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En-torno a los cuerpos

Alberto Matamoros [*]


 

 

 

Esta mañana, en la ciudad, he oído un Rumor. Se dice que la prostitución es la profesión más antigua del mundo, se comenta que ahora hay hombres que se prostituyen,  y se cree que se hace de forma libre y voluntaria. Pero he sospechado.

“Toda profesión es una forma de esclavitud y toda esclavitud es en cierto modo una profesión”: he aquí lo que creo haber entendido del Rumor. Parece que viene lo Mismo y nos golpea, nos da – “nos da lo mismo”-. He sospechado.

Pero algo huele a distinto en Dinamarca. ¿Es el tiempo de trabajo lo que hace que sea lo mismo tu profesión que la prostitución? ¿Pero es lo mismo comprar  tiempo que comprar cuerpos?  Marx nos enseñó que para que pudiéramos considerar la fuerza de trabajo como mercancía su poseedor debía ser libre propietario de la misma, además de realizar el intercambio por un tiempo determinado. Así, el obrero no podía vender todo su tiempo puesto que no sería poseedor entonces de su fuerza de trabajo, sino que sería él mismo la fuerza de trabajo, es decir, se convertiría en un esclavo. Los obreros tienen, pues, un tiempo en el cual viven (o se desviven) y del que parte venden al capitalista para que consiga su plusvalía [1]. Sin embargo, venderlo todo es no vender nada, venderse, perderse, renunciar a sí a favor de un Otro que dispone; y poder comprar todo, es (no) comprar nada, es pillaje, apropiación, usurpación, robo y esclavismo. ¿Pero puede la corporeidad con la que mal-nos-desenvolvemos descomponerse en raciones, porciones o agujeros? ¿Se puede comprar una parte de (un) cuerpo si no está ya muerto; Cuerpo como suma de órganos que podemos fraccionar y comprar por partes, Cuerpo como res extensa, medible y racionalizada por estar a las afueras de mi cogitans, Cuerpo como compilación de agujeros susceptibles de ser penetrados en partes, con-partes y por partes?. He sospechado: El prostituidor o proxeneta no compran por partes, la prostituta, la víctima, la esclava, no puede venderse por partes. Todo o nada. Todo como violación con-sentida, y  nada como violencia física (del daño, del moratón y de la miseria) por la que el proxeneta nace, crece y se reproduce.

¿Existe un lugar oculto e inaccesible del cuerpo, una parte reservada para sí o los suyos, de uso restringido para ofrecer(se), para disfrutar(se) con los que quiere o ama? Cuando se pregunta a las prostitutas siempre suele salir el “¿cómo es el sexo con su pareja?”  O lo que es lo mismo: ¿tiene usted un cuerpo escondido en alguna parte al que no pueda llegar prostituidor alguno?. Pero ella sólo tiene un cuerpo, y con el mismo ama y disfruta, y con el mismo folla y se la follan sistemática y organizadamente, cada treinta minutos. No hay más cuerpo que el cuerpo violado. “Nada de besos en la boca” –decía una prostituta en la película; pero eso ya está más allá (o más acá) del cuerpo: “No doy besos, con la boca no doy besos”- podría pensar ella. Hay límite, sí, hay frontera pero más allá, a las afueras del cuerpo. Ese algo-más-allá-del-cuerpo que no vende la permite no sentirse esclava, el mismo algo-más-allá-del-cuerpo convierte al esclavista, proxeneta y prostituidor en  un mero “cliente”, ese algo-más-allá-del-cuerpo esconde, maquilla, disfraza y vela una esclavitud.

