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Las líneas siguientes carecen —por motivos que no
es cuestión emplearse en explicitar aquí y ahora —
de la pretensión propia de un estudio o de un análisis,
autorizado por las lecturas de la amplia gama de publicaciones sobre el
asunto, del fenómeno de explotación sexual de personas al
que nos referimos con el nombre de prostitución.
Sí proponen, sin embargo, apuntar siquiera a la dependencia que
creemos encontrar en este fenómeno social, cuya inserción
laboral preconizan cada vez más voces, con respecto a cierta
tendencia a sustituir lo que solemos identificar con lo humano, con sus limitaciones, tardanzas y deudas, por un ideal-máquina[1], pues sus pautas están rigurosamente determinadas.
Con el fin de asentar el marco de esta propuesta de lectura
recurriremos a algún texto de Aristóteles. Nos referimos
concretamente a los capítulos intermedios —del cuarto al
sexto— del libro II de la Física, en los que se
delimita la consistencia escurridiza de aquellas causas que parecen
serlo más de mero nombre que en la realidad efectiva, es decir,
de causas más aparentes o coyunturales que reales o
estructurales. Sirvan como ejemplos de esta peculiar eficacia causal
carente de fundamento los del sujeto que se había propuesto
plantar unas rosas y se encuentra, como por arte de magia, con un
tesoro o de la estatua de Mitis que, como si hubiese cobrado vida a la
manera de las estatuas plateadas de Dédalo, cae sobre el asesino
del Mitis efectivamente real, causándole la muerte[2].
No es en absoluto indiferente que ambos ejemplos hayan sido difundidos
y celebrados por la comedia, pues este género elabora un
material que se asienta en un espacio flotante —donde el sujeto
no se reconoce como alguien, pues no hay en él nada particular, especial ni propio— en el que los principios que rigen en la naturaleza parecen haber sufrido alguna distracción
—como si el orden el mundo se desinteresase
momentáneamente de éste para mostrarnos componendas
desconocidas encubiertas por la forma «ley»—, lo
humano adquiere el aspecto del autómata y los accidentes se imponen en las secuencias de acontecimientos como la única regla disponible.
Desde este horizonte, el término fortuito les corresponde a aquellos sucesos, como el descubrir un tesoro de manera inesperada o el cobrar una deuda al dar despreocupadamente un paseo por el ágora, que un sujeto no ha elegido efectivamente, pero que pudiera haber elegido en caso de proponérselo o, por ejemplo, en caso de haber conocido la elevada probabilidad de albergar un tesoro en su jardín. Por ello, lo sobrevenido fortuitamente suele alegrar a quien lo recibe, de la misma manera que el fruto obtenido sin requerir esfuerzo alguno contenta al receptor, pues podría haberse propuesto esa adquisición. El estatuto de lo casual es, sin embargo, algo distinto. Aquí, en lo propiamente automático según la terminología aristotélica, nos hallamos frente a la mera coincidencia entre dos o más secuencias causales en las que no encontramos ninguna instancia capaz de decisión, de manera que su encuentro, en lugar de desembocar en el desorden o en un escenario desprovisto de sentido, más bien acaba reportando alguna utilidad difícil de alcanzar por casualidad. Esto es lo que ocurre cuando Mitis «se venga» del asesino del hombre que representa, o cuando un caballo huye de una batalla y se salva por esa «decisión» o cuando el trípode que lanzamos al aire cae en la posición adecuada para que nos sentemos sobre él, «como si hubiese querido hacernos la vida más cómoda» —«como si hubiese pensado en nosotros»— o cuando la piedra cae «como si hubiese tenido la intención de matarnos», sucesos todos que pueden «animar» y convertir a una trama poética en algo enigmático. Estos ejemplos tienen en común el descubrimiento de un significativo aliado de la razón y del sentido común en lo puramente irracional —e incluso en lo inerte—, hasta el punto de que los hombres no pueden dejar de pensar, ante el espectáculo puntual del caballo huido y del trípode benefactor, la cantidad de ventajas que se derivarían de un artefacto que «actuara» o «pensara» como parecen haberlo hecho el caballo y el trípode, por ejemplo, una máquina que nos permita huir del campo de batalla cuando sea preciso y que nos sirva de asiento cuando estemos cansados. No en vano, una de las acepciones más extendidas de la felicidad y el modo en que nos la representamos los hombres la aborda precisamente como un estado en el que todo en nuestra entera existencia nos va según nuestro deseo y voluntad, pues este ideal coincide con la representación de un mundo que se encuentre procediendo en beneficio de nuestra entera satisfacción[3]. No sabemos si la invención de la máquina respondió explícitamente a una reflexión de esta naturaleza sobre lo accidental y su utilidad para la vida, pero creemos que la máquina y el autómata pueden considerarse al menos como la representación de cierto afán por parte de los hombres de control sobre lo accidental —lo injustificado por definición, pues puede tanto ocurrir como no— que aparece en todo ámbito de fenómenos. En efecto, los accidentes constituyen amplias bolsas de sinsentido que rodean lo que consideramos más preciado, a saber, nuestra vida y el relato o relatos que la sustentan, señalando interrupciones y quiebras en la trama narrativa que nos impiden sentirnos enteramente dueños de ella —más bien lo que sentimos es que no coincidimos de iure con el lugar del narrador de la propia historia, aunque a veces nos encontremos de facto en su lugar— y que más bien nos recuerdan al «cuento contado por un idiota, todo estruendo y furia, y sin ningún sentido» por el que se lamenta Macbeth. Así, pues, si es una tendencia insistente en nosotros la de buscarnos un destino, incompatible con la aceptación del sinsentido propuesto por lo accidental, quizás tengamos suerte si llegamos a hacernos con un carácter[4], término éste último demasiado modesto, pues contiene tanto nuestros éxitos —de los que nos enorgullecemos— como nuestros fracasos —de los que nos avergonzamos—, la manera en que decidimos y el estilo con que nos venimos abajo. Al observar con detenimiento el tipo de destino contenido en el tan manido «eterno femenino», advertimos que una mujer reducida a máquina o muñeca es una mujer que ya no sorprenderá nunca por sus «salidas» de tono poco femeninas —es una mujer asegurada a todo riesgo— y en el reflejo que ofrecen sus movimientos controlados se cumplen los sueños de su pigmalión. Esa es la mujer «en tamaño natural», como apuntó certeramente el título de la película de Berlanga, que el