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Esta mañana, en la ciudad, he oído un
Rumor. Se dice que la prostitución es la profesión
más antigua del mundo, se comenta que ahora hay hombres que se
prostituyen, y se cree que se hace de forma libre y voluntaria.
Pero he sospechado. “Toda profesión es una forma de
esclavitud y toda esclavitud es en cierto modo una profesión”:
he aquí lo que creo haber entendido del Rumor. Parece que viene lo
Mismo y nos golpea, nos da – “nos da lo mismo”-. He
sospechado. Pero algo huele a distinto en Dinamarca. ¿Es
el tiempo de trabajo lo que hace que sea lo mismo tu profesión que la
prostitución? ¿Pero es lo mismo comprar tiempo que
comprar cuerpos? Marx nos
enseñó que para que pudiéramos considerar la fuerza de
trabajo como mercancía su poseedor debía ser libre propietario
de la misma, además de realizar el intercambio por un tiempo
determinado. Así, el obrero no podía vender todo su
tiempo puesto que no sería poseedor entonces de su fuerza de
trabajo, sino que sería él mismo la fuerza de trabajo, es
decir, se convertiría en un esclavo. Los obreros tienen, pues, un
tiempo en el cual viven (o se desviven) y del que parte venden al
capitalista para que consiga su plusvalía [1]. Sin embargo, venderlo todo es no
vender nada, venderse, perderse, renunciar a sí a favor de un Otro que
dispone; y poder comprar todo, es (no) comprar nada, es pillaje,
apropiación, usurpación, robo y esclavismo. ¿Pero puede
la corporeidad con la que mal-nos-desenvolvemos descomponerse en raciones,
porciones o agujeros? ¿Se puede comprar una parte de (un) cuerpo si no
está ya muerto; Cuerpo como suma de órganos que podemos
fraccionar y comprar por partes, Cuerpo como res extensa, medible y racionalizada por estar a las afueras de mi cogitans, Cuerpo como compilación de
agujeros susceptibles de ser penetrados en partes, con-partes y por partes?.
He sospechado: El prostituidor o proxeneta no
compran por partes, la prostituta, la víctima, la esclava, no puede
venderse por partes. Todo o nada. Todo como violación con-sentida,
y nada como violencia física (del daño, del
moratón y de la miseria) por la que el proxeneta nace, crece y se
reproduce. ¿Existe un lugar oculto e inaccesible del
cuerpo, una parte reservada para sí o los suyos, de uso restringido
para ofrecer(se), para disfrutar(se) con los que quiere o ama? Cuando se
pregunta a las prostitutas siempre suele salir el “¿cómo
es el sexo con su pareja?” O lo que es lo mismo: ¿tiene
usted un cuerpo escondido en alguna parte al que no pueda llegar prostituidor alguno?. Pero ella sólo tiene un
cuerpo, y con el mismo ama y disfruta, y con el mismo folla y se la follan
sistemática y organizadamente, cada treinta minutos. No hay más
cuerpo que el cuerpo violado. “Nada de besos en la boca”
–decía una prostituta en la película; pero eso ya
está más allá (o más acá) del cuerpo:
“No doy besos, con la boca no doy besos”- podría pensar
ella. Hay límite, sí, hay frontera pero más allá,
a las afueras del cuerpo. Ese algo-más-allá-del-cuerpo que no
vende la permite no sentirse esclava, el mismo
algo-más-allá-del-cuerpo convierte al esclavista, proxeneta y prostituidor en un mero “cliente”, ese
algo-más-allá-del-cuerpo esconde, maquilla, disfraza y vela una
esclavitud. Hannah Arendt a
propósito de la distinción que el mundo griego realizaba de la
labor y el trabajo, introduce una distinción entre las
actividades humanas que aquí puede resultar pertinente. Nos recuerda
que los economistas en general y Karl Marx en particular, “anonadados por la
productividad sin precedentes de la humanidad occidental”, tuvieron que
considerar toda labor como trabajo, homogeneizando ambas en virtud de una
“productividad” basada en el poder humano capaz de producir
más de lo necesario. “Parece -dice ella- que la diferencia entre
labor y trabajo que nuestros teóricos tanto se han obstinado en
olvidar y nuestros idiomas tan tercamente en conservar, se convierte
simplemente en una diferencia de grado si el carácter mundano de la
cosa producida ... no se tiene en cuenta"[2]. De modo similar, recientemente Santiago Alba Rico recoge
otra distinción que, en cierto sentido, rompe con la
homogeneización de los productos del trabajo que determina la
dimensión temporal. Nos señala la diferencia entre las
“cosas de comer”[3], las “cosas de usar” y las “cosas de
mirar” que la sociedad en la que vivimos está
empeñada en borrar (de)construyendo un mundo sin cosas.
