[
Debido a que el entrevistado está en estos momentos
corrigiendo y depurando la presente entrevista, presentamos
una versión provisional. En breve podrán encontrar
aquí mismo la definitiva ]
1. Cuaderno
de Materiales.- Moritz Schlick afirmó
en cierta ocasión que la historia de la filosofía habría seguido
un curso muy distinto al que de hecho ha recorrido si los
grandes pensadores se hubiesen percatado de que existe el
lenguaje, afirmación que corresponde muy bien con la conocida
pretensión del Círculo de Viena de disolver la “metafísica”
mediante el análisis del lenguaje, tal y como se disolvía
la milenaria paradoja del mentiroso por la sencilla distinción
carnapiana entre metalenguaje y lenguaje-objeto; ¿Qué podría
comentarnos sobre la relación entre el programa de filosofía
post-metafísica del “Círculo de Viena” y el llamado “giro
lingüístico” que parece caracterizar a buena parte de la filosofía
del siglo XX?
1. Quintín
Racionero.- Es una pregunta muy bien enunciada por vuestra
parte, pero tal vez no tan bien formulada por parte del Círculo
de Viena: no es cierto, en modo alguno, que la historia del
pensamiento haya desatendido el lenguaje. Por citar sólo un
caso: el pensamiento de Aristóteles, tal vez también el de
Platón (aunque el pensamiento de Platón se guiaba más por
el análisis de la matemática), como aparece tanto en los Tópicos
como, sobre todo, en los Analíticos, comporta de hecho
una gran cantidad de análisis lingüísticos y hasta una perspectiva
que deberíamos llamar propiamente lingüística que tematiza
el lenguaje como objeto propio en el De interpretacione
(gr., Peri hermenias). Ahora bien, lo que sí es cierto
es que el giro epistémico que impone a la filosofía Descartes,
ha producido que el problema del lenguaje haya quedado desatendido,
aunque, insisto, no tanto como el Círculo de Viena cree, pues,
me permito recordar que para Leibniz, por ejemplo, el problema
de la “Lengua Universal” o de la “Lengua Filosófica” constituye
un tema absolutamente central en su pensamiento y que este
autor ha escrito mucho sobre la “Gramática Filosófica” en
un sentido que el propio Círculo de Viena reconoció como precedente
de sus esfuerzos. Del mismo modo, sería un error olvidar que
la cuestión del lenguaje -interpretado ahora en un sentido
aristotélico y, al decir “aristotélico”, pienso más en un
sentido propio de la Poética que del Peri hermeneias,
es decir, como interpretación del pensamiento- comporta muy
claramente una de las líneas del pensamiento filosófico alemán,
por ejemplo, en el romanticismo, en Schleiermacher, y tiene
también una importancia central en la “economía” del sistema
de Hegel. Por tanto, cuando Moritz Schlick y los pensadores
del Círculo de Viena dicen lo que vuestra pregunta señalaba,
lo primero que hay que comentar es que ello constituye una
exageración, puesto que el lenguaje no ha estado ausente de
la historia del pensamiento.