amante puede poseer en sentido total, sin limites impuestos por lo que en el otro haya de voluntad. La literatura de H. von Kleist, E.T.A. Hoffmann y de Villiers de l’Isle Adam e igualmente la ópera de Offenbach basada en los cuentos del segundo proporcionan con el teatro de marionetas, la Olimpia creada por Spalanzani, Coppelia o la Eva futura el sueño de una mujer que culmina su «feminidad» anulando lo que pueda haber en ella de libertad y, en último término, de rasgos humanos[5], con vistas a alcanzar la perfección. Es característico de la mujer maquinizada no caer en desaciertos, precisamente por carecer de reflexión y del centro de gravedad de los pensamientos al que le damos el nombre de sentido común. Al no pensar, todo en la mujer marioneta —un auténtico autómata espiritual— es gracioso, entrega y gratuidad, de manera que el fabricante de marionetas del clásico de von Kleist equipara el baile de la muñeca con una perfección superior a cualquier movilidad humana. Los hombres suelen integrar sus decisiones en secuencias de acción que comienzan y acaban incluso antes de que el final pretendido haya llegado efectivamente, lo cual no garantiza el cierre de ningún relato y mucho menos que nos quedemos satisfechos con él. No en vano, al actuar lo único que se sabe de antemano es que se puede fracasar. Frente a esta noción de libertad, que entraña serios riesgos para la satisfacción épica del sujeto, la «perfección» del baile de la mujer-marioneta o de la muñeca radica en su indiferencia con respecto a la elección de un sentido en detrimento de otro[6] —pues la muñeca no juzga ni hace lo que decide hacer, sino que su virtud reside en hacer lo que tiene que hacer, lo que su mecanismo interno le anima a realizar[7]— y su reivindicación de la validez del instante, pues en cada giro que da, como sostiene el maestro de marionetas del texto de von Kleist, parece obrar la mano de Dios[8]. En la mujer-autómata o en la mujer-máquina, que actúa como ideal para el cliente de la prostitución —allí donde se consiga que todo atisbo de conciencia ya no sea más que mera apariencia—, lo que se nos ofrece es algo parecido a una cosa en sí misma, cuyas consecuencias para el uso práctico de la Razón Kant asocia en la segunda Crítica a los autómatas de Vaucanson —que tienen como único destino la fatalidad—, construidos, si hablamos de hombres, por el maestro supremo de todas las artes. Esta nota, a saber, la presunta superioridad de la mujer-máquina o de la muñeca «tamaño natural» con respecto a la efectivamente real, revestida de limitaciones —no acepta toda condición de trato ni le gusta todo, sino sólo aquello que juzga placentero—, parece encontrarse en la respuesta razonable que algunos clientes asiduos a la prostitución de lujo, por ejemplo, los provenientes del mundo del espectáculo, dan a la pregunta curiosa del periodista: «¿por qué usted que, debido a su aspecto y actual 1.predicamento entre las jóvenes, no debe de tener ninguna dificultad para encontrar parejas amatorias, recurre a los servicios de prostitución?». Una elocuente respuesta, que encontré hace ya tiempo en las declaraciones de un actor hollywoodiense a la revista Vanity Fair, venía a decir lo siguiente: «Está muy claro el motivo para recurrir a esas mujeres: para evitar que se queden». Respuesta que, más allá de valoraciones vinculadas al tipo de contrato imposible que el cliente establece con la prostituta, por el que ésta queda reducida al estatuto de cosa, mientras que el primero conserva indefectiblemente el de persona[9], da en el clavo del enlace que aquí nos proponemos establecer entre la prostitución, la reducción de la mujer al estado de marioneta o muñeca y el triunfo sobre lo accidental. Más allá del profundo silogismo del actor[10], que combina inmediatamente el hecho de un encuentro sexual con una mujer con la posibilidad de que una historia comience —ya desemboque en una love story o en una hate story—, la única manera de anular de principio lo que pueda derivarse de un encuentro fortuito o casual entre un hombre y una mujer o un hombre y otro hombre o una mujer y otra mujer consiste en la reducción de uno de ellos al estatuto de muñeco o autómata, en el que lo único que queda de humano es la capacidad para recibir órdenes o cumplir los extremos del servicio estipulado, de manera que el otro sujeto, el liberado de esta función, puede pronunciar sin miedo alguno: «sé de antemano a lo que voy»[11]. Aquí se encuentra, a nuestro parecer, una nota que denuncia lo artificioso del catalogado como «oficio más antiguo del mundo», que se manifiesta como medio para olvidar nuestra incapacidad de saber si tendremos éxito o no en la búsqueda de nuestras parejas sexuales o si, no habiéndolo tenido hasta ahora, podremos empezar a tenerlo mañana. Con independencia de esta trampa que le ponemos a lo que pasa en la vida y da cuerpo a los asuntos humanos, los hombres y las mujeres en general no saben de antemano si quienes encuentran a su paso van a resultar de su agrado, de la misma manera en que tampoco encuentran lo que esperaban y es habitual encontrarlos decepcionados por los frutos de sus relaciones con otros. Es precisamente el ahorro en desaciertos lo que busca el o la cliente en el individuo que se prostituye, de manera que en las condiciones de este «contrato de un servicio» todas las contingencias queden suspendidas, lo cual equivale a suspender la cierta «naturalidad» que tiene todo encuentro —pues los que se encuentran están integrados en una sociedad y son ya por ello experimentados comediantes—, es decir, su pertenencia a un entramado de historias que parece que lleva consigo todo hombre allí donde va. Por otra parte, la suspensión se realiza en beneficio de un «protocolo» de acciones debidamente codificadas[12]. Se recurre, pues, a un servicio eligiendo con antelación un ambiente y ciertas prestaciones sexuales incluidas en un más o menos detallado catálogo —según el alcance adquisitivo del cliente— del arte amatoria, de suerte que algo muy curioso resulta de esa elección, a saber, el no poder negar que lo que la persona prostituida y el cliente realizan está extraído literalmente del ámbito de la vida, si bien la apariencia de naturalidad no nos engaña y sabemos que el acto es consecuencia de un riguroso diseño que imita la realidad. La prostitución nos permite superar —y olvidar— los obstáculos que los accidentes y nuestras deficiencias personales oponen a la satisfacción sexual, puesto que quien paga ya no puede ser rechazado, especialmente si ha conseguido dar con quien depende de la prostitución para subsistir —y su comportamiento perpetúa la