Nº 15
Junio-Octubre del 2001

Aportes a una genealogía del sujeto moderno

Niklas Bornhauser *

   << número 15 ]


No hay detrás de las caras un yo secreto, que gobierna los actos y que recibe las impresiones; somos únicamente la serie de esos actos imaginarios y de esas impresiones errantes

(J. L. Borges, Otras inquisiciones)

 

¿Cómo razonar al Ello y al goce?, valga la pregunta.
Psique es extensa - nada sabe de eso.

(S. Freud, 22 de agosto de 1938)

 

La deconstrucción de un discurso, la desarticulación de aquello que di-rige los enunciados y la forma en que se rigen unos a otros, con tal de constituir un conjunto de proposiciones aceptables científicamente y susceptibles, en consecuencia de ser verificadas o invalidadas mediante procedimientos científicos, pasa por el desmontaje de sus conceptos, sus ideas fundamentales, pretendidamente irreducibles. La psicología moderna, en tanto disciplina científica que pretende ser, no solamente se ha hecho culpable de contribuir significativamente a la mixtificación del saber y de las representaciones que el hombre ha construido con respecto de sí mismo y de aquello que denomina su mundo, sino que, a la vez, se ha encarnado en una serie de sofisticados dispositivos tecnológicos y de artefactos especializados, destinados a perpetuar y sostener las relaciones de poder actuales. Una vía posible, si es que uno se propone avanzar en la tarea de desarticular un cierto discurso, es la de efectuar determinadas distinciones conceptuales hacia su mismo «interior» [1] , esto es, definiendo lo que convencionalmente se suele llamar su objeto, delimitando, con ello, la forma a través de la cual ha de desarrollarse la aproximación a dicho objeto [2] por parte del discurso en cuestión. A continuación, con el propósito de distinguir y analizar el modo específico mediante el cual el discurso psicológico ha contribuido a obstaculizar cualquier proyecto enfocado hacia una crítica de los discursos amos, portadores y sostén de los poderes señoriales, se tratará de establecer, desde un punto de vista, la especificidad del discurso psicológico haciendo alusión a aquellos elementos que juegan un papel elemental en su producción y a las reglas «internas» de la práctica del razonamiento que lo caracteriza y distingue en su carácter único e inconfundible. Dado que la psicología, en tanto formación discursiva, más que distinguirse por un cuerpo articulado de conocimientos, perfectamente reconocibles y separables, se caracteriza por un cierto modo de conocer, un método operacionalizado, una Art und Weise propia e inconfundible de comprender y establecer un saber distintivo y determinado, su descentramiento por consiguiente tendrá que pasar por el desenmascaramiento de su proceder, el develamiento del horizonte de significaciones previas en el cual ella se instala.

A lo largo de este ensayo se intentará distinguir, mediante el análisis de sus ramificaciones y divergencias laterales, el objeto privilegiado, una de las representaciones más firmes y consolidadas de aquel decir que consensualmente se designa con el término «psico-logía» y que, por el momento, provisionalmente se identificará como la psyché. Para que dicha palabra deje de ser una mera Worthülse, una palabra-vasija, una significación vacía, carente de significado, y se pueda volver objeto de un pensamiento disolutivo y desintegrador, parece imprescindible esbozar, de manera esquemática y sintética, algunos referentes a partir de los cuales se puedan establecer las relaciones de significación correspondientes.

Un (somero) repaso de la mitología recuerda a un pensamiento demasiado propicio al olvido que la palabra psyché, alma, remite a las Metamorfosis de Apuleyo, concretamente, a la conocida historia de Psyché y Amor, su hermoso prometido. No asombra encontrar en Sigmund Freud, estudioso avezado de la mitología griega, que sólo excepcionalmente empleaba el vocablo Psyche, uno de sus más resueltos oponentes, siempre dispuesto a disputarle el terreno al sentido común y a la comprensión llana y simple, reafirmadora del orden establecido. Incluso podría decirse que la singularidad del psicoanálisis, su especificidad y originalidad inconfundibles, consiste en esta oposición crítica al pensamiento dominante, en este caso, su desmarcación enérgica de todo discurso avalado por las garantías y certezas del método científico. Las consecuencias del sepultamiento del sujeto moderno, el alcance de su desalojo y des-centramiento [3] , que ha contado con la sustanciosa colaboración del psicoanálisis, solamente puede ser apreciado en toda su magnitud si primero se distinguen algunos elementos del enraizado arraigo psicológico del concepto puesto entre paréntesis.

