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La caída del muro de Berlín que abrió el camino a la unificación alemana, el derrumbe del bloque formado por los países del socialismo real y su reconversión al capitalismo, así como la guerra en los Balcanes, han puesto fin al orden mundial surgido tras la Segunda Guerra Mundial como consecuencia de la derrota del nacional-socialismo y del fascismo. Francis Fukuyama acuñó la expresión demasiado grandilocuente de fin de la historia para designar el triunfo del capitalismo global. Pero la historia continúa a pesar de que son muchos los que desempolvan viejas fórmulas ya gastadas para atemperar el vértigo del cambio social acelerado que se sucede ante nuestros ojos. La gravedad de las tensiones internacionales que han estallado en los últimos decenios, el auge de los fundamentalismos, junto con la deriva autoritaria y militarista de la política de la Administración norteamericana, hacen cada vez mas necesaria y urgente una política específicamente europea, generosa y progresista, que sirva de contrapeso y evite que el mundo se convierta en un infierno. Cuando los tambores de guerra suenan con fuerza crece el paralizante imaginario del miedo, compañero inseparable de la sumisión, pues la búsqueda de seguridad, la necesidad de protección, tiende a generar a la vez parálisis y sentimientos de dependencia. Pacificar las tensiones, resolver endémicos conflictos internacionales, hacer efectivos los valores de paz, libertad, justicia y solidaridad, significa para Europa situar la política democrática en el puesto de mando al servicio del bienestar de toda la humanidad. Frente a un mundo exasperado, jalonado periódicamente por actos de barbarie, por guerras y atentados sangrientos, frente a un mundo sin rumbo, articulado tan solo por voluntades encontradas basadas en el afán de lucro y en el ansia de poder, las políticas de paz se han visto potenciadas entre otras medidas por la abolición de la pena de muerte en todos los países comunitarios, y por las masivas manifestaciones de condena de la reciente guerra de Irak. La abolición de la pena de muerte, aunque coexiste con la violencia cotidiana, con el fanatismo de organizaciones terroristas militarizadas, y con un imaginario del miedo, responde al reconocimiento del valor de los ciudadanos, a un derecho de humanidad que es en realidad una conquista histórica de la conciencia colectiva. Quienes violan los derechos humanos, quienes no respetan la integridad y la vida de sus semejantes, cometen crímenes intolerables que en un sistema democrático deben ser castigados y erradicados. La sacralización de la vida humana responde paradójicamente a un proceso de secularización, es decir, al proceso de emancipación de los seres humanos de los pastores de almas y de los conductores de pueblos. Sin embargo la abolición de la pena de muerte aún no se ha hecho efectiva a escala planetaria, y aún no se ha visto prolongada en un sentido positivo por la puesta en práctica a escala nacional e internacional de un derecho universal de todos los seres humanos a un mínimo de bienestar. Las políticas sociales y las políticas de paz son políticas de libertad. Estas políticas pueden y deben ser reforzadas con políticas aún mas decididas de mediación, con prácticas de pacificación y de desarme, y con la creación y potenciación de organismos supranacionales, como por ejemplo el reconocimiento por los Estados del papel de las Naciones Unidas en la resolución de conflictos internacionales o la existencia de un orden jurídico refrendado por un Tribunal Penal Internacional que juzgue y condene, por encima de las fronteras, a los responsables de los crímenes contra la humanidad. La Europa rica, que encubre y nos impide ver la geografía de la pobreza, cuenta en la actualidad con medios suficientes para erradicar la miseria interior y crear servicios de cooperación internacional que acaben definitivamente con las pandemias y con el hambre que periódicamente asolan a los pueblos más olvidados de la tierra. Las políticas de cooperación al desarrollo no deberían ser actos discrecionales que brotan espontáneamente de la filantropía de los Estados ricos, sino más bien un imperativo moral y jurídico derivado