Monográfico número 11: Filosofía, educación y mercado

Monográfico
Abril, 2000.

Cuaderno de Materiales

 

 

 

Entrevista a Quintín Racionero *
Gaizka Larrañaga Argárate

[ Debido a que el entrevistado está en estos momentos corrigiendo y depurando la presente entrevista, presentamos una versión provisional. En breve podrán encontrar aquí mismo la definitiva ]

 

1. Cuaderno de Materiales.-   Moritz Schlick afirmó en cierta ocasión que la historia de la filosofía habría seguido un curso muy distinto al que de hecho ha recorrido si los grandes pensadores se hubiesen percatado de que existe el lenguaje, afirmación que corresponde muy bien con la conocida pretensión del Círculo de Viena de disolver la “metafísica” mediante el análisis del lenguaje, tal y como se disolvía la milenaria paradoja del mentiroso por la sencilla distinción carnapiana entre metalenguaje y lenguaje-objeto; ¿Qué podría comentarnos sobre la relación entre el programa de filosofía post-metafísica del “Círculo de Viena” y el llamado “giro lingüístico” que parece caracterizar a buena parte de la filosofía del siglo XX?

1. Quintín Racionero.- Es una pregunta muy bien enunciada por vuestra parte, pero tal vez no tan bien formulada por parte del Círculo de Viena: no es cierto, en modo alguno, que la historia del pensamiento haya desatendido el lenguaje. Por citar sólo un caso: el pensamiento de Aristóteles, tal vez también el de Platón (aunque el pensamiento de Platón se guiaba más por el análisis de la matemática), como aparece tanto en los Tópicos como, sobre todo, en los Analíticos, comporta de hecho una gran cantidad de análisis lingüísticos y hasta una perspectiva que deberíamos llamar propiamente lingüística que tematiza el lenguaje como objeto propio en el De interpretacione (gr., Peri hermenias). Ahora bien, lo que sí es cierto es que el giro epistémico que impone a la filosofía Descartes, ha producido que  el problema del lenguaje haya quedado desatendido, aunque, insisto, no tanto como el Círculo de Viena cree, pues, me permito recordar que para Leibniz, por ejemplo, el problema de la “Lengua Universal” o de la “Lengua Filosófica” constituye un tema absolutamente central en su pensamiento y que este autor ha escrito mucho sobre la “Gramática Filosófica” en un sentido que el propio Círculo de Viena reconoció como precedente de sus esfuerzos. Del mismo modo, sería un error olvidar que la cuestión del lenguaje -interpretado ahora en un sentido aristotélico y, al decir “aristotélico”, pienso  más en un sentido propio de la Poética que del Peri hermeneias, es decir, como interpretación del pensamiento- comporta muy claramente una de las líneas del pensamiento filosófico alemán, por ejemplo, en el romanticismo, en Schleiermacher, y tiene también una importancia central en la “economía” del sistema de Hegel. Por tanto, cuando Moritz Schlick y los pensadores del Círculo de Viena dicen lo que vuestra pregunta señalaba, lo primero que hay que comentar es que ello constituye una exageración, puesto que el lenguaje no ha estado ausente de la historia del pensamiento.

