Hume no
estaba en absoluto satisfecho con la manera en que Locke utilizaba el término
«idea» para referirse a todo lo que conocemos (el color que vemos, el dolor que
sentimos, etc., eran denominados «ideas» por Locke, como ya hemos indicado). En
consecuencia, reservó la palabra «idea» para designar solo ciertos contenidos
del conocimiento o percepción.
Vea el
lector esta página y, a continuación, cierre los ojos tratando de imaginarla.
En los dos casos la estará percibiendo (o conociendo), si bien entre ambos
existe una notable diferencia: la percepción de la página es «más viva» cuando
la vemos que cuando la imaginamos.
Hume
denomina al primer tipo de percepción «impresiones»
(conocimiento por medio de los sentidos), y al segundo tipo, «ideas» (representaciones o copias de
las impresiones en el pensamiento). Las ideas son más débiles, menos vivas que
las impresiones.
El
ejemplo que hemos utilizado pone, además, de manifiesto que las ideas proceden
de las impresiones, son imágenes o representaciones suyas.
Al
clasificar los elementos del conocimiento en impresiones e ideas, Hume sienta
las bases del empirismo más absoluto. Las consecuencias que se derivan de este
planteamiento son más radicales que las derivadas del de Locke.
Con esa
formulación, en efecto, se introduce un criterio tajante para decidir acerca de
la verdad de nuestras ideas. ¿Queremos saber si una idea cualquiera es
verdadera? Muy sencillo: comprobemos si procede de alguna impresión.
Si
podemos señalar la impresión de la que procede, estaremos ante una idea
verdadera; en caso contrario, estaremos ante una ficción. Nuestros
conocimientos están, pues, limitados por
las impresiones.
Además
de la diferenciación entre impresiones e ideas, Hume introduce una importante
clasificación relativa a los modos de conocer. De acuerdo con esta distinción,
nuestro conocimiento es de dos tipos: conocimiento de relaciones entre ideas y
conocimiento factual, de hechos.
Tomemos
la siguiente proposición: «El todo es mayor que sus partes». La verdad de esta
proposición no tiene nada que ver con los hechos, con lo que pase o suceda en
el mundo; es independiente de que haya todos y haya partes: sean cuales sean
los hechos, se trata de una proposición verdadera. Este conocimiento no se
refiere, pues, a hechos, sino a la relación que existe entre las ideas de todo
y de parte.
Las
relaciones entre ideas se formulan en proposiciones analíticas, en las que el predicado está contenido en el sujeto
y que son necesariamente verdaderas.
Aparte
de las relaciones entre ideas, nuestro conocimiento puede referirse a hechos:
el conocimiento que tengo de que ahora estoy leyendo, de que hace un rato
escuchaba música, de que dentro de unos instantes hervirá el agua que he
colocado sobre el fuego, es un conocimiento factual, de hechos.
El
conocimiento de hechos no puede tener, en último término, otra justificación
que la experiencia, que las
impresiones.
De este
tipo de conocimiento nos ocuparemos en las explicaciones siguientes.
Aplicando
este criterio en sentido estricto, nuestro conocimiento de los hechos queda
limitado a las impresiones actuales (es decir, lo que ahora vemos, oímos, etc.)
y a los recuerdos (ideas) actuales de impresiones pasadas (es decir, lo que
recordamos haber visto, oído, etc.), pero no puede haber conocimiento de hechos
futuros, ya que no tenemos impresión alguna de lo que sucederá en el porvenir
(¿cómo vamos a tener impresiones de lo que aún no ha sucedido?).
Ahora
bien, en nuestra vida contamos permanentemente con que en el futuro se
producirán ciertos hechos: vemos caer la lluvia a través de la ventana y
tomamos precauciones, contando con que la lluvia mojará lo que encuentre a su
paso; colocamos un recipiente de agua sobre el fuego contando con que se
calentará. Sin embargo, solo tenemos la impresión de la lluvia cayendo y del
agua fría sobre la llama. ¿Cómo podemos estar seguros de que posteriormente
tendremos las impresiones de los objetos mojados y del agua caliente?
Hume
observó que en todos estos casos (esto es, tratándose de hechos), nuestra
certeza sobre lo que acontecerá en el futuro se basa en una inferencia causal: estamos seguros de
que las cosas bajo la lluvia se mojarán (en vez de ponerse azules, por ejemplo)
y de que el agua puesta al fuego se calentará (en vez de enfriarse más, por
ejemplo), basándonos en que el agua y el fuego producen esos efectos. La lluvia
es causa, el fuego es causa, y sus efectos respectivos son el mojarse y el
calentarse de aquello sobre lo que actúen.
