Num.18
 
 

Freud, Lévi-Strauss y Houellebecq:
Una reivindicación del orden

Francisco Rosa Novalbos [*]


 
 

Sumario


Introducción
Contexto académico de este trabajo
Crítica a Freud
Teoría materialista del campo antropológico
Estructura y función de las normas
Orden en las sociedades neolíticas
¿Orden en las sociedades civilizadas?
El orden en Houellebecq; crítica al liberalismo sexual
BIBLIOGRAFÍA


Introducción

Este artículo es fruto del trabajo realizado para el curso de Doctorado "Ley, cultura y sociedad (entre Freud y Lévi-Strauss)", dirigido por el profesor Carlos Fernández Liria (Fac. Filosofía, UCM), al cual le estamos profundamente agradecidos, ya que gran parte de lo que aquí se dice, sobre todo en relación a Freud y a Lévi-Strauss, se lo debemos a él. Su publicación obedece tanto al homenaje que en este número rendimos a Freud, como el que rendimos a Houellebecq con ocasión de la publicación de su última novela.

El propósito de este trabajo es doble. Por un lado intentaremos relacionar de un modo histórico y materialista la existencia de las identidades colectivas con la de las identidades individuales, estudiadas, entre otros, por Lévi-Strauss y Freud respectivamente. Y decimos que lo intentaremos llevar a cabo de un modo histórico-material, no meramente formal como fue la relación establecida en el curso "Ley, cultura y sociedad...", consistente en señalar el paralelismo entre dos realidades bastante diferentes a fuerza de vaciar de contenido términos como "máquina nihilista", "identidad", etc.

El otro propósito de este trabajo es analizar someramente la genial novela de Michel Houellebecq, Las partículas elementales, pues creemos que en ella se hallan ejercitadas muchas de las ideas que expondremos. Además, los tres autores hacen referencia al orden, a la necesidad del orden y no del caos o del conflicto, como condición de posibilidad para la vida humana. Para este segundo propósito habremos de considerar la novela no como una ficción, sino como un ensayo sociológico y filosófico que habrá de se extraído de entre la trama que propiamente constituye la novela. Estos elementos de crítica filosófica muchas veces los encontraremos en meros aforismos, pero otras veces los podemos encontrar bastante desarrollados.

La novela, además, nos proporciona otra perspectiva de aquello que se ha llamado "crisis de la modernidad" o más bien de la contemporaneidad: podríamos considerarla paralela al libro de La gran transformación en cuanto que caracteriza de utópica y macabra la extensión del liberalismo sexual, así como Polanyi caracterizaba del mismo modo las pretensiones del liberalismo económico.

Para todas nuestras reflexiones habremos de contar con un marco antropo-filosófico en el que situar los distintos componentes a fin de conseguir una estructura, figura o cuadro coherente. Tendremos que aludir o explicar someramente nuestra concepción del campo antropológico en función de las estructuras normativas, concepción que es, en sí misma, una crítica a la concepción freudiana de la naturaleza humana, crítica, por tanto, en la que habremos de entrar.

Contexto académico de este trabajo

En este curso el profesor Fdez. Liria planteaba la cuestión de que el "efecto hombre", efecto de ciertas estructuras, se consigue a través de la identidad. Lo que ocurría era que, en principio, encontrábamos dos tipos de identidad humana, la colectiva o cultural y la psíquico-individual. Dichas identidades, decíamos, consisten en maquinarias nihilistas, dispositivos de producción de nada. Por un lado la identidad cultural consistía en nadificar o nihilizar el tiempo histórico —sólo los dioses tenían derecho a la historia; para los hombres esa historia se convirtió en gramática cultural, en costumbres que han de ser reproducidas de generación en generación—, pero también consistía en reducir a nada las exigencias de la familia, los deseos naturales de reproducción endogámica: dichos deseos chocan contra la realidad, por lo que se han de generar dispositivos donde puedan satisfacerse sin producir efectos reales, sin entrar en conflicto con dicha realidad; dichos dispositivos son las costumbres y, en particular, el tabú del incesto. Esta manera de explicarlo es un tanto freudiana en la medida en que se oponen, de un modo metafísico, deseo y realidad; y, en verdad, no se estrellan los deseos de la familia con la realidad... ¿Qué realidad? Lo que chocan en la realidad son distintas bandas paleolíticas consanguíneas, y lo que chocan desiderativamente son los deseos de copular entre parientes con los deseos de mantenerse vivos, de no perecer a manos de otras bandas. Por eso, como bien expone Lévi-Strauss siguiendo a Tylor, se hizo necesario un método para coexistir entre bandas enemigas, a saber, el intercambio de mujeres (y de bienes), y la consiguiente prohibición del incesto [Cfr. LÉVI-STRAUSS, p.78].

Por otro lado, la identidad individual consistiría en una maquinaria encargada de reducir a nada las pretensiones del ello, los deseos, de manera que no se satisficieran en la realidad, sino en un lugar no real, imaginario, al precio de cargar con ciertos rasgos de carácter (sueños, síntomas, culpabilidad...), a veces muy molestos, porque no se trata de una verdadera satisfacción, sino más bien de represión.

No conocemos hasta qué punto podrían existir identidades individuales (en este sentido freudiano) en las culturas precivilizadas, y aunque pudiera haberlas podríamos dudar de su extensión en ellas, es decir, podríamos dudar de que existiera un gran número de identidades individuales dentro de una identidad cultural. Siendo así, sin embargo, que en nuestras sociedades "civilizadas" sí están muy extendidas, podemos considerar ese aumento cuantitativo como un efecto de un verdadero salto cualitativo. ¿Por qué en un caso existen identidades culturales y en otro identidades individuales? La posible solución que se nos ofreció en el curso fue la siguiente: que ante la necesidad de una identidad (necesidad no mostrada ni demostrada) y dada la destrucción de las identidades culturales por la maquinaria de producción capitalista y proletarizadora, como todavía han de existir hombres —¿de dónde se iba a extraer la plusvalía si no?—, ese "efecto hombre" sólo puede producirse en las condiciones socio-económicas capitalistas a través de las identidades individuales. Como la identidad hemos visto que es el efecto del conflicto entre deseo y realidad, lo que en verdad es necesario es dicho conflicto.

