Ensayo sobre el gobierno civil

John Locke

CAPÍTULO I

1. Quedó demostrado en la disertación precedente:

Primero. Que Adán no tuvo, ni por natural derecho de paternidad ni por donación positiva de Dios, ninguna autoridad sobre sus hijos o dominio sobre el mundo, cual se pretendiera.

Segundo. Que si la hubiera tenido, a sus hijos, con todo, no pasara tal derecho.

Tercero. Que si sus herederos lo hubieren cobrado, luego, por inexistencia de la ley natural o ley divina positiva que determinare el correcto heredero en cuantos casos llegaren a suscitarse, no hubiera podido ser con certidumbre determinado el derecho de sucesión y autoridad.

Cuarto. Que aun si esa determinación hubiere existido, tan de antiguo y por completo se perdió el conocimiento de cuál fuere la más añeja rama de la posteridad de Adán, que entre las razas de la humanidad y familias de la tierra, ya ninguna guarda, sobrepujando a otra, la menor pretensión de constituir la casa más antigua y acreditar tal derecho de herencia.

Claramente probadas, a mi entender, todas esas premisas, es imposible que los actuales gobernantes de la tierra puedan conseguir algún beneficio o derivar la menor sombra de autoridad de lo conceptuado por venero de todo poder, " la jurisdicción paternal y dominio particular de Adán"; y así, quien no se proponga dar justa ocasión a que se piense que todo gobierno en el mundo es producto exclusivo de la fuerza y violencia, y que, los hombres no viven juntos según más norma que las de los brutos, entre los cuales el más poderoso arrebata el dominio, sentando así la base de perpetuo desorden y agravio, tumulto, sedición y revuelta (lances que los seguidores de aquella hipótesis con tal ímpetu vituperan), deberá necesariamente hallar otro origen del gobierno, otro prototipo del poder político, y otro estilo de designar y conocer a las personas que lo poseen, distinto del que Sir Robert Filmer nos enseñara.

2. A este fin, pienso que no estará fuera de lugar que asiente aquí lo que por poder político entiendo, para que el poder del magistrado sobre un súbdito pueda ser distinguido del de un padre sobre sus hijos, un amo sobre su sirviente, un marido sobre su mujer, y un señor sobre su esclavo. Y por cuanto se dan a veces conjuntamente esos distintos poderes en el mismo hombre, si a éste consideramos en tales relaciones diferentes; ello nos ayudará a distinguir, uno de otro, esos poderes, y mostrar la diferencia entre el gobernante de una nación, el padre de familia y el capitán de una galera de forzados.

3. Entiendo, pues, que el poder político consiste en el derecho de hacer leyes, con penas de muerte, y por ende todas las penas menores, para la regulación y preservación de la propiedad; y de emplear la fuerza del común en la ejecución de tales leyes, y en la defensa de la nación contra el agravio extranjero: y todo ello sólo por el bien público.

CAPÍTULO II. DEL ESTADO DE NATURALEZA

4. Para entender rectamente el poder político, y derivarlo de su origen, debemos considerar en qué estado se hallan naturalmente los hombres todos, que no es otro que el de perfecta libertad para ordenar sus acciones, y disponer de sus personas y bienes como lo tuvieren a bien, dentro de los límites de la ley natural, sin pedir permiso o depender de la voluntad de otro hombre alguno.

Estado también de igualdad, en que todo poder y jurisdicción es recíproco, sin que al uno competa más que al otro, no habiendo nada más evidente que el hecho de que criaturas de la misma especie y rango, revueltamente nacidas a todas e idénticas ventajas de la Naturaleza, y al liso de las mismas facultades, deberían asimismo ser iguales cada una entre todas las demás, sin subordinación o sujeción, a menos que el señor y dueño de ellos todos estableciere, por cualquier manifiesta declaración de su voluntad, al uno sobre el otro, y le confiriere, por nombramiento claro y evidente, derecho indudable al dominio y soberanía. (...)

