Poder, verdad y normalidad:
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Después de
todo somos
juzgados, condenados, clasificados, obligados a competir, destinados a
vivir de
un cierto modo o a morir en función de unos discursos verdaderos que
conllevan
efectos específicos de poder[1]
En el siguiente
texto llevaremos a
cabo un recorrido por
algunos de los aspectos fundamentales del pensamiento de Foucault. La
cuestión
central que atravesará los diversos puntos que trataremos será, cómo
no, la
cuestión del poder, que articularemos a través de una breve reflexión
sobre la
epistemología (viendo cómo en el orden del saber, la verdad, el
pensamiento o
el discurso el poder es, por una parte, objeto, y por otra,
instrumento) y
sobre la producción de subjetividad (es decir, de identidad) por parte
de las
ciencias humanas.
Existen
unos discursos que tienen
estatuto y función de
verdaderos: operan y circulan como tales y, con frecuencia, nadie se
cuestiona
su veracidad. Ahora bien, Foucault pone bajo sospecha tanto su
veracidad, como
su necesidad y su legitimidad. Como buen lector de Nietzsche que fue,
presintió
que “todas las cosas que duran largo tiempo se embeben progresivamente
y hasta
tal punto de razón que parece increíble que hayan tenido su origen en
la
sinrazón”[2].
De
tanto repetidas, las verdades parecen naturales, descubiertas,
perfectas. Al
contrario que Kant, que, desde su isla de racionalidad,[3]
pretendió la universalidad del conocimiento y la verdad, Foucault
insinúa la
historicidad de los mismos. La lectura de sus textos nos sugiere que
conocimiento y verdad están configurados por el espacio y el tiempo,
esto es,
por el lugar y la época a la que pertenecen.
Así, en cada lugar y época se da una episteme determinada, o, en otras
palabras, un conjunto de
relaciones que pueden conectar las diversas prácticas discursivas
existentes
entre sí. De este modo, lo que cabe analizar si se desea hallar el
umbral[4]
en el
que se empezó a forjar nuestra situación actual, son las regularidades
discursivas que acontecen en un espacio-tiempo y que dan lugar a unas
figuras
epistemológicas particulares, unas ciencias y unos métodos específicos,
unos
sistemas de pensamiento y unas experiencias del mundo concretas.[5]
Saber
y verdad, en consecuencia, son producidos, elaborados en relación a un
contexto
histórico y engendrados y promovidos por los seres humanos. No existe
tal cosa
como “la verdad” única y originaria, ni un avance inexorable por parte
de de
nuestros saberes hacia ella.[6]
Lo
que cabe preguntarse entonces es: ¿cómo se constituyen los saberes y
las verdades?
En el lugar y el momento en que se
produce una verdad –y, en
consecuencia, se excluye y silencia otra-, se establecen unas reglas
del juego,
se inducen formas de subjetividad, también se está ejerciendo el poder
en una
determinada dirección. Por lo tanto, detrás de los saberes y sus
discursos de
verdad, se encuentra el poder. Precisamente por eso, Foucault señaló
que su
trabajo consistió en llevar a cabo una historia política de la
formación de
saberes y verdades: preguntarse por un acontecimiento, o por el momento
de
emergencia de una positividad implica preguntarse por las relaciones y
mecanismos de poder a través de los cuales ha tenido lugar.
Las ciencias humanas resultan ser un
lugar privilegiado en
el que observar la interrelación entre poder, saber y verdad. En la
época de
fundación de la modernidad y del nuevo orden burgués, éstas surgen al
servicio
de la producción de instituciones y saberes que controlen y gestionen
al ser
humano. No es casual, por tanto, que sea precisamente en este momento
en el que
aparecen nuestras ideas actuales de locura, de normalidad o de
penalidad. Tampoco
resulta extraño, entonces, que Foucault desarrollara sus
investigaciones
centrándose en el marco de la época clásica. La modernidad es también
la época
del culto a la razón, del racionalismo, la Ilustración, del desarrollo
de las
ciencias, y de ello se deriva que lo que escapa al los límites del
conocimiento, todo lugar allende la isla y lo que de allí provenga,
aparece
como extraño, hostil o anormal. La modernidad es la época del monólogo
de la
razón: el que no se atiene a su racionalidad no puede formar parte del
“Nosotros”, es el “Otro”, el excluido, el omitido. Tampoco es ya un
sujeto,
sino un objeto de estudio. ¿Para quién? Para quien detenta el buen uso
de la
razón, la verdad, el poder: las ciencias humanas.
Como caso paradigmático
encontraríamos el que se describe en
La Historia de la Locura. La locura,
que en ningún caso puede servir para la obtención de un conocimiento
universal,
objetivo y racional, y que además es improductiva en términos
económicos, pasó
a considerarse, en un momento determinado, embustera, ridícula,
grotesca e
indeseable. Se le niega toda posibilidad de verdad, de lenguaje, y todo
en ella
se vuelve irracional, absurdo e incluso peligroso. Bajo este pretexto,
se
decreta su encierro.[7]
Ahora bien, antes de que
apareciera el lenguaje de la psiquiatría, no existía una experiencia
diferenciada de la locura y la razón.[8]
Hacia
el siglo XVIII, ésta ciencia humana pasó a detentar el discurso
verdadero a
propósito de la racionalidad y a disponer quién era conforme a la razón
y quién
incompatible con ella, quién el cuerdo y quién el loco, quién, en
definitiva,
pertenecía al grueso homogéneo de los “normales” y quién al grupo
marginal de
los “anormales”.