Ese conflicto irresoluble entre deseo y realidad social es de raigambre freudiana, y la novela de Houellebecq, a pesar de sus críticas al psicoanálisis, es profundamente freudiana pues utiliza esta oposición. En efecto, en El malestar en la cultura Freud realiza dos distinciones o separaciones completamente metafísicas: por un lado separa hombre y naturaleza, y por otro, deseo y realidad social; son separaciones metafísicas porque concibe una escisión radical entre unas entidades y otras. Para Freud el hombre es un ser inerme y débil frente a una naturaleza poderosa y temible; el hombre ha de socializarse para hacer frente a esa naturaleza a través de la técnica, una técnica que ha de producirse colectivamente; sin embargo, existe una parte en la naturaleza del hombre que actúa en contra de la socialización, son los deseos, las pulsiones de vida y de muerte que conjugadas dan lugar a la competencia sexual; de aquí que se haga necesario un conjunto de normas (el tabú del incesto entre otras) para mantener al deseo dentro de unos límites: ese conjunto de normas es la moral, a través de la cual el deseo es reprimido. Con estas coordenadas, toda la novela de Houellebecq gira en torno a la desaparición de los valores tradicionales, de las normas, que habrían mantenido al deseo dentro de unos quicios soportables por la sociedad: la presentación de Michel Djerzinski [pp. 36-39], con la sanción positiva del imperativo categórico por encima de cualquier heteronomía moral, heteronomía procedente en última instancia de nuestra condición animal, es decir, de la cesión ante nuestras pasiones o deseos; así como el (a trozos repugnante) capítulo de "La hipótesis Macmillan" [pp. 202-213] —con la tesis de que la desaparición de las normas morales nos devuelve al culto brutal de la fuerza [pp. 211ss]— son dos de los momentos álgidos donde se percibe esta oposición radical entre el deseo y la norma o realidad social. Probablemente dicha oposición no sea original de Freud, sino de filosofías bastante anteriores. Lo que desde luego sí existe desde el comienzo de la filosofía es la oposición entre deseos y razón (por ejemplo, la distinción platónica entre el alma concupiscible y el alma racional). En cualquier caso es Freud el que absolutiza y populariza la oposición entre deseo y cualquier tipo de norma social, sea ésta consuetudinaria o racional.

 

Crítica a Freud

Ahora bien, probablemente desde antes, pero sobre todo después de Brentano y Husserl es imposible mantener esta filosofía. En efecto, el deseo es un acto intencional de la conciencia y, como tal, es inseparable de su objeto, de aquello que desea; viceversa, todo aquello que se hace o se piensa, todo objeto, es objeto de un acto intencional (deseo, volición...): el deseo, por lo tanto, es deseo de cierta realidad social, así como toda realidad social lo es en tanto que es objeto de deseo, es decir, toda norma se cumple porque se desea cumplirla o porque alguien desea que otros la cumplan —otra cuestión es que se desee más cumplir otras—. Lo que Freud también hizo fue reducir la esfera de los deseos al plano sexual, alimenticio (pulsiones de vida) y al de la agresividad (pulsiones de muerte); bien es cierto que la teoría de la sublimación contempla, aunque de un modo derivado, la posibilidad de desear otras cosas: el arte, la filosofía, Dios, la ciencia... Acabamos de apuntar que lo que entra en conflicto no es el deseo con la norma social, sino diferentes normas con sus respectivos componentes desiderativos o diferentes deseos con sus respectivos objetos normativos. Se desea, por ejemplo, construir una empalizada alrededor del poblado para evitar el ataque sorpresa de las fieras o de los enemigos, para ello se ha de trabajar colectivamente, pero también se desea descansar o copular con las mozas que andan faenando en la orilla del río; lo que entran en conflicto son diferentes deseos vinculados a sus respectivos objetos normativos (el trabajo y la protección en un caso y el descanso o la cópula en el otro). Ahora bien, ¿qué es lo que prima en la realidad conjugada entre el deseo y su objeto socialmente organizado, el deseo o el objeto? A esta pregunta deberemos responder en la exposición de la teoría materialista del campo antropológico.

 

Teoría materialista del campo antropológico.

Sostenemos que aquello que constituye la esencia del campo antropológico son las normas. Y podemos decir que constituye su esencia en tanto que es precisamente lo que lo caracteriza frente al campo etológico, el relativo a la conducta de los animales.

El animal, tal y como han puesto de manifiesto los estudios conductistas, experimenta operando con los elementos de su medio entorno de tal manera que determinadas pautas de conducta se van fijando a través del éxito obtenido (a través del placer conseguido o el dolor evitado) con su despliegue frente a otras pautas cuyo resultado es el fracaso. En dicha fijación de las pautas de conducta juega un importante papel el deseo (subjetivo) de conseguir ese placer (o el cese del dolor) anteriormente obtenido con el despliegue de la conducta en cuestión: aquella conducta que produce placer (o cese de dolor) es la que se desea ejecutar. Tanto las pautas conductuales efectivas y los elementos entre los que se despliegan éstas, como las no efectivas, se modifican a través de los procesos perceptivos de la discriminación y generalización de estímulos; todo lo cual nos lleva a sostener que la característica básica del campo etológico es la contingencia en tanto que los comportamientos de los organismos dependen de su experiencia individual entre las vicisitudes que el medio les plantea [Cfr. FUENTES, 1994, p.425]. En realidad el tipo de comportamiento a desarrollar no es infinitamente contingente, pues estará acotado por la propia estructura morfológico-operatoria, por la forma orgánica del animal en cuestión; no se comporta de igual modo un gusano que un halcón, ya que uno tiene alas y el otro no, uno ve a una distancia de kilómetros y el otro sólo distingue contrastes de luz, ni siquiera ve figuras.

