Poder e iIlustración. Carmen Martín de León.     Cargando texto [30 KB] ....

 
   Carmen Martín de León
 

 


 

 Poder e Ilustración.

         Con la Ilustración, en Occidente se inicia una nueva era en la que el hombre que durante la Edad Media había depositado su fe en Dios la recupera bajo la forma de confianza en su razón. A la vez, el todopoderoso es devuelto al templo y visitado los domingos y fiestas de guardar. De este modo, el hombre se queda sólo en su reconquistado paraíso que se muestra esta vez sin manzano prohibido y sin pecado - un mundo secularizado extraño al nuevo sujeto que ha pasado tanto tiempo bajo la tutela de otro dios - debiendo asumir la tarea de ocupar el trono divino que desde su finitud le queda grande y hacerse cargo al hacerlo, del viejo sueño platónico de un gobierno de la razón.

Para hacer frente a este reto, el proceso de racionalización de la sociedad moderna se caracterizará - como señala Max Weber - por una generalización de los valores y por la institucionalización de una razón con arreglo a fines. A partir de Descartes la razón queda relegada al campo de la subjetividad, única instancia dadora de sentido de un mundo convertido en objeto, de tal modo que como si asistiéramos al viejo mito del rey Midas, a este nuevo sujeto ilustrado todo lo que pensaba se le petrificaba y convertía en cosa, en objeto, en acusado.

¿Cuál será el nuevo criterio capaz de dar cuenta de este nuevo mundo?¿ Qué diremos allí donde antes se pronunció "amén?" ¿Cómo ésta razón instrumental tendrá la fuerza de convencer, de unir, de homogeneizar lo diverso objetivado? Para responder a estas cuestiones Hegel y Nietzsche trataron de enlazar la razón al mito, entendiendo que sólo de este modo la razón lograría escapar de sus límites. En todo caso se hacía preciso reconciliar el mundo en una nueva unidad, puesto que el uno fundamento, como Nietzsche había anunciado, había muerto.

En su hacer, la razón del yo pensante repudió lo no debido, aquello que no se ajustaba a su legalidad, aquello "otro de la razón" que, no moriría pero sería condenado al exilio. Eso "otro distinto", heterogéneo, que es la locura, la soberanía, el ser, etc., sería expulsado sin posibilidad de que el sujeto pudiese recuperarlo en un futuro, ni desde su empeño subjetivo ni desde su capacidad racional, sino que lo otro volvería a su encuentro a través de aquellas experiencias de descentralización en las que el sujeto sale de sí mismo y abandona su puesto de privilegio y de poder.
Foucault pretenderá escapar de esa subjetividad condenada a fracasar en todo intento de restaurar una unidad de lo real, y ello desde una crítica radical al poder, visto como ejercicio y fundamento de esta razón cosificante. Toda voluntad de verdad en el campo de las ciencias del hombre será considerada por Foucault como ejercicio de poder, pues en la medida en que las Ciencias humanas se desarrollaron a partir de las prácticas de socialización modernas contribuyeron al ejercicio del poder disciplinario. En su arqueología, en un intento de remontarse a las reglas del discurso, se ocupará de desenmascarar estos poderes subyacentes a la voluntad de verdad que se hacen presentes en el discurso del científico. Y es que la razón reglamentadora no se limitó a perseguir la locura, sino que se impuso sobre la naturaleza y necesidades del cuerpo y de la sociedad como una visión que mira sin ser vista a través de sus instituciones: prisiones, cuarteles, escuelas, fábricas...

Foucault, tras haber desenmascarado los profundos intereses de dominio sobre los que se erigen las pretensiones de verdad, trató de explicar genealógicamente la accidental procedencia de esas extrañas formaciones, escapando al hacerlo de la pretensión de todo intérprete- al que califica como "provinciano"- de formular un discurso de aparente identidad, donde sólo hay islotes de discursos a la deriva. Trató pues de elaborar una crítica al poder que no pecara ella misma de cometer el mismo delito. Y esto es precisamente lo que a juicio de Habermas Foucault no acaba de conseguir en la medida en que su crítica que pretendidamente se mantiene al margen de la razón, y por ello del poder, no puede ser tal crítica sin situarse ya en el discurso racional, no puede presentarse sin voluntad de verdad y a la vez hacerlo desde una postura que quiere ser crítica. Considera pues Habermas que para escapar del paradigma de la subjetividad, el camino no ha de ser el del abandono de la racionalidad, sino el tránsito de una racionalidad subjetiva con arreglo a fines a una razón comunicativa. De este modo la unidad sería alcanzada en el modo de un acuerdo logrado a través del diálogo, de una razón consensuada.
La pregunta que aquí nos hacemos es la de si es posible, a pesar de la crítica de Habermas a las posiciones que han pretendido situarse en lo otro de la razón: Nietzsche, Bataille, Heidegger, Foucault..., una crítica al poder que no continúe el proyecto ilustrado, que escape a la dialéctica y no pueda por ello ser calificada de "contrapoder". Pero antes vamos a tratar de ver si la propuesta habermasiana escapa efectivamente de la subjetividad al romper con el solipsismo en el que estuvo condenado el sujeto en la Ilustración.