6. Pero aunque este sea estado de libertad, no lo es de licencia. Por bien que el hombre goce en él de libertad irrefrenable para disponer de su persona o sus posesiones, no es libre de destruirse a sí mismo, ni siquiera a criatura alguna en su poder, a menos que lo reclamare algún uso más noble que el de la mera preservación. Tiene el estado de naturaleza ley natural que lo gobierne y a cada cual obligue; y la razón, que es dicha ley, enseña a toda la humanidad, con sólo que ésta quiera consultarla, que siendo todos iguales e independientes, nadie, deberá dañar a otro en su vida, salud, libertad o posesiones; porque, hechura todos los hombres de un Creador todopoderoso e infinitamente sabio, servidores todos de un Dueño soberano, enviados al mundo por orden del Él y a su negocio, propiedad son de Él, y como hechuras suyas deberán durar mientras Él, y no otro, gustare de ello. Y pues todos nos descubrimos dotados de iguales facultades, participantes de la comunidad de la naturaleza, no cabe suponer entre nosotros una subordinación tal que nos autorice a destruirnos unos a otros, como si estuviéramos hechos los de acá para los usos de estotros, o como para el nuestro han sido hechas las categorías inferiores de las criaturas. Cada uno está obligado a preservarse a sí mismo y a no abandonar su puesto por propio albedrío, así pues, por la misma razón, cuando su preservación no está en juego, deberá por todos los medios preservar el resto de la humanidad, y jamás, salvo para ajusticiar a un criminal, arrebatar o menoscabar la vida ajena, o lo tendente a la preservación de ella, libertad, salud, integridad y bienes.

7. Y para que, frenados todos los hombres, se guarden de invadir los derechos ajenos y de hacerse daño unos a otros, y sea observada la ley de naturaleza, que quiere la paz y preservación de la humanidad toda, la ejecución de la ley de naturaleza se halla confiada, en tal estado, a las manos de cada cual, por lo que a cada uno alcanza el derecho de castigar a los transgresores de dicha ley hasta el grado necesario para impedir su violación. Porque sería la ley natural, como todas las demás leyes que conciernen a los hombres en este mundo, cosa vana, si nadie en el estado de naturaleza tuviese el poder de ejecutar dicha ley, y por tanto de preservar al inocente y frenar a los transgresores; mas si alguien pudiere en el estado de naturaleza castigar a otro por algún daño cometido, todos los demás podrán hacer lo mismo. Porque en dicho estado de perfecta igualdad, sin espontánea producción de superioridad o jurisdicción de unos sobre otros, lo que cualquiera pueda hacer en seguimiento de tal ley, derecho es que a todos precisa.

8. Y así, en el estado de naturaleza, un hombre consigue poder sobre otro, mas no poder arbitrario o absoluto para tratar al criminal, cuando en su mano le tuviere, según la apasionada vehemencia o ilimitada extravagancia de su albedrío, sino que le sancionará en la medida que la tranquila razón y conciencia determinen lo proporcionado a su transgresión, que es lo necesario para el fin reparador y el restrictivo. Porque tales son las dos únicas razones por las cuales podrá un hombre legalmente causar daño a otro, que es lo que llamamos castigo. Al transgredir la ley de la naturaleza, el delincuente pregona vivir según una norma distinta de aquella razón y equidad común, que es la medida que Dios puso en las acciones de los hombres para su mutua seguridad, y así se convierte en peligroso para la estirpe humana; desdeña y quiebra el vínculo que a todos asegura contra la violencia y el daño, y ello, como transgresión contra toda la especie y contra la paz y seguridad de ella, procurada por la ley de naturaleza, autoriza a cada uno a que por dicho motivo, según el derecho que le asiste de preservar a la humanidad en general, pueda sofrenar, o, donde sea necesario, destruir cuantas cosas les fueren nocivas, y así causar tal daño a cualquiera que haya transgredido dicha ley, que le obligue a arrepentirse de su malhecho, y alcance por tanto a disuadirle a él y, mediante su ejemplo, a los otros, de causar malhechos tales. Y, en este caso, y en tal terreno, todo hombre tiene derecho a castigar al delincuente y a ser ejecutor de la ley de naturaleza. (...)

15. A los que dicen que jamás hubo hombres en estado de naturaleza, empezaré oponiendo la autoridad del avisado Hooker, en su dicho de que, "Las leyes hasta aquí mencionadas" -esto es, las leyes de naturaleza- "obligan a los hombres absolutamente, en cuanto a hombres, aunque jamás hubieren establecido asociación ni otro solemne acuerdo entre ellos sobre lo que debieren hacer o evitar; pero por cuanto no nos bastamos, por nosotros mismos, a suministrarnos la oportuna copia de lo necesario para una vida tal cual nuestra naturaleza la desea, esto es, adecuada a la dignidad del hombre, por ello, para obviar a esos defectos e imperfecciones en que incurrimos al vivir solos y exclusivamente para nosotros mismos, nos sentimos naturalmente inducidos a buscar la comunión y asociación con otros; tal fue la causa de que los hombres en lo antiguo se unieran en sociedades políticas." Pero yo, por añadidura, afirmo que todos los hombres se hallan naturalmente en aquel estado y en él permanecen hasta que, por su propio consentimiento, se hacen miembros de alguna sociedad política; y no dudo que en la secuela de esta disertación habré de dejarlo muy patente. (...)

