Un apunte sobre el ejercicio de la actividad filosófica. Miguel A. Vázquez.   Cargando texto [38 KB] ....


 

 Un apunte sobre el ejercicio de la actividad filosófica.

Miguel Á. Vázquez Villagrasa
(Alumno de segundo ciclo de Filosofía de la UCM.)


      La nueva reestructuración de los planes de estudios y el informe Bricall han sido los nutrientes de los últimos debates sobre el papel de la Filosofía suscitados en la Universidad Complutense, cuyo foro se ha centrado especialmente en su Cuaderno de Materiales, convirtiéndose, me parece, en uno de los referentes imprescindibles a la hora de hacerse cargo de la cuestión. Pero se diría que, con una sola excepción, gran parte del debate ha reproducido el vértigo y la náusea que llevan incorporados los estudiantes de la Facultad de Filosofía al defender el uso masivo de los medios audiovisuales o la enseñanza del inglés -a modo de prótesis de un problema que se consideraba esencialmente irresoluble por el irremediable carácter parafilosófico de los planes de estudios-, el retorno a la primavera y al jardín -acaso a la ocupación permanente de los centros de reposo para hippies con clase- como alternativa seria a la mercantilización de la Universidad y, en esta atmósfera propicia, la conjura de los muertos bajo la llamada de "la izquierda" (el intento de recuperación de Manuel Sacristán que muchos pudimos presenciar).

      Este apunte, por su parte, no pretende lanzar "una postura más" al conjunto de las libres conciencias a expensas de llegar a un consenso entre todas ellas. No se trata de inventar un nuevo color en favor de la riqueza cromática del debate sino más bien de recuperar la paleta que la comprende. Se trata, por tanto, de recuperar los parámetros del problema para poder tener las alternativas a la vista, desde una de las cuales precisamente habrá tenido que llevarse a cabo esta recuperación. Recuperación que nos llevará, por otra parte, a presentar el debate como lo que es: un campo de batalla que pide la eliminación de alguna de sus partes en el sentido de que no cabe la representación imaginaria de una acomodación entre las posturas contendientes aunque siempre quepa suponer una resolución dialógica a favor de alguna de ellas. Para ello ensayaremos un criterio sencillo (genérico) que, por supuesto, no recogerá la virtual complejidad del debate, pero que sí recogerá las alternativas desplegadas en su estrato acaso más decisivo.

       Un supuesto, al parecer común, de todas las posturas contendientes es el del interés incondicional del mantenimiento de la actividad filosófica. Pero unas veces se entenderá tal actividad como la acción de una "subcultura superior" frente a una "institución parasitaria" como si tal actividad hubiera podido gestarse sin tal incubación "parasitaria"; otras, simplemente, como el mero pensamiento mundano que no necesita de la artificiosidad académica; también se dirá que la Academia proporciona la importante función democrática de conservar los Grandes Textos, que a modo de cimientos sostienen la propia potencialidad discursiva de la democracia; o sencillamente que la Academia encierra los secretos del pensamiento en general como si de su mantenimiento dependiera de modo absoluto la capacidad racional de la población ("nosotros defendemos a la Razón"). En cualquier caso, el acuerdo sería tan sólo nominal, no real, lo cual supone ya que el supuesto interés intrínseco del mantenimiento de la actividad filosófica se disuelve una vez se conceda que el interés de su perpetuación dependerá del modo en que se comprenda el ejercicio de tal actividad, pero no "más allá" de sus propios contenidos. Acaso no interese, ponemos por caso, una posición que defienda que el mantenimiento de la actividad filosófica deba quedar reducida a la "meditación" en las innumerables tazas de váter de una ciudad como Madrid o, siendo un poco más generosos, a los simples pensamientos emanados de una actividad neuronal originaria del género homínida. Daremos aquí por supuesto que si bien el plano mundano de la actividad filosófica es el sustrato y el material del que parte y sobre el que opera el ejercicio académico, es en éste donde se centra el aparato crítico de la actividad filosófica como la reflexión crítica misma del plano mundano. La afirmación de que la Academia es una institución parasitaria y vacía, expresada desde la propia Academia, sería en sí misma una prueba de su descomposición no por los razonamientos ensayados, sino por la ausencia misma de reflexión crítica sobre las razones de su descomposición. Un ensayo de estas razones supondrá ya, de algún modo, un ensayo que por su propia facticidad estaría recomponiendo la actividad académica.

     Me parece que el único modo de empezar a recoger el debate es distinguiendo las acepciones filosóficas que lo estén alentando. A mi juicio, si atendemos al modo de comprender la estructura misma del saber filosófico y sus problemas, podrán distinguirse dos acepciones fundamentales: aquellas que, de un modo u otro, considerarían a la Filosofía como un conjunto de problemas numerables en sí, observables desde la omnipotencia de la conciencia en la quinta dimensión -posiciones que podríamos decir que comportan una pretensión pre-hegeliana -y aquellas otras que pudieran considerar los "sistemas filosóficos" como los parámetros mismos (los "sistemas de coordenadas") desde los cuales cabría hacerse cargo críticamente del factum moral, político, científico, etc. y en la misma medida contrastables entre sí por su efectividad explicativa.