Ahora bien, antropológicamente no podremos afirmar que el comportamiento humano sea tan subjetivamente contingente, aunque lo sea en su ulterior refundición histórica. En tanto que animal, la conducta, el psiquismo del individuo humano se mantiene dentro de las contingencias del medio, pero en tanto que hombre tal conducta se despliega a través de normas socialmente objetivas.

 

Estructura y función de las normas

Conocer una cosa es operar con ella, saber cómo utilizarla (para lo que sea); pero ello supone distinguir (discriminar) partes de esa cosa —utilizar un bolígrafo requiere distinguir la capucha del "cuerpo", y la punta del "mango"; se separa la capucha, se aproxima la punta al papel y a escribir se ha dicho—. Pues bien, esta distinción de partes en el objeto es lo que se denomina la estructura operatoria de la cosa [1]. La estructura operatoria consiste en la disposición de las partes de la cosa, de tal manera que operamos con ella de un determinado modo, según esas partes están dispuestas —lo absurdo de los objetos "imposibles" (objetos tridimensionales, no por ejemplo las figuras de Escher, que son planas) es que tienen más partes, o menos, o están mal dispuestas para operar con ellos: una taza con agujeros cerca del borde—. Esta disposición de las partes en los instrumentos, cacharros u objetos fabricados por el hombre, consisten en estructuras normativas, pues llevan incorporadas en su forma normas de fabricación y uso. Observemos, por ejemplo, como habla Marvin Harris de los primeros instrumentos que fabricaron nuestros ancestros: «Estas primeras tradiciones de instrumentos líticos (esto es, útiles que se hacen según un modelo definido), la olduvaiense y la achelense ...» [HARRIS (1988), p.186]. Las palabras "tradición" y "modelo" podemos considerarlas como sinónimas de "norma".

El hombre fabrica, usa y conserva instrumentos, y lo hace a gran escala, es decir, prácticamente en todos los órdenes de su vida. Y aquí es precisamente donde debemos poner la diferencia específica entre el hombre y el animal, pues tampoco hemos de obviar el hecho de que existen animales que utilizan determinadas cosas para conseguir otras (las aves construyen nidos con ramitas, algunas utilizan piedras para abrir huevos, algunos chimpancés utilizan tallos o ramas a las que quitan las hojas para introducirlas en termiteros y conseguir así termitas...), pero tales pseudo-instrumentos no se guardan, no perduran, y se dan en conductas muy precisas, no en todas, como en el caso del hombre. Y son los instrumentos a través de su producción y uso lo que, en primer término, normaliza la vida del hombre. Vinculados a estos tendremos otros tipos de normas las sociales (entre las que destacan las lingüísticas y las de parentesco). Por ello Fuentes habla de la primera rotación antropológica:

Deducimos básicamente el concepto de "norma" del carácter esencialmente co-operativo de las operaciones humanas, cuando en dichas co-operaciones vemos abrirse paso alguna estructura sintáctica tal que permite que los distintos individuos (corpóreos) operatorios resulten en principio recíprocamente intercambiables respecto de las diversas posiciones operatorias contempladas por la estructura sintáctica de la norma en cuestión. Las normas son, pues, básicamente, reglas co-operativas (co-operatorias, sintácticas) de construcción, que por ello mismo (por su carácter formalmente sintáctico-co-operatorio, no físico-natural) pueden sin duda dejar de cumplirse ("infringirse"), mas de suerte que a su vez pueda especificarse (desde la propia regla) el sentido en el que no han sido cumplidas. Se entiende, desde luego, que estas normas han de surgir —digamos, "filogenéticamente"— del enfrentamiento entre rutinas etológicas diversas, pero la resolución de dichos enfrentamientos adquiere formalmente la figura de una norma en el punto en que veamos abrirse paso la estructura co-operatoria sintáctica que hemos señalado.

Y estas reglas de construcción pueden aplicarse, sin duda, no sólo a las entidades y procesos fisicalistas, deviniendo reglas de producción de los objetos que constituyen el ámbito de lo que muchos antropólogos denominan "cultura material", es decir, de la cultura dada en el eje de los "medios de producción" —por ejemplo, la cultura de la fabricación de un hacha paleolítica, de una cabaña neolítica, de un canal de regadío, de un templo o de un aeroplano—, sino también a las relaciones mismas sociales entre los hombres, es decir, a las relaciones inter-operatorias de los sujetos operatorios dadas en el eje de las "relaciones sociales de producción", deviniendo así una cultura (por cierto, no menos material, y siempre conjugada o entretejida con la anterior) asentada en el ámbito de lo que podríamos llamar la reproducción social de los medios de producción —por ejemplo, la cultura de las reglas de parentesco de una aldea neolítica, de las reglas (ya políticas, escritas) de organización económica de una ciudad-estado, de las reglas que rigen la administración de una empresa multinacional, o de las reglas lingüísticas mismas del idioma hablado por una determinada sociedad—. [FUENTES, 1994, p.422 ss.]

Parece, sin embargo, que es necesaria la existencia de objetos, de instrumentos, para que tenga lugar la normalización de las relaciones sociales en la medida en que éstas son relaciones sociales de producción. La conducta, que en el animal podríamos considerar virgen, se encuentra mediada en el campo antropológico por los objetos y por el lenguaje, consistiendo ambos, como sugiere Fuentes, en estructuras normativas, morfosintácticas. Una estructura morfosintáctica consiste en un sistema de posiciones fijas que pueden ser ocupadas por diversos elementos: a cada posición le corresponde una clase de elementos; pero en cada caso concreto los elementos que ocupen las distintas posiciones mantendrán entre sí una coordinación que es, precisamente, la marcada por la estructura. Se trata de una norma porque se prescribe una determinada coordinación y no otra, por ejemplo, en la gramática de la oración española tras la clase de los verbos transitivos (v.t.) ha de figurar la de los complementos directos (c.d.): "quiero (v.t.) un libro (c.d.)"; si colocamos un complemento indirecto (c.i.) —"quiero (v.t.) para ti (c.i.)"—la oración será ininteligible. Y por otro lado, como ya hemos dicho, entre elementos de distintas clases ha de existir cierta coordinación: por ejemplo, entre pronombres personales y desinencias de los verbos, en el género y número de sustantivos y adjetivos, etc.