CAPÍTULO V. DE LA PROPIEDAD

24. Ora consultemos la razón natural, que nos dice que los hombres, una vez nacidos, tienen derecho a su preservación, y por tanto a manjares y bebidas y otras cosas que la naturaleza ofrece para su mantenimiento, ora consultemos la "revelación", que nos refiere el don que hiciera Dios de este mundo a Adán, y a Noé y a sus hijos, clarísimamente aparece que Dios, como dice el rey David, "dio la tierra a los hijos de los hombres"; la dio, esto es, a la humanidad en común. (...)

25. Dios, que diera el mundo a los hombres en común, les dio también la razón para que de él hicieran uso según la mayor ventaja de su vida y conveniencia. La tierra y cuanto en ella se encuentra dado le fue a los hombres para el sustento y satisfacción de su ser. Y aunque todos los frutos que naturalmente rinde y animales que nutre pertenecen a la humanidad en común, por cuanto los produce la espontánea mano de la naturaleza, y nadie goza inicialmente en ninguno de ellos de dominio privado exclusivo del resto de la humanidad mientras siguieren los vivientes en su natural estado, con todo, siendo aquéllos conferidos para el uso de los hombres, necesariamente debe existir medio para que según uno u otro estilo se consiga su apropiación para que sean de algún uso, o de cualquier modo proficuos, a cualesquiera hombres particulares. El fruto o el venado que alimenta al indio salvaje, que ignora los cercados y es todavía posesor en común, suyo ha de ser, y tan suyo, esto es, parte de él, que nadie podrá tener derecho a ello en la inminencia de que le sea de alguna utilidad para el sustento de su vida.

26. Aunque la tierra y todas las criaturas inferiores sean a todos los hombres comunes, cada hombre, empero, tiene una "propiedad" en su misma "persona". A ella nadie tiene derecho alguno, salvo él mismo. El "trabajo" de su cuerpo y la "obra" de sus manos podemos decir que son propiamente suyos. Cualquier cosa, pues, que él remueva del estado en que la naturaleza le pusiera y dejara, con su trabajo se combina y, por tanto, queda unida a algo que de él es, y así se constituye en su propiedad. Aquélla, apartada del estado común en que se hallaba por naturaleza, obtiene por dicho trabajo algo anejo que excluye el derecho común de los demás hombres. Porque siendo el referido "trabajo" propiedad indiscutible de tal trabajador, no hay más hombre que él con derecho a lo ya incorporado, al menos donde hubiere de ello abundamiento, y común suficiencia para los demás.

27. El que se alimenta de bellotas que bajo una encina recogiera, o manzanas acopiadas de los árboles del bosque, ciertamente se las apropió. Nadie puede negar que el alimento es suyo. Pregunto, pues, ¿cuándo empezó a ser suyo?, ¿cuándo lo dirigió, o cuando lo comió, o cuando lo hizo hervir, o cuando lo llevó a casa, o cuando lo arrancó? Mas es cosa llana que si la recolección primera no lo convirtió en suyo, ningún otro lance lo alcanzara. Aquel trabajo pone una demarcación entre esos frutos y las cosas comunes. Él les añade algo, sobre lo que obrara la naturaleza, madre común de todos; y así se convierten en derecho particular del recolector. ¿Y dirá alguno que no tenía éste derecho a que tales bellotas o manzanas fuesen así apropiadas, por faltar el asentimiento de toda la humanidad a su dominio? ¿Fue latrocinio tomar él por sí lo que a todos y en común pertenecía? Si tal consentimiento fuese necesario ya habría perecido el hombre de inanición, a pesar de la abundancia que Dios le diera. Vemos en los comunes, que siguen por convenio en tal estado, que es tomando una parte cualquiera de lo común y removiéndolo del estado en que lo dejara la naturaleza como empieza la propiedad, sin la cual lo común no fuera utilizable. Y el apoderamiento de esta o aquella parte no depende del consentimiento expreso de todos los comuneros. (...)

29. Así esta ley de razón entrega al indio el venado que mató; permitido le está el goce de lo que le alcanzó su trabajo, aunque antes hubiere sido del derecho común de todos. (...)