Hannah Arendt a propósito de la distinción que el mundo griego realizaba de la labor y  el trabajo, introduce una distinción entre las actividades humanas que aquí puede resultar pertinente. Nos recuerda que los economistas en general y Karl Marx en particular, “anonadados por la productividad sin precedentes de la humanidad occidental”, tuvieron que considerar toda labor como trabajo, homogeneizando ambas en virtud de una “productividad” basada en el poder humano capaz de producir más de lo necesario. “Parece -dice ella- que la diferencia entre labor y trabajo que nuestros teóricos tanto se han obstinado en olvidar y nuestros idiomas tan tercamente en conservar, se convierte simplemente en una diferencia de grado si el carácter mundano de la cosa producida ... no se tiene en cuenta"[2]. De modo similar, recientemente Santiago Alba Rico recoge otra distinción que, en cierto sentido, rompe con la homogeneización de los productos del trabajo que determina la dimensión temporal. Nos señala la diferencia entre las “cosas de comer”[3], las “cosas de usar” y las “cosas de mirar”  que la sociedad en la que vivimos está empeñada en borrar (de)construyendo un  mundo sin cosas. Pero lo que para nosotros es digno de resaltar no es tanto las explicativas diferencias entre labor y trabajo, o entre los consumptibilis, fungibles o mirabilias, sino más bien que se introduzcan distinciones  entre las actividades humanas al margen de la homogeneidad que provoca que todas ellas utilicen “tiempo de trabajo”. Marx también creyó  necesario diferenciar a un esclavo de un obrero y a un hombre de un animal pese a que todos utilizan tiempo de trabajo para producir. Por eso no creemos estar fuera de su órbita si consideramos pertinente, por ser más explicativo y más justo, introducir la espacialidad de los cuerpos reordenando en otra dimensión, para otro objeto, lo que era un batiburrillo donde todo es lo mismo. 

De finales del pasado siglo hemos aprendido algo. El cuerpo, nuestro cuerpo, es más bien un contorno que visibiliza algo que deviene, que singulariza y concreta un trayecto chepudo de gustos y disgustos cargados a las espaldas, un cuerpo inclinado por el peso diario de sacarle gusto a la vida; en definitiva, un cuerpo construido, culturizado y siempre manoseado para bien-adaptarte. Me hicieron sospechar que el cuerpo, nuestros cuerpos, no son un ladrillo heredado, nos hicieron sospechar que los hemos personalizado tanto, los hemos usado tanto a gusto que pocos reconocen ya el origen,  ese ladrillo, ese ladrillo  mil veces esculpido por el uso, por algo, para algo o alguien....  Y ese e(x)terno multi-singular es el único cuerpo que tenemos. Nadie tiene más...

 “De todas las maneras tenéis uno (o varios), no tanto porque exista o venga dado hecho -aunque en cierto sentido preexiste -, sino porque de todas las maneras hacéis uno, no podéis desear sin hacer uno – os espera, es un ejercicio, una experimentación inevitable, ya hecha en el momento en que la emprendéis, no hecha en tanto no la emprendáis. No es tranquilizador, puesto que podéis fallarlo.... De ningún modo es una noción, un concepto, más bien es una práctica, un conjunto de prácticas.” [4]

Por eso vender todo el cuerpo no es sólo vender todos los agujeros, vender todo el cuerpo es sobre todo vender los gustos, tus inclinaciones [5], tu singular pero no exclusiva forma de caer al mundo. Que te guste, por ejemplo, besar las fibrosas manos de un violinista o andar descalzo entre la hierba y te resulte sin embargo desagradable el aliento de un torero o una mal-fingida caída de ojos, es la  especifica forma personal -pero no por ello privada- de modelar, performar o hacer tu cuerpo. Los prostituidores no compran “tiempo de trabajo”, aquí esto es irrelevante, lo que compran es no tener que ser gustables, amables, guapos o agradables para disfrutar del cuerpo prostituido, han adquirido de la mujer prostituida el gusto y sus disgustos, tienen en su bolsillo el equivalente en dinero de su fuerza de trabajo con el que han comprado no tanto “un servicio” o sexo, sino sobre todo que no se les pueda rechazar.

También sospecho que debo aclarar algo. Vender todo el cuerpo, su disposición y gustos sexuales no lleva necesariamente aparejado que sea en todo momento. Es preciso para nuestro objeto distinguir entre “siempre se vende algo” de nuestras aficiones, deseos o inclinaciones -con el que todos más o menos nos sentimos identificados-, con el “a veces lo vendo todo” -presupuesto en el que tristemente se ve avocada la mujer prostituida-. Ese  “a veces” de dimensión temporal es el que cree salvar al prostituidor de la condena pública. “Después lo hace con quien quiere”- responde el proxeneta-; “ella trabaja aquí sus horas y luego se va a casa o a donde le de la gana” -dice el empresario del club; “el mejor momento para mí es cuando me visto para salir” – comenta la víctima prostituída. Si la esclavitud se mide en tiempo, como Marx, todo dependerá de si el proxeneta la deja o no salir del prostíbulo, de la calle o del ir y venir de  taxis; pero si se mide en espacio, en cuerpos, como lo que aquí se propone, no influirá nada si sale o no del club, o cuanto tiempo “trabaja”, o si ella “quiere” venderlo todo, ... Siempre hemos medido la esclavitud por tiempo, Marx nos indicó que es cuando lo vendes todo. Pero existe una esclavitud por espacio, y Nadie nos señaló que es cuando te lo quitan todo, tus disposiciones, tus gustos e inclinaciones, tus apetitos, tu específica forma de agarrarte a la vida, de elegir o de mirar. La esclavitud no es sólo temporal. Si espaciamos la visión, si tomamos distancia, es difícil no ver la esclavitud de un cuerpo que no puede rechazar a un varón con dinero como  la compra-venta de su no-elección.