«Todos
nuestros razonamientos acerca de cuestiones de hecho parecen fundarse en la
relación de causa y efecto. Tan solo
por medio de esta relación podemos ir más allá de la evidencia de nuestra
memoria y sentidos. Si se le preguntara a alguien por qué cree en una cuestión
de hecho cualquiera que no esté presente –por ejemplo, que su amigo está en el
campo o en Francia–, daría una razón (reason),
y esta sería algún otro hecho, como una carta recibida de él, o el conocimiento
de sus propósitos y promesas previos. Un hombre que encontrase un reloj o
cualquier otra máquina en una isla desierta sacaría la conclusión de que en
alguna ocasión hubo un hombre en aquella isla. Todos nuestros razonamientos
acerca de los hechos son de la misma naturaleza. Y en ellos se supone
constantemente que hay una conexión entre el hecho presente y el que se infiere
de él. Si no hubiera nada que los uniera, la inferencia sería totalmente
precaria».
Hume, D.: Investigación sobre el conocimiento humano. Alianza
Editorial, Madrid, 1980, p. 49.
La idea
de causa es, pues, la base de nuestras inferencias acerca de hechos de los que
no tenemos una impresión actual. Pero ¿qué entendemos por causa? ¿Cómo
interpretamos la relación causa-efecto cuando pensamos que el fuego es la
causa, y el calor, el efecto?
Hume
observa que esta relación se concibe normalmente como una conexión necesaria (es decir, que no puede no darse) entre la causa
y el efecto, entre el fuego y el calor: el fuego calienta necesariamente y, por
tanto, siempre que arrimemos agua al fuego, aquella se calentará necesariamente.
Como esa conexión es necesaria, podemos conocer con certeza que el efecto se
producirá necesariamente.
No
seamos, sin embargo, tan optimistas, y apliquemos el criterio antes expuesto a
esta idea de causa. Idea verdadera es, decíamos, la que procede de una
impresión.
Pues
bien, ¿tenemos alguna impresión que corresponda a esta idea de conexión
necesaria entre dos fenómenos? No, contesta Hume. A menudo vemos el fuego y
observamos que aumenta la temperatura de los objetos situados junto a él, pero
nunca hemos observado que exista una conexión necesaria entre ambos hechos.
Lo
único observable es que tras lo primero sucede siempre lo segundo, que entre
ambos hechos se da una sucesión
constante, pero no que exista una conexión necesaria entre ellos. Y como
nuestro conocimiento de los hechos futuros solo tiene justificación si existe
una conexión necesaria entre lo que llamamos «causa» y lo que llamamos
«efecto», resulta que propiamente hablando no
sabemos que el agua vaya a calentarse, simplemente
creemos y suponemos que sucederá así.
Que
nuestro pretendido conocimiento de los hechos futuros, mediante razonamientos
causales, no sea en rigor conocimiento, sino suposición y creencia (creemos que el agua se calentará), no significa que no
estemos absolutamente ciertos acerca de esos hechos: todos afirmamos y creemos
con absoluta certeza que el agua de nuestro ejemplo se va a calentar.
Según
Hume, esta creencia proviene del hábito, de la costumbre de haber observado en el pasado que, siempre que sucede
lo primero, sucede también lo segundo: «la razón no puede nunca convencernos de
que la existencia de un objeto deba implicar la del otro» (Hume, D.: Tratado de la naturaleza humana, I, ed.
cit., p. 205).
Nuestra
certeza acerca de hechos no observados no se apoya, pues, en el conocimiento,
sino en la creencia. En la práctica, piensa Hume, esto no es realmente grave,
ya que tal creencia nos basta y nos sobra para arreglárnoslas y para vivir.
Pero ¿hasta dónde es posible extender la certeza basada en la inferencia
causal?
El
mecanismo psicológico mencionado (el hábito, la costumbre) es la clave que nos
permite responder a esta pregunta.
La
inferencia causal solamente es aceptable
entre impresiones: de la impresión actual del fuego podemos inferir que a
continuación tendremos una impresión de calor, porque las impresiones del fuego
y del calor se nos han dado unidas repetidamente en la experiencia. Podemos
pasar de una impresión a otra, pero no de una impresión a algo de lo cual nunca
hayamos tenido experiencia.