31. Pero admitiendo ya como principal materia de propiedad no los frutos de la tierra y animales que en ella subsisten, sino la tierra misma, como sustentadora y acarreadora de todo lo demás, doy por evidente que también esta propiedad se adquiere como la anterior. Toda la tierra que un hombre labre, plante, mejore, cultive y cuyos productos pueda él usar, será en tal medida su propiedad. Él, por su trabajo, la cerca, como si dijéramos, fuera del común. Ni ha de invalidar su derecho el que se diga que cualquier otro tiene igual título a ella, y que por tanto quien trabajó no puede apropiarse tierra ni cercaría sin el consentimiento de la fraternidad comunera, esto es, la humanidad. Dios, al dar el mundo en común a todos los hombres, mandó también al hombre que trabajara; y la penuria de su condición tal actividad requería. Dios y su razón le mandaron sojuzgar la tierra, esto es, mejorarla para el bien de la vida, y así él invirtió en ella algo que le pertenecía, su trabajo. Quien, en obediencia a ese mandato de Dios, sometió, labró y sembró cualquier parte de ella, a ella unió algo que era propiedad suya, a que no tenía derecho ningún otro, ni podía arrebatársele sin daño. (...)

35. Estableció adecuadamente la naturaleza la medida de la propiedad, por la extensión del trabajo del hombre y la conveniencia de su vida. Ningún hombre podía con su trabajo sojuzgarlo o apropiárselo todo, ni podía su goce consumir más que una partecilla; de suerte que era imposible para cualquier hombre, por dicha senda, invadir, el derecho ajeno o adquirir para sí una propiedad en perjuicio de su vecino, a quien aún quedaría tan buen trecho y posesión tan vasta, después que el otro le hubiere quitado lo particularmente suyo, como antes de la apropiación. Dicha medida confinó la posesión de cada uno a proporción muy moderada, y tal como para sí pudiera apropiarse, sin daño para nadie en las edades primeras del mundo, cuando más en peligro estaban los hombres de perderse, alejándose de su linaje establecido, en los vastos desiertos de la tierra, que de hallarse apretados por falta de terrazgos en que plantar.(...)

45. Así el trabajo, en los comienzos, confirió un derecho de propiedad a quienquiera que gustara de valerse de él sobre el bien común; y éste siguió siendo por largo tiempo la parte muchísimo mayor, y es todavía más vasta que aquella de que se sirve la humanidad. Los hombres, al principio, en su mayor copia, contentábanse con aquello que la no ayudada naturaleza ofrecía a sus necesidades; pero después, en algunos parajes del mundo, donde el aumento de gentes y existencias, con el uso del dinero, había hecho que la tierra escaseara y consiguiera por ello algún valor, las diversas comunidades establecieron los límites de sus distintos territorios, y mediante leyes regularon entre ellas las propiedades de los miembros particulares de su sociedad, y así, por convenio y acuerdo, establecieron la propiedad que el trabajo y la industria empezaron. Y las ligas hechas entre diversos Estados y Reinos, expresa o tácitamente, renunciando a toda reclamación y derecho sobre la tierra poseída por la otra parte, abandonaron, por común consentimiento, sus pretensiones al derecho natural común que inicialmente tuvieron sobre dichos países; y de esta suerte, por positivo acuerdo, entre sí establecieron la propiedad en distintas partes del mundo; mas con todo existen todavía grandes extensiones de tierras no descubiertas, cuyos habitantes, por no haberse unido al resto de la humanidad en el consentimiento del uso de su moneda común, dejaron sin cultivar, y en mayor abundancia que las gentes que en ella moran o utilizarlas puedan, y así siguen tenidas en común, cosa que rara vez se produce entre la parte de humanidad que asintió al uso del dinero. (...)

47. Y así se llegó al uso de la moneda, cosa duradera que los hombres podían conservar sin que se deteriorara, y que, por consentimiento mutuo, los hombres utilizarían a cambio de los elementos verdaderamente útiles, pero perecederos, de la vida.

48. Y dado que los diferentes grados de industria pudieron dar al hombre posesiones en proporciones diferentes, vino todavía ese invento del dinero a aumentar la oportunidad de continuar y extender dichos dominios. Supongamos la existencia de una isla, separada de todo posible comercio con el resto del mundo, en que no hubiere más que cien familias, pero con ovejas, caballos, vacas y otros útiles animales, sanos frutos y tierra bastante para el trigo, que bastara a cien mil veces más habitantes, pero sin cosa alguna en aquel suelo -porque todo fuera común o perecedero-, adecuada para suplir la falta dé la moneda. ¿Qué motivo hubiera tenido nadie para ensanchar sus posesiones más allá del uso de su familia y una provisión abundante para su consumo, ya de lo que su propia industria obtuviera, ya de lo que le rindiera el trueque por útiles y perecederas mercancías de los demás? Donde no existiere algo a la vez duradero y escaso, y de tal valor que mereciere ser atesorado, no podrán los hombres ensanchar sus posesiones de tierras, por ricas que ellas sean y por libres de tomarlas que estén ellos. Porque, pregunto yo, ¿qué le valdrían a uno diez mil o cien mil estadales de tierra excelente, de fácil cultivo y además bien provista de ganado, en el centro de las tierras americanas interiores, sin esperanzas de comercio con otras partes del mundo, si hubiere de obtener dinero por la venta del producto?, No conseguiría ni el valor de la cerca, y le veríamos devolver al común erial de la naturaleza todo cuanto pasara del terrazgo que le proveyere de lo necesario para vivir en aquel suelo, él y su familia. (...)