    Lo esencial, sin embargo, no es esta cuestión de si ha estado presente o no ha estado presente, lo que probablemente es un problema muy menor, sino el problema de si el lenguaje ha tenido el carácter central en la historia del pensamiento anterior al siglo XX que, a partir de los pensadores del Círculo de Viena y de todo aquello que se ha llamado “Empirismo lógico”, habría adquirido después. Pues bien, este carácter central del lenguaje en la historia del pensamiento anterior al Círculo no se puede reconocer en el sentido en que entienden tal “centralidad” los empiristas lógicos, pues hay que tener en cuenta que el “Lenguaje” del que hablaban los empiristas lógicos no es el lenguaje ordinario, es más bien el lenguaje de la Ciencia Unificada, es decir, es un lenguaje afectado por los límites internos del formalismo y por la concurrencia de paradojas en cuanto se hace una interpretación de cualesquiera lenguajes formales en términos de lenguaje ordinario, lo que significa, por decirlo muy rápidamente, que, si nosotros podemos imaginar que la lógica es el metalenguaje de los lenguajes de primer orden, esto es, del lenguaje científico, pero la lógica, que es consistente, no logra ser un sistema completo, entonces es necesario, para la lógica, que haya, a su vez, otro metalenguaje que le sirva de interpretación y este otro lenguaje es la lengua ordinaria, pero, obviamente, la lengua ordinaria no sólo no es completa, sino que tampoco es consistente, es decir, que admite paradojas de la afirmación y negación de proposiciones. Por lo tanto, el sueño del lenguaje filosófico, en el sentido del análisis de las condiciones de un lenguaje universal que, en su pura artificialidad, resolvería las paradojas del lenguaje ordinario, se vuelve, casi como un boomerang, contra la propia pretensión del Círculo de Viena, de modo que sea finalmente en el lenguaje ordinario donde se tenga que decidir sobre el problema del metalenguaje. Por lo tanto, en cuanto a la pregunta ¿qué tiene que ver esto con el giro lingüístico?, yo he dicho algunas veces que el giro lingüístico no lo impone el Círculo de Viena, el giro lingüístico del pensamiento del siglo XX es un giro tardío y, en realidad, lo impone el Wittgenstein de las Investigaciones Filosóficas y pensadores como Austin, es decir, los pensadores a los que se ha llamado “pensadores del lenguaje ordinario”. Sólo cuando el lenguaje vivo, el lenguaje como tal, se hace objeto de reflexión y además se entiende que en tal lenguaje, no ya sólo se vehicula cualquier enunciado sobre la realidad, sino que no tenemos otro acceso a la realidad que a través de él, sólo entonces el lenguaje se convierte en una pieza central del pensamiento filosófico, porque ya no es algo artificial y reducido como el lenguaje de la Ciencia Unificada. Pues bien, este giro, que en el pensamiento analítico tiene lugar a través del segundo Wittgenstein y a través de los pensadores del lenguaje ordinario, es coincidente enteramente, y esto es lo que permite hablar de giro, con la centralidad signada al lenguaje por la hermeneútica heideggeriana a partir, aproximadamente, de los textos de los años treinta. Esta centralidad no era evidente todavía en Ser y tiempo, donde el hablar o la lengua co-participa con otros existenciarios de la posición del Da-sein o de la interpretación que el Da-sein hace de sí mismo, pero, a partir de los años treinta, el lenguaje se presenta como el núcleo del pensamiento de Heidegger y, desde luego, así es en el pensamiento hermenéutico.

     Por tanto, no se puede olvidar que el giro lingüístico no es algo que haya ocurrido sólo en el horizonte del pensamiento analítico, sino que es una especie de meeting-point o lugar de encuentro de varias tendencias que, por su propia capacidad de presentar generalizaciones, hacen que, en efecto, la segunda parte de nuestro siglo haya tenido al lenguaje como protagonista principal de la historia del pensamiento, como protagonista principal de la “tarea del pensar”. En este sentido sí habría que decir que el lenguaje es característico de nuestra época y que, incluso, todos aquellos sistemas filosóficos que no han conseguido incidir en la problemática del lenguaje se han visto retraídos hacia una posición, no diré que tangencial, pero sí minoritaria dentro de las preocupaciones filosóficas. Pienso en este instante en la fenomenología cuyo intento de bucear en las intenciones más allá del lenguaje o con carácter previo a cualquier constitutividad del lenguaje mismo hace que esta tendencia tenga un cierto aspecto de reducto marginal, un poco apartado del pensar de la segunda mitad del siglo XX, y pienso también en las herencias más directas del pensamiento romántico, como el marxismo. No es irrelevante, a este respecto, que la posibilidad de una recuperación del pensamiento marxista, tal como ha sido llevada a cabo por John Elster, aparezca precisamente bajo la formulación del marxismo analítico, es decir, como un análisis en el que las ideologías o los motivos de la alienación humana, tanto económica como ideológica, se hacen por medio de sucesivas des-construcciones de los enunciados en los que aparecen reflejados los sistemas económicos vigentes o los sistemas ideológicos vigentes.