Junto a la distinción
locura-sinrazón, se idearon tantas
otras: buen ciudadano-delincuente, sano-enfermo, practicante de una
sexualidad
ordenada o de perversiones, etc. Las ciencias humanas pasaron, en
consecuencia,
a ejercer un poder sobre los individuos: el de decidir cuál era su
lugar en la
sociedad como integrantes de la misma o como marginados.
Así pues, saber y poder siempre se
encuentran íntimamente
ligados e implicados.[9]
Las
ciencias humanas producen verdades que traspasan los límites de lo
puramente
académico y se extienden por todo el tejido social, es decir, que ponen
en
circulación verdades y conjuntos de reglas que deben ser acatadas y
seguidas.
En el siglo XVIII, con el perfeccionamiento de lo que Foucault llama
los “procedimientos
panópticos”, ocurre lo siguiente:
Formación
de saber y aumento de poder
se refuerzan
regularmente según un proceso circular (...). El hospital primero,
después la
escuela, y más tarde aún el taller (...) han llegado a ser, gracias a
las
disciplinas, unos aparatos tales que todo mecanismo de objetivación
puede valer
como instrumento de sometimiento, y todo aumento de poder da lugar a
unos
conocimientos posibles.[10]
De
este modo, el poder es ejercido
encerrando y excluyendo, desplegando
un control sobre los individuos y sobre los discursos de verdad. Al
mismo
tiempo, las ciencias humanas producen saber a partir de este encierro,
saber
que, a su vez, afina el encierro y la exclusión de forma que poder
disciplinario y saber de las ciencias humanas se implican en un bucle
de
retroalimentación mutua. No nos sorprende, entonces, que, tanto hace
dos siglos
como en la actualidad, sean los especialistas cuyos saberes están
inscritos
bajo el dominio del alma, esto es, los expertos en ciencias humanas,
los
encargados de supervisar los castigos en las prisiones (psicólogos,
médicos y
trabajadores sociales, entre otros) y la sanción o aprobación de las
conductas
en general (psicólogos y médicos de nuevo, pedagogos, sexólogos,
educadores y
profesores, etc.). En el alma del ser humano contemporáneo todavía se
pueden
reconocer los signos de ciertas tecnologías de poder sobre el cuerpo en
las que
las ciencias humanas tienen mucho que ver. Pero éste es un tema que
ampliaremos
en el punto siguiente.
Hacia
el siglo XVIII acontece un
corte, se da -utilizando el
término de un autor cuyo pensamiento guarda no pocos paralelismos con
el de
Foucault-, un cambio de paradigma en el que las relaciones de poder
existentes
cambian. Como consecuencia del surgimiento de un nuevo orden político,
social y
económico impulsado por la burguesía, aparecen nuevas formas de
gobierno de la
población y, en consecuencia, nuevas formas de ejercer el poder. En
este
escenario, se originan dos tecnologías de poder que se superponen con
el
objetivo de controlar y gestionar la población de una forma eficiente y
eficaz
útil para el nuevo orden: por un lado, “una técnica disciplinaria,
centrada en
el cuerpo, que produce efectos individualizantes y manipula al cuerpo
como foco
de fuerzas que deben hacerse útiles y dóciles”; por otra, “una
tecnología
centrada sobre la vida (...), que recoge efectos masivos de una
población
específica y trata de controlar la serie de acontecimientos aleatorios
que se
producen en una masa viviente (...), una tecnología en la que los
cuerpos son
ubicados en procesos biológicos de conjunto”.[12]
En otras palabras, con el nacimiento
del orden burgués nacen
también las técnicas disciplinarias y la biopolítica, que posibilitan
una nueva
economía del poder que, mediante determinados procedimientos, permite
hacer
circular efectos de poder de manera continua, ininterrumpida y adaptada
a los
individuos por todo el cuerpo social.[13]Las
técnicas disciplinarias son métodos que consisten en controlar
rigurosamente
las operaciones del cuerpo de las personas con el objetivo de
garantizar una
sujeción continua y persistente de sus fuerzas para imponerles una
relación de
utilidad-docilidad.[14]
El
nuevo régimen es consciente del potencial del cuerpo: éste no debe ser
maltratado, sino aprovechado. Pero, ¿cómo lograrlo? Pues tratando de
aumentar
dichas fuerzas en términos económicos, y disminuyéndolas al mismo
tiempo en
términos políticos de obediencia.
La disciplina adiestra y saca partido
a las capacidades que
caracterizan a cada individuo. Desde la más tierna infancia se nos
enseña a ser
obedientes; a reprimir la alegría excesiva o la diversión, también los
accesos
de llanto; se penaliza nuestra impuntualidad y cualquier distracción;
la
indocilidad es castigada, los gestos impertinentes censurados; otros
fijan de
antemano a qué podemos jugar y en el futuro aspirar en función de
nuestro sexo,
etc. Pero también se nos insta a desarrollar determinadas virtudes: si
tienes
dotes para el estudio, entonces deberás sacar buenas notas; si tienes
un cuerpo
fuerte y hábil quizá podrás ser un deportista de élite; si eres
ambicioso,
entonces “llegarás lejos”, etc. Por otra parte, estando nuestro cuerpo
demasiado sujeto a las rutinas diarias y nuestra mente concentrada en
alcanzar
las metas que se nos imponen, ¿qué tiempo y voluntad nos queda para
reflexionar
sobre nuestra situación?; si además estamos convencidos de que el
estado de
cosas vigente funciona y es bueno para todos, ¿para qué cuestionarlo?