51. Y así entiendo que es facilísimo concebir, sin dificultad alguna, cómo el trabajo empezó dando título de propiedad sobre las cosas comunes de la naturaleza, y cómo la inversión para nuestro uso lo limitó; de modo que no pudo haber motivo de contienda sobre los títulos, ni duda alguna sobre la extensión del bien que conferían. Derecho y conveniencia iban estrechamente unidos. Porque el hombre tenía derecho a cuanto pudiere atender con su trabajo, de modo que se hallaba a cubierto de la tentación de trabajar para conseguir más de lo que pudiera valerle. Eso no dejaba lugar a controversia sobre el título ni a intrusión en el derecho ajeno. Fácil era de ver qué porción tomaba cada cual para sí; y hubiera sido inútil, a la, par que fraudulento, tomar demasiado o simplemente más de lo fijado por la necesidad. (...)

CAPÍTULO VII. DE LA SOCIEDAD POLÍTICA O CIVIL

77. Dios tras hacer al hombre de suerte que, a su juicio, no iba a convenirle estar solo, colocóle bajo fuertes obligaciones de necesidad, conveniencia e inclinación para compelerle a la compañía social, al propio tiempo que le dotó de entendimiento y lenguaje para que en tal estado prosiguiera y lo gozara. La primera sociedad fue entre hombre y mujer, y dio principio a la de padres e hijos; y a ésta, con el tiempo, se añadió la de amo y servidor. Y aunque todas las tales pudieran hallarse juntas, como hicieron comúnmente, y no constituir más que una familia, en que el dueño o dueña de ellas establecía una especie de gobierno adecuado para dicho grupo, cada cual o todas juntas, ni con mucho llegaban al viso de "sociedad política", como veremos si consideramos los diferentes fines, lazos y límites de cada una.

78. La sociedad conyugal se forma por pacto voluntario entre hombre y mujer, y aunque sobre todo consista en aquella comunión y derecho de cada uno al cuerpo de su consorte, necesarios para su fin principal, la procreación, con todo supone el mutuo apoyo y asistencia, e igualmente la comunidad de intereses, necesidad no sólo de su unida solicitud y amor, sino también de su prole común, que tiene el derecho de ser mantenida y guardada por ellos hasta que fuere capaz de proveerse por sí misma.

79. Porque siendo el fin de la conjunción de hombre y mujer no sólo la procreación, sino la continuación de la especie, era menester que tal vínculo entre hombre y mujer durara, aún después de la procreación, todo el trecho necesario para el mantenimiento y ayuda de los hijos, los cuales hasta haber conseguido aptitud de cobrar nueva condición y valerse, deberán ser mantenidos por quienes los engendraron. Esta ley que la infinita sabiduría del Creador inculcó en las obras de sus manos, vémosla firmemente obedecida por las criaturas inferiores. (...)

81. Pero aunque estas sujeciones impuestas a la humanidad den al vínculo conyugal más firmeza y duración entre los hombres que en las demás especies de animales, con todo podrían mover a inquirir por qué ese pacto, que consigue la procreación y educación y vela por la herencia, no podría ser determinable, ya por consentimiento, ya en cierto tiempo o mediante ciertas condiciones, lo mismo que cualquier otro pacto voluntario, pues no existe necesidad, en la naturaleza de la relación ni en los fines de ella, de que siempre sea de por vida: y a aquellos solos me refiero que no se hallaren bajo la coacción de ninguna ley positiva que ordenare que tales contratos fueren perpetuos.