Lo
esencial, sin embargo, no es esta cuestión de si ha estado
presente o no ha estado presente, lo que probablemente es
un problema muy menor, sino el problema de si el lenguaje
ha tenido el carácter central en la historia del pensamiento
anterior al siglo XX que, a partir de los pensadores del Círculo
de Viena y de todo aquello que se ha llamado “Empirismo lógico”,
habría adquirido después. Pues bien, este carácter central
del lenguaje en la historia del pensamiento anterior al Círculo
no se puede reconocer en el sentido en que entienden tal “centralidad”
los empiristas lógicos, pues hay que tener en cuenta que el
“Lenguaje” del que hablaban los empiristas lógicos no es el
lenguaje ordinario, es más bien el lenguaje de la Ciencia
Unificada, es decir, es un lenguaje afectado por los límites
internos del formalismo y por la concurrencia de paradojas
en cuanto se hace una interpretación de cualesquiera lenguajes
formales en términos de lenguaje ordinario, lo que significa,
por decirlo muy rápidamente, que, si nosotros podemos imaginar
que la lógica es el metalenguaje de los lenguajes de primer
orden, esto es, del lenguaje científico, pero la lógica, que
es consistente, no logra ser un sistema completo,
entonces es necesario, para la lógica, que haya, a su vez,
otro metalenguaje que le sirva de interpretación y este otro
lenguaje es la lengua ordinaria, pero, obviamente, la lengua
ordinaria no sólo no es completa, sino que tampoco
es consistente, es decir, que admite paradojas de la
afirmación y negación de proposiciones. Por lo tanto, el sueño
del lenguaje filosófico, en el sentido del análisis de las
condiciones de un lenguaje universal que, en su pura artificialidad,
resolvería las paradojas del lenguaje ordinario, se vuelve,
casi como un boomerang, contra la propia pretensión
del Círculo de Viena, de modo que sea finalmente en el lenguaje
ordinario donde se tenga que decidir sobre el problema del
metalenguaje. Por lo tanto, en cuanto a la pregunta ¿qué
tiene que ver esto con el giro lingüístico?, yo he dicho
algunas veces que el giro lingüístico no lo impone
el Círculo de Viena, el giro lingüístico del pensamiento
del siglo XX es un giro tardío y, en realidad, lo impone el
Wittgenstein de las Investigaciones Filosóficas y pensadores
como Austin, es decir, los pensadores a los que se ha llamado
“pensadores del lenguaje ordinario”. Sólo cuando el lenguaje
vivo, el lenguaje como tal, se hace objeto de reflexión y
además se entiende que en tal lenguaje, no ya sólo se vehicula
cualquier enunciado sobre la realidad, sino que no tenemos
otro acceso a la realidad que a través de él, sólo entonces
el lenguaje se convierte en una pieza central del pensamiento
filosófico, porque ya no es algo artificial y reducido como
el lenguaje de la Ciencia Unificada. Pues bien, este giro,
que en el pensamiento analítico tiene lugar a través del segundo
Wittgenstein y a través de los pensadores del lenguaje ordinario,
es coincidente enteramente, y esto es lo que permite hablar
de giro, con la centralidad signada al lenguaje por
la hermeneútica heideggeriana a partir, aproximadamente, de
los textos de los años treinta. Esta centralidad no era evidente
todavía en Ser y tiempo, donde el hablar o la
lengua co-participa con otros existenciarios
de la posición del Da-sein o de la interpretación que
el Da-sein hace de sí mismo, pero, a partir de los
años treinta, el lenguaje se presenta como el núcleo del pensamiento
de Heidegger y, desde luego, así es en el pensamiento hermenéutico.
Por
tanto, no se puede olvidar que el giro lingüístico
no es algo que haya ocurrido sólo en el horizonte del pensamiento
analítico, sino que es una especie de meeting-point
o lugar de encuentro de varias tendencias que, por su propia
capacidad de presentar generalizaciones, hacen que, en efecto,
la segunda parte de nuestro siglo haya tenido al lenguaje
como protagonista principal de la historia del pensamiento,
como protagonista principal de la “tarea del pensar”. En este
sentido sí habría que decir que el lenguaje es característico
de nuestra época y que, incluso, todos aquellos sistemas filosóficos
que no han conseguido incidir en la problemática del lenguaje
se han visto retraídos hacia una posición, no diré que tangencial,
pero sí minoritaria dentro de las preocupaciones filosóficas.
Pienso en este instante en la fenomenología cuyo intento de
bucear en las intenciones más allá del lenguaje o con
carácter previo a cualquier constitutividad del lenguaje mismo
hace que esta tendencia tenga un cierto aspecto de reducto
marginal, un poco apartado del pensar de la segunda
mitad del siglo XX, y pienso también en las herencias más
directas del pensamiento romántico, como el marxismo. No es
irrelevante, a este respecto, que la posibilidad de una recuperación
del pensamiento marxista, tal como ha sido llevada a cabo
por John Elster, aparezca precisamente bajo la formulación
del marxismo analítico, es decir, como un análisis en el que
las ideologías o los motivos de la alienación humana, tanto
económica como ideológica, se hacen por medio de sucesivas
des-construcciones de los enunciados en los que aparecen
reflejados los sistemas económicos vigentes o los sistemas
ideológicos vigentes.
Por
lo tanto, pienso, y sé que esto me sitúa en una posición inevitablemente
polémica, que el giro lingüístico es el signo característico
de la segunda mitad de este siglo.
