acción dirigida a la comprensión; que creemos podrían compararse con provecho con la clasificación de los métodos de fijación de la creencia que ofrece Pierce, con el fin de producir un esquema de la transformación de la comunidad de investigadores en comunidad de comunicación. En primer lugar, ofrecemos las diferencias: si bien se supone que la razón es la misma en su uso práctico o cognoscitivo, la comunidad de comunicación y la clasificación de los modelos de acción se configuran en Habermas desde una perspectiva ética (entrelazada con lo teórico), mientras que la pierceana comunidad de investigadores y sus métodos de disipar la duda, lo hacen desde una perspectiva esencialmente teórica (entrelazada con el interés práctico). Pero la diferencia más llamativa radica en el número de elementos de las respectivas clasificaciones: tres modelos de acción frente a cuatro métodos de fijar la creencia. En efecto, si bien la acción estratégica y el método de la tenacidad, por una parte, y la acción orientada por normas y el método de la autoridad, por otra, se corresponden con aproximación, sin embargo, a la acción dirigida a la comprensión habría que ponerla en relación, o bien con el método experimental, o bien, con el apriórico, o bien, con ambos métodos a la vez. La explicación de esta leve asimetría se comprende tan pronto como se piensa en la corrección del método experimental (en el sentido de sacar a la luz lo que en él hay de método apriórico) que ha pretendido Habermas respecto al «positivismo larvado» de Pierce. Por otra parte, los métodos pierceanos se ordenan de acuerdo a una supuesta sucesión histórica, en tanto que Habermas no se atreve a ir más allá del fundamento de un enunciado universal a priori que dé consistencia a la hipótesis de un desarrollo evolutivo de la conciencia moral. Quizá esta precaución se deba al temor de Habermas de fomentar un «larvado positivismo», pues, él mismo señala cómo el espíritu positivo «sólo podía imponerse a base de una filosofía cientifista de la historia, puesto que el marco epistemológico no podía ser eliminado sin que el concepto filosófico de conocimiento, despreciado como metafísico, fuera compensado al menos por una explicación del sentido de la ciencia (...) Esta dimensión, que el primitivo positivismo acepta sin vacilar, no pertenece a un contexto genético exterior a la teoría de la ciencia (...) señala más bien un camino necesario para la reducción de la teoría del conocimiento a teoría de la ciencia, que ésta, a su vez, tiene que recorrer en sentido inverso en la medida en que se vea obligada a la auto-reflexión.»9 Salvadas estas diferencias, las semejanzas de contenido (de cuya descripción detallada prescindimos aquí, no sin dejar de confiarla a la solicitud del lector interesado) entre los elementos de ambas clasificaciones puestos convenientemente en relación, se hacen patentemente presentes de inmediato. Solamente a título de ejemplo: el agente que se atiene a una racionalidad estratégica, según una estructura instrumental-teleológica, adopta en su acción una especie de método de la tenacidad, pues su cálculo racional no va nunca más allá de la manipulación efectiva de los medios dirigidos a la obtención de un fin de utilidad; tal y como el obstinado no razona más que para persistir en aquella creencia que le es, por alguna razón, subjetivamente más fácil de sostener que una eventual alternativa. De este método, dice Pierce que «el impulso social va contra él [contra el método de la tenacidad]. Quien lo adopta, se encuentra con que otros piensan de modo diferente a él, y en algún momento de mayor lucidez será proclive a pensar que las opiniones de éstos son tan buenas como las suyas propias, quebrantándose así su confianza en su creencia. Esta concepción de que el pensamiento o el sentimiento de otro hombre pueda ser equivalente a la de uno mismo constituye claramente un nuevo paso (...) el problema se transforma en cómo fijar la creencia, no meramente en el individuo, sino en la comunidad.»10 De modo similar, el conjunto de cálculos individuales de utilidad es necesariamente conflictivo, es el estado de naturaleza de la razón que da paso a la acción dirigida por normas que, a su vez, resulta de la asunción de roles sociales por parte de sujetos que operan según esquemas sistémicos del mundo de la vida en que están insertos, confiando la resolución de conflictos a las normas establecidas en él. Como dice Pierce a propósito del método de la autoridad: «Dejemos actuar la voluntad del estado en lugar de la del individuo.»11 Por último, el reconocimiento de las pretensiones de validez de los actos de habla de los interlocutores de una ilimitada comunidad de comunicación implica una acción dirigida a la comprensión («comprendemos un acto de habla cuando conocemos aquello que lo hace aceptable»). Según Pierce, toda validez ha de ser procedimentalmente justificada: «Hay que adoptar un método nuevo y diferente de establecer opiniones, que no sólo produzca un impulso a creer, sino que decida también cuál es la proposición a creer.»12 Al decir de Pierce, por