82. Pero marido y mujer, aunque compartiendo el mismo cuidado, tienen cada cual su entendimiento, por lo cual inevitablemente diferirán en las voluntades. Por ello es necesario que la determinación final (esto es, la ley) sea en alguna parte situada: y así naturalmente ha de incumbir al hombre como al más capaz y más fuerte. Pero eso, que cubre lo concerniente a su interés y propiedad común, deja a la mujer en la plena y auténtica posesión de lo que por contrato sea de su particular derecho, y, cuando menos, no permite al marido más poder sobre ella que el que ella gozare sobre la vida de él; hallándose en efecto el poder del marido tan lejos del de un monarca absoluto, que la mujer tiene, en muchos casos, libertad de separarse de él por derecho natural o términos de contrato, ora este contrato se hubiere por ellos convenido en estado de naturaleza, ora por las costumbres y leyes del país en que viven; y los hijos, tras dicha separación, siguen la suerte del padre o de la madre, según determinare el pacto. (...)

84. La sociedad entre padres e hijos, y los distintos derechos y poderes que respectivamente les pertenecen, materia fue tan prolijamente estudiada en el capítulo anterior que nada me incumbiría decir aquí sobre ella; y entiendo patente ser ella diferentísima de la sociedad política.

85. Amo y sirviente son nombres tan antiguos como la historia, pero dados a gentes de harto distinta condición; porque en un caso, el del hombre libre, hácese éste servidor de otro vendiéndole por cierto tiempo los desempeños que va a acometer a cambio de salario que deberá recibir, y aunque ello comúnmente le introduce en la familia de su amo, y le pone bajo la ordinaria disciplina de ella, con todo no asigna al amo sino un poder temporal sobre él, y no mayor que el que se definiera en el contrato establecido entre los dos. Peor hay otra especie de servidor al que por nombre peculiar llamamos esclavo, el cual, cautivo conseguido en una guerra justa, está, por derecho de naturaleza, sometido al absoluto dominio y poder de victoria de su dueño. Tal hombre, por haber perdido el derecho a su vida y, con ésta, a sus libertades, y haberse quedado sin sus bienes y hallarse en estado de esclavitud, incapaz de propiedad alguna, no puede, en tal estado, ser tenido como parte de la sociedad civil, cuyo fin principal es la preservación de la propiedad.

86. Consideremos, pues, a un jefe de familia con todas esas relaciones subordinadas de mujer, hijos, servidores y esclavos, unidos bajo una ley familiar de tipo doméstico, la cual, a pesar del grado de semejanza que pueda tener en su orden, oficios y hasta número con una pequeña nación, se encuentra de ella remotísimo en su constitución, poder y fin; o si por monarquía se la quisiere tener, con el paterfamilias como monarca absoluto de ella, tal monarquía absoluta no cobrará sino muy breve y disperso poder, pues es evidente, por lo que antes se dijo, que el jefe de la familia goza de poder muy distinto, muy diferentemente demarcado, tanto en la que concierne al tiempo como en lo que concierne a la extensión, sobre las diversas personas que en ella se encuentran; porque salvo el esclavo (y la familia es plenamente tal, y el poderío del paterfamilias de igual grandeza, tanto si hubiere esclavos en la familia como si no), sobre ninguno de ellos tendrá poder legislativo de vida y muerte, y solamente el que una mujer cabeza de familia pueda tener lo mismo que él. Y sin duda carece de poder absoluto sobre la entera familia quien no lo tiene sino muy limitado sobre cada uno de los individuos que la componen. Pero de qué suerte una familia, u otra cualquiera sociedad humana, difiera de la que propiamente sea sociedad política, verémoslo mejor al considerar en qué consiste la última.

87. El hombre, por cuanto nacido, como se demostró, con título a la perfecta libertad y no sofrenado goce de todos los derechos y privilegios de la ley de naturaleza, al igual que otro cualquier semejante suyo o número de ellos en el haz de la tierra, posee por naturaleza el poder no sólo de preservar su propiedad, esto es, su vida, libertad y hacienda, contra los agravios y pretensiones de los demás hombres, sino también de juzgar y castigar en los demás las infracciones de dicha ley, según estimare que el agravio merece, y aun con la misma muerte, en crímenes en que la odiosidad del hecho, en su opinión, lo requiriere. Mas no pudiendo sociedad política alguna existir ni subsistir como no contenga el poder de preservar la propiedad; y en orden a ello castigue los delitos de cuantos a tal sociedad pertenecieren, en este punto, y en él sólo, será sociedad política aquella en que cada uno de los miembros haya abandonado su poder natural, abdicando de él en manos de la comunidad para todos los casos que no excluyan el llamamiento a la protección legal que la sociedad estableciera. Y así, dejado a un lado todo particular juicio de cada miembro particular, la comunidad viene a ser árbitro; y mediante leyes comprensivas e imparciales y hombres autorizados por la comunidad para su ejecución, decide todas las diferencias que acaecer pudieren entre los miembros de aquella compañía en lo tocante a cualquier materia de derecho, y castiga las ofensas que cada miembro haya cometido contra la sociedad, según las penas fijadas por la ley; por lo cual es fácil discernir quiénes están, y quiénes no, unidos en sociedad política. Los que se hallaren unidos en un cuerpo, y tuvieren ley común y judicatura establecida a quienes apelar, con autoridad para decidir en las contiendas entre ellos y castigar a los ofensores, estarán entre ellos en sociedad civil; pero quienes no gozan de tal común apelación, quiero decir en la tierra, se hallan todavía en el prístino estado natural, donde cada uno es, a falta de otro, juez por sí mismo y ejecutor; que así se perfila, como antes mostré, el perfecto estado de naturaleza.