2. Cuaderno
de Materiales.- El argumento de cierta película cómica
transcurría en torno al uso
“extravagante” (como instrumento de percusión musical, como
instrumento de moler, arma arrojadiza, como espíritu maligno,
etc.) que de una botella de coca-cola hace una tribu africana,
que carece de contacto con el mundo occidental. En cambio,
nosotros (sujetos a convenciones tales como la de “salir de
copas”) comprendemos lo que una botella “significa” cuando
bebemos cómodamente de ella. ¿Qué precisiones le parece importante
señalar a una teoría que, como la de Wittgenstein, remite
el significado a “reglas de juego” socialmente acotadas?
2.
Quintín Racionero.- Esta pregunta plantea uno
de los problemas centrales de los que, en estos momentos,
se ocupa la filosofía. Por una parte, el segundo Wittgenstein,
seguramente sin tener una clara conciencia de ello, adopta
una posición que podría calificarse estrictamente de pragmatista,
digo “sin tener clara conciencia de ello” porque, probablemente,
el giro que experimenta el pensamiento de Wittgenstein
tiene más que ver con el sedimento de Schopenhauer y Nietzsche,
que forman parte de su educación vienesa, que con la lectura
de cualquiera de los filósofos americanos de principios de
siglo, lectura que, además, resultaba radicalmente malinterpretada
en el pensamiento centroeuropeo por una especie de desprecio
hacia ese tipo de pensamiento. Sin embargo, la conversión
del problema del significado en un problema de usos (“¡no
te preguntes por el significado, pregúntate por el uso!”),
que es exactamente coincidente también en el tiempo, incluso
la precede, con la propia variación del pensamiento de Wittgenstein
tiene mucho que ver, de suyo, con la idea de que lo que nosotros
significamos con el lenguaje no son objetos, sino algo más
complejo: el encuentro entre las necesidades o los deseos
que el hombre experimenta y las formas de satisfacción con
que a esas necesidades o deseos responde la naturaleza, de
modo que, en definitiva, lo que Wittgenstein viene a decir
es que, si nosotros necesitamos satisfacer un deseo o una
necesidad cualquiera vamos a buscar esa satisfacción en la
naturaleza y, en la medida en que a ésta le es posible satisfacerla,
se engendra con ello un proceso de entificación por
virtud del cual nosotros entendemos que eso que satisface
la naturaleza es exactamente su significado, es su realidad.
De todos modos, para que se produzca este hecho, es decir,
para que se produzca un hecho como que el significado –que,
en cuanto, de parte del objeto, es posible y, en cuanto, de
parte del sujeto, satisface una necesidad- se convierta en
un ente tal que así es considerado por el lenguaje,
es decir, para que ese encuentro, esa síntesis, tenga
lugar tiene que mediar la costumbre, porque la satisfacción
de los deseos individuales constituye solamente la posición
de una praxis, la posición de una acción. Por el contrario,
el lenguaje que, desde luego, es o expresa una acción, la
expresa, sin embargo, tal y como ésta ha sido fijada por una
costumbre, por un uso. Por consiguiente, cuando Wittgenstein
pone el significado en el uso y lo conecta con juegos
lingüísticos socialmente aceptados en buena medida está reproduciendo
el pensamiento pragmatista precedente, incluso si no lo sabe,
bien entendido que no se podría, en ningún caso, confundir
el pensamiento de este segundo Wittgenstein con el pensamiento
pragmatista precedente, pero sí podría señalarse esa atmósfera
común que es fácil ver en la teoría de los usos.
Por
otra parte, y en este caso es probable que Wittgenstein tuviera
un mayor conocimiento de los antecedentes de su teoría, al
menos esta es la tesis de Apel, ésta también reproduce en
buena medida lo que es el círculo hermenéutico de Ser y
Tiempo. También en esta obra, una proyección humana (una
Entwurf del Da-sein) acota, por así decir, la
Naturaleza (el Ser, dice Heidegger) hasta el punto
de fijar una posibilidad y es precisamente en ese proceso
donde la consideración de lo ente que, al fin y al
cabo, no es más que el resultado de un encuentro cuya esencia
es circular: El Da-sein encuentra lo que va buscando
y, en la medida que, eso que va buscando, se encuentra –lo
que significa que lo encontrado responde a una posibilidad
de la naturaleza- el Da-sein lo entifica, le otorga
un significado. Por lo tanto, cuando Wittgenstein concluye
la gestación de las Investigaciones Filosóficas, es
decir, cuando tiene lugar esta especie de manifiesto de la
modificación del problema del significado por el uso, había
ya un gran background filósofico que permite explicar
esta modificación.