Como revela el análisis, pormenorizado y sinóptico a la vez, de la genealogía del objeto de la psicología, la noción de psyché es el resultado —transitorio— de un devenir complejo e imbricado, lleno de giros, virajes y repliegues. En efecto, su historia efectiva —como la de cualquier concepto-, más que verse representada por una continuidad ideal, semejante al movimiento teleológico a encadenamiento natural, “es por el contrario una miríada de sucesos entrecruzados; lo que nos parece hoy «maravillosamente abigarrado, profundo, lleno de sentido», se debe a que una «multitud de errores y de fantasmas» lo han hecho nacer, y lo habitan todavía en secreto.” [4] En ese sentido, la noción de psyché se encuentra atravesada por múltiples determinaciones, de naturaleza dispareja y, a ratos, francamente contradictoria, viéndose expuesta a lo que ha sido llamado como «sobredeterminación» por cierta tradición del pensamiento y lo que designa, aproximadamente, el verse expuesto, simultáneamente, a varias secuencias o encadenamientos determinantes cuyas vías confluyen en dicho punto para con-figurar el objeto en cuestión, fijándolo en aquel lugar céntrico, compuesto por la convergencia de múltiples tramas heterogéneas, pertenecientes a su vez a diversos ámbitos o dominios de acción. Como es natural, la referencia única a alguna de las líneas o itinerarios de los cuales se compone esta densa red de significaciones, por si sola nunca será suficiente para explicar íntegramente la constitución del objeto interrogado, así como es necesario renunciar expresamente a la pretensión de considerar simultáneamente la totalidad de los numerosos y diversos trayectos concurrentes en aquel punto nodal. La reconstrucción que aquí se pretende no aspira a ser única ni exhaustiva, tanto por las limitaciones inherentes al marco impuesto por el formato de este artículo, como por la naturaleza misma de la empresa que caracterizaremos brevemente como sometida a una variabilidad temporal constante e irrenunciable, efecto de lo que se suele designar como la significación a posteriori, el advenimiento del significado en un après-coup, un nachträglich, circunstancia «responsable» de la renuncia a la cronología en favor del tiempo lógico representado paradigmáticamente por el futuro anterior. [5]

Quien se decide por el trabajo de corte genealógico, por ende, ha de conformarse con obrar sobre sendas enmarañadas, pintarrajeadas con trazos apurados e imprecisos, muchas veces reescritas, incluso sobre sí mismas. Ello, naturalmente, no lo exime de una labor meticulosa, paciente y detallista, una faena que ha de vérselas con una amalgama heterogénea y dinámica de pliegues, de grietas y hendiduras, de capas híbridas e inconciliablemente dispares. Naturalmente que al tratar de destacar por encima de otros a algunos de los sucesos, algunos de los eventos y decires decisivos para el embrollado devenir del enigmático objeto de la psicología, no se pretende “remontarse al origen” [6] estableciendo una gran continuidad histórica, capaz de dar cuenta de todo el lioso entretramado de relaciones —una red (de significantes) que, en la medida en que seamos sujetos-de-lenguaje, nunca cesa de deshacerse y restablecerse— y ofrecer una explicación certera y sublime, avalada por el Saber absoluto encarnado en el espíritu hegeliano; de lo contrario, siguiendo las recomendaciones y advertencias que se pueden extraer de la lectura de las Unzeitgemässe Betrachtungen, únicamente se intenta establecer una relación discontinua y rupturista para con el devenir prestablecido de la tradición, interrogando a los metarrelatos establecidos y venerados, renunciando al despliegue metahistórico de las significaciones ideales y de los indefinidos te(le)ológicos.

     La reconstrucción genealógica —que, a ratos lleva la huella de una auténtica deconstrucción— del devenir del término psyché apunta al anudamiento entre varias corrientes o escuelas del pensar, marcadas —si es que hubiera que encontrar una especie de denominador común— por lo que se podría llamar su sólido conservadurismo intelectual, su firme resistencia a todo pensamiento divergente, inestable y transgresor de las reglas y límites impuestos por la razón dominante. Entre aquellas vertientes discursivas, constitutivas de la versión contemporánea de psyché, se encuentran, aunque, por supuesto, de manera diferida, el pensamiento cristiano, de firme arraigo en la historia de la filosofía europea, una determinada recepción del idealismo alemán y, por último, el llamado discurso de la Modernidad. La aclaración de las influencias históricas recíprocas es la condición imprescindible para el derrocamiento ulterior de la idea de sujeto moderno, ilustre receptor de los influjos del concepto de psyché, heredero de estas insignes tradiciones, soporte y respaldo de sus ansias de poder. 

Con respecto al pensamiento cristiano (occidental), deudor del saber y pensamiento de los filósofos griegos, conviene recordar que éste ha transformado sustancialmente no solamente el concepto de razón, cuestión fundamental para definir el estatuto del sujeto, sino que además estableció, aunque no por primera vez, que la verdad, que de ahora en adelante será una, en vez de construir o des-cubrirse mediante el diálogo o el preguntar, ya está dada, ya está escrita. El filosofar, originalmente concebido como una apertura, un des-cubrimiento o des-ocultamiento, por consiguiente quedará paralizado y atascado bajo la forma de un saber estéril y utilitario, destinado a ser empleado como instrumento exegético en la lucha por la hegemonía en cuanto a la interpretación correcta del Texto Sagrado. El hombre, y este, en palabras de Feuerbach, es el secreto de la religión,

vergegenständlicht sein Wesen und macht dann wieder sich zum Gegenstand dieses vergegenständlichten, in ein Subjekt, in eine Person verwandelten Wesens; er denkt sich, ist sich ein Gegenstand, aber Gegenstand eines Gegenstands, eines anderen Wesens. [7]

La religión, en tanto supraestructura ideológica de una base o sustrato económico-material, es la re-flexión, el espejeamiento que retorna, Wiederspiegelung, de las relaciones de producción, la realización fantasiosa de la esencia del hombre, destinada a compensar su miseria actual, consistente en la pérdida de toda realidad verdadera, wahre Wirklichkeit. Dejando de lado, por el momento, las eventuales analogías con la constitución del yo en el esquema L de J. Lacan, antecedente indispensable para el desenmascaramiento de su carácter imaginario, fútil y engañoso, interesa retener solamente dos cosas.  