Estos son
los cuerpos (y las mentes) útiles y dóciles que se complace en producir
la
sociedad disciplinaria.[15]
En
lo referente a la biopolítica, el
control se establecería
de forma paralela a como ocurre con las disciplinas, pero en este caso
el
objeto de estudio y dominación no sería ya el individuo sino la
población en su
conjunto, la especie, la vida. Natalidad, mortalidad, demografía,
enfermedad,
salud e higiene públicas y demás problemas colectivos pasan a ser una
cuestión
primordial para la biopolítica. El porqué se puede buscar en el
importante
papel que juegan estos elementos en los ámbitos de la economía y la
política. Un
loco, por ejemplo, no es el tipo de cuerpo útil y dócil que el nuevo
orden
económico, político y social necesita; en consecuencia, éste debe ser
encerrado.
La sexualidad, por su parte,
constituye el terreno excepcional
en el que se articulan disciplinas y biopolítica.[16]
Esto
explicaría, como indica Foucault, el protagonismo que ésta adquiere
para la
medicina hacia el siglo XIX, porque la sexualidad tiene que ver con el
cuerpo
individual del sujeto, pero también con fenómenos globales como la
natalidad o
las enfermedades de transmisión sexual. De este modo, un homosexual o
un
transexual “atentan” (o, al menos, lo hacían hasta hace poco, porque
esta
percepción de los hechos está quedando en desuso) de dos maneras
distintas
contra el orden establecido: por una parte, no se ajustan a la
normalidad de
las conductas sexuales estereotipadas consideradas como válidas o
reglamentarias por el resto de la sociedad; por otra, no siguen la
dinámica del
resto de la población en lo que refiere a la formación de una familia
tradicional “normal”, entre otras cosas, porque con frecuencia no
pueden tener
descendencia sin recurrir a ciertas tecnologías de la fertilidad o a la
adopción.
Lo que cabe preguntarse entonces es: ¿quién establece, tanto en el
ámbito de la
biopolítica como en el de las disciplinas, qué es normal y qué no? Ya
hemos
sugerido el papel esencial de las ciencias humanas a este respecto.
Las ciencias humanas disponen cómo
debe ser y actuar el
hombre moderno (y también el contemporáneo). Los médicos nos dicen cómo
hemos
de hacer para estar sanos, también prescriben fármacos para solucionar
males,
incluso en ocasiones intervienen quirúrgicamente nuestro cuerpo para
mejorarlo,
ya sea funcional o estéticamente; los psicólogos nos ayudan a ser
asertivos
(ésta es una de las palabras favoritas de su jerga), a afrontar las
crisis
vitales, a tomar decisiones importantes, a orientarnos; y así un largo
etcétera. Sin embargo, puede que los medicamentos no siempre sean
necesarios
para solucionar cualquier dolencia; o que las operaciones estéticas
sean casi
en su totalidad prescindibles; o que la reflexión sobre la propia
existencia, y
las decisiones que uno debe tomar, sea más un trabajo para uno mismo
que para
que lo lleve a cabo otro, aunque éste se haya profesionalizado en ello.
Además de decretar cual es la forma
correcta de ser y actuar
para las personas, las ciencias humanas se encuentran vinculadas a los
procedimientos disciplinarios que sujetan al hombre una serie de
normas. Éstas
ejercen su influencia en la organización y metodología que sigue la
enseñanza,
por ejemplo, a través de la pedagogía; en el funcionamiento de una
fábrica o
empresa, a través de la economía o la sociología; en las creencias y
valores
que poseen y transmiten las familias, etc. La nuestra es una sociedad
disciplinaria en la que una red invisible y difusa de poder que lo
atraviesa
todo produce y reproduce nuestros hábitos, nuestras costumbres,
nuestros pensamientos,
las experiencias y percepciones que tenemos de determinados objetos, y,
en
definitiva, regula nuestras conductas.
Foucault afirma que las antiguas
formas de poder violentas y
rituales fueron sustituidas en la modernidad por una tecnología fina,
sutil,
calculadora y precisa de la sumisión.[17]En
el
umbral en el que surge nuestro presente se da una paradoja: mientras se
promulgan ideales revolucionarios de libertad y se aboga por instaurar
constituciones democráticas, una legión de micropoderes se extiende por
doquier. Lo que manda, a pesar de lo que nos pueda parecer, no es el
sistema
legislativo al que se supone que nos atenemos, sino las normas. El
poder
disciplinario establece una suerte de “infrapenalidad” que castiga toda
clase
de conductas menores que, por supuesto, la ley ligada al sistema penal
no
contempla. La ley determina el encierro dentro de la prisión; las
normas, por
el contrario, imperan dentro y fuera de ella.[18]
Así pues, las sociedades
autodenominadas libres y
democráticas se encuentran sometidas tanto al sistema capitalista[19]
como
al poder disciplinario de la norma; los individuos, por nuestra parte,
no somos
tan libres como podemos creer, a pesar de poder escoger (en mayor o
menor
medida) qué profesión desempeñar, qué pareja tener, el color de nuestra
ropa,
finalmente los mecanismos disciplinarios alcanzan su objetivo: somos
individuos-masa, normalizados, cuerpos dóciles y productivos
económicamente que
elegimos el color de nuestra ropa, la pareja con la que dormimos o la
profesión
que tenemos en base a unos prejuicios infundados, a una mentalidad
producida.
¿O acaso conoce el lector una persona cuya máxima realización personal
consista
en ser basurero, o fregasuelos? ¿O a alguien de clase media o alta
enamorado de
un inmigrante ilegal subsahariano? ¿A algún valiente que vaya al
trabajo o a un
evento social, como una boda, realmente vestido como le apetezca? Los
dispositivos de observación y dominación[20]
basados en la mirada se encuentran diseminados por toda la red social.
Constantemente, nos sentimos vigilados y juzgados, al tiempo que
nosotros
hacemos lo mismo con los demás, por lo que, finalmente, todos somos
jueces de
la normalidad y esclavos de la misma a la vez.