   Por lo tanto, pienso, y sé que esto me sitúa en una posición inevitablemente polémica, que el giro lingüístico es el signo característico de la segunda mitad de este siglo.

     

2. Cuaderno de Materiales.-  El argumento de cierta película cómica transcurría en torno al uso “extravagante” (como instrumento de percusión musical, como instrumento de moler, arma arrojadiza, como espíritu maligno, etc.) que de una botella de coca-cola hace una tribu africana, que carece de contacto con el mundo occidental. En cambio, nosotros (sujetos a convenciones tales como la de “salir de copas”) comprendemos lo que una botella “significa” cuando bebemos cómodamente de ella. ¿Qué precisiones le parece importante señalar a una teoría que, como la de Wittgenstein, remite  el significado a “reglas de juego” socialmente acotadas?

 2. Quintín Racionero.-  Esta pregunta plantea uno de los problemas centrales de los que, en estos momentos, se ocupa la filosofía. Por una parte, el segundo Wittgenstein, seguramente sin tener una clara conciencia de ello, adopta una posición que podría calificarse estrictamente de pragmatista, digo “sin tener clara conciencia de ello” porque, probablemente, el giro que experimenta el pensamiento de Wittgenstein tiene más que ver con el sedimento de Schopenhauer y Nietzsche, que forman parte de su educación vienesa, que con la lectura de cualquiera de los filósofos americanos de principios de siglo, lectura que, además, resultaba radicalmente malinterpretada en el pensamiento centroeuropeo por una especie de desprecio hacia ese tipo de pensamiento. Sin embargo, la conversión del problema del significado en un problema de usos (“¡no te preguntes por el significado, pregúntate por el uso!”), que es exactamente coincidente también en el tiempo, incluso la precede, con la propia variación del pensamiento de Wittgenstein tiene mucho que ver, de suyo, con la idea de que lo que nosotros significamos con el lenguaje no son objetos, sino algo más complejo: el encuentro entre las necesidades o los deseos que el hombre experimenta y las formas de satisfacción con que a esas necesidades o deseos responde la naturaleza, de modo que, en definitiva, lo que Wittgenstein viene a decir es que, si nosotros necesitamos satisfacer un deseo o una necesidad cualquiera vamos a buscar esa satisfacción en la naturaleza y, en la medida en que a ésta le es posible satisfacerla, se engendra con ello un proceso de entificación por virtud del cual nosotros entendemos que eso que satisface la naturaleza es exactamente su significado, es su realidad. De todos modos, para que se produzca este hecho, es decir, para que se produzca un hecho como que el significado –que, en cuanto, de parte del objeto, es posible y, en cuanto, de parte del sujeto, satisface una necesidad- se convierta en un ente tal que así es considerado por el lenguaje, es decir, para que ese encuentro, esa síntesis, tenga lugar tiene que mediar la costumbre, porque la satisfacción de los deseos individuales constituye solamente la posición de una praxis, la posición de una acción. Por el contrario, el lenguaje que, desde luego, es o expresa una acción, la expresa, sin embargo, tal y como ésta ha sido fijada por una costumbre, por un uso. Por consiguiente, cuando Wittgenstein pone el significado en el uso y lo conecta con juegos lingüísticos socialmente aceptados en buena medida está reproduciendo el pensamiento pragmatista precedente, incluso si no lo sabe, bien entendido que no se podría, en ningún caso, confundir el pensamiento de este segundo Wittgenstein con el pensamiento pragmatista precedente, pero sí podría señalarse esa atmósfera común que es fácil ver en la teoría de los usos. 

   Por otra parte, y en este caso es probable que Wittgenstein tuviera un mayor conocimiento de los antecedentes de su teoría, al menos esta es la tesis de Apel, ésta también reproduce en buena medida lo que es el círculo hermenéutico de Ser y Tiempo. También en esta obra, una proyección  humana (una Entwurf del Da-sein) acota, por así decir, la Naturaleza (el Ser, dice Heidegger) hasta el punto de fijar una posibilidad y es precisamente en ese proceso donde la consideración de lo ente que, al fin y al cabo, no es más que el resultado de un encuentro cuya esencia es circular: El Da-sein encuentra lo que va buscando y, en la medida que, eso que va buscando, se encuentra –lo que significa que lo encontrado responde a una posibilidad de la naturaleza- el Da-sein lo entifica, le otorga un significado. Por lo tanto, cuando Wittgenstein concluye la gestación de las Investigaciones Filosóficas, es decir, cuando tiene lugar esta especie de manifiesto de la modificación del problema del significado por el uso, había ya un gran background filósofico que permite explicar esta modificación.