No obstante, la especificación de estas normas como estructuras morfosintácticas o estructuras matemáticas, incide demasiado en su carácter de estructura estática; ahora bien, como no podemos obviar el carácter operatorio de la acción humana conviene utilizar un concepto que incida en la dinámica (propia de toda operación): tal es el concepto de función —en realidad el término "morfosintaxis" tampoco es ajeno al concepto de función, de hecho Jakobson habla de las múltiples funciones de la lengua—. Una estructura matemática o topológica supone la vinculación de los elementos de dos o más conjuntos, de tal manera que a cada elemento del conjunto original, o tupla de elementos de los conjuntos originales, corresponde un elemento del conjunto imagen. Pero una función algebraica es una estructura matemática que pone en relación un conjunto (o varios) con otro con la particularidad de que los elementos están relacionados a través de operaciones, de tal forma que el conjunto imagen podemos considerarlo dinámicamente como resultado de las operaciones aplicadas a los conjuntos origen. Así, las estructuras normativas, los objetos, por ejemplo, podemos considerarlos como realidades formadas de partes diferentes cuya puesta en juego constituye una función algebraica de tal manera que se produce un resultado determinado. En cualquier caso la propia estructura de un útil (objeto, instrumento o cacharro), y no sólo de la red productiva en la que se halla inserto, es ya normativa. Ahora bien, la disposición de sus partes, en tanto que depende de operaciones teleológicas, esto es, de un fin a conseguir, forman parte de un sistema de transformaciones, o lo que es lo mismo, de una función, función algebraica en la que se pretende generar nuevos términos o efectos. Veremos al objeto como norma él mismo, como operación algebraica en la que se distinguen el lugar de los argumentos y la función a cumplir —la estructura algebraica de una pala consiste en dos argumentos: cualquier obrero o persona que pueda empuñar el palo o mango (y de un modo no aleatorio, sino, por ejemplo, con el trozo terminal de metal hacia delante y su parte cóncava hacia arriba), y diversos materiales (piedras, tierra, cemento, etc.) que se colocan en dicha parte terminal; la función consistiría en la retirada y/o desplazamiento de dichos materiales; asimismo la red de objetos en la que la pala se encuentra, por ejemplo, entre los instrumentos y materiales de construcción, también posee una función: precisamente la construcción de edificios u otras obras—. Por esto creemos que es más pertinente la caracterización de las normas como estructuras algebraicas que como morfosintácticas, pues en las primeras es más patente el carácter funcional. Hecha la pertinente matización:

«Proponemos [...] entender a las normas como reglas morfosintácticas de construcción co-operatoria orientadas bien a la producción (y/o uso) de objetos fisicalistas [2] o bien a la instauración (y/o mantenimiento) de las propias relaciones sociales —de producción—, y de modo que habida cuenta de su carácter morfosintáctico dichas normas pueden siempre dejar de cumplirse a la par que por ello mismo (por su propia normatividad morfosintáctica) siempre cabe a su vez especificar el sentido de dicho incumplimiento. De esta suerte, las normas se nos presentan como estructuras culturales objetivas que componen, diríamos, la arquitectura misma del medio sociocultural (antropológico) envolvente y que moldean en principio íntegramente las pautas todas de la vida humana». [FUENTES, 1994, p.422 ss.]

 

Orden en las sociedades neolíticas

Por lo tanto sólo podremos hablar de "campo antropológico" cuando todos los ámbitos de acción hayan sido normativizados, lo cual parece ser que tiene lugar al regularse las relaciones sexuales, esto es, al constituirse la institución de la familia y conformarse lo que denominamos la tribu neolítica, y no meramente banda paleolítica. En esta última las actividades productivas estaban reguladas, probablemente en función de los sexos y edades, mas no las reproductivas, pues se cree entre muchos arqueólogos y antropólogos que se copulaba indiscriminadamente, tal y como sucede en otras especies de monos antropoides cuyas hembras no poseen período de celo —lo cual hace que el grupo sea más "sociable", que se mantenga más unido, sin luchas entre los machos—.

Hace unos 13.000 años tuvo lugar la revolución neolítica, la cual se caracteriza por la invención de la agricultura y por la constitución de la familia. Muchas son las teorías acerca de las causas de tal revolución, no obstante, la hipótesis que más nos convence es una síntesis de la teoría de la circulación de mujeres de Tylor con la hipótesis demográfica de M. N. Cohen [Cfr. COHEN (1977), caps. 1 y 2.]. Este último sostiene que debido al constante aumento de la población paleolítica, unido a la mejora en las técnicas de caza y recolección, se produjo un descenso en el número de piezas a cazar, se produjo una crisis alimentaria que obligó al desarrollo de la agricultura, y por lo tanto al asentamiento de las comunidades. Nosotros sostenemos, junto con Fuentes, que el desarrollo de la población condujo a una saturación del mundo habitable, de los ecotonos, de tal manera que las bandas tuvieron que asentarse; a partir de este momento hubo de generarse algún tipo de norma que regulase las relaciones de cada comunidad con las comunidades vecinas, como, por ejemplo, la violencia organizada en incursiones, pero también el intercambio de mujeres, lo cual supuso el tabú del incesto: los hombres de una comunidad ya no podían copular con sus propias mujeres pues debían ser preservadas intactas para ser intercambiadas por mujeres de otras comunidades; las comunidades que mantuvieran estas relaciones constituirían una tribu. [Cfr. LEVI-STRAUSS, p.78.]