En primer lugar, la traducción de psyché como alma, tal como es operada en el pensamiento cristiano, establece una conexión, que con creces excede el ámbito de la mera lingüisticidad, aparentemente espontánea y natural, con las ideas de espíritu (santo) y de ánima, [8] una relación impuesta y del todo artificial. Reelaborando, en cierto modo, el mito platónico de la anámnesis, se establece una relación de procedencia entre el alma, por un lado, y lo absoluto, lo divino, por el otro, una relación que prescribe una suerte de vinculación, establecido sobre la continuidad esencial entre ambas instancias. Este aspecto, encargado de responder a la pregunta por el origen, sitúa el principio del alma en un opulento e inagotable manantial, desde o a partir del cual, mediante un proceso maravilloso de efluvio o emanación, se originan todas las almas individuales. Con esto se abre la interrogante por la temporalidad, dimensión encargada de anudar entre sí a los distintos momentos lógicos que atraviesa la psyché sucesiva o simultáneamente, y de la cual se desprende la necesidad de plantear la pregunta por el destino. Segundo, y retomando la inquietud recientemente planteada, la historia cristiana es, y siempre será, una historia de salvación, una historia de redención, una Heilsgeschichte. [9] Es, en cierto sentido, una historia basada en la reiteración inagotable del infructuoso intento de reparación reconstitutiva del pasado, un movimiento animado falazmente por la espuria esperanza de la posibilidad de la expiación de la culpa originaria, la asidua negación del presente y la eterna esperanza de que advenga el futuro, una esperanza infinitamente postergada, siempre pospuesta. La asunción de la culpa y la renuncia al mundo, exigencias formuladas inequívocamente por la misma doctrina cristiano(-burguesa), finalmente resultan ser solamente males menores, ya que, al menos en lo que respecta a la versión cristiana de la historia, se verán recompensadas por el reencuentro con el principio único del cual todo procede, lo divino. El hombre ha de ser salvado de sí mismo, una salvación que  no acontece al modo de la liberación de las cadenas, la emancipación del hombre, sino justamente mediante el sometimiento, la búsqueda de abrigo y amparo bajo el manto del protector. Las transformaciones de sentido que experimenta la noción de psyché a través de su inserción en el discurso cristiano, por ende, guardan íntima relación con el hecho que la teología cristiana occidental se prolonga mediante todas las teorías tendentes a pensar la historia como un proceso coherente en sí, dotado de sentido y articulado por principios lógicos «supremos». El concepto de psyché, por consiguiente, está emparentada con dos aspectos, separables pero relacionados entre sí, a saber, primero, su puesta-en-relación, mediante un complicado lazo de paternidad, con una instancia inasible, un principio superior, un gran Otro, completo y colmado, y, segundo, su inscripción en una determinada forma de temporalidad, que siempre nos remite a la historia en tanto historia de redención y que nos hace creer en la posibilidad de la re-unión, la fusión con lo perfecto, el retorno al origen.

         En lo relativo al idealismo y, en particular, a su versión alemana [10] , en primer lugar, destaca, por encima de otras voces, el profundo neoplatonismo que resuena en los intersticios del discurso idealista, resonancias que se hacen escuchar en la añoranza de lo absoluto divino, el Uno (hen), infinitamente vollkommen, es decir, perfecto, inmejorable, más allá de toda temporalidad, elevado por encima de todo ser y toda razón. La primera emanación de lo Uno es la razón —ya que de esta manera los adeptos al idealismo suelen traducir logos— infinita e inmortal, que se despliega en la multiplicidad de las ideas. Así como la razón dimana de lo Uno, la psyché, a su vez, deriva de la razón, estableciendo, de esta manera, una relación de procedencia inequívoca y transparente, que ratifica que la psyché procede, proviene, nace de la razón, que, a su vez, la precede lógicamente. La secuencia lógica de los términos puestos en relación es diáfana en cuanto a su sucesión: es en la razón donde ha de buscarse todo origen de la psyché. Sobresale el íntimo emparentamiento con lo absoluto, una instancia o categoría tan nebulosa y oscura, como imperiosamente dominante, una vez que es incorporada a una línea de pensamiento. Lo absoluto, encarnado en lo Uno, cuya filiación con el pensamiento cristiano burgués es innegable, es una referencia obligada y forzosamente impuesta a todo concepto susceptible de volverse objeto, ya sea de un análisis efectuado desde la temporalidad, ya sea de la interrogación por parte de la ética. Así, en el caso de la psyché, tanto la pregunta por su origen, como las posibles especulaciones acerca de lo esperable y deseable para el futuro, estarán marcadas por la alusión necesaria a una entidad suprema, completa y celestial. [11]