Pero lo que para nosotros es digno de resaltar no es tanto las explicativas
diferencias entre labor y trabajo, o entre los consumptibilis,
fungibles o mirabilias, sino
más bien que se introduzcan distinciones entre las actividades
humanas al margen de la homogeneidad que provoca que todas ellas utilicen
“tiempo de trabajo”. Marx
también creyó necesario diferenciar a un esclavo de un
obrero y a un hombre de un animal pese a que todos utilizan tiempo de trabajo
para producir. Por eso no creemos estar fuera de su órbita si
consideramos pertinente, por ser más explicativo y más justo,
introducir la espacialidad de los cuerpos
reordenando en otra dimensión, para otro objeto, lo que era un batiburrillo donde todo es lo mismo. De finales del pasado siglo hemos aprendido algo.
El cuerpo, nuestro cuerpo, es más bien un contorno que visibiliza algo
que deviene, que singulariza y concreta un trayecto chepudo de gustos y
disgustos cargados a las espaldas, un cuerpo inclinado por el peso diario de
sacarle gusto a la vida; en definitiva, un cuerpo construido, culturizado y
siempre manoseado para bien-adaptarte. Me hicieron sospechar que el cuerpo,
nuestros cuerpos, no son un ladrillo heredado, nos hicieron sospechar que los
hemos personalizado tanto, los hemos usado tanto a gusto que pocos reconocen
ya el origen, ese ladrillo, ese ladrillo mil veces esculpido por
el uso, por algo, para algo o alguien.... Y ese e(x)terno multi-singular es el único cuerpo que tenemos.
Nadie tiene más... “De todas las maneras tenéis uno (o varios),
no tanto porque exista o venga dado hecho -aunque en cierto sentido preexiste
-, sino porque de todas las maneras hacéis uno, no podéis
desear sin hacer uno – os espera, es un ejercicio, una
experimentación inevitable, ya hecha en el momento en que la
emprendéis, no hecha en tanto no la emprendáis. No es
tranquilizador, puesto que podéis fallarlo.... De ningún modo
es una noción, un concepto, más bien es una práctica, un
conjunto de prácticas.” [4] Por eso vender todo el cuerpo no es
sólo vender todos los agujeros, vender todo el cuerpo es sobre
todo vender los gustos, tus inclinaciones [5], tu singular pero no exclusiva forma de caer al mundo.
Que te guste, por ejemplo, besar las fibrosas manos de un violinista o andar
descalzo entre la hierba y te resulte sin embargo desagradable el aliento de
un torero o una mal-fingida caída de ojos, es la especifica
forma personal -pero no por ello privada- de modelar, performar
o hacer tu cuerpo. Los prostituidores no compran
“tiempo de trabajo”, aquí esto es irrelevante, lo que
compran es no tener que ser gustables, amables, guapos o agradables para
disfrutar del cuerpo prostituido, han adquirido de la mujer prostituida el
gusto y sus disgustos, tienen en su bolsillo el equivalente en dinero de su
fuerza de trabajo con el que han comprado no tanto “un servicio”
o sexo, sino sobre todo que no se les pueda rechazar. También sospecho que debo aclarar algo.
Vender todo el cuerpo, su disposición y gustos sexuales no lleva
necesariamente aparejado que sea en todo momento. Es preciso para nuestro
objeto distinguir entre “siempre se vende algo” de nuestras
aficiones, deseos o inclinaciones -con el que todos más o menos nos
sentimos identificados-, con el “a veces lo vendo todo”
-presupuesto en el que tristemente se ve avocada la mujer prostituida-.
Ese “a veces” de dimensión temporal es el que cree
salvar al prostituidor de la condena
pública. “Después lo hace con quien quiere”-
responde el proxeneta-; “ella trabaja aquí sus horas y luego se
va a casa o a donde le de la gana” -dice el empresario del club;
“el mejor momento para mí es cuando me visto para salir”
– comenta la víctima prostituída.