Hay que recalcar que la imposibilidad material y simbólica de rechazar al varón no es una característica accidental, más bien al contrario, constituye fundamento de todos los tipos de violencia masculina. Muchas de las mujeres que desean abandonar o separarse de sus maridos se encuentran en la misma encrucijada, el no poder rechazar al varón las sumerge entre la violencia sufrida en sus carnes y la miseria derivada de la huida de improviso y a escondidas de (su) casa.  Igualmente, las responsabilidades  autoasumidas por las mujeres, que se revisten de un modo u otro bajo cuadros depresivos, enmascaran realmente las ganas de mandar a la mierda a su marido. Por ello la prostitución no es un mal más, un universal pozo de miseria igual para hombres, mujeres o transexuales, sino que es la manifestación más explícita de la violencia simbólica que impide a una mujer rechazar a un varón y disponer realmente de su cuerpo, hacerlo o deshacerlo a gusto. El rechazo del varón es una gran desobediencia, provoca tormenta y despierta a los dioses. Es él el elegido, el gran Donante de placer con el que mide su masculinidad, pero por eso necesita algo. Y es que no me deja de resultar sorprendente que las prostitutas deban fingir sus orgasmos, que su dominación no sólo consista en una violación organizada, sino que además (o sobre todo) deba fingir que no está siendo violada, que le gusta el prostitudor o incluso, en general,  ser violada.  Pero esta mentira no es cualquier cosa. Cada uno de los gemidos que da una prostituta pretende velar lo que está sucediendo, se simula, se hace como si lo que allí pasase fuera otra cosa, como si en lugar de la sistemática penetración de penes (en el mejor de los casos) se estuviera follando, porque cada gemido, cada gemido fingido, pretende dar verosimilitud a una mentira expresamente construida para una sexualidad masculinizada, a saber, que ella, de algún modo, disfruta con él.

La construcción social de los cuerpos masculinizados demanda más que una satisfacción fisiológica, de gimnasia púbica o intercambio de fluidos, un reconocimiento de su “poder sexual”. Pero lo más interesante de ello es que en el fondo deben saber que se está fingiendo -presuponiendo que el prostituidor no sea enteramente imbécil-. Por tanto, lo que parece lo suficientemente destacable como para detenerse es que el varón prostituidor aun sabiendo en el fondo que la prostituta finge, lo demande:

Johnny: ¿A cuántos hombres has olvidado?
Vienna: A tantos como mujeres tú recuerdas.
Johnny: ¡No te vayas!
Vienna: No me he movido.
Johnny: Dime algo agradable.
Vienna: Claro. ¿Qué quieres que te diga?
Johnny: Miénteme. Dime que me has esperado todos estos años. Dímelo.
Vienna: Te he esperado todos estos años.
Johnny: Dime que habrías muerto si yo no hubiese vuelto.
Vienna: Habría muerto si tú no hubieses vuelto.
Johnny: Dime que aún me quieres como yo te quiero.
Vienna: Aún te quiero como tú me quieres
.[6]

“Dime que me quieres” es aquí la frase de este desesperado amante que intenta coger por la fuerza lo que nunca puede ser disfrutado bajo sus condiciones[7]. En el fondo él sabe que no le ha estado esperando, que no le quiere como él la quiere y que ni con mucho se hubiera muerto de no volver, pero demanda que se lo digan, aunque sea mentira. ¿Y qué clase de mentira es esa que no pretende tanto hacer pasar lo que no es por lo que es, sino más bien simular, jugar a que lo que no es sea? ¿No es esa clase de mentira la que utilizan los poetas? A Johnny Guitar no le queda más realidad que la ficción del amor de Vienna y, el pobre, huye despavorido hacia el teatro, no hacia el teatro de la vida sino -complicándolo un poco más-  hacia el teatro del teatro de la vida.

