El
término «sofista» (que en principio no designa en griego sino al sabio o
experto) adquirió un significado característico alrededor de la época a la que
acabamos de referirnos (el siglo V a.C., también llamado en Atenas el «siglo de
Pericles»), debido a la aparición de una clase hasta entonces desconocida de
«educadores» que ofrecían sus servicios a los ciudadanos a cambio de dinero con
la promesa de mejorar de ese modo sus posibilidades de llevar a cabo sus
propósitos en el seno de la polis.
Nada
tiene de sorprendente que estos «servicios educativos» se relacionasen con la
habilidad de palabra, dada la importancia fundamental de este tipo de
competencia para el ejercicio de la política en un modelo de gobierno presidido
por la argumentación y el debate público.
Sin
embargo, los sofistas de quienes tenemos más noticias –Protágoras de Abdera
(485-411 a.C.) y Gorgias de Leontino (485-380 a.C.)– parecen haber desarrollado
un cierto saber relativamente reflexivo de los supuestos sobre los que se
apoyaba su trabajo «educativo», supuestos que colisionan de forma radical con
lo que hasta aquí hemos descrito como la orientación «filosófica» o, cuando
menos, «pre-filosófica».
En el
apartado anterior nos hemos referido a las consecuencias últimas de cierta
interpretación de los escritos producidos por pensadores como Heráclito o
Parménides, interpretación que consistiría en concluir –cuando perdemos de
vista que estos no se refieren a una realidad «más verdadera que la realidad»,
sino a su articulación conceptual– que nada de lo que experimentamos y podemos
comunicar toca de ningún modo ninguna realidad consistente, profunda o
verdadera. De algún modo, podría decirse que los sofistas representan esta
opción aparentemente extravagante y extrema.
Las
tesis atribuidas a Gorgias (aunque la atribución la hace Sexto Empírico a
finales del siglo II de nuestra era) parecen sugerirlo, pues tales tesis se
enunciarían en estos tres pasos:
1) El
ser no es.
2) En
caso de que fuera, no podría conocerse.
3) En
caso de poder conocerse, sería un conocimiento incomunicable.
En esta
tesis la expresión «ser», en el sentido de Parménides, ha de significar esa
complexión o totalidad de la realidad que la filosofía pretende expresar. Y se
trata, por tanto, de negar que exista nada parecido a esa complexión como sugiere
un célebre fragmento de Protágoras según el cual «el hombre es la medida de
todas las cosas, de las que son en cuanto que son y de las que no son en cuanto
que no son»; es decir, que el «parecer» de cada individuo es el único criterio
para decidir acerca del «ser» o no ser de las cosas.
Pero
este radical relativismo puede
formularse de manera mucho más verosímil: la sofística es, como la filosofía,
hija de esa reflexión de la lengua sobre sí misma mediante la cual una cultura
se hace consciente de las diferencias que antes pasaban inadvertidas entre el
pensamiento y el lenguaje, o entre la palabra y aquello a lo que la palabra se
refiere.
Esto,
que para la filosofía clásica constituirá un problema –si no el problema
fundamental–, es decir, el de articular y reunir estas instancias ahora
distinguidas (pensamiento, lenguaje, realidad), puede también convertirse en
una ventaja, la de una palabra completamente liberada de las obligaciones de la
verdad o de la justicia y completamente concentrada en la eficacia: un lenguaje que ya no tiene que configurarse de acuerdo
con las exigencias del pensamiento, que ya no se siente comprometido con la
realidad que tiene que desvelar, es, por así decirlo, un lenguaje «disponible»
para nuevos usos –en realidad, ahora es una herramienta que puede ponerse al
servicio de cualquier uso– y sobremanera efectivo a la hora de convertirse en
un instrumento de acción sobre los demás
hombres, en una técnica de
persuasión y convicción independiente por completo de la verdad o de la
corrección de los argumentos empleados.
En
cierto modo, la sofística es el intento de reducir a la categoría de técnica
provechosa, susceptible de conducir al éxito civil a quien la utilice con
destreza, todo aquel saber que, desde la reflexión de los milesios, venía
constituyéndose en Grecia como un orden de discursos especialmente admirable, y
también especialmente inquietante para sus contemporáneos.
Como
también hemos repetido, Sócrates (470-399 a.C.) es el nombre de cierto
acontecimiento del pensamiento antiguo, en virtud del cual habrá en lo sucesivo
«filosofía», y en virtud del cual, asimismo, se considerará como
«filosóficamente relevantes» a los autores hasta aquí mencionados y que, por
esa razón, recibirán en conjunto el título de «pre-socráticos».
Sin
embargo, nada resulta más difícil que captar ese acontecimiento a la luz de lo
que efectivamente sabemos de Sócrates. Y no solamente porque en este caso las
informaciones solo pueden ser indirectas, ya que sabemos con certeza que Sócrates
no escribió nunca nada y que su actividad pública en su Atenas natal se redujo
a la práctica constante de una modalidad de «diálogo» que, si bien no parece
ser enteramente nueva (algo semejante había existido desde tiempo atrás como
forma de transmisión de la sabiduría), recibió de él innovaciones y rasgos
originales reconocidos por sus contemporáneos.
