Galileo y la fundación de la ciencia moderna

Después de hacer un breve repaso sobre el fin de la Escolástica y Guillermo de Ockham, nos hemos situado, como recordaréis, en el Renacimiento. Dentro del Renacimiento hemos entresacado 3 fenómenos fundamentales:

El Humanismo.

La Reforma protestante.

La Revolución científica.

Estas notas pretenden solamente recordar algo de lo que hemos dicho sobre la Revolución científica de los siglos XVI y XVII. La “revolución científica” o “revolución copernicana”, dijimos, se produce en el tramo histórico que separa la publicación de dos obras que pueden considerarse, respectivamente, el pistoletazo de salida y la clausura teórica de dicha revolución, a saber:

De revolutionibus orbium coelestium de Nicolás Copérnico, en 1543.

Principia mathematica philosophiae naturalis de Isaac Newton, en 1687.

En esta revolución de 150 años quedaron fijadas la astronomía y la física en sentido moderno, pero también, y lo que es más importante, lo que entendemos desde entonces por ciencia.  

El pistoletazo de salida lo marca, como hemos dicho, la obra de Copérnico. Nicolás Copérnico, nacido en Polonia en 1473, propone (aunque en principio solamente como método calculístico) un modelo alternativo al modelo cosmológico imperante en su época. ¿Cuál era ese modelo? ¿Cuál era la imagen que se tenía del universo en la época inmediatamente anterior a Copérnico? Respondemos: la imagen ofrecido por el modelo aristotélico-ptolemaico.

Este modelo estaba basado en la física de Aristóteles y en las modificaciones añadidas posteriormente por Ptolomeo (matemático del siglo II d. C.). En él, la Tierra ocupa el centro del universo (si bien no de manera exacta) y los planetas giran (aunque tampoco de manera exacta) en torno a la Tierra. Se trata de un sistema cerrado y finito, teleológicamente ordenado, que permitía predecir con bastante exactitud el movimiento de los astros y que, sobre todo y ante todo, era suficientemente flexible: permitía ir añadiendo correcciones (nuevas circunferencias e hipótesis) según aumentaba la precisión de las observaciones. Evidentemente, cuantas más circunferencias y trayectorias se añadían, más complejo se volvía el sistema y más farragoso era su uso (Aristóteles necesitaba 54 esferas para explicar el movimiento de los astros, pero en el siglo XV eran necesarios ya más de 80 movimientos simultáneos para dar razón de los siete cuerpos celestes). Esta complejidad creciente y la sencillez y simplicidad de la hipótesis heliocéntrica serían, en último término, las causas inmediatas de la transformación. 

En cualquier caso, lo que nos interesaba fundamentalmente era entender el sentido de la transformación. ¿Qué sucede en estos años para que ciertas explicaciones (las de los escolásticos) dejen de ser consideradas científicas y otras explicaciones (las de Galileo) pasen a ser consideradas científicas? ¿Qué se entiende ahora por “explicar científicamente”?

En muchos manuales esto se explica, todavía hoy, más o menos así: la Edad Media fue una época metafísica y libresca centrada en reflexiones sobre lo suprasensible realizadas de espaldas a los hechos. La Edad Moderna por el contrario se vuelve por primera vez a los hechos empíricos, a la realidad positiva, y demuestra que esas pretensiones de conocimiento eran absurdas. Es decir, que los medievales estaban encerrados en sus conventos leyendo la Biblia y citando a Aristóteles y a Proclo, y de repente llegan los modernos, imponen el “método experimental” y la observación directa de los hechos, y fundan la ciencia.

Pues bien, este estereotipo no se sostiene historiográficamente ni por lo que hace a la Edad Media ni por lo que hace a la Edad Moderna y, lo que es peor, no hace justicia al sentido de la transformación en cuanto tal. No se trata de que antes se estudiasen libros y ahora (en la Edad Moderna) la gente se vuelva por primera vez a mirar los hechos, sino de algo mucho más grave que tiene que ver con cómo se mira. No es que antes no se hiciesen experimentos y ahora se conozcan nuevos datos, y nuevos hechos, sino que ahora se mira el mundo con otros ojos (es decir, teniendo en mente otros presupuestos) y se ven cosas que antes no se veían, se exigen cosas que antes no se exigían. Por tanto, la transformación fundamental será una transformación de los presupuestos desde los cuales contemplamos el mundo. El término técnico para designar esto –como ya vimos al principio del curso– es el término “ontológico”. Lo que hay detrás de la revolución científica es, pues, una transformación ontológica.