Si la esclavitud se mide en tiempo, como Marx, todo
dependerá de si el proxeneta la deja o no salir del prostíbulo,
de la calle o del ir y venir de taxis; pero si se mide en espacio, en
cuerpos, como lo que aquí se propone, no influirá nada si sale
o no del club, o cuanto tiempo “trabaja”, o si ella
“quiere” venderlo todo, ... Siempre hemos medido la esclavitud
por tiempo, Marx nos indicó que es cuando lo
vendes todo. Pero existe una esclavitud por espacio, y Nadie nos
señaló que es cuando te lo quitan todo, tus disposiciones, tus
gustos e inclinaciones, tus apetitos, tu específica forma de agarrarte
a la vida, de elegir o de mirar. La esclavitud no es sólo temporal. Si
espaciamos la visión, si tomamos distancia, es difícil
no ver la esclavitud de un cuerpo que no puede rechazar a un varón con
dinero como la compra-venta de su no-elección. Hay que recalcar que la imposibilidad material y
simbólica de rechazar al varón no es una característica
accidental, más bien al contrario, constituye fundamento de todos los
tipos de violencia masculina. Muchas de las mujeres que desean abandonar o
separarse de sus maridos se encuentran en la misma encrucijada, el no poder
rechazar al varón las sumerge entre la violencia sufrida en sus carnes
y la miseria derivada de la huida de improviso y a escondidas de (su)
casa. Igualmente, las responsabilidades autoasumidas
por las mujeres, que se revisten de un modo u otro bajo cuadros depresivos,
enmascaran realmente las ganas de mandar a la mierda a su marido. Por ello la
prostitución no es un mal más, un universal pozo de miseria
igual para hombres, mujeres o transexuales, sino que es la
manifestación más explícita de la violencia
simbólica que impide a una mujer rechazar a un varón y disponer
realmente de su cuerpo, hacerlo o deshacerlo a gusto. El rechazo del varón
es una gran desobediencia, provoca tormenta y despierta a los dioses. Es
él el elegido, el gran Donante de placer con el que mide su
masculinidad, pero por eso necesita algo. Y es que no me deja de resultar
sorprendente que las prostitutas deban fingir sus orgasmos, que su
dominación no sólo consista en una violación organizada,
sino que además (o sobre todo) deba fingir que no está siendo
violada, que le gusta el prostitudor o incluso, en
general, ser violada. Pero esta mentira no es cualquier cosa.
Cada uno de los gemidos que da una prostituta pretende velar lo que
está sucediendo, se simula, se hace como si lo que allí pasase
fuera otra cosa, como si en lugar de la sistemática penetración
de penes (en el mejor de los casos) se estuviera follando, porque cada gemido,
cada gemido fingido, pretende dar verosimilitud a una mentira expresamente
construida para una sexualidad masculinizada, a saber, que ella, de
algún modo, disfruta con él. La construcción social de los cuerpos
masculinizados demanda más que una satisfacción
fisiológica, de gimnasia púbica o
intercambio de fluidos, un reconocimiento de su “poder sexual”.
Pero lo más interesante de ello es que en el fondo deben saber que se
está fingiendo -presuponiendo que el prostituidor
no sea enteramente imbécil-. Por tanto, lo que parece lo suficientemente
destacable como para detenerse es que el varón prostituidor
aun sabiendo en el fondo que la prostituta finge, lo demande: Johnny: ¿A cuántos hombres
has olvidado? “Dime que me quieres” es aquí la
frase de este desesperado amante que intenta coger por la fuerza lo que nunca
puede ser disfrutado bajo sus condiciones[7]. En el fondo él sabe que no le ha estado
esperando, que no le quiere como él la quiere y que ni con mucho se
hubiera muerto de no volver, pero demanda que se lo digan, aunque sea
mentira. ¿Y qué clase de mentira es esa que no pretende tanto
hacer pasar lo que no es por lo que es, sino más bien simular, jugar a
que lo que no es sea? ¿No es esa clase de mentira la que utilizan los
poetas? A Johnny Guitar no le queda más
realidad que la ficción del amor de Vienna
y, el pobre, huye despavorido hacia el teatro, no hacia el teatro de la vida
sino -complicándolo un poco más- hacia el teatro del
teatro de la vida. La utilización de este tipo de mentira nos
reubica, en cierto modo, en el problema que aquí nos importa y nos
permite explicar mejor el sentido de los gemidos fingidos. Lo que se exige
por parte del prostituidor no es tanto la satisfacción
de un placer físico derivado del coito, sino más bien el
placer de una determinada puesta en escena. ¿Pero qué es
lo que se está escenificando? La respuesta debería ir orientada
hacia el poder sexual del varón prostituidor.