Pues
bien, ocurre que es muy difícil hoy mantener una teoría del
significado que no tome en cuenta esta construcción social
de las nociones y de los conceptos. Es muy difícil, por tanto,
seguir manteniendo una posición totalmente fregeana en el
problema del lenguaje, según la cual todos los elementos pragmáticos
pudieran echarse a la basura, al famoso “basurero de Frege”,
de modo que, insisto, cualquier consideración del lenguaje
tiene que tomar en cuenta su necesaria adscripción a los usos
sociales tal como éstos fijan o han fijado necesidades o deseos
humanos en una relación con las cosas. Pero, entonces, el
realismo metodológico o epistemológico se hace imposible,
pues el objeto no puede ser pensado con independencia de la
relación que pone el sujeto o, incluso, ni siquiera la oposición
sujeto-objeto tiene ya razón de ser, pues la conexión sujeto-objeto
es lo que termina siendo el elemento determinante del proceso
epistemológico. Por lo tanto, una pregunta como “¿Qué son
las cosas?” es una pregunta que se retrae considerablemente
hasta hacerse enigmática.
Pues
bien, a mi juicio las precisiones que hay que hacer respecto
de la teoría de Wittgenstein, y este es un asunto polémico
en este momento, son: con el segundo Wittgenstein en la mano
y, lo que es más importante, con lo que implica la totalidad
del problema filosófico que queda englobado en la obra de
este segundo Wittgenstein cabría señalar que la prioridad
de la semántica sobre la pragmática o, lo que es lo mismo,
el carácter derivado de la pragmática respecto de la semántica
entra en crisis. En efecto, la pragmática remite a tres regiones
separados por Frege y arrojados -con verdadero “acierto” porque
hay que considerar que lo que él arrojó a la basura tiene
mucho sentido- a la basura con el fin de hacer posible una
purificación de la semántica. La primera región pragmática
desechada por Frege es la de las intenciones comunicativas,
la siguiente pregunta, que se refiere a Grice, tiene que ver
precisamente con este punto, la segunda región era la de los
deícticos, etc., pero, en fin, para ir más deprisa, la cuestión
es que esta recusación wittgensteiniana de la prioridad de
la semántica sobre la pragmática plantea un problema grave
en el orden de la ciencia, en el sentido de evitar el relativismo,
por una parte, y de hacer posible, como pretende buena parte
de la epistemología tradicional, que las proposiciones científicas
verdaderas sean auténticas copias de estados de cosas del
mundo. A mi juicio, ante estos problemas habrá que transformar
nuestras ideas sobre la ciencia, en vez de tener que encontrar
explicaciones distintas para el problema del lenguaje. Esto
se puede considerar desde distintos puntos de vista: se puede
considerar desde el punto de vista de la sociología de la
ciencia, que olvida prácticamente cual es el significado de
las proposiciones o enunciados científicos para averiguar
cual es la actividad que el científico realiza y en que medida
esa actividad, está regida por pautas de conducta o por reglas
retóricas de cierre de las argumentaciones, etc., o bien,
y este es otro camino posible, parece que más productivo que
el anterior, es el que iniciaron hombres como Stegmüller o
Suppe y que es el que hoy sigue un pensador tan importante
como van Frasen y que, brevemente, consistiría en decir que
nosotros podemos reconstruir los enunciados científicos por
su valor semántico, siempre y cuando tengamos cierto control
sobre sus elementos pragmáticos, esta teoría que, desde luego
es más complicada que lo que acabo de decir, acepta ya que
la prioridad de la pragmática o la necesidad de aceptar que
la semántica, no sólo es una interpretación convencional de
ciertos enunciados o signos, sino que, sobre todo y principalmente,
sólo adquiere una cierta densidad cuando es mediada por una
análisis de las prácticas y de las formas de comunicación
y, por tanto, también de las formas de argumentación, es decir,
en definitiva de la “retórica” de las diversas ciencias. Por
tanto, las precisiones que hay que hacer a la teoría de los
usos de Wittgenstein, a mi juicio, nacen de dos cosas, a saber,
1) del hecho de que subvierte el programa cartesiano, o también
fregeano, del hecho de que subvierte la posibilidad de una
autonomía de la semántica, del hecho, por tanto, de que ésta
establece una primacía de la pragmática, resulta que la semántica
deviene una derivación de los usos pragmáticos, de modo que
esta teoría de Wittgenstein exigirá una nueva consideración,
en parte ya hecha, de la epistemología que seguramente va
a seguir las pautas de lo que Putnam ha estudiado en un artículo
de los primeros setenta (What theories are not) o bien
exigirá algo parecido a la epistemología que está desarrollando
van Frasen, pero, en cualquier caso, algo que permite asegurar
que no vamos a volver, pese a la irritación de ciertos científicos
entre los que Sokal es, quizás, el caso más relevante, a un
realismo epistemológico y, por tanto, tendremos que afrontar
una teoría de la ciencia, una comprensión de la ciencia desde
contextos necesariamente relativos, no “relativistas”, a las
comunidades humanas pragmáticamente consideradas, es decir,
a las producciones ciertas, reales, del lenguaje.