del reconocimiento y la extensión de unos derechos de ciudadanía para todos los seres humanos. Si queremos que el mundo cambie de rumbo y se humanice, si queremos convivir en sociedades justas, es preciso que una Europa libre y democrática haga oír con fuerza su compromiso práctico con la solidaridad. En la pancarta que encabezaba la manifestación organizada por los movimientos antiglobalización en Florencia figuraba la siguiente inscripción: Otra Europa es posible. La propuesta, planteada espontáneamente por jóvenes que ven amenazado su presente y su futuro por el paro y la precarización laboral, puede parecer utópica, sin embargo responde a una demanda colectiva más amplia, pues millones de europeos están convencidos de que la construcción europea no avanza siguiendo un rumbo acertado, y de que nuestra clase política, perpetuamente instalada en las cumbres, no está a la altura de las circunstancias a la hora de elaborar un proyecto político progresista para la Europa del siglo XXI. La Constitución que servirá de base a la Europa del futuro ya ha sido aprobada en los despachos por los políticos antes de escuchar en la calle la voz de los ciudadanos. Sin embargo cada ciudadano y cada país miembro de la Comunidad debería asumir que para que Europa cuente con voz propia en el concierto de las naciones se precisa un compromiso político colectivo. Sin embargo el borrador oficial de la nueva Constitución no provoca entusiasmo ni incita al compromiso entre otras cosas porque es a la vez demasiado conservador y excesivamente neoliberal. Es conservador, entre otras cosas porque frente a un proyecto ambicioso de una única soberanía política europea se mantienen las soberanías nacionales de los veinticinco Estados miembros. Es eminentemente neoliberal pues la pretendida Europa del futuro sigue estando vertebrada predominantemente por el mercado en el marco del capitalismo global, convertido en la ideología y la práctica insuperable de nuestro tiempo. La independencia de Europa, la refundación de Europa, debería reposar a mi juicio sobre la base de una Constitución que legitimase la formación de un Parlamento europeo elegido en las urnas por cuatrocientos millones de ciudadanos, un Parlamento que legisle, elija un Presidente y un gobierno federal que gobierne, tenga competencias arancelarias, desarrolle una Seguridad Social comunitaria, una política exterior de paz y solidaridad, una política de defensa tendente a la desmilitarización y al desarme, así como una legislación social para todos, lo que implica la puesta en marcha de políticas fiscales tendentes a la redistribución de la riqueza sin conciertos ni cupos para colectivos privilegiados. Frente a la primacía de un mercado autorregulado es preciso disciplinar las fuerzas irracionales del mercado, es decir, dotar de una posición de centralidad a la solidaridad en el marco del desarrollo del Estado social. El proceso constituyente de esta Europa social requiere como condición previa el libre ejercicio de la ciudadanía manifestado en un referéndum vinculante que, como ocurrió con la adopción del euro, se debería haber desarrollado a la vez en todos los países comunitarios. La aceptación de una Constitución que refrende un proyecto europeo común debería haber sido un acto constituyente basado en la expresión de la libre voluntad de todos los ciudadanos europeos. Frente a la Europa de los mercaderes, frente al imperio de los capitanes de la industria y de las finanzas, hace ya tiempo que sindicatos, partidos políticos progresistas y movimientos sociales reclaman con razón la necesidad de potenciar una Europa democrática y societaria que desarrolle la protección de los derechos de los trabajadores y acabe definitivamente con desigualdades propias de las sociedades de castas. Para favorecer la equidad el sociólogo Emile Durkheim, que no era precisamente un revolucionario, proponía desde su reformismo democrático, hace ya más de un siglo, la abolición de los derechos hereditarios de transmisión de bienes de padres a hijos en beneficio de la ampliación de la propiedad social. A su juicio el impuesto sobre la herencia de las grandes fortunas era una medida necesaria para hacer efectivo el principio de igualdad de oportunidades