A partir del neolítico, entonces, podemos considerar constituido el campo antropológico, esto es, podemos considerar normativizado todo el abanico de las actividades humanas. Ni que decir tiene que estas normas culturales objetivas se fueron constituyendo en un sentido darwinista: prevalecían las que resultaban más efectivas para el mantenimiento de la comunidad y de la tribu. La característica fundamental que presenta la normatividad de estas tribus o pueblos neolíticos es que cada círculo normativo está bastante cerrado, bastante ajustado: unas normas encajan perfectamente con otras, no existen prácticamente contradicciones, ¿por qué?, quizás porque fueran sociedades aisladas de otras con círculos normativos diferentes, quizás porque fueran de pequeña dimensión o porque la división del trabajo estuviera poco acentuada...[Cfr. LEVI-STRAUSS, p.78]. Lo importante en tal caso es que el individuo humano en sus actividades relevantes para la vida social sigue un conjunto estricto de normas, pautas de acción estrictas, cuyo incumplimiento acarrea graves consecuencias, como suele ser la expulsión de la comunidad. Por ello el comportamiento del individuo en las tribus neolíticas no es subjetivamente contingente, sino socialmente necesario, existe poco margen para las contingencias subjetivas, lo cual incide de una forma muy particular en la conjugación entre deseo y realidad social (realidad social normativizada, por lo tanto, conjugación entre deseo y norma), a saber, que es la norma la que configura el deseo y no viceversa; se desea lo que propone la norma, lo que la norma dice que hay que desear, ya que, además, no existen otros modelos que puedan ser deseados.

Ese conjunto ajustado de normas a través de las cuales se sostiene una sociedad neolítica es lo que constituye su tradición, y en tanto se mantengan constantes las condiciones del medio tales normas serán efectivas y será menester preservarlas, ¿cómo? evidentemente a través de la enseñanza de padres a hijos, pero también a través de un corpus enunciativo, esto es, lingüístico; es más, cabría afirmar que ésta sería la función esencial del lenguaje en éste estadio social, preservar la tradición:

«La "tradición" [...] siempre ha de incorporarse a algún arquetipo verbal, al menos en las culturas dignas de tal nombre. La tradición tiene que recogerse en alguna expresión lingüística, en alguna manifestación práctica que responda a la ambición de describir y al mismo tiempo sancionar el modelo de comportamiento político y privado a que se atiene el grupo —y que le otorga cohesión». [HAVELOCK (1963), p.53]

Así pues, los mitos responden a necesidades prácticas de la vida, a la necesidad de transmitir los modos de comportamiento tanto técnicos como sociales, por lo tanto no se trata de que sus costumbres, su identidad cultural, respondan a la confrontación entre el deseo endogámico de las familias y la evitación de la guerra con otras familias o bandas, puesto que esas costumbres también hacen referencia a la esfera técnica, tal y como han puesto de manifiesto Havelock y la mayoría de los antropólogos. Pero lo que sí es cierto es que tal conjunto de normas por el que se rige la vida de una comunidad neolítica consiste en una férrea gramática, una estructura formal, pero con contenido, no se trata de una nada, aunque reduzca a nada los deseos individuales, es decir, que todo deseo está socialmente organizado porque organizado socialmente está el objeto del deseo, lo que produce placer está normativizado, y son pocas cosas. Se trata, entonces, de sociedades bastante "obsesionadas" con el orden, pues una gramática no es sino un orden en el que van dispuestas las cosas. Son sociedades ordenadas, férreamente estructuradas, en las cuales la modificación, la sustracción o adición de partes, puede resultar fatal, puede desorganizar la sociedad, la puede sumir en el caos. No otra cosa sucedió en la época colonial cuando se intentó transformar las costumbres de estos pueblos, evangelizándoles y sometiéndoles a atroces jornadas de trabajo.

 

¿Orden en las sociedades civilizadas?

Podemos afirmar que en estas sociedades neolíticas no existen individuos, al menos con ese grado de individualidad al que estamos acostumbrados en las sociedades civilizadas; de hecho se suele caracterizar a estas sociedades neolíticas como más cooperativas e igualitarias —no pensemos que sea distinto la existencia del individuo del individualismo o egoísmo; es una de las tesis de Houellebecq—. Esto se debe, precisamente, a que el grado de contingencias sociales es muy bajo, lo que significa que prácticamente todos los individuos actúan igual, se comportan siguiendo los mismos roles, pues no existe una gran diferenciación entre estos; la división social del trabajo no se halla muy acentuada.

No obstante, la constitución de las identidades individuales, esto es, de los verdaderos individuos, sólo se puede producir una vez que se han transformado las estructuras de las sociedades neolíticas dando paso a las sociedades civilizadas, en ellas se produce lo que Fuentes ha denominado la segunda rotación antropológica [FUENTES, 1994, pp.423 ss.]: la reaparición de la conducta o psiquismo humano, entendido éste como el despliegue de movimientos orientados perceptivamente, en un medio plagado de contingencias, si bien el medio en el que reaparece no es el de las contingencias naturales, medio que nunca habría dejado de existir, sino en el de las contingencias normativas respecto de la vida social.