producción de esta «oferta laboral»—, pero esa superación no consiste en nada distinto de un descoyuntamiento de las condiciones que dan sentido a los encuentros humanos, donde nunca sabemos antes si con quien hablamos nos va a seguir gustando después[13]. Y seguramente la dificultad propuesta por lo que les ocurre a los hombres y mujeres cuando se prostituyen o son prostituidos no resida tanto en que un autómata espiritual no hable o no sienta o incluso no discurra, sino en que para nosotros nada de lo que haga posee sentido, sencillamente no lo entendemos —para empezar nuestros actos no son gesticulaciones de una marioneta—, pues la máquina es precisamente lo que surge del desdibujamiento de la diferencia entre sentido y sinsentido —el nombre de la anulación de una diferencia—, es una Razón neutra y desprovista de estados de ánimo[14]. Creemos que la tendencia a la maquinización de los hombres como medio para anular la aparición de accidentes refleja la escasa disposición humana a aceptar que cada vida, por muy consecuente y acertada que la encuentre quien la vive, está rodeada de inmensas bolsas de sinsentido, de sucesos que resultaron de meras coincidencias y que carecen de fundamento, frente a lo cual o bien se toma hasta llegar a la locura la dirección que podemos tipificar como la de la teoría de la conspiración —lo que parecía mera casualidad en realidad no lo es, pues en verdad yo soy más importante para el mundo de lo que parece—, donde la creencia en la conspiración no es más que el medio para seguir creyendo en uno mismo[15] —ése que es el centro del mundo—, o bien se le coge gusto a la risa, esa operación del ánimo que Kant definió como «la transformación de una tensa espera en nada». Lo primero, como decíamos, nos hunde en la consecuencia de la locura[16], lo segundo, quién sabe, quizás tenga todo que ver con aquello que San Agustín calificaba como lo especifico del hombre frente al mundo y su comienzo [principium], a saber, la capacidad para el inicio [initium]. Es preciso apuntar, antes que nada, que la risa no parte de la conversión de la dirección en la que se había constituido nuestra expectativa en precisamente la contraria, lo que en todo caso llamaría la atención del entendimiento, que habría padecido los efectos de un engaño, pero no de la facultad de juzgar. A diferencia de lo que ocurre ante el fraude y el engaño, quien ríe experimenta en el relato o la conversación la existencia de un límite desde el que se impone dejar de creer en la composición de los pensamientos y de los hechos que nos habíamos formado hacía apenas un instante y más allá del cual carecería ya de relevancia creer o no creer en la verosimilitud de nada, pues cualquier cosa que se dijera contaría, por el hecho de haberse dicho, con suficiente consistencia. Así, pues, en la composición con que contamos en la mitad de una conversación o que vamos tejiendo a medida que prestamos atención a una narración advertimos nuestro equívoco [Mißgriff], si bien podemos seguir jugando con esa idea acerca de lo relatado que no conduce a ninguna parte, porque su gratuidad no nos engaña ni desorienta. Es el hallazgo involuntario (en otro caso no sentiríamos el efecto de una risa auténtica, sino que seríamos sus presuntos artífices) de ese límite lo que activa el decisivo retorno al comienzo —el punto 0 de la proporción entre las facultades de conocer— que acredita la transformación de la expectativa en nada. Nos parece que este efecto cómico requiere al menos dos observaciones. Cuando, siguiendo los ejemplos de Kant, un nativo desconocedor de la cerveza se asombra de que la cerveza sea espumosa o cuando un hombre sorprendido por la alegría de las plañideras en la preparación del entierro solemne de un familiar nos dan que reír, siguiendo los ejemplos que Kant ofrece de lo risible en el §54 de la Crítica del Juicio, la clave de este afecto reside en la decepción de las expectativas con que nosotros ya nos habíamos adelantado al desenlace del relato que oímos[17]. Pues si no actuáramos de esta manera, insistiendo y sosteniendo desde el comienzo en la continuidad de un hilo con que maniobran la imaginación y el entendimiento, parece que no sentiríamos interés por el relato, en todo caso sólo podríamos recomponer a posteriori fragmentos del mismo, al faltar el hilo conductor necesario para desplegar un tejido completo. En primer lugar, el sujeto que ríe reconoce con su risa lo que no podía saber de antemano, a saber, que no valía la pena objetivamente moverse ni desplazarse, que nuestra imaginación despertara al entendimiento y que éste pusiera a trabajar a la primera con la expectativa de habérselas próximamente con relaciones entre conceptos. El esfuerzo no merecía, pues, la pena objetivamente, pero quizás subjetivamente el ánimo que retorna a la posición inicial considere suficiente y se plantee jugar por ello con esa distancia sin aportación cognoscitiva, aunque dilucidadora de nuestros límites, que se ha abierto para él entre un objeto que podía engañarlo por un momento y su transformación en una nada conceptual. Si eso ocurre, y Kant propone incluir a la risa como compensadora de las penas de la vida en la lista elaborada por Voltaire, el ánimo podría «decidir» desplazarse hacia el lugar en que las intuiciones reciben su determinación conceptual, a sabiendas de que ese paso no llegará a darse nunca, pues de camino hacia él se romperá lo que sujetaba de la cuerda de la aprehensión y reproducción sucesivas, poniendo fin a la cadena de desaciertos en la asociación entre palabras y cosas. De esta manera, si bien la oscilación entre representaciones y fenómenos que no alcanzan ningún acuerdo produce cansancio en el ánimo, la confirmación final del por qué quedamos presos fácilmente en expectativas improductivas nos da contento y se ve acompañada por un equilibrio de las sensaciones corporales. La segunda observación incide en el hecho de que este desplazamiento gratuito, con comienzo, pero sin otro final distinto del volver a casa, no carece de sentido, sino que nos dispone a jugar con un límite más allá del cual nuestras palabras quedarían muy lejos de ingresar en el orden de los significantes. Lo que provoca la risa nos permite observar dónde se encuentra el límite de la asociación cognoscitiva entre nuestras intuiciones y conceptos, de manera que, sin voluntad de superarlo para sumergirnos en el absurdo, nos complace saber de dónde tomamos el sentido y a qué prestamos atención implícitamente en todo momento de vigilia, saber al que responde el reequilibrio de las fuerzas del ánimo tras el golpe recibido al querer contravenir a las reglas del