    Pues bien, ocurre que es muy difícil hoy mantener una teoría del significado que no tome en cuenta esta construcción social de las nociones y de los conceptos. Es muy difícil, por tanto, seguir manteniendo una posición totalmente fregeana en el problema del lenguaje, según la cual todos los elementos pragmáticos pudieran echarse a la basura, al famoso “basurero de Frege”, de modo que, insisto, cualquier consideración del lenguaje tiene que tomar en cuenta su necesaria adscripción a los usos sociales tal como éstos fijan o han fijado necesidades o deseos humanos en una relación con las cosas. Pero, entonces, el realismo metodológico o epistemológico se hace imposible, pues el objeto no puede ser pensado con independencia de la relación que pone el sujeto o, incluso, ni siquiera la oposición sujeto-objeto tiene ya razón de ser, pues la conexión sujeto-objeto es lo que termina siendo el elemento determinante del proceso epistemológico. Por lo tanto, una pregunta como “¿Qué son las cosas?” es una pregunta que se retrae considerablemente hasta hacerse enigmática.

    Pues bien, a mi juicio las precisiones que hay que hacer respecto de la teoría de Wittgenstein, y este es un asunto polémico en este momento, son: con el segundo Wittgenstein en la mano y, lo que es más importante, con lo que implica la totalidad del problema filosófico que queda englobado en la obra de este segundo Wittgenstein cabría señalar que la prioridad de la semántica sobre la pragmática o, lo que es lo mismo, el carácter derivado de la pragmática respecto de la semántica entra en crisis. En efecto, la pragmática remite a tres regiones separados por Frege y arrojados -con verdadero “acierto” porque hay que considerar que lo que él arrojó a la basura tiene mucho sentido- a la basura con el fin de hacer posible una purificación de la semántica. La primera región pragmática desechada por Frege es la de las intenciones comunicativas, la siguiente pregunta, que se refiere a Grice, tiene que ver precisamente con este punto, la segunda región era la de los deícticos, etc., pero, en fin, para ir más deprisa, la cuestión es que esta recusación wittgensteiniana de la prioridad de la semántica sobre la pragmática  plantea un problema grave en el orden de la ciencia, en el sentido de evitar el relativismo, por una parte, y de hacer posible, como pretende buena parte de la epistemología tradicional, que las proposiciones científicas verdaderas sean auténticas copias de estados de cosas del mundo. A mi juicio, ante estos problemas habrá que transformar nuestras ideas sobre la ciencia, en vez de tener que encontrar explicaciones distintas para el problema del lenguaje. Esto se puede considerar desde distintos puntos de vista: se puede considerar desde el punto de vista de la sociología de la ciencia, que olvida prácticamente cual es el significado de las proposiciones o enunciados científicos para averiguar cual es la actividad que el científico realiza y en que medida esa actividad, está regida por pautas de conducta o por reglas retóricas de cierre de las argumentaciones, etc., o bien, y este es otro camino posible, parece que más productivo que el anterior, es el que iniciaron hombres como Stegmüller o Suppe y que es el que hoy sigue un pensador tan importante como van Frasen y que, brevemente, consistiría en decir que nosotros podemos reconstruir los enunciados científicos por su valor semántico, siempre y cuando tengamos cierto control sobre sus elementos pragmáticos, esta teoría que, desde luego es más complicada que lo que acabo de decir, acepta ya que la prioridad de la pragmática o la necesidad de aceptar que la semántica, no sólo es una interpretación convencional de ciertos enunciados o signos, sino que, sobre todo y principalmente, sólo adquiere una cierta densidad cuando es mediada por una análisis de las prácticas y de las formas de comunicación y, por tanto, también de las formas de argumentación, es decir, en definitiva de la “retórica” de las diversas ciencias. Por tanto, las precisiones que hay que hacer a la teoría de los usos de Wittgenstein, a mi juicio, nacen de dos cosas, a saber, 1) del hecho de que subvierte el programa cartesiano, o también fregeano, del hecho de que subvierte la posibilidad de una autonomía de la semántica, del hecho, por tanto, de que ésta establece una primacía de la pragmática, resulta que la semántica deviene una derivación de los usos pragmáticos, de modo que esta teoría de Wittgenstein exigirá una nueva consideración, en parte ya hecha, de la epistemología que seguramente va a seguir las pautas de lo que Putnam ha estudiado en un artículo de los primeros setenta (What theories are not) o bien exigirá algo parecido a la epistemología que está desarrollando van Frasen, pero, en cualquier caso, algo que permite asegurar que no vamos a volver, pese a la irritación de ciertos científicos entre los que Sokal es, quizás, el caso más relevante, a un realismo epistemológico y, por tanto, tendremos que afrontar una teoría de la ciencia, una comprensión de la ciencia desde contextos necesariamente relativos, no “relativistas”, a las comunidades humanas pragmáticamente consideradas, es decir, a las producciones ciertas, reales, del lenguaje.