La utilización de este tipo de mentira nos reubica, en cierto modo, en el problema que aquí nos importa y nos permite explicar mejor el sentido de los gemidos fingidos. Lo que se exige por parte del prostituidor no es tanto la satisfacción de un placer físico  derivado del coito, sino más bien el placer de una determinada puesta en escena. ¿Pero qué es lo que se está escenificando? La respuesta debería ir orientada hacia el  poder sexual del varón prostituidor. Todo está montado para verse a sí mismo como donante de placer:  el hecho de que las prostitutas les digan “guapo, lo vamos a pasar bien”, los gemidos o las sonrisas escenifican una situación de poder sexual fingida. Lo que ciertamente él posee es poder político y económico con el que compra teatralizar su supuesto poder sexual. “Miénteme, dime que te hago disfrutar” es la ficción propia que demanda su eroticidad. Por eso no existe, ni siquiera en estos casos, un sexo totalmente desnudo, fisicalizado, desprovisto de todo. Sólo existe el goce sexual acompañado de algo, también acompañado de mierda. El prostituidor acompaña al placer sexual de toda una puesta en escena en la que él es el dominante, el donante de placer, el que tiene el instrumento que proporciona gusto, y ella es la dominada, la que recibe el placer y  hace siempre como si lo tuviera. Esto no significa que él renuncie -ni mucho menos- a su propio goce, ésta supone una condición necesaria pero ni con mucho suficiente para acudir a su habitual red de proxenetas.

 “Ésta [que la seducción sea femenina, o que lo femenino sea seducción] les avergüenza [a las mujeres] en cuanto puesta en artificial de su cuerpo, en cuanto destino de vasallaje y de prostitución. No entienden que la seducción representa el dominio del universo simbólico, mientras que el poder representa sólo el dominio de universo real. La soberanía de la seducción no tiene medida común con la detentación del poder político o sexual” [8]

Sospecho que yo soy de los que “no entiendo” el uso de dominio del universo simbólico al forzoso o forzado gemido fingido, o peor, a la organizada y sistemática penetración; ni como soberanía a la imposibilidad de salir del universo simbólico y apañártelas estratégicamente en ese mundo sin puertas. Pero lo que me parece algo más grave desde una perspectiva filosófica es que lo que Jean Baudrillard llama “universo real” no deja de parecerme un modo distinto de llamar a otro universo simbólico. Ese universo que él denomina real también está acompañado de una puesta en escena que le da sentido. Sí, es cierto, parece que es una puesta en escena algo distinta. Ahora bien, el poder económico y político ejercido por el varón prostituidor resulta que obliga a teatralizar un fingimiento para que él haga como que se lo cree. Él es como ese caprichoso rey que bajo pena de muerte obliga al bailarín a bailar, al músico a tocar y al actor a actuar, o como ese vaquero que dispara a los pies gritando “danzad, danzad, malditos”. Por eso lo que realmente posee el universo real en el que se ubica el prostituidor es la posibilidad de obligar a la ficción a que se de a su servicio y disposición. La puesta en escena que le erotiza y que compra es una situación de dominación, por eso las prostituidas son normalmente mujeres y los prostituidores siempre hombres, porque compran la teatralización del  ideal de la percepción sexual patriarcal.