88. Y de esta suerte la nación consigue el poder de fijar qué castigó corresponderá a las diversas transgresiones que fueren estimadas sancionables, cometidas contra los miembros de aquella sociedad (lo cual es el poder legislativo), así como tendrá el poder de castigar cualquier agravio hecho a uno de sus miembros por quien no lo fuere (o sea el poder de paz y guerra); y todo ello para la preservación de la propiedad de los miembros todos de la sociedad referida, hasta el límite posible. Pero dado que cada hombre ingresado en sociedad abandonara su poder de castigar las ofensas contra la ley de naturaleza en seguimiento de particular juicio, también, además del juicio de ofensas por él abandonado al legislativo en cuantos casos pudiere apelar al magistrado, cedió al conjunto el derecho de emplear su fuerza en la ejecución de fallos de la república; siempre que a ello fuere llamado, pues esos, en realidad, juicios suyos son, bien por él mismo formulados o por quien le representare. Y aquí tenemos los orígenes del poder legislativo y ejecutivo en la sociedad civil, esto es, el juicio según leyes permanentes de hasta qué punto las ofensas serán castigadas cuando fueren en la nación cometidas; y, también, por juicios ocasionales, fundados en circunstancias presentes del hecho, hasta qué punto los agravios procedentes del exterior deberán ser vindicados; y en uno como en otro caso emplear, si ello fuere menester, toda la fuerza de todos los miembros.

89. Así, pues, siempre que cualquier número de hombres de tal suerte en sociedad se junten y abandone cada cual su poder ejecutivo de la ley de naturaleza, y lo dimita en manos del poder público, entonces existirá una sociedad civil o política. Y esto ocurre cada vez que cualquier número de hombres, dejando el estado de naturaleza, ingresan en sociedad para formar un pueblo y un cuerpo político bajo un gobierno supremo: o bien cuando cualquiera accediere a cualquier gobernada sociedad ya existente, y a ella se incorporare. Porque por ello autorizará a la sociedad o, lo que es lo mismo, al poder legislativo de ella, a someterle a la ley que el bien público de la sociedad demande, y a cuya ejecución su asistencia, como la prestada a los propios decretos, será exigible. Y ello saca a los hombres del estado de naturaleza y les hace acceder al de república, con el establecimiento de un juez sobre la tierra con autoridad para resolver todos los debates y enderezar los entuertos de que cualquier miembro pueda ser víctima, cuyo juez es el legislativo o los magistrados que designado hubiere. Y siempre que se tratare de un número cualquiera de hombres, asociados, sí, pero sin ese poder decisivo a quien apelar, el estado en que se hallaren será todavía el de naturaleza.

90. Y es por ello evidente que la monarquía absoluta, que algunos tienen por único gobierno en el mundo, es en realidad incompatible con la sociedad civil, y así no puede ser forma de gobierno civil alguno. Porque siendo el fin de la sociedad civil educar y remediar los inconvenientes del estado de naturaleza (que necesariamente se siguen de que cada hombre sea juez en su propio caso), mediante el establecimiento de una autoridad conocida, a quien cualquiera de dicha sociedad pueda apelar a propósito de todo agravio recibido o contienda surgida, y a la que todos en tal sociedad deban obedecer, cualesquiera personas sin autoridad de dicho tipo a quien apelar, y capaz de decidir las diferencias que entre ellos se produjeren, se hallarán todavía en el estado de naturaleza: y en él se halla todo príncipe absoluto con relación a quienes se encontraren bajo su dominio. (...)