sentido[18]. Aquí el deleite responde a la localización del punto más allá del cual la cuerda de la operación aprehensiva de la imaginación y de la comprensiva del entendimiento no resiste la deformación y se rompe sin remedio, porque con ello advertimos dónde está ese punto y, al saberlo, mantenemos a buen resguardo la actividad de nuestras facultades. Poder rondar el límite preciso entre el sentido y el sinsentido sin comenzar a confundirlos confirma la capacidad del ánimo para defenderse por sí solo de los elementos que pudieran desbaratar enteramente el orden republicano de las facultades de conocer. Quien es capaz de jugar con los efectos derivados del atrevimiento que pretende superar ese límite, tal y como acredita la risa, puede discernir también entre lo verosímil y lo absurdo o contrario a los sentidos, es decir, lo sencillamente paradójico [Widersinnig][19], que es lo que inicia la anábasis o retirada hacia el punto de origen. Y la risa no manifiesta otra cosa que la conciencia de haber distinguido, por muy tosca y primaria que sea esa distinción, entre el material susceptible de conformar una historia verdadera, cumpliendo las condiciones de posibilidad de un relato, y los discursos propios de la tierra de Jauja, en la que las reglas del sentido se declaran en estado de excepción, donde los hombres son felices gracias a los avances de la inteligencia artificial. De ello se colige que el afecto de la risa no se manifiesta ante una decepción colectiva de la urdimbre compuesta por nuestras expectativas implícitas y presupuestas —por ejemplo, la creencia de que cuando hablamos el suelo no va a dejar de sostenernos o que mi interlocutor entiende y habla español—, sino que posee una naturaleza marcadamente distributiva, de manera que sólo esta o aquella expectativa se ven transformadas en una nada. Una risa hiperbólica forma parte de la batería de argumentos escépticos con los que la Razón no puede darse nunca por satisfecha, especialmente como medio para dirimir sus conflictos internos. En clara coincidencia con lo que decíamos al comienzo de este texto a propósito de las propiedades del accidente, uno de los rasgos peculiares de la risa es, como ocurría con el favor [Gunst] en tanto que la única complacencia libre, un tipo de desinterés involuntario al que podemos calificar de manera muy genérica como distracción, que al menos desde la caída de Tales en el pozo viene acompañando la desconexión entre las preocupaciones del filósofo y las de la vida más cotidiana. Al distraerse, el sujeto rompe con algún presupuesto relevante para la vida más común, al que quizás involuntariamente ha dejado de conceder la debida importancia, y la risa surge al advertir que el sujeto sigue actuando como si aquel principio o regla siempre supuestos no se hubiesen olvidado. Por ser una de las operaciones de la facultad de juzgar reflexionante, la risa nace de una comparación entre una manera de actuar que contemplamos y el modo en que creemos que tendría que proceder el sujeto, de suerte que sometemos lo primero al cedazo de lo segundo y en ese examen nos llama la atención especialmente la insistencia por parte de quienes constituyen la situación cómica en convertir una particularidad excéntrica en algo natural, como si se la pudiera integrar, sin demasiada dificultad para el encaje, en el tejido del sentido común. La risa devuelve a ciertos sujetos como Tales al lugar que «merecen» quienes pretenden introducir alguna modificación llamativa en el tejido de presupuestos e implícitos que constituyen una comunidad, por lo que no es de extrañar que todo aquel que aspire a pensar lo que constituye a esa comunidad obtendrá de ésta el único trato con que ella puede clasificarse, a saber, el de un sujeto que carece de los medios más básicos para enfrentarse al día a día, como Sócrates y su impericia en la oratoria forense ateniense[20]. Otro de los rasgos más frecuentes de lo que mueve a la risa es el choque entre lo que es lógico esperar del comportamiento de un hombre y el modo en que efectivamente éste actúa, por ejemplo, no respondiendo a nuestras preguntas como un ser capaz de reflexionar, sino como un autómata que, por ejemplo, repite como una salmodia la secuencia de nuestro discurso, sin hacerlo suyo ni adoptar una posición crítica ante él. En este punto nos referimos a aquellos momentos en que un hombre actúa más como un autómata espiritual que como un hombre o, por decirlo con Aristóteles, como un berzotas o una copia en yeso de un hombre en lugar de como un hombre de verdad, esto es, que piense y actúe con arreglo a principios y no con arreglo a un mero mecanismo. Quizás los ejemplos kantianos más claros acerca de esta nota de lo risible los encontremos en la Arquitectónica de la primera Crítica, así como en la Aclaración crítica y en un pasaje de la Metodología de la Crítica de la Razón práctica. En la Arquitectónica de la Razón pura de la primera Crítica Kant establece una distinción subjetiva entre conocimiento histórico (cognitio ex datis) y conocimiento racional (cognitio ex principiis), que no rige en la matemática, pero sí en filosofía, de suerte que el primero se reduce a un aprendizaje memorístico, que puede llegar a ser muy exhaustivo, de los principios y pruebas de un sistema de pensamiento, si bien carece enteramente de la capacidad de orientarse en el interior de ese horizonte doctrinal. De ese hombre puede decirse que «ha aprendido y memorizado bien, esto es, ha aprendido y es una copia en yeso de un hombre vivo» (A 836/B 864), lo que confirma la imposibilidad de formular en términos productivos o técnicos el contenido de una teoría[21], al menos allí donde el uso de la Razón no es in concreto ni constructivo, teniendo que defender siempre a las palabras, como acertó a ver Sócrates en el Fedro, de la amenaza de la malinterpretación y la manipulación. De manera análoga, si no hubiese distinción entre la idea cosmológica de libertad transcendental y la ley natural de necesidad mecánica, tendríamos que identificar las presuntas decisiones que toma un hombre a lo largo de su vida con meros movimientos mecánicos de un autómata fabricado por Vaucanson y su libertad con la cómica libertad de un asador, al que sólo pone en marcha el impulso de su artesano-proxeneta, si se nos permite esta adecuación del texto con vistas al asunto que tratamos. De manera que si nuestras decisiones estuviesen sometidas al mismo enlace causal necesario que los sucesos en el tiempo, la única libertad de que seríamos acreedores sería psicológica y meramente comparativa y nuestra aparente espontaneidad habría de atribuirse en último término