Los dispositivos disciplinarios,
además, constituyen
mecanismos de control constante: en la escuela, el trabajo y en nuestra
vida
cotidiana en general, nuestro tiempo está administrado según un patrón
común.
Todos nos levantamos a una hora similar por la mañana, nos desplazamos
al lugar
de estudio o trabajo, hacemos un descanso a media mañana, volvemos al
trabajo,
salimos a comer, etc. Del mismo modo, también el espacio está
distribuido de
una manera particular: en el barrio céntrico de la ciudad, los vecinos
gozan de
una posición socialmente privilegiada, hay zonas ajardinadas y el
Ayuntamiento
se encarga de cuidar las calles; en el barrio periférico, al que los
demás
denominan ‘marginal’, habitan las clases trabajadoras, los inmigrantes,
los
gitanos, las prostitutas y no hay jardines, las calles están
descuidadas y las
fachadas de los edificios ajadas. En el colegio, o incluso en la
Universidad,
los alumnos se sientan en pupitres distribuidos en filas y columnas, de
manera
que puedan ser vigilados; el profesor, suele estar situado en una
tarima
situada más alta, desde la que puede observarlos bien, controlarlos, y
también
ser visto. Por supuesto, su localización espacial, al estar más alta,
denota su
autoridad y preponderancia respecto a los alumnos.
Pero a los mecanismos disciplinarios
de vigilancia, control
y jerarquización externos, también les acompañan otros igual de
efectivos: los
de autovigilancia y autocontrol.
En la sociedad disciplinaria, el
individuo, igual que el
preso en la cárcel, siente que está siendo vigilado constantemente,
esté
ocurriendo esto realmente o no, por una suerte de panóptico
omnipresente. Y
hasta tal punto llega la intimidación que ejerce esta vigilancia sobre
él, que
interioriza el control al que teme que debe ser sometido, llegando a
ser él
mismo el que domina su conducta, regula sus hábitos o encauza sus
acciones en
una dirección determinada sin necesidad de que alguien lo fuerce
mediante la
violencia.
Foucault señala que el sistema penal
“es la forma en la que
el poder, en tanto que poder, se muestra del modo más manifiesto”.[21]Cuando
alguien se encuentra en la cárcel, todas las facetas de su vida están
controladas: no puede salir, ni hacer el amor, ni estar cerca de sus
familiares; come cuando y lo que otros deciden...En definitiva, el
poder en la
prisión se muestra de forma totalmente ostensible e incluso, como
afirma el
propio autor, delirante, extrema. Sin embargo, este ejercicio feroz del
poder
se encuentra justificado por una suerte de postulado moral: se cree que
el
castigo es merecido por el castigado, que las autoridades que velan por
el buen
funcionamiento de la sociedad y ajustician a aquél que entorpece su
buena
marcha, que en la prisión triunfa el bien sobre el mal.[22]
Estas creencias forman parte de esa amalgama inconsciente de ideas
interiorizadas que nos han inducido las técnicas disciplinarias. Por
eso no
sorprende que las mismas normas que funcionan en la prisión, circulen
de una
manera similar por todo el cuerpo social, extendiéndose a todos los
ámbitos de
la vida cotidiana, porque nuestra organización de la sociedad asienta
sus cimientos
sobre el poder disciplinario.
De este modo, las ciencias humanas,
como veníamos diciendo, ejercen
un control sobre el cuerpo elaborado a base de ritmos, hábitos,
comportamientos, y, además, sus instituciones representan un régimen de
control
que también tiene efectos en nuestra interioridad y condiciona nuestra
conducta: aunque nunca nos hayan llevado presos, o encerrado en un
sanatorio,
la prisión o el manicomio tienen un significado claro para nosotros. El
lugar del
encierro simboliza el emplazamiento al que van a parar los indeseables,
los
criminales, los locos, los excluidos. Las ciencias humanas y sus
instituciones,
al ser las que producen la figura del loco o la del delincuente, actúan
a modo
de cedazo, separando las “impurezas”, cribando los individuos que
componen la
sociedad, estableciendo una distinción entre incluidos y excluidos.
Estas distinciones, además, provocan
efectos de
reconocimiento.[23]
De este modo, las
ciencias humanas instituyen mediante su discurso de verdad identidades
o semejanzas
y diferencias o exclusiones. “La penalidad perfecta –dice Foucault- que
atraviesa todos los puntos y controla todos los instantes de las
instituciones
disciplinarias compara, diferencia, jerarquiza, homogeneiza, excluye.
En una
palabra, normaliza”. Lo semejante está del lado de la normalidad, lo
que se
adecua al canon, lo que es conforme a un mismo patrón homogeneizador y
lo que
corresponde con aquello en lo que el individuo-masa busca reconocerse;
la
anormalidad, en cambio, pertenece al dominio de la rareza y la fealdad,
al
ámbito de lo irregular, la anomalía que debe ser eliminada.