Para explicar de manera más concreta el sentido de la Revolución científica nos hemos detenido, como recordaréis, en la polémica de Galileo con los medios escolásticos de su época (ya dijimos que la defensa del copernicanismo era muy peligrosa en ese momento, y que Galileo fue sometido a juicio por la Inquisición). Así pues, el siguiente paso de nuestra exposición fue preguntarnos: ¿cómo analiza Galileo los fenómenos físicos? ¿Qué tipo de críticas hicieron los medios oficiales a los análisis de Galileo? Y para contestar estas preguntas tuvimos en cuenta 3 ejemplos:

 

1. Un análisis típico de Galileo es el que empieza diciendo: “supongamos una esfera perfecta que rueda por plano tocando el plano, en cada momento, en un solo punto…”. Pues bien, esto que dice Galileo es, desde luego, geométricamente cierto, pero en la realidad, en los hechos, no hay jamás figuras geométricas y nunca vamos a encontrar una esfera que toque a un plano en un sólo punto. Parece que las hipótesis de las que parte Galileo son físicamente “falsas”, y esto es precisamente lo que le reprochan los escolásticos a Galileo.

 

2. Otro ejemplo. Galileo dice: un cuerpo sigue moviéndose a la misma velocidad –es decir, módulo, dirección y sentido de la velocidad permanecen constantes– mientras no actúe sobre él ninguna fuerza (este es el principio de inercia, aunque en Galileo no hay una formulación explícita de este principio). A esto los escolásticos responden enfurecidos: ¡¿pero está usted loco?! Hasta un niño pequeño sabe que si empujo un cuerpo (un libro, por ejemplo) por una mesa, la velocidad del cuerpo va disminuyendo desde el momento en el que dejo de empujarla hasta que llega a cero y se detiene. Una vez más, parece que Galileo está negando la realidad. Es verdad que Galileo tiene una respuesta ante esto: no es cierto que sobre el libro no esté actuando ninguna fuerza (actúan en sentido contrario a la velocidad la resistencia del aire y la rugosidad de la mesa. Si no actuase realmente ninguna fuerza en absoluto la piedra y el libro seguirían moviéndose eternamente a la misma velocidad). Pero, aún así, los escolásticos tienen razón en seguir afirmando que Galileo parte de puras fantasías que no se corresponden con la realidad, puesto que no hay en ninguna parte del universo ningún cuerpo que no esté sometido a absolutamente ninguna fuerza. En definitiva, Galileo parece partir otra vez de hipótesis “falsas”, irreales.

 

3. El tercer ejemplo que mencionamos fue el de la ley de caída de los cuerpos. Según Galileo, el movimiento de caída de los cuerpos es un movimiento uniformemente acelerado, es decir, un movimiento en el cual la aceleración es constante. Y además afirmó que esa aceleración es la misma para todos los cuerpos. Esto implicaría que, soltados en el mismo instante desde una misma altura, una pluma de ave y una bola de plomo caerían al suelo a la vez. Sin embargo, todo el mundo (incluso un niño pequeño) se da cuenta de que una pluma no cae con la misma aceleración que una bola de plomo, sino que la bola de plomo cae mucho antes. Una vez más, Galileo parece estar negando la realidad.

 

Lo que sacamos en limpio, en definitiva, es que Galileo se pone a explicar la realidad partiendo de cosas irreales. Y parece que los escolásticos, en este sentido, tienen toda la razón del mundo cuando le acusan de tener una actitud fantasiosa y poco científica. ¿Qué pasa entonces? ¿Son las hipótesis de las que parte Galileo realmente una pura fantasía? Es decir, ¿son puras invenciones arbitrarias que se saca Galileo de la manga, del mismo modo que podría haberse sacado otras? Pues sí y no:

 

Son una invención en el sentido de que no se nos dan nunca en la experiencia inmediata. Ni la esfera perfecta, ni la ausencia total de fuerzas ni el vacío son cosas que vayamos a encontrar jamás en la experiencia cotidiana. En este sentido, es verdad que son “irreales”.

 

Pero no son arbitrarias, puesto que tienen un fundamento en cómo son las cosas. En este sentido, no vale cualquier hipótesis que yo me invente (no valdría, por ejemplo, empezar a hablar de unicornios y hadas para explicar la caída de los cuerpos). Sólo valdrán las que tengan en cuenta ese particular modo de ser de las cosas.