a un sumo maestro de todas las artes[22]. Igualmente, en un célebre pasaje de la Crítica de la Razón práctica, Kant señala que si la proporción entre nuestras facultades se viera modificada por la posesión, llegado el caso, de un entendimiento intuitivo, la lucha que nuestra intención moral mantiene con las inclinaciones encontraría su final. Pues, posiblemente la posesión de una inteligencia superior a la nuestra nos permitiese no sólo contar con una perspectiva oscura y ambigua acerca del porvenir y conjeturar la existencia del regidor del mundo, sino también contemplar su imagen y la terrible majestad de su eternidad, con lo que nuestro horizonte cognoscitivo se vería tan ampliado como asegurado nuestro progreso por la senda del acierto moral, al menos en su aspectos más externos. Pero si, a pesar de esta auténtica revolución de las proporciones entre las facultades del ánimo, con la que se disolvería toda conveniencia de ésta para nuestro destino práctico, nuestra naturaleza sigue siendo la misma, la supresión de la transgresión de la ley se conseguirá sólo al precio de que el comportamiento del hombre se transforme en un mero mecanismo, en el que no quepa hallar vida alguna, sino sólo la gesticulación habitual en el espectáculo de marionetas. De la mano de estos textos puede concluirse que quien no puede pensar por sí mismo ni tampoco actuar con libertad constituye un magnífico ejemplo de lo que mueve a la risa, según la definición kantiana de este afecto. Los tres casos mencionados ponen en solfa la opinión común que asocia el que un hombre actúe siguiendo ciertos principios o el mismo carácter en tanto que principio interno que rige el comportamiento de una vida con una rígida presentación mecánica de lo que sea un hombre, pues no hay vía más directa al mecanismo que el convertir lo accidental en la única regla vigente —así, la mujer-máquina o muñeca se fabrica para satisfacer todos los deseos de su hacedor o de su comprador— o el dejarse llevar por principios recibidos de otro —el pigmalión o el proxeneta—. Lejos de manifestar que uno es dueño de sí, el efecto autómata espiritual indica que estamos integrados en un inmenso mecanismo universal y que dependemos de un sumo artífice responsable del último fundamento de nuestras acciones, reducidas inexorablemente a movimientos[23]. ¿Qué es lo que por de pronto un observador atento echa en falta al reírse ante estas manifestaciones mecánicas del hombre? Parece que la respuesta más acertada es la que apunta a la facultad de juzgar, a saber, la facultad que en su acepción más objetiva y por contraste con el entendimiento habría que calificar como facultad de la subsunción, en la que Kant encuentra una capacidad difícilmente formulable en términos técnicos, a saber, «un talento particular que no puede enseñarse, sino sólo ejercitarse» (KrV, A 133/B 172). Esta facultad que no puede enseñarse, sino únicamente cultivarse y para la que los ejemplos se quedan bisoños y sólo ofrecen una ayuda menesterosa, propia de meras andaderas, parece encargarse allí donde actúa de que los otros no perciban al vernos hablar o actuar algo parecido a una secuencia de fotogramas entre los que median interrupciones, sino más bien una progresión continua que ha sido inspirada por principios y no resulta de meras fórmulas. El Juicio se encarga de cubrir los huecos que sin él aparecerían en los efectos fenoménicos de nuestros pensamientos y decisiones, al elegir a qué regla corresponde este caso. Cuando afirmo que esta cera derretida es un caso de la ley de conexión causal o que esta máxima puede elevarse a ley universal, mi afirmación implica un saber que sirve de urdimbre para mis conocimientos y decisiones. Creemos que habría que adjuntar a esta definición de la facultad de juzgar una observación de detalle: el Juicio se caracteriza tanto por distinguir entre lo contingente y las leyes cuanto por arbitrar un marco de legalidad para los materiales identificados con lo indeterminado y lo contingente (casus), a saber, la finalidad. Por ello, Kant puede sostener que la Razón pura eleva principios seguros mediante los conceptos del entendimiento, «que contienen la condición y casi el exponente para una regla» (A 159/B 198) para los que la experiencia ofrece los casos particulares, pero en el bien entendido de que aquellos conceptos del entendimiento queden referidos a «algo enteramente contingente» [etwas gans Zufälliges], que no es otra cosa que la experiencia posible. Con esto quiere decirse que al menos para nosotros los hombres es imposible transitar a priori desde el contenido de un concepto —sea la causa— al de otro —sea el efecto—, teniendo que referir la relación entre ambos, que sí conocemos a priori, a un tercero, a saber, la experiencia posible. El desconocimiento de esta distinción condujo, observa Kant, a un hombre de juicio fino como Hume a concluir «a partir de la contingencia de nuestra determinación según la ley, la contingencia de la ley misma» (KrV, A 766/B 794), confundiendo, por tanto, la referencia de nuestros conceptos a la experiencia posible con la síntesis de los objetos de la experiencia efectivamente real, que siempre es empírica. En efecto, la facultad de juzgar no tramita meros principios de asociación, sino que establece enlaces a priori en lo contingente —en lo que literalmente podría ser de esta manera y de otra, lo imprevisible por definición—, es decir, permite aplicar las leyes del entendimiento a los casos que la experiencia nos proporciona. Pues bien, este saber qué hacer con los casos, generalmente imprevisibles como tales, no se puede enseñar, ni siquiera en su tarea de subsunción en la que el entendimiento ofrece todas las reglas necesarias. Por otra parte, como veíamos en la primera parte de este texto, la máquina surge con la intención de olvidar la diferencia entre el caso y la ley, por tanto, de obviar los enlaces tramitados por la facultad de juzgar, ya que el autómata se mueve con los ojos cerrados. Si desde este breve excurso dedicado a la facultad de juzgar, que es lo que el observador que encuentra risible una situación parece echar de menos en la escena, regresamos a lo accidental, quizás se comprenda la función poética de la acumulación de accidentes que llegan a adueñarse de la escena, imponiendo su ley y, con ello, el caos y la decepción de cualquier expectativa razonable que pudiera haberse hecho el espectador. Bergson en su ensayo La risa se atreve a proponer una clasificación de modos en que los accidentes entran en escena transformando momentáneamente a las personas en cosas —Sancho Panza manteado, el barón de Münchhausen lanzado