tanto, existen dos métodos para justificar la fijación de las creencias, de modo que, para decidir entre ambos métodos, es preciso introducir un nuevo requisito de excelencia que nos ponga en la vía de alcanzar un punto final de la investigación: «Para satisfacer nuestras dudas es necesario, por tanto, encontrar un método mediante el cual nuestras creencias puedan determinarse, no por algo humano, sino por algo permanente externo, por algo en lo que nuestro pensamiento no tenga efecto alguno.»13 En este punto, el ideal pragmático orientado éticamente y, por ello mismo, sin líneas de fuga hacía lo no-humano propuesto por Habermas, es incapaz de proseguir hasta el fin el progreso selectivo de Pierce, de modo que renuncia a la decisión entre la alternativa metafísica/ciencia, y trata de suturar la herida producida por el objetivismo mediante una renovación y extensión del a priori ético. NOTAS: 1 "Las Ciencias Normativas" en El hombre, un signo, 3ª parte, p. 281, Editorial Crítica, Barcelona, 1988. 2 Ibíd. p. 285 3 Cfr. K.-O. Apel "La transformación de la filosofía"; vol. II; p.153; Taurus; Madrid, 1985. 4 "Conocimiento e interés"; parte II; pp. 77-78; Taurus; Madrid, 1982. 5 Cf. K.-O. Apel; "La transformación de la filosofía"; vol.II; p. 151; Taurus, Madrid, 1982. 6 El marco metodológico de la investigación científica se pensaría , según esto, como mecanismo suprainstintivo de adaptación histórico- evolutiva. 7 "Conocimiento e interés" ;parte 2ª, p.118, Taurus, Madrid, 1982. 8 Este juicio ha merecido el reproche de unilateralidad lanzado por Apel . Cf. «Transformación de la filosofía »; vol. II ; p.157; Taurus, Madrid, 1985. 9 "Conocimiento e interés", parte 2ª, pp.80-81, Taurus. Madrid, 1982. 10 "El hombre un signo", pp.186-187, Crítica, Barcelona, 1988. 11 Ibid.; p.187 12 Ibid.; p.190 13 Ibid.; p.197 volver al indice de este número
Ensayo de la conexión entre máscara teatral y persona a través de la idea de cuerpo humano. Isidro Jiménez 1.- La máscara per-sonare. Es bastante conocido el origen de la noción de persona a partir de la máscara teatral (pros-opeion) en la grecia clásica. La máscara que cubría al actor dramático alteraba su voz a la vez que la hacía más audible, era, pues, per-sonare. Sin embargo, el proceso por el que pasa a designar a la persona se presenta como un proceso complejo, difícil de explicar, aunque desde luego no arbitrario. No podemos reconocer este paso únicamente en las variaciones terminológicas, por mucho que éstas supongan una proyección de su evolución conceptual. En definitiva, y esto parece prueba del interés del asunto, lo que en la Grecia clásica designaba la máscara que llevaba el actor, es decir, el personaje representado, termina siendo la persona jurídica del derecho subjetivo y absoluto. Así, la idea de persona moderna, que no queda totalmente identificada (superpuesta) a la de hombre, significará una reelaboración de los problemas presentes en la misma conexión entre máscara y hombre o personaje y persona. Aún con más intensidad en estos dos últimos siglos, con un renacido interés por el teatro y la teoría estética que aborda la representación dramática. Si bien la comparación entre la vida del hombre y la del personaje representado en escena nos remite de nuevo a la Grecia clásica, es la modernidad avanzada, la Ilustración, la que inserta como elemento fundamental del análisis estético la conexión entre la conciencia del actor y la conciencia representada. Es decir, se vuelve a adoptar como problema no resuelto la relación entre arte original, copia y simulacro, pero ahora en cuanto asunto psicológico de primera magnitud. La máscara que usa el actor en la representación muestra un personaje, por lo que la comparación entre la persona y el papel que le toca representar en la escena (la sociedad como fondo en el que se desarrollan las vidas de las personas) se presentó sencilla desde el inicio mismo del teatro: «Recuerda que tú no eres otra cosa que actor de un drama, el cual será breve o largo según la voluntad del poeta. Y si a éste le place que representes la persona de un mendigo trata de representarla en forma adecuada. Puesto que a ti sólo te corresponde el representar bien a la persona que se te destina, cualquiera que sea: corresponde a otro el elegirla» (Epicteto). La analogía entre la vida del hombre y el papel (personaje) de la obra de teatro aún queda reforzada por el mito romántico del destino cruel («la vida es un drama») y, en definitiva, por qualquier idea de conciencia trascendente que «maneja» los hilos de sus marionetas. Así, el papel que el hombre representa en la vida sería, en principio, el escrito por algún Dios o cualquier conciencia divina controladora de los destinos individuales humanos. Metáforas en este sentido sobran, tanto en la filosofía como en la literatura. Ahora bien, la segunda idea que ofrece la metáfora de la máscara teatral griega es la conexión entre lo interno y lo externo. Es decir, la de la variación o corrección respecto del «hombre» previo, el actor originario, pues toda la temática del teatro nos remite constantemente a una idea