 

3. Cuaderno de Materiales.-    H.P. Grice ha propuesto una teoría que trata de retrotraer el significado de un hablante a la intención que éste mismo tiene al expresar algo, intención que es reconocida por el oyente de manera que tal reconocimiento sería para éste último un motivo para reaccionar de determinado modo. Este complicado modelo de comunicación se dirige a garantizar la relevancia semántica de la idea psicologista de intención. ¿Cómo se sitúa Ud. en el debate sobre las teorías intencionalistas del significado?

3. Quintín Racionero.-   Para analizar las máximas de Grice, no se puede perder de vista que estas máximas de la colaboración, aunque comportan, sin duda, un dispositivo técnico para explicar el fenómeno de la comunicación, tienen también, y este es seguramente el motivo por el que Grice las llama “máximas”, una pretensión de constituirse como imperativo ético. Las máximas colaborativas lo que dicen es que uno no puede engañar o no puede reducir la información hasta hacerla incomprensible o, al revés, no puede multiplicar la información más allá de lo conveniente para una buen entendimiento de la misma, etc., de modo que las intenciones no son un asunto internalista, no son algo que alguien descubre en sí mismo, es algo que se puede hacer a través de los enunciados precisamente porque las máximas colaborativas obligan moralmente a ello. En un caso de colaboración comunicativa normal las intenciones quedan establecidas, de suyo, en el interior de los enunciados. Por lo tanto, manifestar la prioridad de la competencia comunicativa sobre la competencia semántica no supone nada más que esto: que, puesto que el giro pragmático parece inevitable, el modo de llegar a la comprensión de los significados será a través de lo que expresan los enunciados en tanto en cuanto en esa expresión queda “corporeizada”, por así decirlo, la intención comunicativa del hablante.

            Por otra parte, las intenciones comunicativas sólo muy parcialmente son de orden idioléctico: uno puede tener ciertas características individuales en su expresión pero éstas son fácilmente absorbibles por aquellas otras caracterizaciones que son de naturaleza pública y general.

 

4. Cuaderno de Materiales.-   Es común en cierta literatura mística que se “refiere” a lo transcendente, tratar de “decir”, de algún modo, aquello que, no obstante, sería inefable. ¿Qué se podría decir desde la filosofía del lenguaje sobre esta “retórica del silencio” que nos comunica lo incomunicable y que emplea el lenguaje para apuntar a una relación no mediada por el lenguaje?