CAPÍTULO VIII. DEL COMIENZO DE LAS SOCIEDADES POLÍTICAS

95. Siendo todos los hombres, cual se dijo, por naturaleza libres, iguales e independientes, nadie podrá ser sustraído a ese estado y sometido al poder político de otro sin su consentimiento, el cual se declara conviniendo con otros hombres juntarse y unirse en comunidad para vivir cómoda, resguardada y pacíficamente, linos con otros, en el afianzado disfrute de sus propiedades, y con mayor seguridad contra los que fueren ajenos al acuerdo. Eso puede hacer cualquier número de gentes, sin injuria a la franquía del resto, que permanecen, como estuvieran antes, en la libertad del estado de naturaleza. Cuando cualquier número de gentes hubieren consentido en concertar una comunidad o gobierno, se hallarán por ello asociados y formarán un cuerpo político, en que la mayoría tendrá el derecho de obrar y de imponerse al resto.

96. Porque cuando un número determinado de hombres compusieron, con el consentimiento de cada uno, una comunidad, hicieron de ella un cuerpo único, con el poder de obrar en calidad de tal, lo que sólo ha de ser por voluntad y determinación de la mayoría pues siendo lo que mueve a cualquier comunidad el consentimiento de los individuos que la componen, y visto que un solo cuerpo sólo una dirección puede tomar, precisa que el cuerpo se mueva hacia donde le conduce la mayor fuerza, que es el consentimiento de la mayoría, ya que de otra suerte fuera imposible que actuara o siguiera existiendo un cuerpo, una comunidad, que el consentimiento de cada individuo a ella unido quiso que actuara y prosiguiera. Así pues cada cual está obligado por el referido consentimiento a su propia restricción por la mayoría. Y así vemos que en asambleas facultadas para actuar según leyes positivas, y sin número establecido por las disposiciones positivas que las facultan, el acto de la mayoría pasa por el de la totalidad, y naturalmente decide como poseyendo, por ley de naturaleza y de razón, el poder del conjunto.

97. Y así cada hombre, al consentir con otros en la formación de un cuerpo político bajo un gobierno, asume la obligación hacia cuantos tal sociedad constituyeren, de someterse a la determinación de la mayoría, y a ser por ella restringido; pues de otra suerte el pacto fundamental, que a él y a los demás incorporara en una sociedad, nada significaría; y no existiera tal pacto si cada uno anduviera suelto y sin más sujeción que la que antes tuviera en estado de naturaleza. Porque ¿qué aspecto quedaría de pacto alguno? ¿De qué nuevo compromiso podría hablarse, si no quedare él vinculado por ningún decreto de la sociedad que hubiere juzgado para sí adecuada, y hecho objeto de su aquiescencia efectiva? Pues su libertad sería igual a la que antes del pacto gozó, o cualquiera en estado de naturaleza gozare, donde también cabe someterse y consentir a cualquier acto por el propio gusto.

98. En efecto, si el consentimiento de la mayoría no fuere razonablemente recibido como acto del conjunto, restringiendo a cada individuo, no podría constituirse el acto del conjunto más que por el consentimiento de todos y cada uno de los individuos, lo cual, considerados los achaques de salud y las distracciones de los negocios que aunque de linaje mucho menor que el de la república, retraerán forzosamente a muchos de la pública asamblea, y la variedad de opiniones y contradicción de intereses que inevitablemente se producen en todas las reuniones humanas, habría de ser casi imposible conseguir. Cabe, pues, afirmar que quien en la sociedad entrare con tales condiciones, vendría a hacerlo como Catón en el teatro, tantum ut exiret. Una constitución de este tipo haría al poderoso Leviatán más pasajero que las más flacas criaturas, y no le consentiría sobrevivir al día de su nacimiento: supuesto sólo admisible si creyéramos que las criaturas racionales desearen y constituyeren sociedades con el mero fin de su disolución. Porque donde la mayoría no alcanza a restringir al resto, no puede la sociedad obrar como un solo cuerpo, y por consiguiente habrá de ser inmediatamente disuelta.

99. Quienquiera, pues, que saliendo del estado de naturaleza, a una comunidad se uniere, será considerado como dimitente de todo el poder necesario, en manos de la comunidad, con vista a los fines que a entrar en ella le indujeron, a menos que se hubiere expresamente convenido algún número mayor que el de la mayoría. Y ello se efectúa por el simple asentimiento a unirse a una sociedad política, que es el pacto que existe, o se supone, entre los individuos que ingresan en una república o la constituyen. Y así lo que inicia y efectivamente constituye cualquier sociedad política, no es más que consentimiento de cualquier número de hombres libres, aptos para la mayoría, a su unión e ingreso en tal sociedad. Y esto, y sólo esto, es lo que ha dado o podido dar principio a cualquier gobierno legítimo del mundo.

 
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John Locke Ensayo sobre el gobierno civil
 
  
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