de desdoblamiento, como en lo artístico el caso de la distinción entre la copia y el original. Así, la máscara será tanto la variación que se impone de manera transcendente como corrección del original (a manos incluso del mismo Dios creador) o la realización del sujeto social, individuo informe que se hace persona en la sociedad, adoptando justamente un papel según la idea de funcionalidad orgánica. Son sólo dos polos que acotan las múltiples posibilidades de conexión entre la máscara y la persona: desde la identificación absoluta hasta el desdoblamiento (desdoblamiento que ejercita el actor cuando distingue entre el papel dramático que representa y su propia vida). Es por ello que el "naturalismo" moderno (desde Grocio y el derecho natural hasta el liberalismo del s. XIX) aprovecha y elabora múltiples formas de fractura entre el ámbito natural, el hombre pre-social, y el ámbito cultural o social, el que desemboca en el ciudadano político, inserto en la estructura normativa y en el contrato social que regula la confluencia de deseos e intereses individuales. El éxito de esta distinción es notorio cuando, posteriormente, la sociología la recoge para hacer de ella uno de sus pilares, a través de ideas como la de rol, estatus o posición social. Entonces, la persona, moldeada por la función social y el personaje que realiza en el escenario social, quedaría como algo en alguna medida desligable del sujeto previo. Tal sujeto no personificado, lo que desde el personalismo podría ser mero individuo, parece recoger la idea de hombre en cuanto no idéntica a la de persona, según su sentido zoológico (respecto a otras especies animales, por tanto). Es decir, el sujeto sin papel social o sin «forma» personal sería asocial o natural respecto de la persona humana (de la misma manera que no se dice de nuestros antepasados de las cuevas de Altamira «personas», sino sólo «hombres» o «humanos»). Efectivamente, la noción de persona parece ir ligada indefectiblemente a ciertos momentos históricos, como en principio al derecho romano y, actualmente, cuando la noción de persona se ha extendido a todo hombre de la tierra, a la universalidad jurídica moderna e ilustrada. Por lo tanto, el desdoblamiento que supone respecto del actor su máscara se proyecta en la distinción entre hombre y persona o entre individuo y persona. Y esto porque la máscara puede ser corrección cultural o social de algo previo, natural (una potencialidad o un sujeto amorfo, es decir, materia humana a la espera de conformación social), pero para lo malo y para lo bueno: para la pérdida de una supuesta (metafísicamente) subjetividad natural, liberada de las normas y restricciones sociales que suponen los demás sujetos; y para la obtención de aquellas características definidoras de la persona (ensalzadas por el humanismo y actualmente por su derivado, el personalismo cristiano, siempre desde posturas existencialistas y gnosticas). Sin ir más lejos, tanto Aristóteles como Platón defienden el ámbito de lo social y la organización política de la sociedad como auténtica forma de vida del hombre (politikón zoon). La alternativa, el «hombre natural», antes que una alternativa real se presentaría como la fórmula genetico-explicativa más recurrente. En este sentido, el papel que supone el ciudadano en la polis es el personaje imprescindible que cada uno es, sin el que la sociedad no funciona (al modo como el organismo enferma cuando falla alguno de sus órganos, siguiendo la metáfora tan del gusto del mismo Platón).
2.- La conexión apariencia/realidad. El verbo griego Phaino significa alumbrar, mostrar, señalar, revelar, parecer ser o semejar. Así, el phainómenon sería aquello que aparece y se hace presente; otra cosa es si este aparecer es mero reflejo de una realidad no presente u oculta a la «luz», símbolo del conocimiento. Pues bien, Fenomenología designa hoy principalmente a una corriente filosófica que reclama, con Husserl, ir a las cosas mismas, es decir, la aproximación a la realidad misma suponiendo justamente la no apariencialidad de lo que se presenta a la conciencia pura, el fenómeno. Fenómeno, por lo tanto, no sería para Husserl, Merleau-Ponty y toda la tradición fenomenológica, el estado psíquico de Hume (presencia en la conciencia), ni lo aparencial que se opone al noúmeno o cosa en sí (por mucho que esta distinción haya gozado de gran aceptación desde Kant y aún desde Platón respecto al mundo de las ideas). Antes bien, la fenomenología se presenta a sí misma como un saber cierto de las cosas, no como engañosos reflejos de realidad, sino como realidad misma, como lo que realmente son. Esta forma de enfrentarse a la realidad supone unas reglas previas, recogidas en el llamado método fenomenológico, nervio principal de la corriente filosófica denominada Fenomenología. Frente a la simple e inocente creencia en la realidad del mundo y de la conciencia, que Husserl llama actitud natural, se contrapone un momento crítico, no ya la duda cartesiana, sino la reducción o epojé. Así pues, el realismo ingénuo ha de ser corregido desde la «nulidad gnoseológica», momento