3. Cuaderno
de Materiales.- H.P. Grice ha propuesto
una teoría que trata de retrotraer el significado
de un hablante a la intención que éste mismo tiene al expresar
algo, intención que es reconocida por el oyente de manera
que tal reconocimiento sería para éste último un motivo para
reaccionar de determinado modo. Este complicado modelo de
comunicación se dirige a garantizar la relevancia semántica
de la idea psicologista de intención. ¿Cómo se sitúa Ud. en
el debate sobre las teorías intencionalistas del significado?
3. Quintín
Racionero.- Para
analizar las máximas de Grice, no se puede perder de vista
que estas máximas de la colaboración, aunque comportan, sin
duda, un dispositivo técnico para explicar el fenómeno de
la comunicación, tienen también, y este es seguramente el
motivo por el que Grice las llama “máximas”, una pretensión
de constituirse como imperativo ético. Las máximas colaborativas
lo que dicen es que uno no puede engañar o no puede reducir
la información hasta hacerla incomprensible o, al revés, no
puede multiplicar la información más allá de lo conveniente
para una buen entendimiento de la misma, etc., de modo que
las intenciones no son un asunto internalista, no son algo
que alguien descubre en sí mismo, es algo que se puede hacer
a través de los enunciados precisamente porque las máximas
colaborativas obligan moralmente a ello. En un caso de colaboración
comunicativa normal las intenciones quedan establecidas, de
suyo, en el interior de los enunciados. Por lo tanto, manifestar
la prioridad de la competencia comunicativa sobre la competencia
semántica no supone nada más que esto: que, puesto que el
giro pragmático parece inevitable, el modo de llegar a la
comprensión de los significados será a través de lo que expresan
los enunciados en tanto en cuanto en esa expresión queda “corporeizada”,
por así decirlo, la intención comunicativa del hablante.
Por otra parte, las intenciones comunicativas sólo muy parcialmente
son de orden idioléctico: uno puede tener ciertas características
individuales en su expresión pero éstas son fácilmente absorbibles
por aquellas otras caracterizaciones que son de naturaleza
pública y general.
4. Cuaderno
de Materiales.- Es común en cierta literatura
mística que se “refiere” a lo transcendente, tratar de “decir”,
de algún modo, aquello que, no obstante, sería inefable. ¿Qué
se podría decir desde la filosofía del lenguaje sobre esta
“retórica del silencio” que nos comunica lo incomunicable
y que emplea el lenguaje para apuntar a una relación no mediada
por el lenguaje?
4.