Habermas no sólo plantea la necesidad de sustituir al sujeto aislado que se veía a sí mismo en el reflejo de cada objeto que ante él subyacía (como substancia), sino además insiste en que se ha de abandonar la perspectiva ahistórica desde la que se ha entendido esa misma subjetividad. La contextualización del sujeto supone el reconocimiento de toda la tradición en la que éste va a aparecer y con ella toda la legalidad y normatividad que no pueden ser sin más ser desvinculadas del sujeto. El "yo" de alguna manera con Habermas es devuelto al mundo, pues si ha de ejercer de dios habrá de hacerlo desde sus condiciones reales. La propuesta no puede ser la de un sujeto trascendente, capaz de crear el mundo a partir de un ergo cogito, sino la de un sujeto entre otros sujetos, inmerso en una tradición que sucede a la anterior. Y es desde esta realidad, a través de una razón dialogada, desde donde se podrá intentar el milagro de una unidad, pero de una unidad dependiente del consenso como único fundamento de la legitimidad. Sin embargo, a parte de todos los problemas que enseguida salen al paso: ¿quiénes dialogan y quienes tienen acceso a hacerlo? ¿Cuáles son en nuestros días las posibilidades reales del consenso si es que el capitalismo se ha impuesto a la razón, y son los intereses de quienes poseen los recursos los que en realidad detentan el poder?..., encontramos ya en la misma propuesta una dificultad, y es la de que estos nuevos sujetos que se comunican escapen a la tentación de hacerse con el poder globalizante y cosificador, y ello en la medida en que, en última instancia son los sujetos que dialogan los que pretenden dotar de legalidad al mundo y los que se yerguen como condición de posibilidad del sentido de la historia. De esta manera, se parte del prejuicio de una pretendida universalidad y homogeneidad del ser humano que recorre un único camino y una única historia. Es decir, el consenso se logra al precio de negar la pluralidad o mejor dicho, la posibilidad de que el consenso no pueda siquiera ser pensable, ya que en los asuntos políticos, lo razonable es lo que más conviene, y por tanto nunca es "lo bueno" sino "lo mejor", lo mejor entre las posibles opciones que se presentan. Es por ello por lo que la unidad no puede ser buscada en otro uno fundamento- ya sea este un fundamento origen divino creador ya un acuerdo ideal que desde el final de la Historia animase a seguir dialogando - sino en una articulación de los diversos pareceres, en una verdad que no ocupe el lugar de la verdad que por ella ha sido criticada, sino que sea capaz de reconciliarse con lo otro, en lugar de superarlo asumiendo dialécticamente el momento de la negatividad, devorando como Saturno a sus hijos.

En este sentido la crítica que Foucault hace al poder puede ser interpretada como el intento de sacar a la luz la no-legitimidad de las pretendidas verdades que dominan nuestra visión del mundo, lo contingente de su emergencia, la necesidad de que los que fueron vencidos y olvidados por la Historia tomen la palabra. La crítica es ya, ciertamente como advierte Habermas una interpretación, un discurso que pretende estar dotado de sentido, pero no puede ser entendida como un contrapoder en la medida en que si bien pretende restituir el poder de aquello a lo que la razón no dispensó un espacio, no pretenda al hacerlo que esto marginado acapare el monopolio del poder. El poder como tal no es algo en sí negativo, sino que más bien es posibilidad, potencialidad, capacidad... es poder la razón del hombre como lo es su emotividad, su desvarío, su inconsciencia, hasta digamos su invecilidad. Y sin embargo, cuando uno de estos poderes se impone sobre los otros, el hombre queda fragmentado, su razón no logra asumir los papeles que eran propios de su sin razón, aquellos vínculos que el mito lograba y que la razón no consigue alcanzar.

La crítica al poder ha de empezar por desenmascarar los poderes ocultos, mostrando su razón de ser o su gratuidad, circunscribir sus campos de influencia, los lugares de referencia en los que tienen un motivo para ser. ¿Cuáles serán los criterios que determinen qué poder sea legítimo y que poder deba dejar de ser? Ciertamente debieran obtenerse a partir del diálogo aquellos argumentos que mejor logren convencer, los que más convengan sin caer en la idea de un "bien substancial" que como otro paraíso prometido hiciese guiños desde lejos señalando el horizonte y determinando el rumbo por el que deba transitar la "naturaleza humana".

Los asuntos humanos no se dejan universalizar, no caben en la retina de una mirada globalizante que asume y resume sus hazañas, mientras que de este modo va marcando los estadios por los que la humanidad ha ido pasando desde que desaparece del pasado y se desdibuja en el presente con un pie ya puesto en el futuro. Precisamente la tradición que asegura la continuidad no puede ser el punto de partida que deba ser superado de un modo crítico, sino que es aquello con lo que habrá que reconciliarse el presente, para salir de la dinámica del dominio de unos sobre otros, de la instauración de un nuevo poder que se impone al que estaba establecido. No se invita desde esta reflexión a someterse de un modo acrítico al poder establecido, y sí, quizá, a mantener los ojos bien abiertos, para encontrar un motivo que salve al pasado, que resitúe las instancias de poder vigente y limite sus dominios, en lugar de anular su efectividad de un moto absoluto, porque como Bataille advierte, volverá a aparecer como fuerza subversiva.

    

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