 

Galileo, dijimos, “descubre” algo, y a partir de dicho descubrimiento construye todas las hipótesis que le han hecho famoso. ¿Qué es exactamente lo que “descubre” Galileo? Ya dijimos también que la revolución científica, en sentido profundo, consistía en una transformación ontológica, en un cambio respecto de cómo se entiende el “ser”. Por tanto, si Galileo es el auténtico protagonista de la revolución científica, y la revolución científica consiste en un cambio ontológico, el “descubrimiento” de Galileo tendrá que ser necesariamente un “descubrimiento ontológico”, un descubrimiento relativo a cómo son las cosas. Veamos en qué consiste ese descubrimiento. [Lo que voy a decir a continuación, evidentemente, no lo dijo Galileo, ni tampoco fue consciente de ello en sentido estricto; hubo que esperar a que los filósofos –Descartes, Kant– pensasen a fondo estas cosas para entender qué es lo que había pasado realmente; en cualquier caso, “pasó” en la obra de Galileo].

Lo que “descubre” Galileo es que todos los fenómenos físicos se dan en el espacio y el tiempo. De hecho, desde la época de Galileo hasta hoy en día consideramos que todo fenómenos físico consiste en que determinada distribución espacial de materia en el tiempo t0 se transforma en otra distribución espacial de materia en el tiempo t1. Este “descubrimiento”, en cualquier caso, parece bastante inocente, y bastante obvio. ¿Por qué es tan importante? Para responder a esta pregunta tenemos que construir la respuesta en dos fases:

 

A / En la primera fase estuvimos hablando de qué son el espacio y el tiempo. Y dijimos que el espacio y el tiempo (en el sentido que ahora nos interesa) son multiplicidades de elementos iguales entre sí. En efecto:

 

El espacio es una multiplicidad de puntos simultáneos que se extiende infinitamente en 3 dimensiones. Cada punto a es exactamente igual (en cuanto punto) que el punto anterior b, y sólo se distingue de él en que a está en un “lugar distinto” del “lugar” en el que está b.

 

El tiempo es una multiplicidad de instantes sucesivos que se extiende infinitamente en 1 dimensión (constituyendo una línea). Cada instante t0 es exactamente igual (en cuanto instante) que cualquier otro instante tk, y sólo se distingue de él en que, dentro de esa línea temporal, ocupa un “lugar distinto” del “lugar” que ocupa t0.

 

B / Con esto tenemos ya ganada la mitad de la respuesta que estamos buscando. Para obtener la otra mitad tuvimos que fijarnos todavía en otra cuestión. Si recordáis, nos preguntamos en ese momento: ¿en qué consiste contar? ¿Qué hacemos cuando contamos cosas? De entrada, decíamos, parece que lo que uno hace cuando cuenta cosas es numerarlas, asignarles un número, y que uno puede contar cualquier cosa que se le ocurra: yo puedo contar peras, manzanas, sentimientos o incluso fantasmas (aun cuando no crea en ellos). Sin embargo, pronto nos encontramos con una limitación importante; nos dimos cuenta de que, aunque uno puede contar en principio cualquier tipo de cosas (peras, manzanas, fantasmas), sin embargo, cuando nos ponemos a contar, sólo podemos contar cosas de un mismo tipo (del que sea, pero de un solo tipo). Es decir, sólo podemos contar cosas que sean iguales entre sí. Si me pongo a contar manzanas (1 manzana, 2 manzanas, 3 manzanas…, etc.), entonces sólo puedo contar manzanas, y si me encuentro una pera se rompe la cuenta: tengo que saltármela y encontrar otra manzana, y hasta que no encuentre otra manzana no podré seguir contando. Así pues, nos dimos cuenta de que contar es siempre contar cosas que se consideran iguales entre sí. Y así sucede de hecho cuando contamos. Cuando contamos, por ejemplo, ovejas, prescindimos de todas las diferencias que distinguen a unas ovejas de otras. Prescindimos de si una tiene las patas dañadas y la otra no, prescindimos de si una es más grande o más blanca o más bonita que otras, y lo único que nos interesa es si puede o no puede ser considerada una oveja. ¿Es una oveja? Entonces podemos contarla con las demás y será (en cuanto oveja) exactamente igual que todas las demás. ¿No es una oveja? Entonces no podremos contarla con las demás, y no será igual que las demás ovejas. En definitiva, contar consiste en distinguir una multiplicidad de cosas que son idénticas entre sí. Un momento: ¿no se parece sospechosamente esta definición a la definición que dábamos más arriba sobre el espacio y el tiempo…?