Quintín Racionero.- Lo que me parece más
interesante de la pregunta es la expresión “retórica del silencio”,
pues el silencio es una también forma de lenguaje y lo es,
tanto en el uso comunicativo del lenguaje –por ejemplo los
alemanes emplean la fórmula keine Antwort ist auch eine
Antwort, es decir, ninguna respuesta es ya, de suyo,
una respuesta- como también en el propio contexto semántico
del lenguaje, por ejemplo, en la campaña electoral que estamos
viviendo, el no pronunciamiento sobre una cuestión concreta
tiene significados susceptibles de interpretación como, por
ejemplo, cuando se interpela al candidato con un “pronúnciese
Usted sobre las pensiones” y éste contesta “prefiero suspender
mi juicio”, podemos interpretar que el interpelado “no está
a favor de esto o de lo otro”. Pero, aunque es evidente que
el silencio tiene una función tanto semántica como comunicativa,
desde luego está por hacer una descripción “material”, que
analice ejemplos, de silencios que interrumpen el lenguaje
oral o de lagunas en el lenguaje escrito, de modo que se pueda
fijar la retórica de estos silencios. Por eso, la expresión
“retórica del silencio” me parece muy acertada. De todos modos,
cuando se habla de “silencio”, a uno le viene inmediatamente
a la cabeza la utilización que Wittgenstein hace de esa expresión
en el Tractatus: aquello que no es enunciable, porque
no responde a las categorizaciones objetivas del mundo, es
sencillamente “impronunciable”, lo que no quiere decir que
no se hable de ello, sino que no significa nada, es decir,
que faltan los elementos de su interpretación científica o
lógica. Esto último, conecta, en cierto modo, con dos temáticas
históricas que son muy importantes, la primera, que procede
de Locke y que reelabora Wittgenstein, es la temática del
solipsismo o del lenguaje privado. En efecto, como uno no
puede estar seguro de que transmite mediante palabras los
verdaderos contenidos de su experiencia interna o, dicho a
la inversa, como uno no está seguro nunca de que esos contenidos
de la experiencia interna sean equivalentes en todos los hablantes,
entonces tiene que dar un grado tal de relatividad del lenguaje
respecto al hablante que obliga a reducir al lenguaje en una
especie de reserva de silencio -considérese, por ejemplo,
el caso en el que digo me duelen las muelas, caso en
el que no es posible asegurar la expresión agote completamente
la experiencia de mi dolor. La segunda temática que Wittgenstein
recoge es la transformación que hace este autor del lenguaje
privado en lenguaje público, pues lo que expresamos, no es
tanto una experiencia privada, cuanto la experiencia que ha
quedado acotada en las convenciones semánticas del lenguaje
o, en el segundo Wittgenstein, en los usos del lenguaje ordinario.
Ahora bien, con esto no se elimina la dificultad propuesta
por el lenguaje privado, porque, si bien nosotros utilizamos
ciertas convenciones públicas del lenguaje o ciertos usos
que están ya consagrados, esto no asegura tampoco que no quede
una reserva para lo que es sencillamente impronunciable o
innombrable o inefable y éste es un problema grave, sobre
todo cuando las experiencias que se quieren transmitirse son
tales que, para ellas, no existen categorías empíricas correspondientes,
como sucede en el caso de la experiencia mística. ¿Quiere
esto decir, entonces, que todo lo inefable que no pueda ser
pensado en términos de esa especie de reserva del lenguaje
deber ser condenado, debe ser inútil? Yo creo que no. Lo inefable
es, como he dicho al principio, una categoría del lenguaje,
pero una categoría tal que expresa el límite mismo del lenguaje
y, por tanto, da a entender positivamente que hay un “más”
de lo que digo. En este sentido, la ampliación del lenguaje
a lenguajes sígnicos cualesquiera, muchas veces de carácter
icónico, pero que otras muchas veces pueden tener el carácter
de movimientos físicos, por ejemplo, de caricias, etc. Todas
estas son formas de lenguaje que, a veces, coinciden en buena
medida con el lenguaje hablado y, otras veces, avanzan más
que éste, como, pongamos por caso, cuando tratamos de explicar
a otro lo que nos pasa y finalmente enmudecemos y se nos saltan
las lágrimas, pues, en este caso, expresamos, mediante esas
lágrimas, un plus que ya no puede ser enunciado, pero
que, precisamente, es enunciado por las lágrimas. Por lo tanto,
el silencio absoluto sería lo muerto y, al revés, el silencio
del que podemos hablar y por el que podemos “hablar” es una
forma lingüística que tiene funciones precisas y que da lugar
a semánticas progresivamente más laxas o progresivamente menos
determinables empíricamente, pero, no por eso, con menos función
comunicativa o con menos función convencional, al menos en
el sentido de su susceptibilidad de ser interpretada.
5.