que justamente permitiría el acercamiento a las cosas mismas, pero no ya como en el caso del positivismo científico y el naturalismo, que pretenden conocer las cosas postulando de antemano lo que realmente son, sino desde un análisis que reduce lo accesorio. Esta actitud crítica, de claras resonancias cartesianas, supone que la conexión entre ser y pensar, entre conciencia interna y mundo externo, pende de un momento exacto, al que habría que dedicarse, superando la conciencia solipsista de Descartes. Al cogito cartesiano se liga necesariamente la cogitata, es decir, se supone ya la direccionalidad o intencionalidad de la conciencia, su contenido, y en ella habrá que centrarse ahora. Pero en la triple reducción fenomenológica de Husserl se presupone también la posibilidad de un acercamiento a las cosas mismas, a raíz de eliminar (poner entre paréntesis) por un lado, los prejuicios filosóficos, y por otro, la existencia del mundo y de la conciencia. Si el positivismo científico se basa en la creencia de ese mundo existente de antemano como algo exterior que ha de ser captado, la fenomenología se basa en la creencia de una forma privilegiada de conocimiento de las cosas, que sólo puede, al fin, derivar en la tradición del desvelamiento (en el caso más conocido, la alétheia de Heidegger). Por ello, los paralelismos son inevitables, puesto que el propio Husserl con su volver a las cosas mismas está suponiendo una realidad en sí, que además se nos presenta como fenómeno, por muy cautelosa reducción que se postule: «Si positivismo quiere decir tanto como fundamentación, absolutamente exenta de prejuicios, de todas las ciencias en lo positivo, en lo que se puede aprehender originariamente, entonces somos nosotros los verdaderos positivistas 1>.Pues bien, la reducción fenomenológica no es la duda cartesiana, pero sigue un sendero parecido: la presuposición bajo crítica de la existencia del mundo externo a la conciencia, e incluso de la posibilidad de su conocimiento. De hecho, la forma de reducción más representativa de la corriente fenomenológica, la epojé eidética, va más allá de las cosas mismas puesto que recoge la esencia (eidos) de los fenómenos dados a la conciencia. Justamente, la conciencia pura será el resultado final de toda reducción. Es pues, en cierta manera, el mismo camino pero en sentido inverso al cartesiano, es decir, hacia la conciencia pura, pero en cuanto no queda en principio aislada de su entorno o mundo externo, reflexionando sobre la posibilidad de sí misma, sino ya abierta a éste. La conciencia es siempre conciencia de algo pues supone ya en sí misma intencionalidad: «La palabra intencionalidad significa la particularidad fundamental y general de la conciencia de ser conciencia de alguna cosa, de llevar, en sí misma, en su calidad de cogito, su propio cogitatum 2.»Tras Husserl, Merleau-Ponty recoge esta intencionalidad de la conciencia, pero a ella asocia la actividad, la conducta del sujeto en el mundo. Para éste, pues, la intencionalidad es práctica y supone la evidencia de la localización mundana de la conciencia. Es, por tanto, una intencionalidad operatoria, ligada a la noción de conducta o comportamiento que tanta importancia cobra en la obra de Merleau-Ponty. Y el centro de tal intencionalidad no puede ser otro que el cuerpo fenoménico, puesto que lo psíquico queda ligado ahora al mundo gracias a él. Por ello, con Merleau-Ponty la fenomenología recibe un importante carácter existencialista: de la conciencia intencional se pasa a la conciencia entre conciencias, conectada al mundo a través del cuerpo existencial. Se puede decir, entonces, que entre las cosas que se suponen en la intencionalidad de la conciencia, estará el mundo, pero también otras conciencias, que tenderán de forma recíproca hacia las conciencias que forman parte del mundo. El objeto de la conciencia será otra conciencia con la que se comparte, para empezar, el escenario existencial que metafóricamente denominábamos la obra de teatro. Esta confluencia de conciencias es sin duda requisito imprescindible de la intersubjetividad, como también lo es el cuerpo que cada uno somos. Merleau-Ponty no puede, tras la crítica al psicologismo de la tradición fenomenológica, postular una intersubjetividad meramente psíquica, y sin embargo, tampoco una intersubjetividad meramente física, que caería en un reduccionismo inverso pero de igual peso. La salida es la intersubjetividad existencial, previa incluso al pensamiento del cuerpo propio. Justamente algo parecido al fisicalismo es lo que critica el personalismo y el existencialismo a aquellas doctrinas que, aún sin serlo, analizan las relaciones humanas desde el parámetro sujeto/objeto. Si bien la exterioridad a la conciencia no se puede reducir al plano físico, puesto que tal exterioridad son también las otras conciencias, si es cierto que al tomar genéricamente la distinción sujeto/objeto, se nos presenta este aspecto como el más relevante: incluso frente al sujeto, los demás sujetos son primeramente objetos físicos, cuerpos (el dolor de muelas de otro no es, desde luego, cognoscible