Todo está montado para verse a sí mismo como donante de
placer: el hecho de que las prostitutas les digan “guapo, lo
vamos a pasar bien”, los gemidos o las sonrisas escenifican una
situación de poder sexual fingida. Lo que ciertamente él posee
es poder político y económico con el que compra teatralizar su
supuesto poder sexual. “Miénteme, dime que te hago
disfrutar” es la ficción propia que demanda su eroticidad. Por eso no existe, ni siquiera en estos
casos, un sexo totalmente desnudo, fisicalizado,
desprovisto de todo. Sólo existe el goce sexual acompañado de
algo, también acompañado de mierda. El prostituidor
acompaña al placer sexual de toda una puesta en escena en la que
él es el dominante, el donante de placer, el que tiene el instrumento
que proporciona gusto, y ella es la dominada, la que recibe el placer y
hace siempre como si lo tuviera. Esto no significa que él renuncie -ni
mucho menos- a su propio goce, ésta supone una condición
necesaria pero ni con mucho suficiente para acudir a su habitual red de
proxenetas. “Ésta [que la seducción sea femenina,
o que lo femenino sea seducción] les avergüenza [a las mujeres]
en cuanto puesta en artificial de su cuerpo, en cuanto destino de vasallaje y
de prostitución. No entienden que la seducción representa el
dominio del universo simbólico, mientras que el poder representa
sólo el dominio de universo real. La soberanía de la
seducción no tiene medida común con la detentación del
poder político o sexual” [8] Sospecho que yo soy de los que “no
entiendo” el uso de dominio del universo simbólico al
forzoso o forzado gemido fingido, o peor, a la organizada y
sistemática penetración; ni como soberanía a la
imposibilidad de salir del universo simbólico y
apañártelas estratégicamente en ese mundo sin puertas. Pero
lo que me parece algo más grave desde una perspectiva
filosófica es que lo que Jean Baudrillard
llama “universo real” no deja de parecerme un modo distinto de
llamar a otro universo simbólico. Ese universo que él denomina
real también está acompañado de una puesta en escena
que le da sentido. Sí, es cierto, parece que es una puesta en escena
algo distinta. Ahora bien, el poder económico y político
ejercido por el varón prostituidor resulta
que obliga a teatralizar un fingimiento para que él haga como que se
lo cree. Él es como ese caprichoso rey que bajo pena de muerte obliga
al bailarín a bailar, al músico a tocar y al actor a actuar, o
como ese vaquero que dispara a los pies gritando “danzad, danzad,
malditos”. Por eso lo que realmente posee el universo real en el que se
ubica el prostituidor es la posibilidad de obligar
a la ficción a que se de a su servicio y disposición. La puesta
en escena que le erotiza y que compra es una situación de
dominación, por eso las prostituidas son normalmente mujeres y los
prostituidores siempre hombres, porque compran la teatralización del ideal de la
percepción sexual patriarcal. Que lo erótico constituya algo propiamente
humano no significa ni puede significar que toda puesta en escena sea
legítima. De hecho –como nos recuerda George
Bataille- en un mundo desacralizado y sin pecados
la trasgresión del límite se puede desplazar a lo abyecto. Pero lo que puede ser pertinente aclarar es en
qué consiste exactamente la trasgresión. Si sólo
dijésemos que es una forma de aceptar la norma y al mismo tiempo de
saltársela sería explicativo pero nos quedaríamos algo
cojos. Desde otro punto de vista, podríamos decir que más bien
sería la práctica de una excepcionalidad individual con
respecto a las normas que deben seguir los demás. Por consiguiente, lo
erótico que estaría ligado de un modo u otro con la
trasgresión se ve abocado antes o después a la inmoralidad, al
saltarse individualmente la norma que pretendes universalizar. Lo erótico
–concluiríamos- está tristemente manchado, y ante este
descubrimiento sólo existen dos posiciones: o el puritarismo
que deserotiza al mundo haciéndolo
más aburrido o el erotismo trasgresor que lo inmoraliza. Entre
puritanos o inmorales estaría un juego estructural, y se
tendría que decidir -o más bien, el individuo y su grupo de autoenclasamiento estructural- dónde
querrían estar, convirtiendo el problema en una cuestión de