El concepto, tal como lo imagina el idealismo, efectúa una verdadera acción, cuyas principales características son el dinamismo, el cambio y el desplazamiento, y que va desde la conciencia, [12] pasando por la conciencia de sí hacia llegar a la razón, puerto y cúspide de dicha evolución. En el transcurso de dicho itinerario, tal como ya había sido intuido por el neoplatonismo, ha de ser superada la oposición entre yo y ser, sujeto y sustancia, (re)conciliando entre sí dos conceptos que originariamente eran uno o al menos provenían de la borrosa y confusa indefinición de lo Uno. En Hegel incluso la razón individual solitaria, aislada de todas las demás, es transitoria, sujeta a ser desplazada por las figuras supraindividuales del espíritu, inscritas en un proceso de formación histórico. En palabras del mismo Hegel,

diese letzte Gestalt des Geistes, der Geist, der seinem vollständigen und wahren Inhalte zugleich die Form des Selbst gibt und dadurch seinen Begriff ebenso realisiert, als er in dieser Realisierung in seinem Begriff bleibt, ist das absolute Wissen; es ist der sich in Geistsgestalt wissende Geist oder das sich begreifende Wissen. [13]

En resumen, los elementos relevantes para la discusión acerca de la genealogía de la psyché son los siguientes: la representación del devenir como el camino de lo absoluto hacia sí mismo; el rol decisivo del conocimiento, que, a fin de cuentas, no es sino conocimiento de sí, en “el despliegue de sí para lo ya puesto en sí”; la tendencia a pensar el principio como ideal, reduciendo lo finito y sus determinaciones a algo puesto por un ideal, como momento del despliegue de esa idealidad; la preeminencia de un sí mismo, un Selbst, cuya peculiar condición ontológica se refleja en el hecho de que es capaz de ser-para-sí-mismo; la escisión radical e insalvable entre lo real, por un lado, y el conocimiento, en tanto momento transitorio de un camino más largo y decisivo, el camino del llamado espíritu.

Por último, queda por señalizar algunas de los ecos teóricos y de las resonancias epistemológicas de la susodicha Modernidad con respecto a las múltiples significaciones que a partir de ésta le han sido atribuidas al concepto de psyché, culminando en lo que actualmente en los discursos oficiales se entiende por sujeto moderno. Si la Modernidad merece cierta atención, es (también) por el hecho de que con ella hace su aparición una nueva forma de razón —la ciencia moderna, la mecánica de la naturaleza— y un nuevo sistema regulador de las relaciones de poder —el Estado moderno, la mecánica de la sociedad-, apoyado en la efectividad opresiva de un ingenioso aparataje tecnológico. Se prescindirá de ahondar en las múltiples discusiones a propósito del inicio de la susodicha Modernidad, conformándose con apuntar que, para lo que respecta a este ensayo, por ella se entenderá el surgimiento de un nuevo estilo de pensar, apogeo y culminación de la razón instrumental, caracterizado por el estricto e incondicional apego a las prescripciones de orden metodológico, y que crea un quiebre tajante, una ruptura drástica con el pensamiento precedente. De acuerdo con la sentencia hegeliana, se considerará que “la filosofía del nuevo mundo [...] comienza con Cartesius”, el cual representa “el verdadero comienzo de la filosofía moderna”. [14] Quizás convenga recordar que, para Hegel, con Descartes se iniciaba toda una línea del pensar, basada sobre todo en la incondicionalidad (absoluta) de la certeza de sí, presupuesto necesario e imprescindible para que el pensamiento fuera capaz de tomarse a sí mismo como fundamento y razón suficiente, un pensamiento replegado sobre sí que constituye un antecedente destacado para el mismo idealismo. La principal innovación conceptual y metodológica que a posteriori se puede distinguir en Descartes es el comienzo del imperio de la ciencia exacta, la mathesis universalis, la extensión metódica de la dominación sistemática del mundo, la expansión de la forma actual de civilización científico-tecnológica. La distinción así establecida en las reconstrucciones históricas aparece como un acto fundacional de dimensiones monu-mentales, responsable de la creación de un tipo específico de conocimiento, novedoso y hasta entonces desconocido, capaz de realizar sus promesas de transformación radical de la realidad material, un acto que marca el comienzo del dominio irrestrictivo de la razón instrumental, su imperio incondicional y absoluto, como demuestran Horkheimer y Adorno de manera tan convincente como elocuente. [15]

Quizás convenga retener dos características formales, propias del pensar neuzeitlich, y que cobran especial relevancia a propósito de la pregunta por las transformaciones sufridas por el concepto de psyché: Primero, la convicción y determinación de un comienzo radical, un inicio absoluto que no es una renovación, reforma o resucitación de algo preexistente, sino un principio drástico, que no pierde el tiempo mirando hacia  atrás, un levantamiento absolutamente novedoso y sistemático, capaz de desentenderse del pasado y sus determinaciones. Segundo, la (desmesurada) pretensión de universalidad, exigencia categórica con respecto a la extensión ilimitada de los principios que animaban la llamada Neuzeit. La noción de mathesis universalis no se conformaba únicamente con proponer un método determinado, aplicable a ciertos ámbitos del saber, ciertas regiones o jurisdicciones parciales, sino que prescribía inapelablemente el método único para toda la ciencia. Hay en esta ambición insaciable algo de una territorialización totalizadora, responsable, entre otros, de la unificación de las diferentes narraciones en una sola historia, una reducción despiadada, inexorable e irreversible. Ambas características, tanto la radicalidad del comienzo como la universalidad, están inspiradas por un espíritu inconfundiblemente técnico, un principio laborioso y dinámico que no (re)conoce ningún tipo de límites y, de lo contrario, goza con su constante transgresión.