más que por los signos externos físicos que profiere, nunca por la propia experimentación personal de ese dolor). Esta capacidad de intercambio del sujeto (que pasa a ser objeto frente a otro sujeto) es denunciada ferozmente por el personalismo y las filosofías que, como la de Levinás, ponen su énfasis en «el otro». Sin embargo, admitir la simetría de las relaciones interpersonales no es lo mismo que identificar la relación reflexiva (de uno consigo mismo) y la relación interpersonal (de uno con otros), puesto que, por mucho que se fuerce la metáfora, «considerar a los demás como a mí mismo, como otros yoes» no deja de ser eso, una metáfora intencional. La persona que se pone en la situación de otra, en realidad lo único que hace es compararse con ella y, si piensa o siente «lo mismo», será solo en cuanto ese «sentimiento» ya no se reduce a ninguna de las dos (el dolor de una madre por la muerte de su hijo es propio de la mayoría de las madres, pero incluso alguien que no es madre puede ponerse en «tal situación» gracias a otras experiencias, como la muerte de un ser querido). La objetivación del sujeto, antes que algo «inhumano» o despreciable, es algo perfectamente constatable una vez nos colocamos en la posición del sujeto cognoscente. La comparación con otras conciencias (ponerse en lugar de) las objetiva, como indica la fenomenología, pues queda siempre como referente de tal comparación la conciencia que yo soy, el ámbito psíquico desde el que se puede comparar uno con los demás o «ponerse en su lugar». Incluso en lo referente a la objetivación más criticable, la que hace del «otro» un componente físico o fisiológico, hay que tener reservas importantes: El médico que realiza una operación quirúrgica tiene que abstraerse de alguna manera de los probables sentimientos que tenga su paciente (imagínese si nó una operación necesariamente realizada sin anestesia). Con todo, el médico no olvida que tiene entre sus manos a una persona humana, pero en sus operaciones quirúrgicas separa ligamentos, corta tejidos e incluso introduce «clavos» entre los huesos fracturados. Su visión fisiológica del paciente no puede entonces dejar de prevalecer en una operación. Pues bien, la conexión entre sujeto y objeto, se realiza en la fenomenología de Merleau-Ponty localizada, como el cuerpo, en el existir mundano: «La unión del alma y del cuerpo -nos dice- no viene sellada por un decreto arbitrario entre dos términos exteriores: uno, el objeto, otro, el sujeto. Esta unión se consuma a cada instante en el movimiento de la existencia».
3.- El cuerpo fenoménico. Desde que Descartes excluyera el cuerpo humano del conocimiento a raíz de la fractura entre la res cogitans y la res extensa, varios filósofos emprendieron una recuperación de la polémica oposición con la pretensión de acabar con ella y dotar al cuerpo del papel gnoseológico que la misma ciencia ya le otorgaba (primero la biología, la física, la química y la fisiología, después la psicología experimental o la neurología). Desde la tradición fenomenológica, Merleau-Ponty supondrá el mayor exponente de tal pretensión, heredando, al fin y al cabo, la crítica husserliana al psicologismo. Efectivamente, Husserl realiza una crítica al psicologismo lógico que pretende reducir las leyes, principios y actos del pensamiento a meros acontecimientos o actos psíquicos. En las Investigaciones lógicas abogará por una lógica pura, basada en la independencia y la validez absoluta de los principios lógicos. Así, se evitaría el relativismo que supone la eliminación de todo componente logico-trascendental en el conocimiento. Ahora bien, la crítica al psicologismo por parte de Merleau-Ponty recorre otro camino, en realidad más complejo, porque ataca directamente el problema de la conexión entre lo psíquico y lo físico. Si Husserl establece la trascendencia del conocer en la conexión de los ámbitos psíquico y esencial (lógico puro), Merleau-Ponty buscará tal trascendencia en la conexión del psíquico con el físico. Ahí es donde tiene sentido la inserción de la idea de cuerpo viviente. Cuerpo fenoménico sería, entonces, «el cuerpo que se me da en la experiencia, al mismo tiempo que la posibilita, el cuerpo habitado por la conciencia.» 3 Así, al rechazo de un ámbito psíquico puro, desligado del mundo, inlocalizado, se une también el rechazo a un simple cuerpo físico. Tampoco se podrá, entonces, tomar el cuerpo simplemente en comparación con el organismo, pues los aspectos fisiológicos del cuerpo no resuelven el problema del conocimiento, aún menos el de la existencia y la reciprocidad de las conductas humanas. En realidad, la salida a la desconexión entre los ámbitos psíquico y físico la coloca Merleau-Ponty en el cuerpo vivido, cuerpo experimentado antes que pensado, pero que de una manera u otra termina siendo psicologizado.Así pues, la localización en lo físico de la conciencia (su mundanización), recibe en Merleau-Ponty el carácter existencialista en cuanto la conexión entre lo psíquico (la conciencia) y lo físico (el cuerpo) se resuelven a través de la idea de existencia, cuerpo vivido.