4. Quintín Racionero.-   Lo que me parece más interesante de la pregunta es la expresión “retórica del silencio”, pues el silencio es una también forma de lenguaje y lo es, tanto en el uso comunicativo del lenguaje –por ejemplo los alemanes emplean la fórmula keine Antwort ist auch eine Antwort, es decir, ninguna respuesta es ya, de suyo, una respuesta- como también en el propio contexto semántico del lenguaje, por ejemplo, en la campaña electoral que estamos viviendo, el no pronunciamiento sobre una cuestión concreta tiene significados susceptibles de interpretación como, por ejemplo, cuando se interpela al candidato con un “pronúnciese Usted sobre las pensiones” y éste contesta “prefiero suspender mi juicio”, podemos interpretar que el interpelado “no está a favor de esto o de lo otro”. Pero, aunque es evidente que el silencio tiene una función tanto semántica como comunicativa, desde luego está por hacer una descripción “material”, que analice ejemplos, de silencios que interrumpen el lenguaje oral o de lagunas en el lenguaje escrito, de modo que se pueda fijar la retórica de estos silencios. Por eso, la expresión “retórica del silencio” me parece muy acertada. De todos modos, cuando se habla de “silencio”, a uno le viene inmediatamente a la cabeza la utilización que Wittgenstein hace de esa expresión en el Tractatus: aquello que no es enunciable, porque no responde a las categorizaciones objetivas del mundo, es sencillamente “impronunciable”, lo que no quiere decir que no se hable de ello, sino que no significa nada, es decir, que faltan los elementos de su interpretación científica o lógica. Esto último, conecta, en cierto modo, con dos temáticas históricas que son muy importantes, la primera, que procede de Locke y que reelabora Wittgenstein, es la temática del solipsismo o del lenguaje privado. En efecto, como uno no puede estar seguro de que transmite mediante palabras los verdaderos contenidos de su experiencia interna o, dicho a la inversa, como uno no está seguro nunca de que esos contenidos de la experiencia interna sean equivalentes en todos los hablantes, entonces tiene que dar un grado tal de relatividad del lenguaje respecto al hablante que obliga a reducir al lenguaje en una especie de reserva de silencio -considérese, por ejemplo, el caso en el que digo me duelen las muelas, caso en el que no es posible asegurar la expresión agote completamente la experiencia de mi dolor. La segunda temática que Wittgenstein recoge es la transformación que hace este autor del lenguaje privado en lenguaje público, pues lo que expresamos, no es tanto una experiencia privada, cuanto la experiencia que ha quedado acotada en las convenciones semánticas del lenguaje o, en el segundo Wittgenstein, en los usos del lenguaje ordinario. Ahora bien, con esto no se elimina la dificultad propuesta por el lenguaje privado, porque, si bien nosotros utilizamos ciertas convenciones públicas del lenguaje o ciertos usos que están ya consagrados, esto no asegura tampoco que no quede una reserva para lo que es sencillamente impronunciable o innombrable o inefable y éste es un problema grave, sobre todo cuando las experiencias que se quieren transmitirse son tales que, para ellas, no existen categorías empíricas correspondientes, como sucede en el caso de la experiencia mística. ¿Quiere esto decir, entonces, que todo lo inefable que no pueda ser pensado en términos de esa especie de reserva del lenguaje deber ser condenado, debe ser inútil? Yo creo que no. Lo inefable es, como he dicho al principio, una categoría del lenguaje, pero una categoría tal que expresa el límite mismo del lenguaje y, por tanto, da a entender positivamente que hay un “más” de lo que digo. En este sentido, la ampliación del lenguaje a lenguajes sígnicos cualesquiera, muchas veces de carácter icónico, pero que otras muchas veces pueden tener el carácter de movimientos físicos, por ejemplo, de caricias, etc. Todas estas son formas de lenguaje que, a veces, coinciden en buena medida con el lenguaje hablado y, otras veces, avanzan más que éste, como, pongamos por caso, cuando tratamos de explicar a otro lo que nos pasa y finalmente enmudecemos y se nos saltan las lágrimas, pues, en este caso, expresamos, mediante esas lágrimas, un plus que ya no puede ser enunciado, pero que, precisamente, es enunciado por las lágrimas. Por lo tanto, el silencio absoluto sería lo muerto y, al revés, el silencio del que podemos hablar y por el que podemos “hablar” es una forma lingüística que tiene funciones precisas y que da lugar a semánticas progresivamente más laxas o progresivamente menos determinables empíricamente, pero, no por eso, con menos función comunicativa o con menos función convencional, al menos en el sentido de su susceptibilidad de ser interpretada.