Aún sorteando algunas de las dificultades, implicadas por el intento de establecer el momento en que el alma profana, descendiente bastardo de la noción sacra de alma, llegó a conformar lo que se conoce actualmente por la conciencia, condición y cimiento del sujeto moderno, se ha de reconocer que es “bastante difícil” precisar, desde un punto de vista historiográfico, las condiciones teóricas, sociales y económicas bajo las cuales se produjo dicha metamorfosis. [16]

El Discurso del método, subtitulado, de modo autoexplicativo, Para dirigir bien la razón y buscar la verdad en las ciencias, como es sabido, fue dividido por su autor en seis partes, ya que a éste le pareció “demasiado largo para leerlo de una  vez.” [17] Ya en la primera de ellas, dedicada al asunto de las ciencias, advierte de entrada que no basta con el buen entendimiento, sino que lo fundamental consiste en su justa aplicación, ya que “las almas, por grandes que fueren, pueden ser capaces de los peores vicios como de las más altas virtudes.” [18] La noción de alma, que, junto a la existencia de Dios, se convertiría en el fundamento de la llamada metafísica de Descartes, coexiste con las ideas de espíritu, yo y pensamiento hasta tal punto que, en ocasiones, dichos términos llegan a ser intercambiables unos por otros, conservando en todo caso las connotaciones morales y el trasfondo teológico sobre el cual es pensado el concepto de alma (si es que, a modo de préstamo “intelectual”, no es simplemente tomado de ahí, prescindiendo de todo razonamiento ulterior).

Es, sin embargo, en la cuarta parte del texto, encabezado Razones que prueban la existencia de Dios y del alma humana o fundamento de la metafísica, donde —aparte de encontrarse expuesto el principio de la duda metódica, consistente en “rechazar como absolutamente falso todo aquello en que pudiera hallar la menor duda, para ver si, después de esto, quedaba en mis creencias algo que fuera enteramente indudable” [19] — esta serie de protoconceptos, por llamarlos de alguna manera, se comienza a perfilar con mayor claridad. Es aquí cuando Descartes, tras someter a la duda todo aquello que solía tomar por cierto y verdadero, llega a reconocer que “aunque quería pensar que todo era falso, era absolutamente necesario que yo, que lo pensaba, fuese algo; y viendo que esta verdad: yo pienso, luego existo, era tan firme y segura que las suposiciones más extravagantes de los escépticos eran impotentes para hacerla vacilar, juzgué que podía aceptarla sin escrúpulo como primer principio de la filosofía que buscaba.” [20] Este yo, nada menos que «primer —y último— principio de la filosofía», ha de ser distinguido inmediatamente del cuerpo y del mundo material, impresiones o percepciones susceptibles de convertirse en objeto de la despiadada duda cartesiana y, por ende, de carácter enteramente contrario al hecho que “era evidente y ciertísimo que [yo] existía”. [21] El yo-alma-pensamiento es un ente acorporal, que puede prescindir de un cuerpo en que alojarse con la misma facilidad con la que desdeña un mundo por el que desplazarse, ya que este “yo era una sustancia cuya total esencia o naturaleza consiste únicamente en pensar, y que, para existir, no necesita de lugar alguno ni depende de ninguna cosa material.” [22] Y prosigue, “de manera que ese yo, es decir, el alma, por la cual soy lo que soy, es enteramente distinta del cuerpo y hasta es más fácil de conocer que él, y, aunque el cuerpo no existiera, no dejaría ella por eso de ser todo lo que es.” [23]

El paso siguiente consiste en constatar la duda o, mejor dicho, el dudar, e inferir a partir de ella que, por tanto, el ser del alma no puede ser perfecto, pues, para Descartes, la perfección está del lado del conocer y no del dudar defectuoso y mundano. Este pensamiento, el de la perfección, lo induce a suponer que necesariamente «alguien» debía haberle enseñado a pensar en algo más perfecto que su miserable y mezquino yo, alguna naturaleza más perfecta. Como dice Descartes, “era necesario que hubiera otro más perfecto, del cual dependiera yo y hubiera adquirido todo cuanto tenía” [24] , una instancia que poseyera todas las perfecciones de que el yo pudiera hacerse alguna idea, una instancia “infinita, eterna, inmutable, omnisciente, omnipotente; [...] en suma, todas las perfecciones que podía advertir que existen en Dios.” [25] Para la argumentación expuesta en el Discours de la Méthode la prueba de la existencia de Dios y la prueba de la existencia del alma se encuentran inseparablemente unidas, una reflexión que conduce a su autor a la reconfortante conclusión que “se comprende mucho mejor las razones que prueban que nuestra alma es cosa enteramente independiente del cuerpo y, por lo tanto, no está sujeta a morir con él. Teniendo en cuenta todo esto, llegamos a la conclusión lógica y natural de la inmortalidad del alma.” [26]

Este breve repaso de algunos fragmentos del Discours de la Méthode, por un lado, acaso puedan servir como muestra del carácter sigiloso y furtivo que es capaz de adoptar el pensamiento de inspiración teológica, disfrazándose incluso bajo las máscaras del racionalismo cartesiano, y, por el otro, ilustran, de manera lapidaria, el lugar que le es asignado al yo pensante en el proyecto de «búsqueda de verdad en las ciencias». En concreto, la reescritura de las posibles cadenas significantes, constituyentes de los sinuosos senderos que desembocarían, de una u otra manera, en la comprensión contemporánea del concepto de psyché, apunta a la relevancia de la ecuación pensamiento = yo = alma en cuanto a la edificación de la psicología como ciencia. Pensamiento, yo y alma en el tratado cartesiano, más que términos distintos y distinguibles, parecen ser conceptos intercambiables, donde uno puede ocupar el lugar de otro y viceversa sin mayores alteraciones del sentido.