 

En efecto, con esto podemos ya resolver el misterio de por qué es tan importante el “descubrimiento” de Galileo, es decir, por qué es tan importante “descubrir” que todos los fenómenos físicos se dan en el espacio y el tiempo. Hemos dicho, por un lado, que el espacio y el tiempo (y por tanto también todo lo que se da dentro de ellos) son multiplicidades de elementos iguales entre sí. Es decir, que cualquier fenómeno que se dé dentro del espacio y el tiempo se puede expresar como una cierta multiplicidad de elementos iguales entre sí. Por tanto, todo fenómeno físico, en virtud del “descubrimiento” de Galileo, puede ser descrito en términos de multiplicidades de elementos idénticos entre sí. Ahora bien, por otro lado, hemos dicho que distinguir multiplicidades de elementos idénticos entre sí es justamente lo que hacemos al contar, y que contar es fundamentalmente esto y no otra cosa. Por lo tanto, si los fenómenos físicos (sin excepción) pueden ser descritos mediante multiplicidades de elementos idénticos entre sí, entonces los fenómenos físicos se pueden describir y explicar sencillamente contando. Y con esto hemos llegado al núcleo de la respuesta que estábamos buscando, porque este “contar” del que venimos hablando todo el rato es lo que está a la base de todo (y sólo) lo matemático. El entero edificio de la matemática (desde la aritmética elemental hasta sus partes más avanzadas) se reduce, en último término, a este contar[1]. Así pues, lo que estamos diciendo, en el fondo, es que todos los fenómenos físicos deben poder expresarse por medio de fórmulas matemáticas. Y este es en efecto el principio de Galileo. Lo repetimos:

 

· Todos los fenómenos físicos deben poder expresarse por medio de fórmulas matemáticas.

 

De hecho, la frase más citada de Galileo es aquella que dice: “el libro de la Naturaleza está escrito en lenguaje matemático”. Esto tiene consecuencias importantes para entender cómo funciona la ciencia. Pues de lo que acabamos de decir se sigue que el conocimiento científico no se basa en tomar simplemente lo que la experiencia nos da, y tampoco en partir de la experiencia, para llegar, por abstracción, a ideas generales. La ciencia se basa en que la mente produce en sí misma, de acuerdo con sus propias leyes, y sin tomar nada de la experiencia, una serie de esquemas (fórmulas matemáticas), y después, se comprueba si la experiencia real confirma o no los resultados o predicciones derivados de aquellos esquemas. A esta comprobación se le llama “experimento”. La ciencia moderna es, por tanto, matemático-experimental.

Por último, fijémonos en lo siguiente. Puesto que se trata de una determinación ontológica, no tenemos que esperar a experimentar cada fenómeno físico en concreto para saber si cumple lo que dice el principio de Galileo. Por el contrario, podemos saber de antemano que, si algo es físicamente real, físicamente objetivo, entonces tiene que poder ser explicado en términos matemáticos. Evidentemente, la recíproca no es cierta: no todo lo que se puede formular matemáticamente es físicamente real. Si yo me invento una fórmula matemática cualquiera, no está garantizado que esa fórmula se corresponda con algún fenómeno físico real (para saber si se corresponde o no hay que hacer precisamente experimentos). Sin embargo, sí es cierta la contrarrecíproca: si algo no puede ser formulado en términos matemáticos, entonces no puede ser físicamente real ni físicamente objetivo.

 

Ahora ya vemos por qué el “descubrimiento” de Galileo era tan importante:

 

· por un lado, establece cómo debe proceder (qué lenguaje debe utilizar) el científico si quiera entender y explicar la realidad física.

 

· por otro lado, nos da un criterio para descartar cosas que bajo ningún concepto pueden ser “objetivas” y “reales”: todo lo que no pueda ser expresado en términos matemáticos no podrá ser físicamente “real”[2].

 



[1] Esta es también, por cierto, la razón de que la teoría de conjuntos (que es la expresión más directa y desnuda de lo que significa “contar”) se haya convertido en algo así como el lenguaje de toda la matemática.

[2] Resumen elaborado por Guillermo Villaverde. Quien quiera profundizar en este asunto puede leer con provecho los capítulos 6 y 7 de Iniciación a la filosofía (1974), de Felipe Martínez Marzoa, o el capítulo dedicado a “El nacimiento de la física matemática” en su Historia de la filosofía, vol. II (1973), de donde estas notas han extraído su inspiración fundamental.

 
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