     Sin duda, es la primera de las posturas la que encontramos ejercitada de modo mayoritario por el cuerpo del funcionariado, pero también representada por gran parte del alumnado. Es el motivo por el cual acudimos a lecturas magistrales de los textos de Kant o de Aristóteles en los cuales su estudio pretende ser casi reducido (porque, de hecho, no puede serlo) a una neutralidad objetiva. Intento que, precisamente por llevar implícitamente unas determinadas coordenadas filosóficas, da lugar a una doxografía embadurnada (no por el hecho mismo de llevar consigo unas coordenadas, sino por el hecho de no explicitarlas). Nos encontraremos, pues, con situaciones en que la propia estrategia expositiva será "esconder" las coordenadas desde las cuales se analiza el material filosófico. Se lanzarán "sospechas al aire" sobre los conceptos kantianos, por así decirlo, "desde fuera", pero sin explicitar cómo ese "fuera" puede permitirse el lujo de lanzar esos ataques, cuando, precisamente por estar "fuera" deberá tener "dentro", es decir, explicados aunque negados, los propios términos kantianos. Con lo cual, entiéndase, no estamos censurando en modo alguno las lecturas de los textos, sino las libres lecturas "doxográficas" que escinden el puro análisis o relectura del texto del propio alcance dialéctico de las coordenadas desde las cuales se ejercen tales lecturas, de modo que los análisis quedan, por así decirlo, desprendidos del alcance real de sus propias coordenadas, el cual no se muestra en el simple ejercicio doxográfico, sino en la comprensión de nuestro presente histórico. Pero es esta comprensión precisamente la que queda ahora desprendida del debate, aquel al menos que podría ofrecer alguna "legitimación dialéctica" a la revisión de los textos. Por lo cual tan legítimo nos podrá comenzar a parecer una lectura dominical de las Sagradas Escrituras como el hábito "doxográfico" del profesorado en cuanto a su operatividad crítica. No perder los parámetros de referencia (que no son, por cierto, jamás, los de una conciencia en sí, sino los de una conciencia muy precisa conformada históricamente: por ejemplo, en el sacerdote, la de la racionalidad católica), no asegura la operatividad crítica de esos parámetros (por ejemplo, porque la racionalidad católica, al menos en algunos de sus tramos, hubiera quedado desbordada de alguna manera por los contenidos de la racionalidad histórica en curso por poco "racional" que ésta pudiera parecer).

     También nos enfrentaremos a aquellas posiciones -sin duda límites, críticas- que aconsejan la lectura obligada de los Grandes Textos de la Filosofía acaso simplemente por atención a la autoridad, aunque sea una atención irónica, como si el estudio de la Filosofía pudiera entenderse como alguna suerte de contemplación o admiración de los pensamientos (recuérdese la implantación analítica de vanguardia en nuestra Facultad cuando alguna vez se ha polemizado sobre el hecho de que los estudiantes de Filosofía se licencien sin haber leído la Crítica de la Razón Pura cuando el verdadero escándalo se encuentra en el hecho de que -de un modo, además, recurrente- los estudiantes de filosofía se licencien "más allá" de todo parámetro, es decir, como meros -y, como cabe esperar, normalmente burdos- doxógrafos). No negamos la indiscutible importancia del conocimiento de los textos para el ejercicio filosófico, pero éste se mantiene no al margen, sino en la intercrítica de sus contenidos. La importancia de una obra filosófica no reside en su mera facticidad corpórea (unos miles de signos tipográficos impresos en unos cientos de páginas encuadernadas) ni en una supuesta mera expresión conceptual cuyo valor se mantenga al margen de cualquier otra en el puro éter. Incluso la propia elección de las lecturas en unos planes de estudios implicará unas coordenadas y no otras, ¿o acaso nos empezaremos a encontrar libros de Walt Disney -por no decir libros de yoga o manuales de uso de electrodomésticos- entre los libros esenciales de la tradición filosófica según los planes de la enseñanza pública? Probablemente no, aunque el creciente formalismo académico pudiera parecer que tiende a ello.