El alma, en el contexto de la argumentación del Descartes del Discours de la Méthode, se encuentra doblemente anudado al pensamiento, ya que es, a la vez, agente y objeto del conocimiento. Este singular desdoblamiento, sostenido por un espléndido aunque vertiginoso repliegue del pensar, ilustrado por aquel fragmento de 1637, representa, ni más ni menos, la partida de la llamada psicología de la conciencia, convertida en paradigma oficial del academicismo con el pasar de los años.

La conciencia —el yo elemental y transparente— aquí es tomada no solamente como una evidencia, sino como una realidad indiscutible e inobjetable, fundamento certero y asegurado a partir del cual es posible definir a todo lo demás, real o imaginario, desentendiéndose constantemente del hecho de que ella misma, cimiento y sostén para toda definición conceptual, se sustrae a toda definición. Este objeto inasible, resistente a toda fijación conceptual, es el objeto que se dio a sí misma la psicología en un intento desesperado por servirse de un objeto —real o de conocimiento— preestablecido, con tal de no tener que producir su propio objeto. Por supuesto que asegurar la conciencia como objeto de la psicología es, al mismo tiempo, ofrecer —implícitamente— una propuesta metodológica para alcanzar conocimientos, ciertos y avalados por la ciencia moderna, acerca de ese objeto. Claramente no se trata de un objeto formal y abstracto, producido por el ejercicio paciente y riguroso de la práctica teórica, que presupone un descentramiento previo respecto de los datos de la experiencia, sino de una abstracción simple y sencilla, surgida de la observación interior de la misma. Ciertos pensadores, inspirados por las lecturas de determinados textos clásicos, no dudarían en calificar a la conciencia como una representación ideológica —en un sentido epistemológico— de la realidad, tal como ella se aparece a nuestra intuición.

Es con el inicio de la Modernidad —situado para estos fines en el siglo XVII— que la conciencia, bajo la forma de el sujeto (del conocimiento), pasaría a ocupar, en contra de la visión-de-mundo teocéntrica dominante durante la Edad Media, el centro del mundo, erigiéndose en medida de todas las cosas, base de todo el conocimiento, punto de referencia necesario para describir, explicar, predecir o controlar cualquier suceso. El mismo Descartes, siguiendo la senda inaugurada por la aplicación sistemática de la duda prácticamente a todo que se le pusiera delante, había llegado a una verdad tan “firme y segura” que no dudaría de establecerla como el principio más originario de toda filosofía, en otras palabras, una tesis primera e inaugural, consistente en la sentencia cogito, ergo sum. Como ha destacado Charles Taylor, [27] el concepto moderno del sí mismo, una idea fundamental para las concepciones modernas de identidad, está constituido por una especie de sentimiento de interioridad, el que supone la distinción previa entre lo interior y lo exterior, el adentro y el afuera. Resumiendo drásticamente la trayectoria del sujeto de la Modernidad, se puede decir que de Descartes a Leibniz se desarrolló la concepción de un sujeto individual aislado, centrado en su conciencia y plenamente unificado, punto de partida de muchos filósofos del siglo XVIII, una concepción que en Kant adquiriría un carácter aún más trascendental y abstracto, ya que, más que un individuo concreto, el sujeto llegaría a ser la misma conciencia. Solamente en Kant, el sujeto, desenterrado del campo de la experiencia sensible, es pensado íntegramente a partir del campo de la metafísica, distinguiendo a la razón como instancia creadora del mismo; el sujeto, en tanto deber ser, un ser que llega a ser un verdadero sí mismo al obedecer la ley moral, (finalmente) pasa a ser una instancia ahistórica, supratemporal y abstracta, condiciones que cualquier discusión a propósito del llamado des-centramiento del sujeto moderno ha de tener en cuenta si no quiere convertirse en slogan publicitario de un pensamiento aleatorio, arbitrario y caprichoso.

En todo caso, una cosa puede ser tomada por cierta: la psyché no es el problema más antiguo ni el más constante que se hayan planteado tanto el saber humano como el saber acerca de la humanidad. De hecho, se puede estar seguro de que la forma bajo la cual se plantea este problema en la actualidad —y que con demasiada prontitud suele tomarse por la única manera de pensar a la psyché— es una invención reciente, prácticamente moderna. Algunos avances preliminares en la construcción de una eventual arqueología de la psyché develan que el saber, bajo las diferentes formas que ha sabido adoptar, ha merodeado durante cierto tiempo y, por lo común, de manera oscura y borrosa, en torno a ella y sus secretos, evitando, en todo caso cualquier intento de nombrarla en su ser. De todas las mutaciones del saber acerca de las cosas y, en particular, del orden de las mismas, el saber acerca de la psyché, bajo la forma que le ha dado la psicología en tanto ciencia humana, es solamente una de estas mutaciones, que se inició hace aproximadamente un siglo y medio y que quizá esté en vías de cerrarse.

