La
destacadísima influencia que los escritos del «segundo» Wittgenstein han tenido
y tienen en el pensamiento occidental se debe, además de a sus propios méritos,
a que se inscriben con toda radicalidad en el elemento del llamado «giro
lingüístico» que ha dominado el pensamiento filosófico en la segunda mitad del
siglo xx; es decir, en el consenso en cuanto a que el lenguaje es la atmósfera
y el elemento en el cual se han de plantear y, eventualmente, resolver, los
problemas filosóficos contemporáneos.
Los
escritos publicados tras la muerte de Wittgenstein nos revelan que, tras su
período de inactividad intelectual (pensaba que, al escribir el Tractatus, había resuelto todos los
problemas filosóficos fundamentales), se fue separando poco a poco de la idea
de que la lógica formal ha de ser el modelo en función del cual pensar el
lenguaje.
Este
desplazamiento se ha querido expresar a menudo –sobre todo por filósofos
analíticos británicos– diciendo que Wittgenstein se separó del análisis lógico
para inclinarse hacia el análisis del llamado «lenguaje ordinario».
Sin
embargo, Wittgenstein negaba categóricamente que hubiese un «lenguaje
ordinario», precisamente porque tampoco hay un lenguaje «extraordinario» (ya
sea el de la ciencia o el de la metafísica). No disponemos de un lenguaje
«mejor» que el lenguaje (como alguna vez se pensó que era la lógica) ni tampoco
de un lenguaje más «ordinario» que él: disponemos (por así decirlo) únicamente
del lenguaje, y no podemos elevarnos ni descender por encima o por debajo de
él.
«116. Cuando
los filósofos usan una palabra –“conocimiento”, “ser”, “objeto”, “yo”,
“proposición”, “nombre”– y tratan de captar la esencia de la cosa, siempre se
ha de preguntar: ¿Se usa efectivamente esta palabra de este modo en el lenguaje
en el que tiene su tierra natal?
Nosotros
reconducimos las palabras de su empleo metafísico a su empleo cotidiano».
Wittgenstein,
L.: Investigaciones filosóficas, § 116.
El
cambio en cuestión debe describirse más bien como la transición, que Wittgenstein
realiza poco a poco, desde el tratamiento del lenguaje considerado a partir de
estructuras ideales (como la «proposición lógica») hacia la consideración del
lenguaje como práctica, como
discurso efectivamente pronunciado por locutores que interactúan entre sí (más
cercano a eso que los lingüistas designan como «habla»).
Wittgenstein
deja de referirse a esa lengua ideal que, sin embargo, nadie habla a pesar de
su perfección sintáctica, para aproximarse a los usos que del lenguaje hacen diferentes hablantes en contextos
concretos y determinados.
Algunos
de los textos correspondientes a esa transición, recogidos en dos libretas de
anotaciones publicadas como Los cuadernos
azul y marrón, nos presentan a un Wittgenstein próximo al llamado
«conductismo lógico« (representado por el pensador estadounidense Charles
Sanders Peirce), que tiende a interpretar la noción de significado de una
oración en términos de los
comportamientos o las pautas de comportamiento que se siguen de ella; es
decir, una interpretación fundamentalmente pragmatista del significado.
Según
un conocido ejemplo de Umberto Eco, el significado de la orden marcial de
«¡Firmes!», pronunciada por el sargento del pelotón, no sería ningún concepto
ni dato sensible privado, sino el mismo «ponerse firmes» de los soldados al
escuchar el mandato.
El
aspecto del lenguaje concebido como práctica sería desarrollado especialmente
por otros filósofos analíticos de lengua inglesa, como J.L. Austin y John R.
Searle, fundadores de la teoría de los «actos de habla».
Pero
Wittgenstein quiso subrayar su distanciamiento del neopositivismo y del
logicismo de Russell, no solamente insistiendo en las críticas al escepticismo
y al «lenguaje privado» ya iniciadas en la época del Tractatus, sino admitiendo que ni los términos ni las proposiciones
tienen por sí solas nada que pueda llamarse «significado», puesto que el significado es algo que unos y otras
adquieren con el uso (cuando son usados por agentes cualificados para hacer
aseveraciones).
La
crítica wittgensteinana del escepticismo y del «lenguaje privado» fue
brillantemente continuada por su amigo y discípulo Gilbert Ryle en El concepto de lo mental, y la
concepción del significado como uso en el lenguaje de los términos y las
proposiciones constituyó el centro de la obra del pensador británico P.F.
Strawson.