4.- La máscara fenoménica El fenómeno recibía desde la Grecia clásica el sentido de lo presente, lo que aparece o se presenta. Sin embargo, sólo desde el platonismo esta presencia se ha de entender como apariencia, reflejo, representación de una realidad más profunda. Justamente, el conocimiento será entendido desde esta perspectiva como conocimiento representacional, es decir, como el hacer presente en la conciencia aquello que se hace presente a los sentidos. Es pues, un re-presentar nuevo o distinto (se dirá incluso que en cuanto supone el cambio de medio, es decir, de lo físico a lo psíquico). Toda filosofía que implica un desvelar supone inevitablemente alguna forma de distinción noumeno/fenómeno o realidad/apariencia. Pero decíamos que no es este el caso de la corriente fenomenológica iniciada por Husserl, pues el fenómeno será la cosa misma, la realidad. La idea de máscara como fenómeno, es decir, como aquello que se hace presente en la re-presentación teatral, es en principio, en el primer sentido que destacábamos, sólo apariencia que oculta la realidad que la recorre. Incluso, de la misma manera que en la filosofía de la alétheia o del desvelamiento, la realidad viene dada como profundidad, estrato dificilmente alcanzable por lo superficial de nuestros sentidos. 4 Bajo la máscara teatral se esconde un actor, eliminado por el personaje que re-presenta, auténtico protagonista de la obra.Tenemos, por tanto, las dos opciones extremas en lo que respecta a la máscara, como careta o personaje representado y como persona: Por un lado, la careta que el actor se pone y quita con motivo de la representación, justamente, como algo añadido que nunca merma su identidad subjetiva. Sin embargo, en el otro extremo está la máscara en cuanto persona, es decir, en cuanto elemento que, antes que añadido, es conformante de la esencia misma del sujeto. Es en este sentido en el que el desdoblamiento deja de serlo, puesto que el «actor», si re-presenta, lo hace presentándose a sí mismo. Ninguna realidad queda en la oscuridad. Un término medio sería la idea de máscara como conformante social, porque el «actor» se mantiene hasta cierto punto: siempre como reflejo de lo real profundo. Su carácter, rol o papel social, por ejemplo, no es algo desligable de sí mismo (como el carácter social no es desligable de la persona) y, sin embargo, tampoco es exactamente él. El sujeto no se reduciría, por tanto, al personaje social que representa, pero sin por ello postular tampoco un sujeto previo a esos mismos papeles (incluso a ningún papel), inconformado socialmente y que encima sea llamado «yo». El análogo a la oposición sociológica entre naturaleza y sociedad (o a cualquiera de sus derivaciones, como la distinción entre «sociedad natural» y «sociedad política», o entre «sociedad animal» y «sociedad humana») se da en la psicología contraponiendo a la idea de yo interno (el ámbito de la autoreflexión psíquica) la de yo externo (el ámbito de lo ideológico-social), aunque de manera más elaborada a partir de la tripartición freudiana y la inclusión de lo inconsciente. Pues bien, tales distinciones se han hecho presuponiendo de nuevo la anterioridad y originariedad del yo interno, la conciencia misma en cuanto autoreflexión, desligada en algún sentido de la relación con los demás y con las cosas. Así, la idea de máscara en cuanto persona se proyecta aquí de manera bastante clara: el sujeto interno, el actor en escena, re-presenta un personaje que, o es apariencia de sí mismo, o es fachada independiente (o cualquier gradación intermedia), es decir, personaje que se hace presente a través de la máscara per-sonare. En el primer caso, el actor «re-presenta» su propia vida («mi vida es una obra de teatro»). Frente a esta identidad perfecta máscara-persona, quedará siempre algún tipo de desdoblamiento cuando, por ejemplo, se reclama una vida auténtica, perdida a causa de una existencia inauténtica (por usar la terminología de Heidegger). La idea de máscara como re-presentación, es decir, como mera apariencia desligable de la realidad que subyace a la máscara, el actor, tiene pues componentes análogos a la idea de fenómeno (en cuanto se opone a lo no presente, el noúmeno en Kant o el mundo de las ideas en Platón). Y de la misma manera, el problema se complejiza con la identificación absoluta de los dos términos: si lo apariencial es lo real (no hay nada detras del telón, decía Hegel), la máscara pasa por ser directamente la persona, lo mostrado. El cuerpo fenoménico de Merleau-Ponty tiene también la pretensión de ser aquello indesligable del sujeto, justamente su presentarse ante los demás, pero no como desviación de lo real que subsiste, sino como lo real mismo (yo en el mundo).