En los estudios de Foucault vemos
cómo la locura y la delincuencia
fueron encerradas, pero en nuestra realidad cotidiana podemos observar
cómo el
que no se ajusta a la norma es señalado, menospreciado, risible,
marginado,
agredido, etc. Una peculiaridad física, una opción sexual determinada,
un
timbre de voz particular o una forma de vida alternativa constituyen,
con
frecuencia, motivos para ser señalados, aunque en realidad no sean más
que muestras
de la diversidad del mundo: la realidad es múltiple, las personas son
diferentes y también nuestras elecciones lo son (o deberían poder
serlo). Lo
que resulta absurdo, entonces, no es la particularidad de cada uno,
sino la
voluntad de ceñirse a la ortodoxia que nos es impuesta y hacer lo que
sea para
poder reconocernos y ser reconocidos en el grupo de los normales, así
como el
hecho de convenir en que existan unas jerarquías sociales fundadas en
la
normalidad (es decir, mostrarse conforme con la idea de que los
“normales” son
mejores).[24]
El poder toma formas múltiples y
móviles, por lo que no sólo
actúa inhibiendo, condenando o anulando. En consecuencia, no se puede
hablar
sólo de su faceta negativa si se pretende abordar la cuestión de cómo
éste
influye en la formación de identidades. Como hemos ido viendo, el poder
también
puede tomar una figura positiva, productiva: “el poder produce
realidad,
produce ámbitos de objetos y rituales de verdad”.[25]Del
mismo modo, el poder produce sujetos, identidades y diferencias. “Si el
poder
no fuera más que represivo, si no hiciera otra cosa que decir no, ¿cree
usted
verdaderamente que llegaríamos a obedecerlo?”,[26]
pregunta Foucault a su interlocutor en un diálogo. El poder estimula,
incita a
hacer determinadas cosas, a tener determinados valores, también induce
placer
y, en definitiva, nos hace ser quien somos: una vez más, individuos
dóciles y
útiles. Un ejemplo claro: en las sociedades occidentales, al contrario
de lo
que ocurría hace unos años, o de lo que sigue ocurriendo en otros
países, se
nos alienta a mostrar nuestro cuerpo. A través de la moda, la cirugía,
la
cosmética, la dieta, el deporte casi se nos trata de imponer el cuidado
del
cuerpo como una obligación, pero una clase de cuidados que se encauzan
en una
determinada dirección: la del consumo. De este modo, no se nos
invitaría a
cuidar realmente nuestro cuerpo, sino a hacerlo coincidir con los
modelos que
dictaminan ciertas industrias.[27]
Mantener el propio cuerpo acorde con dichas pautas constituye, además,
una
empresa de proporciones épicas, puesto que exige (de nuevo) un trabajo
constante de autovigilancia y examen, e implica una preocupación
ininterrumpida, un empleo de tiempo y esfuerzo, una jerarquía de
necesidades.
Otro buen ejemplo de la faceta
productiva del poder lo
encontraríamos en la escala de valores de las personas que componemos
las
sociedades occidentales. A menudo, tenemos interiorizado el valor de
tener un
trabajo bien remunerado, un buen coche, ropa a la moda, de ser guapos,
de estar
sanos y demás; de este modo, consideramos positivamente aquellos
valores que
nos induce la sociedad de consumo, pero olvidamos o postergamos otros
valores
como aquellos relacionados con la solidaridad, la sostenibilidad o la
justicia.
En los ejemplos que hemos utilizado,
el poder tomaría la
forma de poder económico; sin embargo, ello no implica que el poder se
localice
en la economía o en otras grandes instituciones como el Estado.[28]
El
poder, por el contrario, es como una suerte de malla que se extiende
por todo
el tejido social, puesto que en toda relación humana existe una
relación de
poder. Éstas se dan entre grandes organismos e individuos, entre
empresas y
trabajadores, entre políticos y votantes, pero también existen a otros
niveles
mucho más cotidianos: entre amigos, entre amantes, entre padres e hijos.[29]
De
este modo, no podemos estar fuera del poder, éste atraviesa
conciencias,
cuerpos, relaciones sociales, o, en otras palabras, circula a través de
nosotros, lo individuos.[30]
Sin
embargo, esto no implica que deba aceptarse como una forma ineludible
de
dominación. Del mismo modo en que el poder es múltiple en sus formas e
integrable en estrategias diversas, también lo son las maneras de
oponerse a
él. Los individuos no somos necesariamente el blanco inerte del poder,
sino que
éste nos transita transversalmente; en consecuencia, del mismo modo en
que es
ejercido en una dirección, es posible cambiar su rumbo. Así pues,
aunque el ser
humano contemporáneo sea un producto resultante de la interacción entre
poder
disciplinario y saber de las ciencias humanas, también existe la
posibilidad de
un presente y un futuro diferentes. Esta cuestión es la que trataremos
en el
siguiente punto.
A
lo largo de este texto hemos
tratado de mostrar cómo las
denominadas ciencias humanas producen discursos que funcionan como
verdaderos,
creando también sujetos e identidades. Asimismo, hemos visto que, al
aportar su
verdad sobre el hombre bajo la máscara de filantropía, lo que hacen
realmente es
sujetarlo a las identidades que ellas mismas producen. En resumen, los
discursos de verdad que las ciencias humanas pusieron en marcha (sobre
la
locura, la delincuencia o la anormalidad) en un momento dado,
traspasaron los
muros de los hospitales, los manicomios o las cárceles, y pusieron en
funcionamiento unos complejos mecanismos en virtud de los cuales las
personas,
desde la modernidad hasta ahora, han sido homogeneizadas a través de su
común
sujeción a las normas.
Estas normas constituirían el ámbito
de la costumbre, lo
rutinario, aquello conocido y que, por tanto, nos da seguridad. En
otras
palabras, el enclave de la normalidad sería también el de la isla
kantiana de
racionalidad y unidad. Más allá de sus límites se encontraría el
océano, las
aguas enigmáticas del territorio de lo ignoto, pero también la
libertad, la
posibilidad de ser curioso, explorador, de pensar de otro modo. Esta
opción
probablemente sea la más arriesgada y la que provoque más angustia: ser
libre
no siempre es el camino más fácil, pero, ¿qué es el ser humano sino un
sujeto
que se afirma a través de sus proyectos como una trascendencia?[31]
Una
de las pequeñas acciones locales
que nosotros podemos
llevar a cabo para plantarle cara al poder que es ejercido sobre
nosotros en
contra de nuestra voluntad es rechazar la identidad que nos es impuesta
desde
el discurso dominante; renunciar a la uniformidad, la homogeneidad, la
normalidad, los roles que son producidos y con los que nos reconocemos,
y
reivindicar las propias diferencias, la diversidad de identidades, la
multiplicidad del mundo. Se trata, entonces, de tomar la propia
existencia como
objeto de elaboración constante (tarea ética y política) y como obra de
arte
(tarea estética).