Pero
nada de esto es capaz de explicar la controversia que desembocó en el proceso
judicial que terminó con su muerte ni tampoco la condición de seguidores de sus
enseñanzas que, después de su desaparición, reclaman tanto Platón como muchas
otras escuelas de pensadores, y, en definitiva, el modo en que su figura se
convertirá en la figura misma de la filosofía para las tradiciones posteriores.
Una de
las consecuencias de este reconocimiento generalizado recibido por Sócrates, y
en cierto modo contraproducente para comprender su realidad histórica, es el
haber tendido a minimizar una característica de sus diálogos, característica a
la que hacen referencia tanto quienes presentan una versión «negativa« de su
saber (como es el caso de Aristófanes en Las
nubes) como quienes hablan de él con admiración y respeto (como Platón,
Aristóteles o Jenofonte). Podemos expresar esta característica haciéndonos
cargo de las notas que identifican los diálogos de Sócrates.
El
diálogo socrático presupone eso que antes hemos llamado la «distancia« de
observación crítica o de autoextrañamiento, esa distancia uno de cuyos nombres
es polis y una de cuyas encarnaciones
es la plaza pública en la que todos los ciudadanos tienen el mismo derecho a la
palabra y, por tanto, al ejercicio del poder político del cual esta es el
elemento.
Esta
igualdad de derecho a la argumentación (la isonomía, que Heródoto consideraba
como «el más bello de todos los nombres del orden político») es una condición
indispensable del diálogo.
El
diálogo se desarrolla en forma de preguntas y respuestas a propósito de una
cuestión, pero con total libertad para los interlocutores, y su finalidad es
esclarecer la verdad acerca de aquello de lo que se habla, llegar a determinar «qué es». Esto significa que el diálogo
ha de acabar, no cuando uno de los interlocutores haya conseguido mostrar que
«tiene la razón» frente al otro, sino cuando la cosa misma de la cual se habla
se haya puesto de manifiesto a ambos.
Puesto
que se trata de una búsqueda cooperativa de la verdad, queda excluida toda
finalidad puramente polémica o de rivalidad competitiva (imponerse como ganador
en una contienda verbal o conseguir obligar al interlocutor a aceptar el
esquema de argumentación de su adversario, conveniente a sus intereses
discursivos).
El
diálogo debe respetar ciertos principios «lógicos» de coherencia en la argumentación y de consistencia pragmática (no hablar en contra de lo que se piensa,
no utilizar juegos de palabras con mala fe para engañar al interlocutor, no
violar el principio de no-contradicción, etc.), y debe transitar de forma articulada desde unas premisas hacia una conclusión.
Por eso Aristóteles señala la maestría del diálogo socrático a la hora de
promover el «razonamiento en términos
universales».
Otra de
las notas que Aristóteles le reconoce a la dialéctica (arte del diálogo)
socrática es justamente su destreza en
la «técnica del preguntar» (o sea, en el saber cómo se ha de formular una
pregunta).
Esto es
relevante porque Sócrates siempre se sitúa en los diálogos como aquel que
pregunta, y para que esta pregunta no sea simplemente retórica es necesario
llevar al interlocutor –mediante el uso de lo que suele llamarse la «ironía socrática»– al reconocimiento de su propia ignorancia
acerca del tema que se trata, pues solo reconociendo que no se sabe puede
buscarse de buena fe aprender algo nuevo mediante la investigación.
Hay que
insistir en que la práctica del diálogo por parte de Sócrates está orientada
hacia lo que suele llamarse «mayéutica»:
este término –que designa la dedicación profesional de las comadronas, que
era la de la madre de Sócrates– aparece en boca de Sócrates durante un cierto
diálogo escrito por Platón para indicar que (presuntamente a diferencia de lo
que prometen los sofistas, que presumen de ser capaces de inculcar cualesquiera
ideas y normas en las almas de sus clientes) en su caso no se trata de transmitir
al discípulo un saber (pues Sócrates afirma no poseer ninguno), sino de
ayudarle a «dar a luz» una verdad que ya
lleva en el alma sin saberlo.
Ahora
bien, la característica a la que antes nos hemos referido (esa que ha
oscurecido algunos rasgos de la figura de Sócrates precisamente al intentar
hacerle justicia a su grandeza) consiste en que, en la inmensa mayoría de los
«ejemplos» de diálogos transmitidos por la tradición (casi todos ellos, ciertamente, por los textos
de Platón), eso que hemos descrito como el propósito principal del diálogo, a
saber, llegar a un saber definido y delimitado (a una definición) que diga qué
es aquello que en el diálogo se investiga, no se cumple en modo alguno, y mucho
menos en los términos en que esperaría un lector moderno.