como una bala de cañón—, entre los que cabe destacar el mecanismo «bola de nieve», en el que una serie de objetos caen rápidamente uno tras otro como cartas de baraja o piezas de dominó, lo cual, trasladado al espacio de juego de los hombres —la montaña viene a Mahoma, según las leyes de los campos del lenguaje en la obra de K. Bühler[24]— representa una secuencia de absurdos derivada de un desacierto o descuido originario, por ejemplo, el empujón fortuito recibido por alguien que sostenía una taza de té. Otro fenómeno digno de mención es el de «inversión de un designio o intención», que cuenta con ejemplos paradigmáticos con el perseguidor que se convierte en víctima de una persecución, el estafador estafado o el ladrón robado. Aquí lo cómico se gesta en la inversión a la que se ve sometida la secuencia de acciones proyectada por el sujeto de la acción, de suerte que éstas, en lugar de seguir el orden establecido, se rebelan y toman como objeto al sujeto. Alguien lanza una piedra y ésta, como por arte de magia, vuelve a lanzarse contra aquél. Muy cercano a este efecto de inversión se encuentra «la reversibilidad del mecanismo o la circularidad de los movimientos», donde en virtud de un enlace de causas y efectos todos los esfuerzos de los personajes de la trama desembocan en el mismo punto, es decir, al final todos los agentes retornan al punto de partida, como si nadie se hubiese movido, de manera que en esta representación de un esfuerzo baldío —Much Ado for Nothing— el ánimo encuentra motivos para la risa. Pertenece igualmente al orden de lo accidental, como material de trabajo para lo cómico, el ensayo de igualación con lo legal por parte de un encuentro meramente fortuito o un suceso accidental. Y es que cuando un accidente pretende convertirse en regla por la única vía que queda a su alcance, a saber, por la vía de la repetición, produce risa su opacidad a algo así como el sentido, pues así como mil indicios contingentes no conducen a un indicio necesario o prueba, mil accidentes no constituyen sustancia alguna[25]. La repetición de un accidente, lejos de propiciar la transformación en forma, pone aún más de manifiesto su naturaleza de mero suceso, su inconsistencia. Todos estos procedimientos tienen en común el carecer de sentido para un entendimiento que no sea el nuestro, el de un animal racional-animal, con arreglo a la curiosa expresión elegida por Kant para advertir que la complacencia en lo bello es la única exclusiva del hombre. Pues sólo un entendimiento finito respeta el espacio ocupado por lo contingente, a saber, el cubierto por lo que las leyes del entendimiento no pueden determinar[26]. Un entendimiento intuitivo —un entendimiento-máquina o un ordenador que actuara como un Newton de la biología— no sería un entendimiento humano, que no puede entender nada de una cosa en sí. Por ello, no es extraño que la pobre Olimpia/Coppelia no pueda reír[27], pues nada hay en ella en condiciones de juzgar, esto es, de disociar los órdenes de lo contingente y de la legalidad y de establecimiento del acuerdo entre ambos. Allí donde triunfa el destino, los hombres creen haberse impuesto a lo contingente y a lo casual —esa amenaza contra los elevados designios que ellos están llamados a cumplir—, pero siempre al precio de renunciar a todo carácter y, lo que es mucho más grave, de arrebatárselo a otros por el camino. No nos parece exagerado adscribir la fabricación del autómata con vistas a la plena satisfacción de los deseos de su dueño o comprador a una intención semejante a la del autor de los versos declamados ante don Quijote por el hijo del caballero del verde gabán, en una auténtica declaración de principios a favor de la teodicea y en contra la facultad de juzgar: «si mi fue tornase a es,/sin esperar más será,/o viniese el tiempo ya/de lo que será después»[28]. NOTAS:
[*]Nuria Sánchez Madrid es Doctora en Filosofía. [1] Lo que presentamos en las páginas que siguen es una lectura de la prostitución guiada por un estudio que con el título Belleza y Comedia aborda la rehabilitación de lo contingente en la crítica kantiana, estudio del que en estos momentos no puede entregarse nada más que una idea vacilante. [2] Textos correspondientes a Met., V 30, 1025 a14-30 y Poética 9, 1452 a1-11. [3] Vd. KprV, ed. W. Weischedel, A 224. [4] R. Sánchez Ferlosio ha aludido, de manera magistral a nuestro juicio, a la oposición benjaminiana carácter/destino en el discurso leído en la entrega del premio Cervantes de este año: «La racionalidad precaria y espectral de la idea de «destino» no admite ser denunciada de frente como irracionalidad ni desautorizada señalándole «contradicciones», porque desciende de concepciones míticas, ajenas a nuestros usos de razón. Será, en cambio, un refrán, el más espléndido, y a la vez más terrible, de los refranes castellanos, el que nos dé la ilustración más aproximada de la indefinible noción de «destino», dice así: «El potro que ha de ir a la guerra, ni lo come el lobo ni lo aborta la yegua». Sólo aparentemente fue una feliz contingencia, un azar afortunado, el que no fuese malparido por su madre, sólo aparentemente fue una suerte el que saliese bien librado de las insidias y asechanzas de los lobos; en realidad, no eran hechos gratuitos o fortuitos, sino que tenían una causa, una causa indefectible, que esperaba escondida entre los pliegues de los días; y esa causa —que no parece causa— era que tendría que morir en el campo de batalla, despanzurrado por una bala de cañón. Tal es la perversa voz del destino, tal es la retorcida irracionalidad del que pretende racionalizar la contingencia imponiéndole un sentido, una causa, un argumento» (publicado en la prensa nacional el 24 de abril de 2005). [5] Villiers de l’Isle Adam, L’Eve future: «He aquí, pues, los Ojos!, dijo el electricista, pulsando el resorte del cofre... Y el interior de aquella caja enigmática pareció lanzar mil miradas sobre el joven inglés. He aquí, ciertamente, algunos de los ojos que envidiarían muchas gacelas del valle de Nourmajad, continuaba Edison. Ojos dotados de una esclerótica tan pura, de una niña tan nítida que resultan inquietantes, ¿verdad? El arte de los grandes oculistas ha conseguido hoy superar a la Naturaleza. La solemnidad de estos ojos da, positivamente, la sensación del alma. La acción de la fotografía colorante les añade un matiz personal; pero es sobre el iris donde es preciso transportar la individualidad misma de la mirada. Una pregunta: ¿ha visto usted, milord, muchos bellos ojos a través del mundo? Sí, respondió lord Ewald; sobre todo en Abisinia. Es usted capaz de distinguir el destello de los