Por lo que a la filosofía respecta,
la propuesta de Foucault
consistiría en hacer filosofía desde el océano. No se trataría ya de
fundamentarla, de crear un sistema capaz de dar cuenta de la realidad
al
completo o de poner límites al conocimiento. En el ser humano residen
más
capacidades además de la de conocer. Encerrarlo en el ámbito
circunscrito de la
racionalidad (o, más bien de una racionalidad determinada) y la
normalidad, de
la isla, implica limitarlo, reducirlo, cercenarlo. Sin embargo, para el
ser
humano es posible establecer relaciones polimorfas con las cosas. La
razón
trata al mundo como un mero objeto inerte, prescribe leyes a la
naturaleza, y
también al hombre; desde el océano, en cambio, se alcanza a entrever la
riqueza
de la realidad y su palpitante vitalidad. El artista, el poeta, o
cualquiera
que se atreva a adentrarse en las aguas esotéricas, no pretende hallar
el
conocimiento verdadero, sino que escucha la voz del mundo de una manera
distinta, entablando un intercambio con él más allá de los límites que
la razón
impone.
La filosofía, por tanto, debe ir de
la mano de la
curiosidad. Pero una clase especial de curiosidad: aquella que incita a
ir más
allá de lo obvio, a buscar otra manera de ver las cosas, que impulsa a
deshacernos de nuestras familiaridades[32]
y
hacer visible aquello que nos es tan próximo que ni siquiera reparamos
en ello.[33]Aquellos
que deciden quedarse con la seguridad de la isla hacen de su tarea
legitimar lo
que ya se sabe; meterse en el barco y adentrarse en el océano, por el
contrario, implica desplazarse, hacer un esfuerzo por pensar de manera
distinta,
transformar los valores adquiridos y, en definitiva, “llegar a ser otra
cosa de
lo que se es”.[34]
Si, como hizo Foucault con Nietzsche,
nos servimos su
pensamiento para utilizarlo, deformarlo y hacerlo chirriar, podemos
leer en sus
obras una invitación a rasgar nuestras ataduras y sujeciones; a
emanciparnos,
ser autónomos, soberanos de nuestra propia existencia; a acariciar
nuestros
propios proyectos, realizar nuestros propios fines y, en definitiva, a
trascendernos día a día mediante el ejercicio de nuestra libertad.
M. Foucault: Las palabras y las cosas, Siglo XXI, Madrid, 1999.
M. Foucault: La arqueología del saber, Siglo XXI, Méjico, 1999.
M. Foucault: El orden del discurso, Tusquets, Cuadernos Marginales, Barcelona, 1973.
M. Foucault: La verdad y las formas jurídicas, Gedisa, Barcelona, 1996.
M. Foucault: Vigilar
y
castigar. Nacimiento de la prisión, Siglo XXI, Madrid, 2005
M. Foucault: Genealogía del racismo, La Piqueta, Madrid, 1992.
M. Foucault: La voluntad de saber. Primer volumen de la Historia de la sexualidad, Siglo XXI, 1977.
M. Foucault: La inquietud de sí. Tercer volumen de la Historia de la sexualidad, Siglo XXI, 1984.
M. Foucault: Microfísica
del poder, La Piqueta, Madrid, 1978.
M. Foucault: Un diálogo sobre el poder y otras conversaciones, Alianza, Madrid, 1981.
M. Foucault: Saber y verdad, La Piqueta, Madrid, 1985.
M. Foucault: Estética, ética y hermenéutica. Obras esenciales, Vol. III, Paidós, Barcelona, 1999.
M. Morey: Lectura de Foucault, Taurus, Madrid, 1983.
VV. AA.: Discurso, Poder, Sujeto. Lecturas sobre Michel Foucault, Ramón Máiz compilador, Universidad Santiago de Compostela, 1987. (Foucault incluye en esta obra el texto “El poder y la norma”).
[1]
M.
Foucault: “Curso del 14 de enero de
[2]
Aforismo I del libro Aurora de
Nietzsche, citado por M. Morey en “Érase una vez…: M. Foucault y el
problema
del sentido de la historia”, en Discurso,
Poder, Sujeto. Lecturas sobre Michel Foucault, Ramón Máiz
compilador,
Universidad Santiago de Compostela, 1987.
[3]
En
referencia al fragmento b295 de la Crítica
de la Razón Pura de Kant.
[4]
El
concepto de umbral es descrito por el autor del siguiente modo: “Al
momento a
partir del cual una práctica discursiva se individualiza y adquiere su
autonomía, al momento, por consiguiente, en que se encuentra actuando
un único
sistema de formación de los enunciados, o también al momento en que ese
sistema
se transforma, podrá llamársele umbral de
positividad.” M. Foucault: La
arqueología del saber, Siglo XXI, Méjico, 1999, pp. 314.
Por otra
parte, cabe recordar que la preocupación filosófica de Foucault es
llevar a
cabo una ontología del presente, es decir, llegar a hacer inteligible
cómo
hemos llegado a ser lo que somos.
[5]
La
noción de episteme aparece descrita
en M. Foucault: Ob. Cit., pp. 322 y
323.
