El hecho religioso

El hombre religioso es aquél para quien el conjunto de cuanto hay aparece a la luz de la presencia de una realidad absolutamente superior, absolutamente no reducible a una cosa mas del mundo (o sea, situada del todo mas allá y por encima del mundo, o completamente trascendente y que sin embargo, de ser así —o, más bien, precisamente debido a que es así—, afecta al ser del nombre en su centro mismo y de una manera plena y definitiva. No todas las religiones llaman Dios a esta realidad; el budismo primitivo, por ejemplo, deja «en hueco» el lugar de este ser, en señal de su superioridad infinita, no dándole ningún nombre. Algunos fenomenólogos de la religión utilizan por esto, en vez de Dios, el término Misterio.

La presencia del Misterio marca en cierto modo, como decíamos, el significado de todo el resto de la realidad. Es lo que se quiere decir cuando se caracteriza también al hombre religioso como quien reconoce un ámbito de lo sagrado o, mejor, como aquel que ha experimentado el paso al interior de ese ámbito. Lo sagrado no es precisamente un trozo del mundo distinto de lo profano, sino todo el mundo que antes era profano, vivido contando con la presencia iluminadora del Misterio. Y aun entonces lo habitual es que el hombre religioso reconozca actividades y objetos menos interiores al ámbito sagrado que otros. Porque lo sagrado es sólo propiamente el terreno de lo definitivo, de lo de veras necesario, de lo más serio. Es el lugar de la relación con el Misterio; y de ella depende en último término todo. Esto es lo que se identifica con la trascendencia.

La trascendencia se refiere a ir más allá de algún límite. También llamada dimensión trascendental. Generalmente el límite es el espacio-tiempo, lo que solemos considerar como mundo o universo físico. Trascendencia entonces adquiere el sentido de ir allende de lo natural tanto en el conocimiento como en la vida de una persona, alma e inmortalidad; o de una institución que pretende tener un carácter sempiterno, como una ciudad, civilización, cultura. Adquiere entonces un carácter de finalidad que ha de cumplirse como "lo más importante", "lo esencial", por lo que se convierte en el fundamento de la acción y el sentido de todo lo que se hace.

Esto es de especial relevancia respecto a la creencia en la inmortalidad del alma y en un Juicio Final, en definitiva en la creencia en Dios, que se convierte así en el objeto fundamental de la dimensión de lo trascendente.

La trascendencia del Misterio impide por principio que pueda ser abarcado por el hombre o que pueda presentarse a éste totalmente encerrado en los límites de un fragmento del mundo. Sólo cabe hablar de él descubriendo su efecto en la existencia.

El hombre religioso experimenta el Misterio hay huellas literarias de esto desde Sumer y Egipto hasta hoy— ante todo como tremendo y fascinante. El Misterio sobrecoge y aterra por su inmensidad y, aun mas por ser lo totalmente otro, lo absolutamente otro respecto del mundo y del hombre. Y éste siente ante él, vertigino­samente, que apenas si posee, en su comparación, realidad ninguna. Se ve a si misino como nada ante una majestad infinita.

Que, al mismo tiempo, es de suyo infinitamente atrayente, riqueza inagotable capaz de conceder una paz perfecta (que no puede tener parecido alguno con el descanso vacío o con la muerte, precisamente porque se siente reposar sobre una perfección ilimitadamente rica).

Uno de los elementos más interesantes de la descripción de la experiencia del hombre religioso es que comprende que la relación que se ha establecido entre el Misterio y él no ha podido surgir de su iniciativa, sino de la decisión —algo así como una llamada— del Misterio mismo" El Todopoderoso se inclina hacia el sujeto, desde su trascendencia, porque así lo quiere. Jamás las fuerzas solas del hombre habrían bastado para que conquistara él el derecho al encuentro con el Misterio. Este es el origen de la caracterización del Misterio como Dios personal: el Absoluto posee de algún modo voluntad y amor.