Cuaderno de Materiales.- Nos gustaría, por
último, que nos hablara sobre la relación entre discurso y
poder en dos conocidos autores contemporáneos: M. Foucault
y J. Habermas.
5.
Quintín Racionero.- Efectivamente los dos autores
han reconocido la conexión entre discurso y poder o entre
saber y poder o, si se quiere, entre el significado de las
palabras y el establecimiento del sentido en tanto que, esto
último, es un hecho extrínseco a la intención comunicativa
misma, puesto que depende de un tracto de significatividad
que está dada al margen, por completo, del uso puro del lenguaje.
Esta conexión que los dos autores citados establecen es una
conexión hoy completamente admitida. Pero hay una diferencia
notable en el planteamiento de este problema entre Foucault
y Habermas. En efecto, Habermas cree que existe la posibilidad
de la liberación de un “interés desinteresado”. El interés
del conocimiento restablece la prioridad de una lógica universal
sobre cualquier lógica particular, por lo tanto, se trataría
aquí de un interés de la Humanidad y sería necesario aceptar
que algo así existe, pero la dificultad se agrava cuando hablamos
del interés emancipatorio, pues entonces hay que admitir la
posibilidad, sea siquiera contrafáctica, de que se pudieran
deponer cualesquiera intereses particulares para depurar un
mensaje del proceso comunicativo, es decir, lo que Habermas
sostiene es que la estructura comunicativa en la que habita
una sociedad de hablantes se puede hacer totalmente transparente
al lenguaje mismo, de modo éste pueda ser utilizado sin otros
referentes que la universalidad propia de las leyes o la universalidad
propia de la Razón práctica kantiana, es decir, la universalidad
de los imperativos categóricos. Yo creo que esta propuesta
es, ante todo, ingenua, si es que se puede hablar de ingenuidad
en este caso, pero, en segundo lugar, creo que es, además,
imposible, donde “ingenuo” e “imposible” no es lo mismo. “Ingenua”
sería la creencia de que podemos seguir conquistando un mundo
progresivamente mejor, lo que involucra toda una serie de
convicciones metafísicas a favor de la Filosofía de la Historia,
del progreso de la moralidad, etc., por tanto “ingenuidad”
es aquí un concepto epistémicamente marcado. Pero, afirmo,
además, que es “imposible”, donde esta expresión ya no tiene
ese carácter de ingenuidad epistémica, sino que tiene un carácter
plenamente lógico: es imposible porque el sistema de una comunicación
universal desinteresada sería un sistema ya no lingüístico,
es decir, sería un sistema en el que no habría ya que definir
el sentido de las palabras porque este sentido ya estaría
dado, y lo mismo ocurriría con el sentido de las proposiciones,
sería, en fin, el sueño de la lengua filosófica o de la lengua
universal. Pero el sueño de la lengua filosófica tiene limitaciones
absolutas, puesto que ninguna lengua ordinaria en la que se
expresan las convicciones es capaz de superar, primero, su
falta de consistencia, y segundo, su incompletitud, de manera
que la lengua natural es paradójica y, por mucho que quiera
Habermas, nunca vamos a poder discutir la diferencia de pareceres
en una forma de limpieza tal que suspendería la propia diferencia
de pareceres, es decir, si hubiera un sistema de lengua transparente,
de modo que todo pudiera traducirse a un esquema semántico
purificado de todo aquello que no fuese universal o ajustado
a la forma de imperativo moral, se estaría afirmando con esto
que es posible acceder a un lenguaje con las características
de un lenguaje comunicativo, es decir, con las características
de un lenguaje natural que tendría que tener, sin embargo,
las características de la lengua universal o de la lengua
filosófica que, en cambio, no es una lengua comunicativa,
porque es exactamente la lengua en la que toda comunicación
es vertida hacia fuera para hacerla desaparecer, esto es,
para permitir simultáneamente una resolución de las controversias.
Por lo tanto, creo que el pensamiento de Habermas es un pensamiento
extraordinariamente primitivo en este punto, es un pensamiento
que nos retrotrae a algunos de los sueños de Leibniz, un pensamiento
que se reviste, a veces, de una apariencia kantiana y, otras
veces, de una apariencia fichteana, pero que, en realidad,
está llena de prejuicios ignotos, desconocidos, para el propio
autor.