[6]
En La verdad y las formas jurídicas
Foucault pone de manifiesto que existen dos formas distintas de hacer
historia
de la verdad: por una parte, la que se practica desde la historia de la
ciencia, que interpreta la verdad como algo que se va desplegando a
través de
la historia, vinculado a la noción de progreso, y que supone a la
ciencia en
continuo avance y progresión hacia su perfección. Por otra, la que ve
en el
pasado un baúl en el que buscar las pistas para comprender el presente.
M.
Foucault: La verdad y las formas
jurídicas, Gedisa, Barcelona, 1996, pp. 17.
[7]
Un
ejemplo muy visual de la mecánica que hemos descrito, podemos verlo en
la
película Johnny cogió su fusil. A
pesar de que se conoce que el protagonista puede sentir e incluso que
puede
comunicarse, le es negada la palabra y el derecho a decidir (incluso
sobre su
propia vida), se le silencia, se le oculta bajo una manta y se le
encierra en
una habitación de hospital oscura por orden de sus superiores, hombres
admirados y respetados por la nación. El loco y el delincuente son
silenciados
e incomunicados de manera similar por las instituciones sanitarias o
penitenciarias. De forma parecida, en nuestra sociedad existen personas al margen de la
“normalidad” en una
situación parecida: los ancianos, los discapacitados o los inmigrantes
tampoco
tienen voz, y a menudo se les confina al olvido como al protagonista
del film.
[8]
M.
Foucault: Prólogo a Locura y Sinrazón.
Historia de la Locura en la época clásica. Ed. Plon. 1961. Michel Foucault. (En Dits
et Écrits 4; 159. Éditions Gallimard).Traducción de Amparo
Rovira en 2001
disponible en la página web: http://www.librodenotas.com/almacen/Archivos/003546.html
[9]
Esto
ocurre porque, al ejercer el poder, se crean objetos de saber que
posteriormente se utilizan; por otra parte, el detentar un saber
conlleva
efectos de poder. El poder, entonces, es al mismo tiempo objeto e
instrumento
del saber.
[10]
M.
Foucault: Vigilar y castigar. Nacimiento
de la prisión, Siglo XXI, Madrid, 2005, pp. 227.
[11]
El
título de este apartado está inspirado en la pregunta que Foucault se
realiza
en Vigilar y castigar: “¿Puede
hacerse
una genealogía de la moral moderna a partir de una historia política de
los
cuerpos?”. Ob. Cit., pp. 32.
[12]
M.
Foucault: Genealogía del racismo,
La
Piqueta, Madrid, 1992. Lección undécima, pp. 258.
[13]
M.
Foucault: “Verdad y poder”, en Un diálogo
sobre el poder, Alianza, Madrid, 1981, pp. 183.
[14]
M.
Foucault: Vigilar y castigar. Nacimiento
de la prisión, Siglo XXI, Madrid, 2005, pp. 141.
[15]
T.
Adorno también llama la atención sobre la cuestión de la utilización de
las
personas como meros productoras y consumidoras; cuerpos en los que la
cultura
de masas perpetúa viejos valores de sumisión y conformismo que
convienen a la
maquinaria del poder económico; cultura de masas en la que se nos hace
creer en
la posibilidad de elegir, pero en la que sólo hay una repetición de lo
mismo
una y otra vez. Finalmente, la sociedad resulta ser una suerte de
agregado de
individuos estándares, aislados, incapaces de pensar por sí mismos o
realizar
acciones conjuntas con los demás. Una sociedad fragmentada y
manipulable como
esta es la que conviene a los totalitarismos. Ver T. Adorno y M.
Horkheimer: Dialéctica de la Ilustración,
Trotta,
Madrid, 2005.
[16]
M.
Foucault: Genealogía del racismo,
La
Piqueta, Madrid, 1992. Lección undécima, pp.260-261.
[17]
M.
Foucault: Vigilar y castigar. Nacimiento
de la prisión, Siglo XXI, Madrid, 2005, pp. 223 y 224. En
esta obra,
además, se desarrolla con detalle esta idea. En ella, Foucault nos
muestra el
cambio que se da en la penalidad en el siglo XVIII: se pasa de
supliciar el
cuerpo del condenado a tratar de reformar su alma mediante el control
de su
cuerpo durante su reclusión penitenciaria. Los verdugos son sustituidos
por los
expertos en ciencias humanas que elaboran este régimen de control
mediante
rutinas, horarios, etc. Lo que ocurre en el ámbito restringido de la
prisión es
un preludio de lo que ocurrirá en el ámbito más amplio de la sociedad:
a partir
de un momento determinado la normalización se va extendiendo, hasta
convertirse
en aquello que pauta cada momento y cada acción de la vida cotidiana.
[18]
Foucault nos llega a hablar de las instituciones en términos de
secuestro.
Éstas no tendrían ya como función excluir, sino sobre todo, fijar a los
individuos en base a una norma mediante el control del cuerpo y el
control del
tiempo de los individuos. Mediante el
recurso al panoptismo o la vigilancia constante, las
instituciones de
secuestro tienen como objetivo (o traen como consecuencia) una
transformación
de la vida en fuerza productiva. M Foucault: La
verdad y las formas jurídicas, Gedisa, Barcelona, 1996, pp.
128-137.
[19]
Cabe
recordar que el aumento de la población, su gestión eficiente para
asimilarla
al aparato de producción y el crecimiento de la acumulación de capital
son
fenómenos que fueron (y siguen yendo) de la mano.
[20]
Entendemos por dispositivos un conjunto heterogéneo de instituciones,
discursos, instalaciones arquitectónicas, leyes, decisiones
reglamentarias,
medidas adminisrativas, enunciados científicos, proposiciones
filosóficas,
etc., como reseña Foucault en Saber y
verdad, La Piqueta, Madrid, 1985, pp. 128.