Por el
contrario, cuando no se reconoce simplemente el fracaso de la investigación y
se pospone para una ocasión futura, esta simplemente se abandona por falta de
tiempo, por falta de voluntad de dialogar por parte de algunos de los
interlocutores de Sócrates o bien se interrumpe o se sustituye la esperada
conclusión interpolando ciertas «historias» que los griegos de su época
llamarían «míticas» o «poéticas», símiles, alegorías o narraciones más o menos
fantásticas.
Así
pues, lejos de aparecer como maestro en la destreza del razonamiento
concluyente o de la definición precisa, Sócrates aparece a menudo como
paradigma de la confusión, de la torpeza, y también se presenta como modelo de
una extraña clase de obstinación que no dejará de crear perplejidad e
indignación entre sus interlocutores.
Aunque
el estudio de la obra de Platón y de Aristóteles nos revelará mejor las razones
de estas peculiaridades aparentemente extrañas, señalemos por de pronto que
remiten a la «singularidad» a la que venimos haciendo referencia desde el
comienzo de esta unidad.
Si el
saber griego es, como hemos dicho, siempre una pericia o una destreza en el
trato con las cosas –un «saber usarlas»–, es en el ejercicio ordinario de ese
saber en donde las cosas son lo que verdaderamente son, es decir, en donde
puede descubrirse a propósito de ellas aquello que el diálogo busca cuando
razona en términos universales, su «esencia», la respuesta a la pregunta «¿qué
es…?».
Pero,
como venimos diciendo, la actitud filosófica no consiste en ejercer un
determinado saber a propósito de un género definido de cosas, sino en situarse
a cierta «distancia» de ese saber y en pretender pensar esa distancia,
preguntar por ella como por la condición que hace que cada cosa sea lo que es,
o sea, que resida en ese ejercicio ordinario del uso por parte de quien sabe
usarla, un uso con respecto al cual el filósofo se ha «extrañado»
voluntariamente y busca establecer la «armadura conceptual» que se genera en
esa distancia y que permite a cada cosa ser lo que es en relación con las
demás.
Por
tanto, es preciso fracasar –e incluso hacerlo marcada y ruidosamente– en el
propósito de delimitar, definir, acabar o llegar al término o a la conclusión
de un razonamiento, es preciso frustrar toda posibilidad de confundir a la
filosofía con un saber acerca de tales o cuales «cosas» (del género que sean)
–y las presuntas «torpezas» de Sócrates son encarnaciones de ese fracaso y de
esa frustración– precisamente para poder tener éxito a la hora de poner de
manifiesto esa hechura intelectual del mundo que busca el filósofo y que de
ninguna manera puede confundirse con aquellos saberes determinados.
Este
es, probablemente, el secreto que encierra la figura de Sócrates y que le ha
conferido un valor especial en la filosofía griega en particular y en la
historia de la filosofía occidental en general.
Suele
también indicarse como una de las presuntas «doctrinas» que habría defendido
Sócrates la de la identidad entre el saber y la virtud, lo cual a menudo se
malinterpreta como si Sócrates fuese partidario de un «intelectualismo moral»
(es decir, de la idea de que solo quien tiene cierto conocimiento «teórico» de
lo que es el bien está facultado para ejercerlo en la práctica) o de alguna clase
de «optimismo antropológico» (los hombres hacen el mal porque ignoran el bien,
pues si lo conocieran no podrían ser malos).
Lo
único que en realidad significan estas afirmaciones de Sócrates es que «saber
lo que es el bien» y «ser bueno» no pueden ser más que una sola y la misma cosa
o, lo que es lo mismo, que de nada
serviría un «conocimiento del bien» que no consistiese por sí solo en ser
bueno, lo cual en cierto modo es lo contrario de todo «intelectualismo
moral», y no tiene relación alguna con el optimismo o el pesimismo
antropológico.
Sea
como fuere, la muerte de Sócrates, acusado de impiedad por introducir nuevas
divinidades y de corromper a la juventud, señaló una cierta quiebra en la vida
ateniense tras la cual muchos pensadores sintieron la necesidad de manifestar
públicamente su posición, y no cabe duda de que este hecho fue determinante
para el comienzo de la redacción de los diálogos de Platón, que junto con las
obras y enseñanzas de Aristóteles constituyen el período clásico de la
filosofía griega antigua.
Dejando
aparte estos dos casos señalados, otros autores (a los que los historiadores
suelen llamar «socráticos menores»)
reclaman también la herencia de Sócrates para las respectivas escuelas de las
que son fundadores:
1)
Euclides de Megara, fundador del grupo de los «megáricos», cuya ocupación fundamental parece haber sido la lógica
de la argumentación.
2)
Aristipo de Cirene, creador de los «cirenaicos»,
que construyó una suerte de ética del placer.
3) Fedón
de Elis, también interesado en los aspectos erístico-dialécticos de la palabra.
4)
Antístenes de Atenas, origen de la que es sin duda la más importante e
influyente de estas escuelas, el cinismo, que a partir de las enseñanzas de
Sócrates elaboró una teoría de la autarquía
o independencia personal que comportaba el rechazo de todas las leyes de la
ciudad y promovía un género de vida que constituía su impugnación y una forma
práctica y radical de crítica de las costumbres establecidas.
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