     El problema de la pretensión (más o menos tupida) de una "aparente neutralidad" comienza a ser crítico en el momento en que empieza a cuajar esa misma pretensión en la propia enseñanza filosófica, allí donde comienza a cuajarse la idea de que no hay manera de hacerse cargo de los problemas filosóficos desde un sólo lugar, como si ese "lugar" estuviera "más allá" del Mundo. Pero, en realidad, la ilusión demócrata de la Filosofía, de que hay múltiples perspectivas o coordenadas indistintamente equiparables, responde a la pretensión misma de estar "más allá" del Mundo cuando todas las personas se encuentran igualadas por las mismas notas trascendentales constitutivas de ese Mundo: por ejemplo, pongo por caso, por la condición de posibilidad de un ataque nuclear. ¿Cuántos modos existen de comprender , por ejemplo, la amenaza nuclear, la caída del Este, los problemas de Estado o los "trastornos de la personalidad"? ¿Dos? ¿Tres? ¿Infinitos o indeterminables, pero en cualquier caso con la misma validez objetiva? La respuesta es rotunda: por supuesto que no, pues si bien negamos que haya una perspectiva pura y etérea que nos permita comprender eternamente la "realidad ambiente", siempre deberemos suponer la posibilidad de una comprensión dialéctica de las posturas existentes que nos ofrezca la expresión más crítica de su comprensión efectiva (acaso porque "la realidad" no envuelve a la conciencia filosófica, sino que ésta se construye a su través). Es por ello que desde este supuesto comenzarán a presentarse como intencionales, pero jamás efectivas, las pretensiones de validez absoluta de cualquier postura filosófica, puesto que siempre deberán estar expuestas a su reexposición y reajuste desde posiciones acaso diametralmente opuestas (las cuales no quedarán tampoco inmunes en el éter infinito sino nuevamente re-expuestas a su reajuste y así indefinidamente).

     Desde esta primera postura, el problema de los planes de estudios se planteará acaso como un problema de contenidos siempre expuesto eternamente a ser reordenado. Pero es desde la segunda postura aquí presentada desde donde esto comienza a presentarse como un absurdo, pues entre el fáctico reordenamiento de los contenidos "más allá" de los criterios filosóficos pudiera empezar a incluirse la enseñanza del tango o de los elementos fundamentales de la gastronomía vasca. Suponemos, por tanto, que toda reestructuración de los estudios de Filosofía estará de algún modo inspirada por alguna coordenada -por vaga y rancia que sea. Pero es precisamente el carácter dialéctico del saber filosófico -que nosotros suponemos aquí - aquello que empezará a quedar diluido desde las Ideas-fuerza que puedan estar actuando tras la reestructuración de los planes de estudios (que, por lo demás, son las mismas que están actuando -y de un modo tan efectivo como en Filosofía- en el resto de las Humanidades: Filología e Historia).

    Por supuesto, el recodo administrativo de estas Ideas-fuerza está proporcionado por la "libertad de cátedra", que comienza a ser el baluarte de las meras ocurrencias, de las improvisaciones y el ingenio, pero al modo de las ocurrencias del alienado que lanza un mordisco a la enfermera no por convicción, sino "porque sí". Pues resulta que la libertad de cátedra, que debería suponerse como el garante mismo de la riqueza dialéctica de la Filosofía, está siendo utilizada y defendida como una genuina cloaca, pues es a su través como se está vaciando de contenidos a las Humanidades e incorporando la vacuidad propia de las individualidades funcionariales "fuera de todo parámetro". Con esto no queremos impugnar la implantación de algún "dogma" desde el cual regir la enseñanza de las Humanidades -y particularmente algún sistema de coordenadas en la enseñanza de la Filosofía. Pero si se pretende conceder algún sentido a la libertad de cátedra, éste no puede ser otro que el de su riqueza dialéctica, la cual sólo se comprende en el mutuo enfrentamiento a través del cual puedan mostrarse el alcance de las coordenadas ejercitadas (siempre excesivamente confusas y poco explicitadas en las libres exposiciones de clase). Por ello nos parece que el enfrentamiento público y recurrente del profesorado es el único medio de garantizar la enseñanza filosófica dado el actual estado de cosas y evitar así una mera recurrencia institucional fantasmal cuya única utilidad residiría en la satisfacción de los residuos ideológicos del "buen ciudadano"; entre otras cosas, porque en tal situación la analogía más precisa que cabría hacer respecto a la Facultad de Filosofía sería la de un pabellón psiquiátrico. Pero enfrentamientos, además, no a modo de ocasionales mesas o debates abiertos a los que los profesores puedan acudir extra-académicamente incitados por los alumnos, sino debates regulares regulados por la propia Facultad entre todos los profesores para asegurar institucionalmente el ejercicio propio de la libertad de cátedra. De otro modo: para empezar a asentar en los quicios de la pura formalidad demócrata los contenidos propios de la democracia verdadera (la de Sócrates).

    Las preguntas que cabrían hacerse a partir de aquí son sin duda muy graves, pero su respuesta desbordaría completamente el marco de este apunte: ¿Son las estructuraciones de los planes de estudios de las Humanidades -y en particular de la Filosofía- resultado de un despiste burocrático, algo accidental a la configuración misma del Estado actual? ¿Cabría entonces suponer una posible "desactivación" de las Ideas-fuerza que actúan en su seno? En caso de una respuesta afirmativa: ¿Cómo? En el supuesto de una respuesta negativa ni siquiera podemos empezar a plantear aquí sus implicaciones, que acaso podrían comenzar a plantearse en torno al conflicto dialéctico entre Filosofía y Democracia.

    

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