 

5. Cuaderno de Materiales.-   Nos gustaría, por último, que nos hablara sobre la relación entre discurso y poder en dos conocidos autores contemporáneos: M. Foucault y J. Habermas.

5. Quintín Racionero.-    Efectivamente los dos autores han reconocido la conexión entre discurso y poder o entre saber y poder o, si se quiere, entre el significado de las palabras y el establecimiento del sentido en tanto que, esto último, es un hecho extrínseco a la intención comunicativa misma, puesto que depende de un tracto de significatividad que está dada al margen, por completo, del uso puro del lenguaje. Esta conexión que los dos autores citados establecen es una conexión hoy completamente admitida. Pero hay una diferencia notable en el planteamiento de este problema entre Foucault y Habermas. En efecto, Habermas cree que existe la posibilidad de la liberación de un “interés desinteresado”. El interés del conocimiento restablece la prioridad de una lógica universal sobre cualquier lógica particular, por lo tanto, se trataría aquí de un interés de la Humanidad y sería necesario aceptar que algo así existe, pero la dificultad se agrava cuando hablamos del interés emancipatorio, pues entonces hay que admitir la posibilidad, sea siquiera contrafáctica, de que se pudieran deponer cualesquiera intereses particulares para depurar un mensaje del proceso comunicativo, es decir, lo que Habermas sostiene es que la estructura comunicativa en la que habita una sociedad de hablantes se puede hacer totalmente transparente al lenguaje mismo, de modo éste pueda ser utilizado sin otros referentes que la universalidad propia de las leyes o la universalidad propia de la Razón práctica kantiana, es decir, la universalidad de los imperativos categóricos. Yo creo que esta propuesta es, ante todo, ingenua, si es que se puede hablar de ingenuidad en este caso, pero, en segundo lugar, creo que es, además, imposible, donde “ingenuo” e “imposible” no es lo mismo. “Ingenua” sería la creencia de que podemos seguir conquistando un mundo progresivamente mejor, lo que involucra toda una serie de convicciones metafísicas a favor de la Filosofía de la Historia, del progreso de la moralidad, etc., por tanto “ingenuidad” es aquí un concepto epistémicamente marcado. Pero, afirmo, además, que es “imposible”, donde esta expresión ya no tiene ese carácter de ingenuidad epistémica, sino que tiene un carácter plenamente lógico: es imposible porque el sistema de una comunicación universal desinteresada sería un sistema ya no lingüístico, es decir, sería un sistema en el que no habría ya que definir el sentido de las palabras porque este sentido ya estaría dado, y lo mismo ocurriría con el sentido de las proposiciones, sería, en fin, el sueño de la lengua filosófica o de la lengua universal. Pero el sueño de la lengua filosófica tiene limitaciones absolutas, puesto que ninguna lengua ordinaria en la que se expresan las convicciones es capaz de superar, primero, su falta de consistencia, y segundo, su incompletitud, de manera que la lengua natural es paradójica y, por mucho que quiera Habermas, nunca vamos a poder discutir la diferencia de pareceres en una forma de limpieza tal que suspendería la propia diferencia de pareceres, es decir, si hubiera un sistema de lengua transparente, de modo que todo pudiera traducirse a un esquema semántico purificado de todo aquello que no fuese universal o ajustado a la forma de imperativo moral, se estaría afirmando con esto que es posible acceder a un lenguaje con las características de un lenguaje comunicativo, es decir, con las características de un lenguaje natural que tendría que tener, sin embargo, las características de la lengua universal o de la lengua filosófica que, en cambio, no es una lengua comunicativa, porque es exactamente la lengua en la que toda comunicación es vertida hacia fuera para hacerla desaparecer, esto es, para permitir simultáneamente una resolución de las controversias. Por lo tanto, creo que el pensamiento de Habermas es un pensamiento extraordinariamente primitivo en este punto, es un pensamiento que nos retrotrae a algunos de los sueños de Leibniz, un pensamiento que se reviste, a veces, de una apariencia kantiana y, otras veces, de una apariencia fichteana, pero que, en realidad, está llena de prejuicios ignotos, desconocidos, para el propio autor.