ojos de la belleza de la mirada, ¿verdad?, siguió Edison. ¡Por supuesto!, dijo lord Ewald... Miss Clary posee ojos de la más destellante belleza, cuando mira, displicente, ante sí a lo lejos: pero, cuando su mirada recae sobre alguna cosa que observa, ay, esa mirada basta para haceros olvidar sus ojos. ¡Eso simplifica cualquier dificultad!, exclamó Edison. Generalmente, la expresión de la mirada humana es aumentada por mil incidencias exteriores: el imperceptible juego de los párpados, la inmovilidad de las cejas, la longitud de las pestañas; y, sobre todo, por aquello que se dice, por la circunstancia en que uno se encuentra, por el entorno mismo que en ellos se refleja... Podemos hacer un cliché de esa mirada, puesto que ella misma no es sino un cliché, ¿no le parece? Es justo, respondió sonriendo el joven... [6] Von Kleist, «Sobre el teatro de marionetas»: «Dije que, por muy convenientemente que el asunto condujera a su paradoja [superioridad de la marioneta con respecto al hombre], sin embargo, nunca me haría creer que puede haber más gracia en una marioneta que en la constitución de un cuerpo humano. Él contestó que sería enteramente imposible para el hombre alcanzar siquiera en ese punto a la marioneta. Solamente un dios podría medirse con la materia en ese campo, y aquí se encontraría el punto en el que se encuentran ambos extremos del mundo, que tiene forma anular» (trad. N.S.M.). [7] Este es el peculiar tono discursivo que Juan Jesús Rodríguez Fraile ha espigado en su artículo, publicado en este mismo número, entre los anuncios de contactos que recoge hoy todo periódico que se precie, en los que los «estoy hecha para ti» o «estoy esperando ansiosa tu llamada» poseen la peculiaridad de los carteles del tipo «tonto el que lo lea» analizados por O. Ducrot en sus estudios de pragmática, redactados para que los actualice precisamente el que lo lea en cada caso, de manera que en propiedad puede afirmarse que se trata de mensajes que están dirigidos a todos y a ninguno en particular. [8] Es difícil que la presentación de la marioneta en este texto de von Kleist no recuerde a la presentación de la «libertad del asador» propia de un autómata espiritual o al autómata de Vaucanson en la Crítica de la Razón práctica de I. Kant. Y para que esa transformación del hombre en autómata se produzca sólo hace falta que nuestras acciones no se consideren como determinaciones del hombre como fenómeno, sino como cosas en sí mismas, que es lo que realmente encuentran el maestro Coppelius y el desgraciado Nataniel en Olimpia-Coppelia. [9] Entenderíamos por un contrato posible y sostenible el que firman dos personas con la intención de seguir siendo lo que son o con la intención de despojarse provisionalmente o a ratos de su condición de persona, que cambian por la de cosa. Y en este último caso, lo esencial es que la cosificación lo sea de los dos al mismo tiempo —no por parte de uno, pero no de otro—, como sostiene Kant en sus Lecciones de ética o en la Doctrina de la virtud al definir el matrimonio. [10] Creo que en el caso de esa entrevista que leí en mis años mozos se trataba de Christian Slater, pero con el fin de darle al caso mayor actualidad y brillo, propongamos el rostro del nuevo Alejandro Magno, Colin Farrell, e incluso el de la nueva Olimpia, Angelina Jolie, pues en la guerra declarada por nuestros tiempos al accidente la distinción de sexo está más que superada. [11] La asimetría en que se basa la relación determinada por la prostitución queda patente en el hecho de que, si bien el cliente sabe siempre a lo que va, pues ha elegido un determinado ambiente y prácticas sexuales, la prostituta sólo en casos contados y allí donde puede definirse como «de lujo» goza de esta seguridad. La mayor parte de las veces al «sé de antemano a lo que voy» del cliente le corresponde el «a ver qué me encuentro hoy» o «no sé si saldré con vida de ésta» de la prostituta. [12] Nada hay más codificado que la amplia gama de operaciones que se espera que quien se prostituye realiza al cliente: «usted me prometió un francés y me sale con un búlgaro» o «oiga usted, que yo venía buscando un fackfisting y me han hecho una felación»... Intentar evitar lo accidental no significa acabar del todo con la capacidad de error en que con frecuencia parecen consistir los agentes humanos, al menos, hasta que podamos sustituirlos por máquinas, como aquel prostituto tan simpático al que daba vida Jude Law en la película Inteligencia artificial. [13] Podría objetarse en este punto la falta de sensibilidad de quien escribe con respecto a las historias de amor surgidas entre clientes y prostitutas/os, si bien espero que se acepte que cuando eso ocurre, a saber, cuando la story sustituye al service, el imposible contrato sexual constituido por la prostitución se suspende y los protagonistas del mismo vuelven a respirar en un ambiente en que no todo está decidido de antemano. [14] En este sentido es en que creemos que debe entenderse el «Unsex me here» de Lady Macbeth, al solicitar a los espíritus que sirven a la muerte que la despojen de su sexo y la llenen a rebosar desde la coronilla a los pies de negra crueldad, con la esperanza de que esa maquinización a lo terminator le permita consumar los despiadados crímenes que se ha propuesto. [15] Remitimos con respecto a esta tendencia a la expulsión del accidente de nuestra lectura de los acontecimientos al excelente trabajo de J.L. Pardo publicado en la revista Sibila, abril de 2002, con el título de El alma de las máquinas (3/3). En torno a Crash, de David Cronenberg. Los huérfanos de la historia, pp. 44-48. [16] De la que consideramos una magnífica tipificación la realizada por Chesterton en Ortodoxia, donde el loco se describe no como quien se deja arrastrar por la imaginación, sino más bien como quien no abandona en un solo momento la voluntad de razonamiento, de manera que no reserva nada al azar ni acepta la existencia de casualidades. [17] J.L. Pardo ha diagnosticado con gran acierto en su libro más reciente La regla del juego. Sobre la dificultad de aprender filosofía —Barcelona, Círculo de Lectores, 2005— este presupuesto de toda conversación y acto de comprensión en general, formulado como la conversión del Otro en la regla,; vd. especialmente la tercera aporía de la primera parte, bajo el título Tercera aporía del aprender, o del saber de memoria, p. 69: «Se comprende porque se cree —ésa es la confianza ciega que se pide al intérprete, la creencia firme o la locura de la posesión del poeta inspirado—, hay que anticipar la perfección de la palabra del Otro (su perfecta verdad incuestionable) para poder