ocupación de distintos espacios dentro de un campo que comparte un
mismo esquema perceptivo: en la carne está el pecado y en el alma la
virtud. Da igual donde se haya autoubicado el
individuo para reconocer en estos supuestos que en lo erótico hay
cierto mal. Y es precisamente por eso por lo que, de algún modo, lo
erótico siempre está justificado. Si en ello siempre hay mal -o
se camina hacia él- dará igual las diferencias entre los juegos
elegidos, la diferencia no sería pertinente porque ya todo
estaría manchado. Lo humano está manchado. Vivan las manchas,
viva lo humano... Sin embargo, sospecho que lo erótico no
está tan sumergido en los círculos de los infiernos lascivos, o
en los pozos de los males, el pecado y la culpa. Igual esa trasgresión
de la Prohibición tiene que ver más con otro tipo de salto. No
deja de resultar sorprendente que un mismo cuerpo en un mismo lugar a veces
nos resulte erótico y otras, sin embargo, no. Lo erótico,
sospecho, no estaría determinado por el lugar o las formas de un
cuerpo performado, sino que esos mismos cuerpos,
sus derivaciones, mutaciones y acomodos, resultan a veces eróticos y
otras veces no tanto. Lo erótico necesitaría algo más
que un cuerpo (ex)puesto, necesitaría más bien una forma
especial de mirarnos y de tocarnos. Esto es, sin duda, un modo de
trasgresión, pero con respecto a la forma habitual de mirar e
imaginar, y no tanto con una Prohibición social derivada de un cierto malestar
de (o con) la cultura que te impide regresar a las cavernas donde
se era tan feliz y se follaba tanto. La trasgresión de la otra
mirada por la que nos vemos y tocamos de un modo distinto nos
ubicaría en otros escenarios no necesariamente inmorales. Hay muchos
modos de mirar de otra forma. Pero no infinitos. Hay muchas puestas de escena
que acompañan a un sexo que nunca puede estar enteramente desnudo.
Pero no todos valen. Por eso, de esas muchas, algunas son admisibles, otras
recomendables, otras muy, muy interesantes, y por último, las hay que
son detestables o incluso criminales. La cuestión radica en la forma
masculina de mirar dominante que tiene el patriarcado, el desplazamiento
de un ideal que no existe y los patéticos acomodos de un varón
que pretende ser el gran donante de placer femenino. Estas páginas tan
sólo pretenden visibilizar lo que una
teoría trans- ha ninguneado o puritanizado, aquello que, por otra parte, sucede
diariamente, a saber, una erotización
cómplice de miradas picantes donde el juego descoloca a los
dominantes y a los dominados y que transgrede una
forma de mirarnos y tocarnos en prosa. Allí donde se vea buscar
insistentemente por los suelos se puede encontrar a un varón
perdido recogiendo desairado los clichés que se les están
desmoronando. Pero no sólo ahora. Siempre, en toda época y
lugar, se estaba desmoronando. Ha estado siempre cayéndose. El constructo perceptivo patriarcal ha estado una y otra vez
en crisis. Siempre. Cada vez que nacía una mujer. Por eso, la forma de mirar de una erótica
masculinizada es básicamente la puesta en escena de una
dominación en la que quien posee en propiedad el valor de esa
relación sexual – el dar placer – es el varón, y
quien lo disfruta -con una posología auto-administrada en el mejor de
los casos- es la mujer. La soberanía de la relación sexual se
orientaría hacia quien tiene – o cree tener – la capacidad
de dar, donar o regalar placer. Ahí reside su poder, su super yo y supermal-construído ego. Los famosos
“gatillazos” (obsérvese la comparación con un arma
que no dispara) son arañazos directos a la virilidad, en donde el
trauma no es tanto la no erección que imposibilita un placer
físico, sino más bien el encasquillamiento de su -siempre supuesta-
gracia. La soberanía no se conforma con quedarse en el universo real
que llamaba Baudrillard, pretende abarcarlo todo,
el mundo simbólico, el arte, lo erótico,... no puede existir
nada que resquebraje su posición, y si lo hubiere se
controlaría su oportunidad o disposición. Sospecho que debemos cambiar los
héroes. Siempre hemos ido con Cyrano de Bergerac, esa gran alma de feo cuerpo que
conquistó a su prima a través del cuerpo de Christian.