            Desde luego, me parece mucho más brillante, en el sentido de que es más exacta la idea que tiene Foucault de que no es posible transparentar la estructura de su elemento de poder, no es posible suspender el poder porque el poder mismo funda la estructura, más aún, estructura y organización determinada de poder es una y la misma cosa, de modo que no cabe decir: “se hace transparente una estructura, es decir, se vacía, se limpia de todo interés” porque, entonces, ya no hay estructura, hay esa especie de instrumento lineal que hace imposible toda comunicación porque, finalmente, toda controversia queda resuelta formalmente. Ahora bien, lo cierto es que la propuesta de Foucault, según la cual es el poder mismo –incluso aunque este poder se piense microfísicamente, es decir, aun cuando se piense en todos sus niveles y no, por tanto, según el modelo conspiratorio- quien funda la estructura, lleva a decir que es el poder quien insta a la comunicación, esto es, que sin una determinación epistémica (una determinación estructural de saber-poder), por tanto, sin una codificación de sentidos de acuerdo con unos presupuestos que designan o reproducen ya la estructura social, no es posible la comunicación. Con esto llegamos a una aporía realmente grave: cualquier elemento de liberación en el seno de la episteme lo es en el nombre mismo de aquello que funda la episteme, lo que vendría a querer decir que sólo hay la opción de la ruina de los sistemas estructurales que nos remite a la lógica de la revolución frente a la lógica de la continuidad. Esto nos conduce, a una situación aporética, porque sólo habitando las exterioridades (el afuera) del sistema, y son justamente estas exterioridades las que comportan elementos revolucionarios, se puede conseguir la modificación del sistema. Pero el afuera, por no ser una instancia intrasistemática, no es teleológica, ni está definida por ninguna otra instancia que no sea la de la pura resistencia. Por eso Foucault acaba, a mi juicio un poco patéticamente, reivindicando virtudes muy individualistas, como la enkrateia (el dominio de sí), y en sus discursos finales hay –lo que han contado muy bien los que le conocieron al final de su vida- una especie de reivindicación de un estoico “soporta y renuncia” frente a la posibilidad de una política activa. Como se ve el dilema es sangrante: o bien, en el caso de Habermas, se trata de una pseudo-propuesta que no da lugar a una política porque sencillamente la propuesta es ficticia, o bien, en el caso de Foucault, se trata de una propuesta radical que tampoco da lugar a una política porque ésta es imposible en el seno de tal propuesta. En este momento del pensamiento estamos en lo que se refiere a la teoría política, pero también en lo que se refiere a las propia necesidad de descripción de la filosofía del lenguaje. Lo cierto es que yo no tengo alternativa para las objeciones que he propuesto aquí, por más que tiendo a pensar que una pragmática que tomara conciencia de sí, es decir, que tomara conciencia de su condición necesariamente infecta por su pertenencia a una estructura o, como a veces lo he dicho, una pragmática que a sí misma se considera como sucia, esto es, como afectada por las instancias que reconoce como propias de su misma relevancia significativa, tiene la ventaja de que permite el diálogo real, la comunicación real. Es cierto que esta comunicación no está limpia de intereses, pero la pragmática sucia sólo obliga a que estos intereses sean declarados, sean puestos encima de la mesa, no sean ocultados, para lo que basta con aplicar las máximas de Grice que son, como he explicado antes, éticos y no sólo lógicos. Con esto no creo que vayamos a ninguna parte especialmente fabulosa, pero, al menos, no nos quedamos en una parálisis completa. Defiendo, pues, una filosofía del lenguaje que asume el carácter, no de descripción de los fenómenos del lenguaje, sino de crítica de lo que en esos fenómenos está implicado cultural e incluso ontológicamente –por tanto una pragmática que a sí misma se considera como una pragmática ontológica y que, por eso mismo, se hace cargo de los propios presupuestos, de otra parte inevitables o irreductibles. Esta es, a mi jucio, una propuesta que es, en primer lugar, epistémicamente más interesante que la de Habermas y que, en segundo lugar, da lugar a cierta praxis política que, desde luego no cabe, sea por exceso o por defecto, ni en Habermas ni en Foucault.

 


* Quintín Racionero es profesor de filosofía de la UNED, Universidad Nacional de Educación a Distancia en España. [volver al texto]

 

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