Que lo erótico constituya algo propiamente humano no significa ni puede significar que toda puesta en escena sea legítima. De hecho –como nos  recuerda George Bataille- en un mundo desacralizado y sin pecados la trasgresión del límite se puede desplazar a lo abyecto. Pero lo que puede ser pertinente aclarar es en qué consiste exactamente la trasgresión.  Si sólo dijésemos que es una forma de aceptar la norma y al mismo tiempo de saltársela sería explicativo pero nos quedaríamos algo cojos. Desde otro punto de vista, podríamos decir que más bien sería la práctica de una excepcionalidad individual con respecto a las normas que deben seguir los demás. Por consiguiente, lo erótico que estaría ligado de un modo u otro con la trasgresión se ve abocado antes o después a la inmoralidad, al saltarse individualmente la norma que pretendes universalizar. Lo erótico –concluiríamos- está tristemente manchado, y ante este descubrimiento sólo existen dos posiciones: o el puritarismo que deserotiza al mundo haciéndolo más aburrido o el erotismo trasgresor que lo inmoraliza. Entre puritanos o inmorales estaría un juego estructural, y se tendría que decidir -o más bien, el individuo y su grupo de autoenclasamiento estructural- dónde querrían estar, convirtiendo el problema en una cuestión de ocupación de distintos espacios dentro de un campo que comparte un mismo esquema perceptivo: en la carne está el pecado y en el alma la virtud. Da igual donde se haya autoubicado el individuo para reconocer en estos supuestos que en lo erótico hay cierto mal. Y es precisamente por eso por lo que, de algún modo, lo erótico siempre está justificado. Si en ello siempre hay mal -o se camina hacia él- dará igual las diferencias entre los juegos elegidos, la diferencia no sería pertinente porque ya todo estaría manchado. Lo humano está manchado. Vivan las manchas, viva lo humano...

Sin embargo, sospecho que lo erótico no está tan sumergido en los círculos de los infiernos lascivos, o en los pozos de los males, el pecado y la culpa. Igual esa trasgresión de la Prohibición tiene que ver más con otro tipo de salto. No deja de resultar sorprendente que un mismo cuerpo en un mismo lugar a veces nos resulte erótico y otras, sin embargo, no. Lo erótico, sospecho, no estaría determinado por el lugar o las formas de un cuerpo performado, sino que esos mismos cuerpos, sus derivaciones, mutaciones y acomodos, resultan a veces eróticos y otras veces no tanto. Lo erótico necesitaría algo más que un cuerpo (ex)puesto, necesitaría más bien una forma especial de mirarnos y de tocarnos. Esto es, sin duda, un modo de trasgresión, pero con respecto a la forma habitual de mirar e imaginar, y no tanto con una Prohibición social derivada de un cierto malestar de (o con) la cultura que te impide regresar a las cavernas donde se era tan feliz y se follaba tanto. La trasgresión de la otra mirada por la que nos vemos y tocamos de un modo distinto nos ubicaría en otros escenarios no necesariamente inmorales. Hay muchos modos de mirar de otra forma. Pero no infinitos. Hay muchas puestas de escena que acompañan a un sexo que nunca puede estar enteramente desnudo. Pero no todos valen. Por eso, de esas muchas, algunas son admisibles, otras recomendables, otras muy, muy interesantes, y por último, las hay que son detestables o incluso criminales. La cuestión radica en la forma masculina de mirar dominante que tiene el patriarcado, el desplazamiento de un ideal que no existe y los patéticos acomodos de un varón que pretende ser el gran donante de placer femenino. Estas páginas tan sólo pretenden visibilizar lo que una teoría trans- ha ninguneado o puritanizado, aquello que, por otra parte, sucede diariamente, a saber, una erotización cómplice de miradas picantes donde el juego descoloca a los dominantes y a los dominados y que transgrede una forma de mirarnos y tocarnos en prosa. Allí donde se vea buscar insistentemente por los suelos se puede encontrar a un varón  perdido recogiendo desairado los clichés que se les están desmoronando. Pero no sólo ahora. Siempre, en toda época y lugar, se estaba desmoronando. Ha estado siempre cayéndose. El constructo perceptivo patriarcal ha estado una y otra vez en crisis. Siempre. Cada vez que nacía una mujer.

Por eso, la forma de mirar de una erótica masculinizada es básicamente la puesta en escena de una dominación  en la que quien posee en propiedad el valor de esa relación sexual – el dar placer – es el varón, y quien lo disfruta -con una posología auto-administrada en el mejor de los casos- es la mujer. La soberanía de la relación sexual se orientaría hacia quien tiene – o cree tener – la capacidad de dar, donar o regalar placer. Ahí reside su poder, su super yo y supermal-construído ego. Los famosos “gatillazos” (obsérvese la comparación con un arma que no dispara) son arañazos directos a la virilidad, en donde el trauma no es tanto la no erección que imposibilita un placer físico, sino más bien el encasquillamiento de su -siempre supuesta- gracia. La soberanía no se conforma con quedarse en el universo real que llamaba Baudrillard, pretende abarcarlo todo, el mundo simbólico, el arte, lo erótico,... no puede existir nada que resquebraje su posición, y si lo hubiere se controlaría su oportunidad o disposición.