En las sociedades neolíticas, según hemos señalado, en términos generales no había posibilidad ni necesidad de elegir entre normas diferentes, porque el círculo normativo era muy coherente, estaba muy cerrado. Sin embargo, llega un momento en que surgen o confluyen dos (o más) círculos normativos diferentes, esto es, aparecen nuevas clases o se intersectan diversas sociedades con culturas distintas dentro de una misma sociedad, y en el lugar de la intersección se produce un vórtice de normas entre las cuales el individuo particular ha de elegir —y quizá sea a través de estas elecciones como se constituye la persona (que no el mero individuo)—; pero esa elección supone la pluralidad de normas sobre una determinada cuestión —por ejemplo en torno al clítoris de la mujer: ciertas culturas lo extirpan, en la nuestra, en cambio, cada vez más se está convirtiendo en un objeto de culto—. La pluralidad de normas, por tanto, supone la pluralidad de círculos normativos, de clases sociales o de culturas. La confluencia o surgimiento de diferentes círculos normativos supone un conflicto que ha de ser resuelto: en esta confluencia/surgimiento y resolución consiste la historia. Y la resolución ha de ser política, esto es, ha de gozar de un carácter público, no meramente privado, no vale que alguien, individualmente, opte por una norma u otra, la resolución ha de efectuarse en los mismos términos en que se genera el conflicto, lo cual supone el que una comunidad opte por un conjunto de reglas frente a otros conjuntos (tal conjunto normativo no tiene necesidad de ser uno de los que originariamente entraron en conflicto, sino que puede ser una reformulación, incluso con nuevas reglas).

A su vez este proceso antropológico queda enmarcado en el proceso socio-geo-económico de constitución de la(s) ciudad(es):

«Hemos de situarnos, en efecto, en aquel momento histórico —ciertamente decisivo, crítico— del desarrollo del campo antropológico en el que se generan las sociedades denominadas históricas, y, por tanto las sociedades propiamente políticas (con Estado) —y por ello en el contexto geo-político de dicha génesis, que no es otro que la ciudad (en su origen las ciudades-estado de las primeras sociedades históricas)—. Es, en efecto, en el seno de la cultura de las sociedades civilizadas donde se hará posible el surgimiento de la figura de la persona humana: porque sólo en dicho marco se hace posible una confluencia de grupos humanos pertenecientes en principio a círculos culturales normativos diferentes (en su génesis, los grupos humanos asentados en aldeas neolíticas) y por tanto un enfrentamiento entre estos círculos culturales diferentes, de modo que sea a través de dicho enfrentamiento como los individuos, inicialmente insertos en sus grupos culturales respectivos, pueden ir propagando de un modo recurrente e indefinido relaciones transitivas y simétricas entre ellos, y por tanto puedan irse liberando o desprendiendo de sus iniciales círculos o submundos culturales respectivos, a la par que, resituándose en un nuevo ámbito normativo, que ahora será ya universal (infinito) en virtud de dicha propagación o recurrencia indefinida de relaciones transitivas y simétricas entre ellos. Y es la instalación en dicho ámbito normativo virtualmente universal lo que sostenemos que constituye la contextura de la persona humana». [FUENTES, 1994, p.424.]

Ahora bien, ¿cuál es la causa de este surgimiento/confluencia y recurrencia de círculos normativos diferentes capaces de generar una ciudad? Esta causa [3] son las múltiples corrientes demográfico-comerciales que tienen lugar originariamente al prosperar y expandirse el modo de producción agrícola del neolítico. Al extenderse y generalizarse la agricultura y ganadería como consecuencia del asentamiento pre-neolítico se logra producir alimentos para una población mucho más numerosa, tan numerosa que quizás las costumbres ancestrales no fueran efectivas para mantener unidas grandes comunidades y hubiera que expulsar a algunas familias, las cuales deberían buscarse la vida en otros lugares. Por otra parte, esa prosperidad conlleva también la producción de excedentes, condición necesaria para la aparición del comercio con otras comunidades o tribus cuyos excedentes productivos fueran distintos en especies o variedades ("nadie cambia levitas por levitas iguales"). De esta forma surgirían expediciones comerciales, caravanas, hacia los territorios de otras tribus; pero no es de extrañar que existieran lugares privilegiados que favorecieran el encuentro entre caravanas, como pueden ser los pozos, oasis, pasos de ríos, pasos de montañas... Estos lugares de encuentro se constituirían también en lugares de intercambio permanente, en protomercados, a cuyo alrededor se iría constituyendo una ciudad. ¿Por qué una ciudad y no otra aldea neolítica? Pues, en primer lugar (primero en el tiempo pero no en importancia), por la resolución política de los conflictos: el comercio, el intercambio, requiere una cierta igualdad y confianza entre los comerciantes pero, habida cuenta de la diferencia cultural entre dichos comerciantes (ya que procederían de distintas tribus, de distinto ámbitos normativos), se verían en la necesidad de arbitrar reglas comunes, primero para el intercambio, después para la convivencia; dicho arbitraje supondría preferir unas reglas (ya existentes o inventadas ad hoc, pero no desde la nada) a otras, elegir entre varias alternativas. Esto, para los comerciantes, supondría un cierto despegue, un corte, con sus círculos normativos de procedencia; pero aparte de seguir las nuevas normas, tendría "a la vista" siempre susceptibles de ser llevadas a la acción, sus antiguas normas así como las antiguas normas de otros círculos culturales ajenos al suyo, pues los nuevos individuos que constantemente afluyen a las ciudades [BUENO et alii, 1991, pp.337ss.] tienden a continuar con sus costumbres, creando ghettos o barrios específicos. Esta masiva afluencia de individuos se vería posibilitada por la expansión demográfica y expulsión de las comunidades primitivas de algunas familias (como ya hemos visto), por la necesidad de mano de obra en la ciudad (construcción de murallas, edificios públicos, canalizaciones, oficios artesanales...), por la necesidad de un ejército "defensor" —defensor de la ciudad y de las caravanas ante los bandidos, pero defensor también de los intereses comerciales en el sentido de asegurarse la afluencia de productos, lo cual pudiera suponer el sometimiento y esclavitud de las comunidades productoras—. Son, por cierto, estas últimas características las específicas de la ciudad (las primeras en importancia): aquellas que suponen la existencia de diferentes clases sociales, división del trabajo y trasvase de excedentes de unas clases a otras; por ejemplo, la existencia de un ejército exige el trasvase de excedentes de la clase agrícola y ganadera a la militar; pero también lo supone la existencia de mano de obra que construye la ciudad, puesto que son obreros dedicados a la construcción y no a la producción, de manera que habrán de consumir del excedente productivo. Pues bien, la existencia de diferentes clases sociales es también existencia de diferentes círculos normativos y aunque estas diferentes normas se refieran sobre todo a intereses económicos más que a aspectos religiosos o de otro tipo, ello no significa que no puedan existir diferencias también a esos niveles (el libro del Éxodo es el mejor ejemplo).