Desde luego, me parece mucho más brillante, en el sentido
de que es más exacta la idea que tiene Foucault de que no
es posible transparentar la estructura de su elemento de poder,
no es posible suspender el poder porque el poder mismo funda
la estructura, más aún, estructura y organización determinada
de poder es una y la misma cosa, de modo que no cabe decir:
“se hace transparente una estructura, es decir, se vacía,
se limpia de todo interés” porque, entonces, ya no hay estructura,
hay esa especie de instrumento lineal que hace imposible toda
comunicación porque, finalmente, toda controversia queda resuelta
formalmente. Ahora bien, lo cierto es que la propuesta de
Foucault, según la cual es el poder mismo –incluso aunque
este poder se piense microfísicamente, es decir, aun cuando
se piense en todos sus niveles y no, por tanto, según el modelo
conspiratorio- quien funda la estructura, lleva a decir que
es el poder quien insta a la comunicación, esto es, que sin
una determinación epistémica (una determinación estructural
de saber-poder), por tanto, sin una codificación de sentidos
de acuerdo con unos presupuestos que designan o reproducen
ya la estructura social, no es posible la comunicación. Con
esto llegamos a una aporía realmente grave: cualquier elemento
de liberación en el seno de la episteme lo es en el
nombre mismo de aquello que funda la episteme, lo que
vendría a querer decir que sólo hay la opción de la ruina
de los sistemas estructurales que nos remite a la lógica de
la revolución frente a la lógica de la continuidad. Esto nos
conduce, a una situación aporética, porque sólo habitando
las exterioridades (el afuera) del sistema, y son justamente
estas exterioridades las que comportan elementos revolucionarios,
se puede conseguir la modificación del sistema. Pero el afuera,
por no ser una instancia intrasistemática, no es teleológica,
ni está definida por ninguna otra instancia que no sea la
de la pura resistencia. Por eso Foucault acaba, a mi juicio
un poco patéticamente, reivindicando virtudes muy individualistas,
como la enkrateia (el dominio de sí), y en sus discursos
finales hay –lo que han contado muy bien los que le conocieron
al final de su vida- una especie de reivindicación de un estoico
“soporta y renuncia” frente a la posibilidad de una política
activa. Como se ve el dilema es sangrante: o bien, en el caso
de Habermas, se trata de una pseudo-propuesta que no da lugar
a una política porque sencillamente la propuesta es ficticia,
o bien, en el caso de Foucault, se trata de una propuesta
radical que tampoco da lugar a una política porque ésta es
imposible en el seno de tal propuesta. En este momento del
pensamiento estamos en lo que se refiere a la teoría política,
pero también en lo que se refiere a las propia necesidad de
descripción de la filosofía del lenguaje. Lo cierto es que
yo no tengo alternativa para las objeciones que he propuesto
aquí, por más que tiendo a pensar que una pragmática que tomara
conciencia de sí, es decir, que tomara conciencia de su condición
necesariamente infecta por su pertenencia a una estructura
o, como a veces lo he dicho, una pragmática que a sí misma
se considera como sucia, esto es, como afectada por
las instancias que reconoce como propias de su misma relevancia
significativa, tiene la ventaja de que permite el diálogo
real, la comunicación real. Es cierto que esta comunicación
no está limpia de intereses, pero la pragmática sucia
sólo obliga a que estos intereses sean declarados, sean puestos
encima de la mesa, no sean ocultados, para lo que basta con
aplicar las máximas de Grice que son, como he explicado antes,
éticos y no sólo lógicos. Con esto no creo que vayamos a ninguna
parte especialmente fabulosa, pero, al menos, no nos quedamos
en una parálisis completa. Defiendo, pues, una filosofía del
lenguaje que asume el carácter, no de descripción de los fenómenos
del lenguaje, sino de crítica de lo que en esos fenómenos
está implicado cultural e incluso ontológicamente –por tanto
una pragmática que a sí misma se considera como una pragmática
ontológica y que, por eso mismo, se hace cargo de los propios
presupuestos, de otra parte inevitables o irreductibles. Esta
es, a mi jucio, una propuesta que es, en primer lugar, epistémicamente
más interesante que la de Habermas y que, en segundo lugar,
da lugar a cierta praxis política que, desde luego
no cabe, sea por exceso o por defecto, ni en Habermas ni en
Foucault.