El forjamiento del concepto moderno de psyché no constituyó la liberación de una inmemorial inquietud, no fue el paso a la conciencia luminosa de una preocupación milenaria, ni significó el acceso a uno de los grandes sueños de la humanidad: fue (simplemente) el efecto de un cambio en las disposiciones fundamentales del saber. Y como tal, esta concepción es susceptible de ser interrogada por las condiciones históricas de su producción, la disposición estructural de las determinaciones de lo humano y que siempre son conocidas y, en el mejor de los casos, comprendidas, en un a posteriori. Parafraseando a Foucault, se podría decir, que la psyché, en tanto concepto incorporado al discurso de la psicología, y con ella, el hombre moderno, tal como lo conocemos, es una invención cuya fecha reciente muestra con toda facilidad la arqueología de nuestro pensamiento. Y quizá también su próximo fin.

 



NOTAS:

* Niklas Bornhauser es licenciado en Psicología por la Universidad Diego Portales (Santiago de Chile) y alumno de doctorado en Filosofía de la UCM.  Actualmente trabaja como "Wissenschaftlicher Mitarbeiter" (colaborador científico o investigador asistente) de Medicina Psicosomática en la Universidad de  Würzburg.

[1] Las relaciones entre interior y exterior han de ser revisadas pertinentemente a partir de ciertos desarrollos de la topología, recogidas mayoritariamente en la obra de J. Lacan, basadas en la reflexión acerca de determinadas figuras como la banda de Moebius, el toro, el cross-cup, etc. Véase al respecto J. Dor, Introducción a la Lectura de Lacan II. La estructura del sujeto, Barcelona, Gedisa, 1994.

[2] Valga como advertencia previa que los objetos, desde luego, no se encuentran “por ahí”, ya sea tropezando con ellos, ya sea dando con ellos en un “hacerles frente”, sino que, de lo contrario, se producen, son el resultado de una actividad productiva inscrita en el cruce entre las diversas relaciones de poder (teóricas, sociales, económicas) en el momento de su manifestación y consolidación discursiva.

[3] Véase al respecto N. Braunstein, Psiquiatría, teoría del sujeto, psicoanálisis (hacia Lacan), México, Siglo XXI, 1980 y H. Lang, Die Sprache und das Unbewusste. Jacques Lacans Grundlegung der Psychoanalyse, Frankfurt a. M., Suhrkamp, 1998.

[4] F. Nietzsche en M. Foucault, Microfísica del poder, Madrid, Las Ediciones de La Piqueta, Madrid, 1984, p. 21.

[5] Véase al respecto D. Gerber, “La represión y el inconsciente” en N. Braunstein (ed.), La re-flexión de los conceptos de Freud en la obra de Lacan, México, Siglo XXI, 1987.

[6] ¡Cómo si el origen fuera uno!

[7] "El hombre objetiviza su esencia y luego se hace/torna/convierte a sí en objeto de aquella esencia objetivada, transformada en un sujeto, en una persona; él se piensa [a sí mismo], se es un objeto, pero objeto de un objeto, de una esencia otra." [L. Feuerbach, Das Wesen des Christentums, Sämtliche Schriften, W. Bolin u. F. Jodl, Bd. IV, p. 37.]

La dificultad de la  traducción de esta cita reside en:

1.      La palabra Gegenstand, que se suele traducir como objeto, cosa (inanimada), aquello que se enfrenta al sujeto, que se funda en su oposición (esenciante). Es una palabra compuesta, que se compone de dos términos o elementos: gegen: contra, opuesto ---; Stand: posición. Para colmo Feuerbach no solamente  la emplea como sustantivo, sino también como verbo.

2.       Wesen se ha traducido como esencia;  siguiendo a R. Rodíquez, podria definirse como lo esenciante, lo que hace ser (en un sentido activo, productivo), lo que funda la posibilidad de algo y que se opone a la esencia como lo meramente común a varios entes .

[8] En efecto, el alma ha sido asociado, principalmente a tres significados: primero, el soplo, aliento o hálito, cuyo fallo produce la muerte segura; segundo, el calor vital, una especie de fuego, igualmente susceptible de apagarse y acusar la muerte; y tercero, la sombra, presentida de algún modo o entrevista durante el sueño.

[9] Heilen en alemán significa curar o sanar, mientras que heilig es usado para designar algo (con)sagrado, sacrosanto, merecedor de respeto y veneración. La principal propiedad de dicha Heilsgeschichte consiste, sin embargo, en que la redención como tal nunca acontece, ya que siempre es postergada. Se podría decir que el cristianismo si bien en cierto modo “inventa” el futuro, al mismo tiempo, lo coloca tan lejos del alcance del hombre que la estabilidad del mundo terrenal nunca corre el peligro de ser alterada.