Casi todos hemos ido siempre con el alma, con Cyrano.
Casi todos hemos olvidado a Christian, el cuerpo.
Pero es momento de señalar otros disgustos, el del propio Christian es un ejemplo, porque él sólo era
un cuerpo. Sólo cuerpo. Y murió. Pero la novela continuó
porque Edmond Rostand,
el autor, como casi todos nosotros iba con Cyrano,
con la res cogitans. ¿Y las tristezas
de Christian de ser sólo un cuerpo para
ella? Por favor, que se escriba sobre la tristeza de un cuerpo que cree ser
sólo cuerpo, sobre las lágrimas de Christian,
sobre los llorones cuerpos... “[En la Ilíada]
Lo que se contrapone a las almas son precisamente ellos mismos, no son los
“cuerpos”, que difícilmente podrían serlo en primer
lugar porque en Homero la palabra “cuerpo” (sôma)
sólo se emplea para referirse al cadáver.. así pues, lo
que hay en el Hades, o sea, el alma, es por de pronto el peculiar modo de
presencia, la figura, de quien definitivamente no está presente. Lo
que ahora nos falta por entender, y lo que será el punto clave para
transitar de Homero a Platón, es lo siguiente: cómo y por
qué esa presencia en el estatuto de la no-presencia resulta ser de
algún modo la presencia verdadera”[9] Si los llorones cuerpos posan y se posan en
presencia, si las prostitutas nunca fueron sólo un cuerpo, si nuestra
alma es no estar presente, y si siguiendo la estela de Homero interpretamos
“el alma” no tanto en oposición “al cuerpo”,
sino más bien con respecto a “la presencia”, la intención
de estas líneas se hace más visible: la material imposibilidad
de vender sólo (un) cuerpo, de vender (una) presencia, de vender una (dis)posición. Decidles que (dis)poner
de tu cuerpo no es, ni será nunca lo mismo que tu cuerpo esté (dis)ponible. A los esclavistas
de uno u otro pelo que se esconden entre los principios del Estado
burgués y que no quieren ver cuando se les dice que miren,
decidles que de ese no querer mirar se pliega el peso de sus
responsabilidades. Decidles también ... por favor, que paren.
[1] No podemos olvidar que si bien la economía capitalista para la producción del plusvalor se lleva sólo parte de nuestro tiempo disponible no quiera con ello llevarse cada vez más tiempo, e incluso todo. La propia dinámica de plusvalías decrecientes demanda como necesario mayor tiempo de trabajo asalariado, bien a través de regulaciones que deroguen más o menos implícitamente el Derecho Laboral, o bien mediante incentivos hacia la productividad que bajo distintos eufemismos no es otra cosa que trabajar más (eficazmente) en el mismo tiempo. [2] ARENDT, Hannah, La
condición humana, Paidós,
Barcelona, 2002, Pág. 102 y ss. 107. [3] ALBA RICO, Santiago. La ciudad
intangible, Hiru. Navarra. 2001. [4] DELEUZE, Gilles,y
GUATTARI, Félix, Mil Mesetas. Capitalismo y esquizofrenia.
Pretextos. Valencia, 2002. Trad. Cast. José Vázquez Pérez. Pág.
156. [5] En el sentido utilizado por PARDO
TORIO, José Luís, La intimidad, Pretextos. Valencia,
1996 [6] Nicolas Ray, Johnny Guitar ,1954.
[7]Que te digan que te quieran no es sólo decir te
quiero, sino, además de otras cosas, decirlo sin pedir. Supongo
que será por eso que no suena a lo mismo el “te
quiero” del “yo también te quiero”,
igual porque, en cierto sentido, ya se ha pedido, o quizá porque
que te quieran siempre te pilla de improviso. [8] BAUDRILLARD, Jean. De la
seducción, Cátedra, Salamanca, 1994 (trad.
Cast. Elena Benarroch), Pág.
15. [9]MARTINEZ MARZOA, Felipe. Ser y diálogo.
Leer a Platón. Istmo. Madrid. 1996. Pág. 117-118. |
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[Portada] [Editorial y sumario] |
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