Sospecho que debemos cambiar  los héroes. Siempre hemos ido con Cyrano de Bergerac, esa gran alma de feo cuerpo que conquistó a su prima a través del cuerpo de Christian. Casi todos hemos ido siempre con el alma, con Cyrano. Casi todos hemos olvidado a Christian, el cuerpo. Pero es momento de señalar otros disgustos, el del propio Christian es un ejemplo, porque él sólo era un cuerpo. Sólo cuerpo. Y murió. Pero la novela continuó porque  Edmond Rostand, el autor, como casi todos nosotros iba con Cyrano, con la res cogitans. ¿Y las tristezas de Christian de ser sólo un cuerpo para ella? Por favor, que se escriba sobre la tristeza de un cuerpo que cree ser sólo cuerpo, sobre las lágrimas de Christian, sobre los llorones cuerpos...

“[En la Ilíada] Lo que se contrapone a las almas son precisamente ellos mismos, no son los “cuerpos”, que difícilmente podrían serlo en primer lugar porque en Homero la palabra “cuerpo” (sôma) sólo se emplea para referirse al cadáver.. así pues, lo que hay en el Hades, o sea, el alma, es por de pronto el peculiar modo de presencia, la figura, de quien definitivamente no está presente. Lo que ahora nos falta por entender, y lo que será el punto clave para transitar de Homero a Platón, es lo siguiente: cómo y por qué esa presencia en el estatuto de la no-presencia resulta ser de algún modo la presencia verdadera”[9]

Si los llorones cuerpos posan y se posan en presencia, si las prostitutas nunca fueron sólo un cuerpo, si nuestra alma es no estar presente, y si siguiendo la estela de Homero interpretamos “el alma” no tanto en oposición “al cuerpo”, sino más bien con respecto a “la presencia”, la intención de estas líneas se hace más visible: la material imposibilidad de vender sólo (un) cuerpo, de vender (una) presencia, de vender una (dis)posición. Decidles que (dis)poner de tu cuerpo no es, ni será nunca lo mismo que tu cuerpo esté (dis)ponible. A los esclavistas de uno u otro pelo que se esconden entre los principios del  Estado burgués  y que no quieren ver cuando se les dice que miren, decidles que de ese no querer mirar se pliega el peso de sus responsabilidades. Decidles también ... por favor, que paren.



NOTAS:

[*] Alberto Matamoros es Licenciado en Ciencias Políticas y cursa estudios de Docturado en Filosofía en la UCM.


[1] No podemos olvidar que si bien la economía capitalista para la producción del plusvalor se lleva sólo parte de nuestro tiempo disponible no quiera con ello llevarse cada vez más tiempo, e incluso todo. La propia dinámica de plusvalías decrecientes demanda como necesario mayor tiempo de trabajo asalariado, bien a través de regulaciones que deroguen más o menos implícitamente el Derecho Laboral, o bien mediante  incentivos hacia la productividad que bajo distintos eufemismos no es otra cosa que trabajar más (eficazmente) en el mismo tiempo.

[2] ARENDT, Hannah, La condición humana, Paidós,  Barcelona, 2002, Pág. 102 y ss. 107.

[3] ALBA RICO, Santiago. La ciudad intangible,  Hiru. Navarra. 2001.

[4] DELEUZE, Gilles,y GUATTARI, Félix, Mil Mesetas. Capitalismo y esquizofrenia. Pretextos. Valencia, 2002. Trad. Cast. José Vázquez Pérez. Pág. 156.

[5] En el sentido utilizado por PARDO TORIO, José Luís, La intimidad, Pretextos. Valencia, 1996

[6] Nicolas Ray, Johnny Guitar ,1954.

[7]Que te digan que te quieran no es sólo decir te quiero, sino, además de otras cosas,  decirlo sin pedir. Supongo que será  por eso que no suena a lo mismo el “te quiero” del  “yo también te quiero”, igual  porque, en cierto sentido, ya se ha pedido, o quizá porque que te quieran siempre te pilla de improviso.

[8] BAUDRILLARD, Jean. De la seducción, Cátedra, Salamanca, 1994 (trad. Cast. Elena Benarroch), Pág. 15.

[9]MARTINEZ MARZOA, Felipe. Ser y diálogo. Leer a Platón. Istmo. Madrid. 1996. Pág. 117-118.

 

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