entre las jóvenes generaciones, un principio que aún estamos lejos de haber hecho realidad. A finales de noviembre del 2004 se celebró en Madrid una cumbre de los líderes del Partido Socialista Europeo para apoyar el sí en el referéndum del Tratado Constitucional que se celebrará en España el 20 de febrero del 2005. Se trata de la primera consulta popular que tendrá lugar en Europa, y el grueso de los partidos socialistas apuestan por un apoyo masivo al Tratado. Sin embargo el objetivo de la cumbre era también promover el apoyo de los socialistas franceses, divididos por valoraciones divergentes del nuevo texto constitucional. A tenor de los resultados, los dirigentes socialistas han conseguido el objetivo propuesto pues en la consulta celebrada en Francia el pasado día 2 de diciembre entre los militantes socialistas los partidarios del sí reunieron al 58% de los votantes frente al 42% de los militantes partidarios del no. M. Giscard d’Estaing, que fue el presidente de la Convención europea que redactó el Tratado constitucional, y que muy posiblemente fue también uno de los principales responsables del fuerte sesgo neoliberal del texto aprobado en Roma por los gobiernos, saludó la votación de los socialistas franceses como un gran paso hacia delante, pero su presunto europeísmo no fue lo suficientemente fuerte como para ahorrarle un comentario chauvinista: Francia es el primer país europeo que ha dado una señal positiva a favor de la Constitución europea.
Todo parece indicar que hay múltiples lecturas de un tratado constitucional caracterizado por la ambigüedad calculada. La apuesta socialdemócrata queda bien reflejada en las palabras del primer ministro sueco Göran Persson quien considera que el tratado es un paso de gigante que hace a la Unión Europea más democrática y transparente. Y añadía: soy bastante optimista en la vía hacia un socialismo moderno en Europa. Los socialistas europeístas defienden una Europa federal, una Europa basada en un espacio político común, articulada en torno a las señas de identidad del Estado social y dotada de un parlamento vivo como el que hizo frente en Estrasburgo a la propuesta de investidura del comisario reaccionario Rocco Buttiglione realizada por José Manuel Durâo Barroso, presidente de la Comisión. En otro polo se encuentran las posiciones nacionalistas, las regionalistas y las neoliberales. Un titular de prensa, publicado apenas dos semanas más tarde de la reunión de los líderes europeos en Madrid, puede muy bien servir de ilustración de esa otra Europa antieuropea. El titular decía así: Un tribunal decide que Berlusconi sobornó a un juez, pero le absuelve porque ya ha prescrito. La sentencia admite que en 1991 Berlusconi transfirió 400.000 dólares a la cuenta bancaria del juez Renato Squillante para sobornarlo, pero, como han transcurrido desde entonces más de siete años y medio, que es el plazo de la imputabilidad de un delito para quienes no tienen antecedentes penales, el actual presidente del gobierno italiano debe ser absuelto. ¿Por cuál de las dos ideas de Europa debemos optar, por la Europa social, socialdemócrata, solidaria, comprometida con la paz, o por la Europa neoliberal, corrupta, manipulada por los medios de comunicación y movida por la voracidad del espíritu del capitalismo? El Tratado se decanta por la Europa neoliberal pese a que no rompe abiertamente los lazos con la Europa social; abre el camino a una Europa federal, pero consagra el principio de la doble soberanía al admitir la soberanía de los Estados. Se avanza por tanto hacia una Europa federal pero se desperdicia la oportunidad de abrir abiertamente un proceso constituyente que derive en la institucionalización de una única nación europea. Más allá de los eurófobos, de los euroescépticos y de los eurócratas convertidos en los nuevos aristócratas de nuestro tiempo, en la nueva expresión de la sociedad cortesana, con sus redes y prácticas caciquiles, más allá de la Europa de los banqueros y de las elites del poder, en la actualidad despuntan dos ideas antagónicas de Europa. De un lado el ideal republicano, basado en el cosmopolitismo cívico, en la ciudadanía universal, en la fraternidad, la cooperación y la asociación, propias de una humanidad