Pero si
la crítica del lenguaje ya no se hace en nombre de la lógica ni tomando como
modelo la certeza presuntamente superior de la ciencia natural, ¿cuál es ahora
el paradigma en virtud del cual hemos de pensar el lenguaje?
La
metáfora elegida por el «segundo» Wittgenstein para este fin ha tenido tanto
éxito que su propia generalización ha perjudicado a la precisión de su
significado: Wittgenstein deja de hablar pronto de «el» lenguaje, para comenzar
a hacerlo de una pluralidad irreductiblemente diversa de juegos de lenguaje.
La
metáfora del juego, sin duda, tiene sus limitaciones, pero sirve al menos para
hacernos ver que el lenguaje tiene reglas,
y que usarlo con sentido quiere decir usarlo con arreglo a esas reglas.
Podríamos
decir que dar el significado de una palabra no es enseñarle a alguien un
objeto, sino enseñarle a usarla en el
lenguaje y en los contextos en los que es apropiada. Por tanto, el lenguaje
no es ya una estructura intemporal, sino el producto y a la vez el medio en el
que se mueven ciertos hablantes en ciertas circunstancias.
Ahora
bien, las reglas del lenguaje también varían. No solamente cambian con la
historia, sino que, en un mismo momento histórico, el mismo término puede ser
empleado de diferentes formas (o sea, tener diferentes significados) en
diferentes contextos. A cada uno de estos contextos
de uso llama ahora Wittgenstein un «juego
de lenguaje» (rezar, dar conferencias o escribir libros de cocina son
ejemplos de juegos de lenguaje).
Esta
nueva «teoría» abre la puerta para una reconsideración filosófica de todos esos
usos del lenguaje que el neopositivismo había considerado al ostracismo del
sinsentido.
Como
sucede con los juegos sin más, entre todos los juegos de lenguaje hay algo en
común (como lo hay entre el ajedrez y el dominó), aunque no podría decirse que
constituyan un conjunto único y lógicamente coherente (el ajedrez y el fútbol
no parecen tener gran cosa en común, salvo que a ambos los llamamos «juegos»).
Y así
como podemos formar «familias de juegos» que sí tengan parentesco próximo (los
de mesa, los de destreza, los de resistencia, los de fuerza, etc.), también
entre los juegos de lenguaje pueden encontrarse «parecidos de familia».
Ha desaparecido,
por tanto, el privilegio que en la época del Tractatus tenía la ciencia como tribunal supremo de la concepción
de lo real: la verdad ya no es el mensaje eminente transmitido por la ciencia,
sino solamente «un movimiento en un juego de lenguaje»). Y en su lugar
encontramos frecuentemente la declaración, por parte de Wittgenstein, de que el
único juego ilegítimo es el que se piensa como juego sin reglas,
descontextualizado, separado de todo uso.
«120. Cuando
hablo de lenguaje (palabra, oración, etc.), tengo que hablar el lenguaje de
cada día. ¿Es este lenguaje acaso demasiado basto, material, para lo que
deseamos decir? ¿Y cómo ha de construirse entonces otro? –¡Y qué extraño que
podamos efectuar con el nuestro algo en absoluto!
El que en
mis explicaciones que conciernen al lenguaje ya tenga que aplicar el lenguaje
entero (no uno más o menos preparatorio, provisional) muestra ya que solo puedo
aducir exterioridades acerca del lenguaje.
Sí, pero
¿cómo pueden entonces satisfacernos estos argumentos? –Bueno, tus preguntas ya
estaban también formuladas en este lenguaje; ¡tuvieron que ser expresadas en
este lenguaje si había algo que preguntar!
Y tus
escrúpulos son malentendidos.
Tus
preguntas se refieren a palabras; así que he de hablar de palabras.
Se dice: no
importa la palabra, sino su significado; y se piensa con ello en el significado
como en una cosa de la índole de la palabra, aunque diferente de la palabra.
Aquí la palabra, ahí el significado. La moneda y la vaca que se puede comprar
con ella.
124. La
filosofía no puede en modo alguno interferir con el uso efectivo del lenguaje;
puede, a la postre, solamente describirlo.
Pues no
puede tampoco fundamentarlo.
Deja todo
como está».
Wittgenstein,
L.: Investigaciones filosóficas, §
120 y 124.
La
referencia última de un lenguaje no es, por tanto, un supuesto «mundo»
abstractamente situado fuera de él y al que debería corresponder como un espejo
corresponde a lo que en él se refleja, sino una forma de vida, la de los usuarios que a través de esos juegos lingüísticos
estructuran sus existencias y formulan sus aspiraciones, expectativas y
frustraciones.
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