Con la aparición de las ciudades veremos surgir también el Estado. El Estado es aquella instancia político-militar (aunque en sus inicios puede y suele presentarse bajo formas teocráticas) que se encarga de la resolución de los conflictos (a) entre ciudadanos, (b) entre la ciudad y el campo [BUENO et alii, 1991, pp.337ss.] y (c) con otras ciudades (o Estados); dicha resolución puede ser jurídica, diplomática o violenta. Estos conflictos vienen dados en primer término, por el choque de intereses; en segundo lugar se producirán, como hemos dicho, por la diferencia cultural entre segmentos y/o elementos distintos que confluyen en la ciudad como punto geográfico; el conflicto, en cualquier caso, será normativo, conflicto entre normas, pues los intereses no son otra cosa que la voluntad puesta en la ejecución de una norma (ya posea ésta un contenido individualista o social) y las culturas son conjuntos normativos. Desde este momento el mecanismo de resolución, el Estado, se torna necesario, pues incesante es la generación de nuevos conflictos y la repetición de los antiguos, e incesante es el flujo de diferentes culturas hacia la ciudad (cualquier ciudad),. Tales conflictos o sus resoluciones producirían incluso cambios sociales: nos encontramos, entonces, ante un nuevo tipo de sociedad, multicultural y en proceso de cambio incesante, más lento o más rápido según los casos, pero en cualquier caso muchísimo más rápido que las sociedades tradicionales, neolíticas.

La proliferación de normas por el surgimiento/confluencia y refluencia de círculos normativos diferentes lleva a la necesidad de instaurar un canon de normas como el oficial, instauración que se llevará a cabo por la vía policiaco-militar, pero que también tendrá necesidad de una legitimación ideológica, por ejemplo divina. Dicho canon de normas podrá, incluso, asentarse en las costumbres constituyendo una moral; como ejemplo de este "asentamiento" podemos aducir ciertas costumbres de la Edad Media que tienen su génesis en la crisis del Imperio Romano durante el siglo III [Cfr. SIMÓN SEGURA, pp.52 ss.]. Tras la muerte de Cómodo en el 192 sobrevino un periodo de guerras, revoluciones e invasiones; posteriormente, en el 250 y durante 15 años, la peste y el hambre azotaron al Imperio disminuyendo su población en más de la cuarta parte; como consecuencia la regularidad en la producción se vio afectada debido a la despoblación y abandono de los campos, por ello se vieron obligados los gobernantes a vincular a los trabajadores a la tierra sin que pudieran abandonarla. Las corporaciones profesionales o collegia, los futuros gremios, también datan de esta época: aunque nacieron como asociación espontánea de los artesanos y comerciantes, pronto se legisló al respecto, pues se trataba de la mejor manera para que la Administración pudiera ejercer su control sobre ellos. También la institución medieval del justo precio tiene su génesis por entonces, concretamente en el edicto sobre el maximun de Diocleciano (284-305); en él también se fijaban los lugares exclusivos para el intercambio, los mercados. Estas disposiciones legales, con el tiempo se fueron asentando en la moral popular, constituyendo auténticas relaciones sociales correspondientes al modo de producción medieval.

En la medida en que el conflicto sea resuelto a través de la moral, esto es, aunque virtualmente el conflicto permanezca (porque se tienen a la vista otras posibles normas a seguir), pero sea realmente resuelto a través de las normas de la moral, podemos considerar que los individuos en tal situación son auténticas personas, es decir, individuos totalmente constituidos por la moral y la libertad. —Hemos de considerar esta libertad, en principio, como posibilidad de elegir; tengamos en cuenta que en las sociedades neolíticas existía moral (costumbres) mas no libertad, es decir, pluralidad de normas entre las cuales elegir; en rigor este sólo sería el aspecto negativo de la libertad (libertad-de), el positivo (libertad-para) sería precisamente la adscripción a la moral como conjunto de normas susceptible de ser puesto en práctica frente a los otros conjuntos normativos entre los cuales se elige—.

Decimos, entonces, que la posibilidad de la existencia de la persona consiste en esa pluralidad de conjuntos normativos entre los cuales destaca uno (la moral) como conjunto práctico de referencia. Sin embargo, tal pluralidad no debe ser muy numerosa, pues se pierde de vista la referencia y, lo que es más importante, no debe fluir muy rápidamente, pues es necesario un cierto tiempo para que las normas se asienten en las morales. Cuando esto no es así aparecen las contingencias normativas, es decir, la ausencia de moral, pues no existe un círculo normativo de referencia, ya que unas normas entran en crisis frente a otras, se sustituyen, dejan de ser válidas, etc. Entonces los individuos se sienten como perdidos, "individuos flotantes" en un mar de normas equivalentes y en conflicto mutuo.

Si como antes hemos dicho, consideramos que estas normas se hallan conjugadas con el deseo que nos induce a seguirlas, también existirá un conflicto estructural entre deseos. Y lo que para Freud era un conflicto radical e irresoluble entre el deseo y la norma social, para nosotros será un conflicto normativo-desiderativo propio de las sociedades modernas (por lo tanto no radical), aunque no sabemos hasta qué punto puede ser resuelto. La política es un procedimiento de resolución, lo que ocurre es que por cada conflicto que se pretende haber solucionado se han abierto otros cuatro a causa de esa "solución". Tomemos el caso de Ana O: Ana O deseaba cuidar a su padre enfermo, postrado en una cama, como una "buena hija", pero también deseaba practicar otras actividades propias de su condición burguesa, normas en su caso incompatibles; Ana O seguía cuidando a su padre pero a costa de sentir cada vez más aversión por él, a la vez que ternura; este conflicto aparentemente interno se pseudo-resolvía a través de los síntomas que presentaba (episodios de ceguera, parálisis en los miembros superiores, etc), pues le impedían cuidar a su padre al tiempo que la resituaba en otro contexto normativo aparentemente más coherente: las consultas de los psicoterapeutas.