5.- El cuerpo personificado. La identificación entre la máscara-persona y el cuerpo es quizás el proyecto más ambicioso del Merleau-Ponty existencialista: la máscara se vive más allá de la inmediatez, cuando no es mera fachada o presencia superficial, sino que es el sujeto mismo. Merleau-Ponty usa las nociones de cuerpo vivido o cuerpo existencial justamente con la pretensión de eliminar la distinción que hace de lo interno psíquico lo esencial y efectivamente constituyente del sujeto. Es pues, un intento de superar toda filosofía que destaque tal elemento psíquico (espíritu, conciencia, subjetividad) frente al cuerpo físico (Tradición «psicologista» ésta que, por otra parte, ha de reconocerse ya funcionando en la idea platónica de cuerpo como cárcel del alma). Ahora bien, esta pretendida corrección parte del mismo problema que ha de solucionar, a saber, la prioridad de lo psíquico, por lo que el resultado es la psicologización del cuerpo físico mediante la idea de existencia: Entre el Espíritu y el Mundo, Merleau-Ponty coloca la Vida, puesto que el cuerpo, antes que pensar, experimenta y, en cuanto acción anterior, constituye un pozo de significación y expresión por descubrir. En este sentido, la máxima a la que llega la propuesta de Merleau-Ponty, la idea de que no tenemos cuerpo, sino que somos cuerpo, parece insuficiente. Antes bien, habrá que recoger la metáfora de la máscara y el desdoblamiento que ésta siempre supone, no para mantener de nuevo la dualidad físico/psíquico, sino para recomponer la idea de sujeto de manera diamérica 5, es decir, considerando al sujeto como una totalidad compleja constituida por elementos heterogéneos (que ya no serán sus partes distributivas, sino sus dimensiones constituyentes, codeterminadas entre sí). Efectivamente, somos cuerpo, pero no desde luego porque los globulos rojos o las neuronas «piensen» o «sientan» por sí mismas, menos aún porque lo hagan antes de cualquier reflexión (el conocimiento pre-racional no es posible ni tan siquiera como metáfora del conocimiento «primero» a través de los sentidos), sino porque las reflexiones también son un conjunto de impulsos eléctricos en un sistema nervioso y en un cerebro físico de características específicas (por ejemplo, más complejo que el de otras especies, donde el rinencéfalo o lóbulo olfativo constituye la casi totalidad del cerebro).Sin embargo, tampoco la preferencia por lo físico, la reducción de todo proceso psíquico a su correlato fisiológico o neuronal supone un avance en esta cuestión. Antes bien, habrá que evitar todo reduccionismo y considerar al sujeto desde la idea de pluralidad material (que no física), es decir, como totalidad constituida por cada uno de los diferentes estratos materiales interconectados 6. Así, la comparación entre el cuerpo humano y la máscara fenoménica supone ahora nuevos acercamientos críticos, por ejemplo, al tener que delimitar (justamente en eso consite la crítica, en la disección o discriminación) las partes del cuerpo humano entre sí, puesto que sólo parte de éste se hace presente y se manifiesta a los demás. Es decir, recogiendo la idea de cuerpo fenoménico en el sentido más laxo de «lo presente» (presencia respecto de otros agentes sociales) tenemos que casi todos los órganos que conforman el cuerpo, la sangre, los músculos y tejidos son «fenoménicos» sólo en excepcionales ocasiones. Pero aún, hay que contar con el «ocultamiento» de las distintas partes del cuerpo que suponen las ropas y los atuendos. Es éste, pues, un primer sentido de lo fenoménico, respecto de un segundo sentido, más cercano a los problemas ontológicos que nos planteábamos a raíz de la corriente fenomenológica y que hacen referencia a lo cognoscible (por tanto a la posibilidad de conocimiento). Sin embargo, una vez introducido el problema del cuerpo humano, este primer sentido toma una relevancia que es con demasiada frecuencia desproblematizada, incluso olvidada, y sin embargo ha de considerarse como uno de los puntos centrales del asunto que tratamos.Justamente, la máscara teatral es la representación figurada de un rostro, es decir, de una parte muy concreta del cuerpo humano que, por sus características (en cuanto acumulación de los organos sensoriales en un área muy reducida, su localización morfo-fisiológica, etc..), cumple algunas funciones determinantes en la idea de persona. En la cara o el rostro se reconoce principalmente a la persona, es pues, la parte de su cuerpo que representa la personificación del individuo (originariedad y diferencia, «no hay dos caras iguales», de aquello que se da de forma zoológica, idéntica, en la especie humana). No es por tanto anecdótico que la máscara sea el instrumento teatral, a veces sin ningún otro apoyo, que con mayor éxito consigue el pretendido desdoblamiento en la representación dramática. En un sentido análogo el rostro o la cara personifica al sujeto (le representa) y la máscara personifica al actor, le hace personaje representado. Así pues, la conexión entre la persona y su rostro (cuerpo presente por excelencia) tiene la estructura metonímica que hace de la máscara teatral el personaje representado. Y aún, la máscara teatral implica la capacidad expresiva del rostro humano, hasta tal punto que las dos opciones a las que la idea de representación nos remitía se reproducen en éste: Por un lado, el rostro puede expresar (re-presentar) los pensamientos del sujeto, en el caso de la identificación, pero por otro lado, habrá desdoblamiento cuando exprese otra cosa, por ejemplo lo contrario. De hecho, al tipo de expresiones que buscan engañar al receptor del proceso comunicativo se las considerará «gestos sociales» en cuanto son «requeridos» por la funcionalidad social de las interrelaciones. Mirar fijamente al interlocutor y no bostezar ante él cuando habla son «medidas» de comportamiento social que nos recuerdan de nuevo la idea de máscara-persona como función o papel social. Pues bien, la posibilidad de que el rostro exprese (re-presente) el estado anímico del sujeto o su contrario pone en cuestión, tanto la idea de cuerpo como presentación física del alma (espíritu, conciencia), como la idea de sujeto psíquico preformado e independiente de su cuerpo o «localización mundana». No es más real, por ejemplo, el sentimiento de aburrimiento frente a otro interlocutor que el gesto de falso interés como comportamiento social tipificado (que supone evidentemente la intencionalidad del sujeto que a él recurre). No hay, pues, sujeto psíquico previo, anterior al sujeto socialmente moldeado que sabe expresar con su cuerpo interés cuando en realidad está aburriéndose. En este sentido, el dualismo señalado ha quedado extendido de tal manera que la busqueda de ese yo verdadero y primario que se esconde tras el cuerpo se lleva a cabo a través de cualquier signo supuestamente significativo, por ejemplo a través de los ojos, «espejos del alma». Signos que además requieren de interpretación y que, por lo tanto, como reconoce Freud respecto a la interpretación de los sueños 7, dependen en su análisis de la capacidad del intérprete y no sólo de los instrumentos que éste tiene a su alcance (instrumentos que en este caso tendrán que entenderse como extensibles a cualquiera, es decir, como tipologías establecidas de interpretación).1 Husserl. Ideen zu einer reinen Phänomenologie und phänomenologischen Philosophie. I, Halle. Pág 20. 2 Husserl. Meditations cartésiennes, II, 14. 3 S. Rábade Romeo. Experiencia, cuerpo y conocimiento. Cap VI, & B, a. 4 En esta línea puede ensayarse la conexión entre la tradición de la alétheia y el estructuralismo, justamente en cuanto las estructuras pasarían por ser la realidad latente última. Más se evidencia esta idea en el post-estucturalismo, en mayor medida influido por el psicoanálisis, la estética y la filosofía del lenguaje. Véase, por ejemplo, la idea de diferencia en sí en Gilles Deleuze como realidad constitutiva última, inalcanzable para el pensamiento representacional. 5 Según terminología de G. Bueno. Conceptos conjugados en El Basilisco, Nº1, Marzo-Abril, 1978. 6 Conexión distinta a la mera yuxtaposición, ensayada, por ejemplo, por J.N. Mohanty en "Capas de Yoidad" (León Olivé y Fernando Salmerón (ed.) La identidad personal y colectiva. Universidad Nacional Autónoma de México. 1994, pág 35). Frente a la conexión por yuxtaposición nos remitimos a la "Symploké" que de los tres géneros de materialidad (M1, M2 y M3) ejercita G. Bueno en sus Ensayos Materialistas. Ed. Taurus. Madrid, 1972. págs 361-409. 7 "Si en lugar de hablar del arbitrio del intérprete dijeseis que la interpretación depende de la habilidad, de la experiencia y de la inteligencia del mismo, tendría que sumarme a vuestra opinión. El factor personal no puede ser eliminado, por lo menos cuando nos hallamos ante los más intrincados problemas de la interpretación" Sigmund Freud. Los sueños. Salvat ed. y Alianza ed., 1971. Pág 153.
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MAASTRICHT, EL OBLIGATORIO CAMINO EQUIVOCADO Plataforma contra la Europa de Maastricht y la globalización económica.
En los últimos tiempos venimos presenciando una intensificación sin precedentes de los procesos de ampliación de los mercados y de globalización económica. Estos procesos son impulsados por las instituciones económicas y financieras internacionales (BM, FMI, GATT-OMC, OCDE a nivel global y por las instituciones comunitarias a nivel europeo) y benefician a las grandes empresas transnacionales. El poder económico actúa cada vez más al margen del poder político y adquiere una autonomía cada vez mayor. La soberanía de los Estados se bate en retirada y sus políticas se ponen al servicio de los intereses del capital financiero y especulativo internacional. 1. Las consecuencias de estos procesos son muy graves: la progresiva apertura al libre mercado mundial y la integración en el llamado «proyecto europeo» han significado una distribución cada vez en menos manos, y un nivel de desempleo sin precedentes, todo ello acompañado de una precarización y marginación social a todos los niveles; a lo que hay que sumar los desequilibrios ambientales que no han hecho sino agravarse paralelamente a un crecimiento económico y una inversión que no sólo son incapaces de generar empleo neto, sino que lo reducen y precarizan. 2. Todos estos desequilibrios han adquirido en el último período unas dimensiones difíciles de soslayar, y continuarán agravándose de seguir el camino hacia la Unión Económica y Monetaria definida en Maastricht, camino que nos ha venido impuesto como el único existente, tal y como nos viene aleccionando la clase política, cada día más al servicio de los intereses del capital transnacional y del poder económico. 3. Es pues, hora ya de recuperar la voz y denunciar la construcción de una Unión Europea cuyos principales valedores son las élites económicas del continente; una Europa que se edifica de forma absolutamente antidemocrática y cada vez más de espaldas a las sociedades de los países miembros; una Unión que, junto a la globalización económica, profundiza las relaciones de dominación y saqueo sobre los países de la periferia, y que además:
Se avecinan tiempos duros, que lo serán más si no actuamos. Es por eso por lo que es preciso que nos organicemos para luchar contra la Europa de Maastricht y la globalización, y que promovamos una reflexión crítica sobre las consecuencias que se van a derivar de la implantación de dicho proyecto, al tiempo que empezamos a impulsar debates sobre las alternativas que propugnamos ante el "pensamiento único" que se nos quiere imponer a toda costa. Madrid, Junio de 1997 |