compartida, es decir, una Europa de ciudadanos libres hermanados por una voluntad común de crear una sociedad justa. Saint-Simon y los socialistas fueron en el siglo XIX los principales promotores de esta Europa democrática erigida sobre las casas reales, los ejércitos, las fronteras y las banderas, susceptible de sustituir el poder de parásitos y especuladores por una República vertebrada en torno al trabajo, y enriquecida por la polifonía cultural. En el otro polo se encuentra la Europa de las naciones y de las regiones, la Europa tradicional de las divisiones y de las fronteras, la Europa de los Estados, de los himnos, los crucifijos y las banderas, la Europa rancia de los trajes regionales y el folklore que hace las delicias de los políticos clientelistas. La Europa que queremos es incompatible con esta otra Europa mercantilizada y mercantilizadora, gobernada por quienes hacen de su lengua, de su religión, de sus peculiaridades étnicas o culturales, y de sus singularidades históricas, rasgos excluyentes de una presunta identidad superior. Entre una Europa y otra es preciso elegir pues la Europa que se decante por trabajar en favor de la humanidad y de la ciudadanía universal, no compatible con la Europa de campanarios y de santuarios, la Europa de las identidades nacionales cerradas, es decir la Europa de los nacionalismos con y sin Estado que, como máximo, se integrarían en una Comunidad soberana sin renunciar a su propia soberanía. Entre estos dos modelos, el modelo republicano de una Europa unida, capaz de hacer una política generosa por un mundo mejor, y el modelo de la Europa de los Estados o de la doble soberanía, que reduce el mundo a los intereses de los nuestros, es preciso optar. De un lado tendríamos la República europea, un Estado social y democrático de derecho que haría de todos los Estados miembros de la Comunidad una única nación articulada en torno a los principios de libertad, igualdad y fraternidad. Del otro una Europa de las naciones y las nacionalidades que pugnan por la hegemonía en mercados protegidos, y que obsesionadas por su identidad renuncian a plantear una alternativa al modelo neoliberal capitaneado por los Estados Unidos de América.
Otra Europa es posible, una Europa de ciudadanos instruidos y bien informados convertida en República libre y soberana, en una nación democrática surgida a partir de un proceso constituyente en el que participen en pie de igualdad Estados que renuncien a su soberanía, a sus fronteras y a sus ejércitos, y que asuman su disolución en favor de una única soberanía europea garantizada por una Constitución radicalmente democrática. Uno de los innegables atractivos de este modelo alternativo de una nación europea es que en la casa común, que sería preciso construir, se trataría de encontrar, al fin, mediante la profundización en la democracia deliberativa y participativa, y en nombre de la justicia y la igualdad, el desarrollo de un Nuevo Estado Social dotado de instituciones públicas, de servicios públicos capaces de garantizar la protección social de todos los ciudadanos que vivan en suelo europeo. Tras la Revolución francesa y la Revolución industrial la invención del Estado Social ha sido la gran contribución europea para resolver la cuestión social, la peculiar seña de identidad sobre la que será preciso edificar el futuro. Cuando una Europa laica, republicana, amiga de la paz, desenmascare de un plumazo, a través del propio proceso constituyente, lo que Nietzsche denominó la comedia de Europa es decir, la división en pequeños Estados con sus veleidades dinásticas, entonces surgirá un horizonte muy distinto para los europeos y para toda la humanidad. Otra Europa es posible, pero no basta con desearla, es preciso, perfilarla, trabajar por ella con continuidad, es decir, antes y después de la celebración del referéndum sobre el Tratado constitucional, es preciso, entre todos, reclamarla, exigirla, contribuir, en fin, con voluntad y esfuerzo, a hacer de ese proceso de gestación que ya está en marcha una sólida realidad política. ¡Seamos realistas, pidamos lo posible!
NOTAS: (*) Fernando Álvarez-Uría es profesor titular de Sociología en la U.C.M. |
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