comprenderla (para poder ejercer esa adivinación del sentido del texto que hay que adelantar cuando todavía no se comprende, esa memoria de lo que aún no ha pasado), y todo lo que de ella comprendemos afianza nuestra creencia (nos restituye con intereses lo que habíamos adelantado, como cuando el texto, una vez leído y comprendido, confirma la lectura tentativa que habíamos hecho de él)». [18] Volvemos a encontrar este efecto de vivificación interna derivado del juego entre afectos contrarios en la.Anthrop. prag., § 60 Del sentimiento de lo agradable o del placer sensible en la sensación de un objeto «Ilustración mediante ejemplos»: «¿Por qué es el juego (principalmente con dinero) tan atrayente y, cuando no demasiado interesado, la mejor manera de distraerse y reponerse tras un largo esfuerzo intelectual (pues no haciendo nada el reponerse es muy lento)? Porque es un estado de temor y esperanza incesantemente alternantes. La cena después de este estado sabe y sienta también mejor. —¿Por qué son las piezas teatrales (sea tragedia o comedia) tan cautivadoras? Porque en todas las piezas surgen ciertas dificultades —la inquietud y la perplejidad en medio de la esperanza y la alegría—, y este juego de afectos contrarios es, al terminar la pieza, un incentivo vital para el espectador, al que ha puesto interiormente en movimiento». [19]Anthrop. prag., § 2 Del egoísmo: «Pero puesto que cada cual tiene que tener su propio sentido y afirmarlo (si omnes patres sic, at ego non sic, Abelardo), el reproche a la paradoja, si ésta no está basada en la vanidad de querer solamente distinguirse, no tiene un significado negativo. —A la paradoja se opone lo cotidiano [das Alltägige], que tiene de su parte a la opinión común. Pero en lo cotidiano hay tan poca seguridad como en lo paradójico, si es que no menor, porque adormece; en su lugar lo paradójico despierta el ánimo para la atención y la investigación, que con frecuencia conduce a descubrimientos». [20] J.L. Pardo en su obra citada no ha dejado de ocuparse precisamente del enfrentamiento con la comunidad de implícitos (juego 1) que sostiene subjetivamente a cada dicente por parte de la filosofía o la demora en la objetivación, que conduce a la ruina como creencias de los contenidos de la primera (juego 2). [21] Aristóteles señala en la Política la insensatez de atribuir la felicidad a los bienes exteriores, en lugar de al hombre bueno que los emplea, así como es fruto de la ignorancia buscar el principio de una bella melodía en la cítara en lugar de en el citarista, vd. VII 13, 1332 a21-27. [22] H. Bergson, autor de una de las escasas reflexiones filosóficas dedicadas a la risa, establece una relación directa entre el efecto cómico y la conciencia de haber perdido la libertad; vd. trad. cast. en Porrúa, p. 74: «No olvidemos que todo lo que de serio hay en la vida parte de nuestra libertad. Los sentimientos que hemos ido madurando en nuestro interior, las pasiones cuyo calor conservamos, las acciones intencionalmente ejecutadas por nosotros, todo lo que de nosotros se deriva y realmente nos pertenece, traspasa a la vida su desenvolvimiento dramático, que es generalmente serio. ¿Qué hace falta para que todo esto se vuelva comedia? Se necesitaría suponer que una libertad aparente encubre un juego de títeres; que somos, como dijo el poeta: «…humildes marionetas cuyos hilos son manejados por la Necesidad»». [23] Debido a su cercanía a la figura del autómata, pues eso es lo que se busca de ella o él, el prostituido suele estar acompañada/o de redes, que le dificultan enormemente la huida o el cambio de actividad. [24] Vd. R. Sánchez Ferlosio, «Glosas castellanas», en: El alma y la vergüenza, Destino, 2000, p. 263: «[E]n el procedimiento épico, el del cuento, el sujeto hablante/oyente, Mahoma, se lleva, por trasposición, el campo mostrativo de la voz —desde la voz— al campo simbólico de las representaciones del fantasma, a la montaña; en el procedimiento dramático, el de los juegos de ficción, el sujeto hablante/oyente, mahoma, se trae al campo de la voz el campo simbólico de las representaciones del fantasma, la montaña. […] [L]o único que parece estar bastante claro es que el sentido del movimiento que hace posible el cuento y el sentido del que hace posible el juego de ficción son necesariamente inversos entre sí». [25] Vd. Bergson, op. cit., p. 78: «Nada tendrá de cómico el hecho de encontrarme un día en la calle con un amigo a quien no veía desde mucho tiempo atrás. Pero si el mismo día vuelvo a encontrarlo por segunda, por tercera vez y hasta por cuarta vez, no podremos dejar de reírnos los dos de la coincidencia. Imaginaos ahora toda una serie de hechos que den la ilusión de la vida, y figuraos en medio del desarrollo de esta serie una idéntica escena que se repite entre los mismos personajes o entre personajes distintos: será otra coincidencia, pero infinitamente más extraordinaria». [26] Vd. KU, § 77, W 359-360: «Aquí se trata de la relación de nuestro entendimiento con el Juicio, es decir, de que busquemos ahí una cierta contingencia de la constitución de nuestro entendimiento para anotarla como peculiaridad suya, a diferencia de otros entendimientos posibles. Esta contingencia se encuentra muy naturalmente en lo particular que el Juicio debe llevar bajo lo universal de los conceptos del entendimiento, pues mediante lo universal de nuestro entendimiento (humano) no se determina lo particular. De cuántas maneras diferentes pueden cosas distintas que, sin embargo, coinciden en una nota común, presentarse a nuestra percepción, eso es contingente. Nuestro entendimiento es una facultad de los conceptos, esto es, un entendimiento discursivo, para el cual, desde luego, tienen que ser enteramente contingentes las maneras múltiples y diferentes en que lo particular puede ser dado en la naturaleza y traído bajo sus conceptos». [27] Puede compararse con la versión de Aristóteles: «[S]i a uno se le hacen cosquillas, se echa a reír inmediatamente, por llegar el movimiento rápidamente a esta zona, y, aun calentándola ligeramente, el hecho es, sin embargo, evidente y mueve el pensamiento en contra de su voluntad. La causa de que sólo el ser humano tenga cosquillas es no sólo la finura de su piel, sino también que el hombre es el único de los animales que ríe» (Partes de los animales, III 10, 673 a4-9). [28] M. Azaña asocia precisamente, en su La invención del Quijote, estos versos con la oposición entre lo actual y lo perdurable, que por abajo o por arriba se alejan de la subsunción de lo particular bajo lo universal operada por el Juicio.
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