[10] Hegel en Wissenschaft der Logik: “La proposición de que lo finito es ideal, constituye el idealismo. El idealismo de la filosofía no consiste en nada más que en esto: no reconocer lo finito como un verdadero existente. [...] La filosofía es [idealismo] tanto como la religión; porque tampoco la religión reconoce la finitud como un ser verdadero, como un último, un absoluto, o bien como un no-puesto, inengendrado, eterno.” (G. W. F. Hegel en C. Fernández, El materialismo, Madrid, Síntesis, 1998, p. 77.) Esta acepción, sintética, pregnante y operacionalizada al máximo —lo que, para nuestros fines instrumentales, resulta altamente deseable— señala los principales elementos que pudieran resultar ser relevantes para esta discusión.

[11] Efectivamente, ya en Platón, concretamente en las ideas de anámnesis y méthexis, responsables de efectuar los amarres conceptuales entre el alma y el ser, respectivamente, con la idea, lo divino absoluto, se encuentran algunos de los antecedentes teóricos responsables de la representación moderna de psyché.

[12] La misma palabra Be-wusst-sein, traducido precariamente como conciencia, alude al saber, Wissen, consciente de sí.)

[13] G. W. F. Hegel, Phänomenologie des Geistes, en A. Anzenbacher, Einführung in die Philosophie, Herder, Freiburg, 1999, p. 147: Esta última figura del espíritu, el espíritu que le confiere al mismo tiempo a su contenido completo y verdadero la forma del sí-mismo y mediante ello realiza su concepto mientras que, a la vez, en esta realización permanece en su concepto, es el saber absoluto; es el espíritu que se sabe a sí mismo bajo la forma del espíritu o el saber que se comprende a sí mismo.

[14] G. W. F. Hegel, Vorlesungen über die Geschichte der Philosophie, III, Werke Bd. 20, Frankfurt a. M., 1971, págs. 120 y 123.

[15] M. Horkheimer y T. W. Adorno, Dialektik der Aufklärung. Philosophische Fragmente en T. W. Adorno, Gesammelte Schriften, Bd. 3, Frankfurt a. M., Suhrkamp, 1984.

[16] La formulación del cogito aparece en dos obras fundamentales de Descartes: en la cuarta parte del Discurso del método y en la segunda de las Meditaciones metafísicas, aunque no está expresado exactamente de la misma manera en los dos textos. Sin duda, presenta su expresión más problemática en el Discurso, a pesar de ser la más difundida, presentada bajo el aspecto de una forma cuasi silogística: “Pienso, luego soy.” En las Meditaciones metafísicas el enunciado es más lacónico: “Soy, existo.” Sobre la coma, que hace cesura, recae el peso de tomar el relevo del “luego” del enunciado precedente y de haber excitado más aún a los grandes espíritus, entre ellos él de Lacan quien agrega a ese “ego sum, ego existo” la enigmática proposición complementaria: “sum igitur praecise tantum res cogitans”.

[17] R. Descartes, Discurso del método, Madrid, Editorial Mediterráneo, 1969, p. 15.

[18] Ibíd., p. 19.

[19] Ibíd., p. 61.

[20] Ibíd., p. 62. Un primer análisis, somero y sucinto, interesado en advertir de que manera el sujeto —un concepto que procede de la escuela, la academia y la cultura— aparece, cuando aparece, en la lengua ordinaria, el decir corriente de la Umgangssprache, se encontrará con que al emplear dicho vocablo —“fulano es un sujeto”, “aquel es un (mal) sujeto”— la mayoría de las veces no se está diciendo nada bueno con respecto a la catadura de la persona designada. Agustín García Calvo, en un artículo titulado Sobre el sujeto, cita a Aristóteles, cuya expresión hypokéimenon sería traducida al latín, siguiendo la metodología comúnmente practicada en aquel entonces, como subjectum, precursor indiscutible del sujeto. En Aristóteles el sujeto se asoma como quien está echado, quien simplemente está ahí, yaciendo tranquilamente, lo que está puesto (como tema), aquello de que se está tratando, algo —un yo— de lo que se habla. La posición intermedia del sujeto, el hecho que esté ahí, que sea «real», y que, sin embargo, no exista, toca la paradoja esencial que consiste en la discrepancia entre eso de lo que se habla y quien lo está diciendo. El sujeto del que se habla, degradado a agente del pensamiento, del lenguaje, de la acción, se ve desafiado a volverse idéntico con aquel que habla, el sujeto «no real», inexistente. La confusión implicada en la formulación del cogito cartesiano tiene que ver con esta divergencia, ya que de la aparición del yo como primera persona gramatical contenida en la acción del pensar, se pretende, ergo, deducir de ahí, pasando por un verbo especulativo, que yo existe, que pertenece a la realidad. La contradicción irresoluble del sujeto consiste en que aquel que habla es algo/alguien de lo que no se puede hablar, ya que, si se lograra hablar de ello, inmediatamente se lo convierte en algo diferente, se le hace ser lo que no era.

[21] Ibíd., p. 62.

[22] Ibíd., p. 63.

[23] Ibídem.

[24] Ibíd., p. 64-65.

[25] Ibíd., p. 65.

[26] Ibíd., p. 94.

[27] C. Taylor, Sources of the Self, the Making of the Modern Identitiy, Cambridge Mass., Harvard University Press, 1989, p. 111.

 

 

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