Ante el encuentro con el Misterio cabe rechazarlo y hasta huirlo, o bien pueden adoptarse dos actitudes —la primera apenas distinguible del rechazo—: la actitud mágica y la actitud religiosa. Hoy no se ve la esencia de la magia donde la situaba Frazer, sino precisamente en el intento de poner el Misterio al servicio del hombre.

La actitud religiosa consiste, en cambio, en el reconocimiento del Misterio como tal. Lo cual significa, fundamentalmente, situar el centro de la existencia no en sí mismo, sino en el Absolutamente Otro.

Ahora bien, eso no se hace sólo deseándolo o reconociéndolo intelectualmente, y mucho menos renunciando a la libertad personal y a toda acción (aunque ha habido formas religiosas que han hablado en estos términos), sino poniendo en juego con la máxima energía todas las capacidades en la persecución de un objetivo que, se encuentra situado a una distancia infinita.

Esta búsqueda es la de la salvación, es decir, la de que sea concedido por fin al hombre llegar a la perfección plena y definitiva.

Es esencial a la religión —o, al menos, a todas las formas mas desarrolladas de religión— que el esfuerzo hacia Dios o el Misterio no comienza sólo por el reconocimiento de no valer metafísicamente nada en comparación con el Ser Supremo; sino más bien cuando se toma conciencia de la imperfección moral, del propio mal moral, en la presencia del Santo. Así, la salvación es vista como la liberación del mal, ante todo moral, en el que se empieza estando. Por ejemplo, el concepto cristiano de pecado —que es aquello de lo que el hombre busca salvarse— consiste en la situación de partida, que es tener colocado en uno mismo el centro de la realidad. Como se desprende de la descripción de la experiencia del Misterio tremendo y fascinante, la religión nunca piensa la salvación como fruto exclusivo del esfuerzo del hombre, sino, en último término, como don o gracia (y se opone en esto a todas las formas del gnosticismo y la teosofía, que defienden la conquista de la salvación mediante el conocimiento —consecuentes con la ausencia en ellas del «encuentro con el Misterio»).

Finalmente, todas las religiones reconocen que, dado que el hombre se ve a sí mismo siempre en la naturaleza, en la realidad y en la historia, el encuentro del Misterio con él es sólo posible si el Misterio se le hace de algún modo presente —de algún modo que preserve su trascendencia absoluta— en la naturaleza o en la historia. Y, a la vez, que el hombre no puede adoptar la actitud religiosa si no la expresa en al menos uno cualquiera de los medios en que siempre vive (el espacio, el tiempo, la sociedad, la palabra, la acción, el pensamiento).

Hierofanía quiere decir en griego «manifestación de lo santo». Las hierofanías son los seres dentro del mundo a través de los cuales se ha encontrado el Misterio con el hombre o, desde el otro lado de la relación, ha visto el hombre la presencia de Dios. Quizás todo haya sido alguna vez hierofanía para algún sujeto o algún pueblo. Las antiguas culturas agrícolas veían lo divino a través de la tierra madre, de la tierra fecunda que todo lo sustenta. Y los nómadas, en cambio, encontraban el Misterio predominantemente, a través de los astros y el firmamento. Y los hebreos lo hallaron en la historia (y no sólo en el Éxodo, sino, más bien, a partir de él, en todos los acontecimientos). Pero es fundamental para la preservación de la actitud, religiosa la no confusión de la hierofanía con el Misterio mismo.

En cuanto a las expresiones de la actitud religiosa, también lo abarcan todo, como corresponde a la universalidad del ámbito de lo sagrado. Hay lugares sagrados, tiempos sagrados (= fiestas), acciones sagradas (el sacrificio, la peregrinación); y también oración (expresión en pensamientos y palabras de la relación con el Misterio), dogmas y teología (racionalización de la experiencia religiosa). También hay institu­ciones y asociaciones religiosas de una inmensa variedad de formas.

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García Norro, J.J. y García Baró, M Filosofía, Madrid, Alhambra, 1989.
 
  
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