Tomemos
este criterio y comencemos aplicándolo al problema de la existencia de una
realidad distinta de nuestras impresiones y exterior a ellas. Según Locke, la
existencia de los cuerpos como realidad distinta y exterior a las impresiones o
sensaciones se justifica en una inferencia causal: la realidad extramental es
la causa de nuestras impresiones.
Ahora
bien, esta inferencia es inválida, a juicio de Hume, ya que no va de una
impresión a otra, sino de las impresiones a una pretendida realidad, que está
más allá de ellas y de la cual no tenemos, por tanto, impresión o experiencia
alguna. La creencia en la existencia de una realidad corpórea distinta de
nuestras impresiones es, por tanto, injustificable apelando a la idea de causa.
Locke
había utilizado el principio de causalidad para fundamentar la afirmación de
que Dios existe. A juicio de Hume, esta inferencia es también injustificada por
la misma razón, porque no va de una impresión a otra, sino que pretende ir de
nuestras impresiones a Dios, que no es objeto de impresión alguna.
Ahora
bien, si la existencia de un mundo distinto de nuestras impresiones y la
existencia de Dios no son racionalmente justificables, ¿de dónde vienen
nuestras impresiones?
El
empirismo de Hume no permite responder a esta pregunta. Sencillamente, no lo
sabemos ni podemos saberlo: pretender contestar a esta pregunta es querer ir
más allá de nuestras impresiones, y estas constituyen
el límite de nuestro conocimiento. Tenemos impresiones; no sabemos de dónde
proceden. Eso es todo.
De las
tres realidades o sustancias cartesianas (Dios, mundo, yo), solo nos queda
ocuparnos del yo como sustancia distinta de nuestras ideas e impresiones.
La
existencia de un yo, de una sustancia cognoscente distinta de sus actos, había
sido considerada indubitable no solo por Descartes, sino también por Locke. Y
Hume no puede aplicar aquí su crítica de la idea de causa, ya que la existencia
del yo no fue considerada por sus predecesores como resultado de una inferencia
causal, sino como objeto de una intuición inmediata («yo pienso, luego yo
existo»).
Sin
embargo, la crítica de Hume alcanza también a la realidad del yo como
sustancia, como sujeto permanente de nuestros actos psíquicos.
Contra
Descartes y contra Locke, Hume establece que la existencia del yo no puede
justificarse apelando a una pretendida intuición de mí mismo, puesto que solo
tenemos intuición de nuestras ideas e impresiones, y ninguna impresión es
permanente, sino que unas suceden a otras de manera ininterrumpida.
«Tiene que
haber una impresión que dé origen a cada idea real. Pero el yo o persona no es
ninguna impresión, sino aquello a que se supone que nuestras distintas
impresiones e ideas tienen referencia. Si hay alguna impresión que origine la
idea del yo, esa impresión deberá seguir siendo invariablemente idéntica
durante toda nuestra vida, pues se supone que el yo existe de ese modo. Pero no
existe ninguna impresión que sea constante e invariable. Dolor y placer,
tristeza y alegría, pasiones y sensaciones se suceden una tras otra, y nunca
existen todas al mismo tiempo. Luego la idea del yo no puede derivarse de
ninguna de estas impresiones, ni tampoco de ninguna otra. Y en consecuencia, no
existe tal idea».
Hume, D.: Tratado de la naturaleza humana, I.
Editora Nacional, Madrid, 1977, p. 399.
No
cabe, pues, afirmar la existencia del yo como sustancia distinta de las
impresiones y de las ideas, como sujeto permanente de la serie de los actos
psíquicos.
Esta
afirmación tajante de Hume no permite explicar fácilmente la conciencia que
todos tenemos de nuestra propia identidad personal: en efecto, cada sujeto
humano se reconoce él mismo a través de sus distintas y sucesivas ideas e
impresiones.
Quien
está leyendo esta página tiene conciencia de ser el mismo que antes contemplaba
el paisaje o escuchaba música apaciblemente; si solo hay conocimiento de las
impresiones y de las ideas, y estas –la página, el paisaje, la melodía– son tan
distintas entre sí, ¿cómo es que el sujeto tiene conciencia de ser el mismo?
Para
explicar la conciencia de la propia identidad, Hume recurre a la memoria: gracias a ella reconocemos la
conexión que existe entre las distintas impresiones que se suceden. El error
consiste en que confundimos la sucesión con la identidad.
A pesar
de que los principios de que parte le obligan a llegar a esta conclusión, Hume
se dio cuenta de que su explicación no era plenamente satisfactoria, lo que le
condujo a una actitud resignadamente escéptica, como exponemos a continuación.
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