[21]
M.
Foucault: Un diálogo sobre el poder y
otras conversaciones, Alianza, Madrid, 1981, pp. 11.
[22]
En
“Más allá del bien y del mal”, Foucault pone de manifiesto que se
mantiene el
terror al criminal y
se agita la amenaza
de lo monstruoso para reforzar la ideología del bien y del mal, de lo
permitido
y lo prohibido. Microfísica del poder.,
pp. 38.
[23]
A
este respecto señala Foucault que: “Los códigos fundamentales de una
cultura
–los que rigen su lenguaje-, sus esquemas perceptivos, sus cambios, sus
técnicas, sus valores, la jerarquía de sus prácticas- fijan de antemano
para
cada hombre los órdenes empíricos con los cuales tendrá algo que ver y
en los
que se reconocerá”. Prefacio a Las
palabras y las cosas, Siglo XXI, Madrid, 1999, pp. 5.
[24]
No
obstante, es evidente que en muchas ocasiones somos nosotros mismos los
que
optamos por no elegir y dejar que otros lo hagan por nosotros o por no
afirmar
nuestra propia personalidad u opinión.
Foucault,
por su parte, señala que en algunos momentos han sido las propias masas
las que
han deseado que el poder fuera ejercido sobre ellas y a sus expensas
(por
ejemplo, en las diversas formas de fascismo), por paradójico que esto
pueda
parecer. M. Foucault: “Los intelectuales y el poder”, en Microfísica
del poder, La Piqueta, Madrid, 1978, pp. 85.
La
explicación a este hecho no es sencilla; sin embargo, parece que detrás
de esta
desidia podría encontrarse el miedo a la libertad y a la
responsabilidad que
conllevan nuestros propios actos, como han sugerido S. de Beauvoir,
Sartre o
Kierkegaard.
[25]
M.
Foucault: Vigilar y castigar. Nacimiento
de la prisión, Siglo XXI, Madrid, 2005, pp. 198.
[26]
M.
Foucault: Un diálogo sobre el poder y
otras conversaciones, Alianza, Madrid, 1981, pp. 137.
[27]
G.
Deleuze llega a afirmar literalmente que “el marketing es el
instrumento del
nuevo control social y forma la nueva raza impúdica de nuestros
dueños”. Éste
control, además, se ejercería en dos direcciones, como también observa
Foucault: por una parte, masificando, haciendo de la multiplicidad de
sujetos
un solo cuerpo; por otra, individualizando, moldeando a cada individuo.
Esta
última forma de control resultaría particularmente interesante, puesto
que es
sorprendente hasta qué punto, a mi modo de ver, calan en nosotros éstos
dispositivos
de individualización sin que reparemos en ellos. Así, somos, hasta
cierto
punto, conscientes de que en nuestra sociedad existen discursos
dominantes,
homogeneizadores, que hacen de nosotros individuos-masa, pero no de que
también
existen discursos individualizadores que influyen tanto en la
configuración de
nuestra personalidad, como en la de nuestros valores o nuestra forma de
vida.
Deleuze pone el ejemplo de las empresas, que fomentan la rivalidad
entre los
empleados para oponer a los individuos entre ellos, o el principio de
salario
en función del mérito, o la noción de formación permanente, que tan
asumida
tenemos las generaciones jóvenes (Deleuze invita a preguntarse para qué
se nos
está utilizando cuando se nos insta a estar atados de forma permanente
a las
instituciones de enseñanza. Efectivamente, casi todos tenemos
interiorizado el
valor de tener muchas titulaciones –independientemente del conocimiento
que uno
posea-, ¿para qué? Pues, precisamente para ser el mejor candidato para
trabajar
en una empresa).
G. Deleuze:
“Las sociedades de control”, artículo publicado en la revista Ajoblanco, nº 51, Abril 1993, pp. 36-
39.
[28]
“El
Aparato del Estado es (...) el instrumento de un sistema de poderes que
lo
desbordan ampliamente. Por ello, en la práctica, ni el control, ni la
destrucción del Aparato del Estado resultan suficientes para la
desaparición o
transformación de un tipo de poder”. M. Foucault: “El poder y la
norma”,
Traducción de Ramón Máiz, en Discurso,
Poder, Sujeto. Lecturas sobre Michel Foucault, Universidad
Santiago de
Compostela, 1987, pp. 212.
[29]
M.
Foucault, “Los intelectuales y el poder”, en Microfísica
del poder, La Piqueta, Madrid, 1978, pp. 83.
[30]
“El
individuo es un efecto del poder, y al mismo tiempo, o justamente en la
medida
en que es un efecto, el elemento de conexión. El poder circula a través
de
individuo que ha constituido”. Curso del 14 de enero de 1976, Ob. Cit.,
pp.
144.
[31]
Este
constituye uno de los presupuestos básicos de la moral existencialista,
como
indica S. de Beauvoir en El segundo sexo,
Cátedra, Madrid, 2008, pp. 63.
[32]
Foucault refleja esta idea en “El filósofo enmascarado”, en Estética, ética y hermenéutica. Obras
esenciales, Vol. III, Paidós, Barcelona, 1999, pp. 217-224.
[33]
En
“La filosofía analítica de la política”, en Ob. Cit., pp. 117, Foucault
pone de
manifiesto que la tarea de la filosofía no es hacer visible lo oculto,
sino
aquello que nos es habitual y por ello no llama nuestra atención.
Cuaderno
de
Materiales SISSN: 1138-7734 Dep. Leg.: M-10196-98 Madrid 2009 | ![]() Lic.CC.2.5 ![]() |