Lo que queremos decir es que el individuo humano necesita cierta estabilidad normativo-emocional, así que los sueños, síntomas y rasgos de carácter en general que presentan las identidades individuales no son otra cosa que intentos de conseguir cierta estabilidad, cierto orden dentro del caos y del conflicto normativo-emocional. Se trata de una pseudo-resolución porque el conflicto es normativo (lo cual dice referencia a una pluralidad social) y su resolución ha de ser político-moral, no individual. Pero vemos, pues, que lo que se intenta reducir a nada no es el deseo, sino el conflicto. No existe máquina nihilista porque lo que se busca es orden, aunque sí habría nihilismo en sentido nietzscheano: para Nietzsche es nihilismo todo aquello que pretenda ahogar la libre creación, circulación y conflicto entre valores; es nihilismo todo lo que no sea caos; recordemos su célebre aforismo «es necesario llevar un caos en el corazón para engendrar en el cielo una estrella danzante» —en realidad se trata de una tautología, puesto que una estrella danzante, por muy poético que resulte, sólo puede ser símbolo del caos—. Nietzsche no comprendió el sentido de la tragedia, por el que tanto aboga; consistía ésta en un conflicto, también irresuelto políticamente, pero en una época donde la proliferación normativa era todavía mínima; aún se podía optar por la moral, aunque esa opción invariablemente conllevaba la muerte (Antígona, Héctor); también se podía optar por una norma inmoral, fuese o no estatalmente sancionada, pero esta opción llevaba a la locura o a la ruina e indignidad de los pueblos y sus jefes (Edipo, Agamenón, Ayax...). La locura era el castigo que los dioses infringían al inmoral, al que cometía hybris; en realidad no era sino la permanencia de la moral en la vida del personaje trágico (una especie de complejo de culpabilidad, que Freud designará como patología), es decir, la permanencia del conflicto sin resolver; no olvidemos a Havelock, la tragedia es un compendio de normas de comportamiento que sanciona una moral, sin embargo, los griegos ya eran conscientes del conflicto: la opción está entre la muerte o la locura e indignidad.

Ahora bien, ¿cuál es el proceso que lleva desde la constitución de las ciudades en que es posible la tragedia o la existencia de personas y aquestas sociedades de individuos flotantes? Dicho proceso no podía ser otro que el de la reproducción ampliada del capital, entendido en un sentido histórico-material y no meramente economicista: esto significa que debemos entender toda sociedad civilizada como sociedad de clases, en las que se producen excedentes que son sustraídos a las clases trabajadoras (o entregadas por éstas) para ser en parte consumidos por otras clases y en parte reinvertidos en nuevas explotaciones, aunque fuera de modo simplemente extensivo, no intensivo, esto es, con pocas innovaciones, por ejemplo, en el Imperio Romano —el caso de la Edad Media merece atención aparte, ya que se producían pocos excedentes (escasez de población) y lo que se extraía se consumía en guerras intestinas contra el Islam o entre los propios reinos europeos—.

Pero, ¿cómo es posible que este proceso dé lugar a la proliferación de normas en que, hemos dicho, consistían nuestras sociedades? Porque dicho proceso da lugar fundamentalmente a los siguientes conflictos:

  1. aparición de nuevas clases (explotadoras, medias, explotadas y olvidadas) o transformación de unas en otras a causa de los "incomprensibles" movimientos del capital;
  2. confluencia entre culturas a través del comercio, del colonialismo, de la deportación de contingentes humanos (esclavos, sobre todo, pero también emigrantes);
  3. producción de nuevos instrumentos o artefactos como medios de producción o como objetos de consumo en que realizar la plusvalía; precisamente dijimos que eran los objetos las entidades normativas por excelencia; se producen nuevos objetos cuyo uso puede entrar en conflicto con normas ya establecidas;
  4. producción de teorías científicas (a través de la confluencia entre técnicas productivas), que darán lugar a nuevas tecnologías productivas, pero que también pondrán en cuestión las ideologías tradicionales (religiones, cosmologías...)

 

[pág. sig.]


NOTAS

[*] Francisco Rosa Novalbos es licenciado en Filosofía por la UCM; actualmente está doctorándose.

[1] A la escala de sus operaciones y percepciones los animales también distinguen partes de las cosas; para ellos también las cosas poseen estructuras operatorias: el guepardo muerde a la gacela Thomson por el cuello (no por una pata) hasta que la ahoga; discrimina en ella unas partes de otras, igual que los buitres (y otros carroñeros) comienzan a devorar a las piezas muertas o moribundas por los ojos y los genitales (por las partes blandas).

[2] Veremos al objeto como norma él mismo, como operación algebraica en la que se distinguen el lugar de los argumentos y la función a cumplir -la estructura algebraica de una pala consiste en dos argumentos: cualquier obrero o persona que pueda empuñar el palo o mango (y de un modo no aleatorio, sino, por ejemplo, con el trozo de metal hacia delante), y diversos materiales (piedras, tierra, cemento, etc.) que se colocan en la parte terminal, generalmente de metal; la función consistiría en la retirada y/o desplazamiento de dichos materiales-.

[3] Prácticamente todo el proceso causal que ahora vamos a relatar está extraído de BUENO et alii, 1991, pp.337ss. y del profesor Juan Bautista Fuentes.

 


 
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