En la Crítica de la razón pura, cuyas
doctrinas fundamentales acabamos de exponer, Kant hizo un notable esfuerzo por
explicar cómo es posible el conocimiento de la naturaleza y hasta dónde es
posible el conocimiento de objetos.
Ahora
bien, la actividad racional no se limita al conocimiento de los objetos. El ser
humano también necesita saber cómo ha de obrar, cómo ha de ser su conducta: la
razón tiene también una función moral, en correspondencia con la segunda
pregunta que proponíamos en el primer epígrafe: ¿qué debo hacer?
Esta
doble vertiente puede expresarse por medio de la distinción entre razón teórica
y razón práctica (no se trata, por supuesto, de dos razones, sino de dos usos
de la razón): la razón teórica se ocupa de conocer cómo son las cosas; la razón
práctica, de saber cómo debe ser la conducta humana.
A la
razón práctica no le corresponde conocer cómo es de hecho la conducta humana,
sino cómo debe ser: no le interesan los motivos que determinan empírica y
psicológicamente a los hombres (deseos, sentimientos, egoísmo, etc.), sino los
principios que han de moverlos a obrar para que su conducta sea racional y, por
tanto, moral.
Esta
separación entre ambas esferas suele expresarse diciendo que la ciencia (la razón teórica) se ocupa de lo que es, mientras que la moral (la razón práctica) se ocupa de lo que debe ser.
La
diferencia entre estas actividades racionales se manifiesta, según Kant, en el
modo totalmente distinto en que una y otra expresan sus principios o leyes: la razón teórica formula juicios teórico-objetivos («El calor
dilata los metales», etc.), mientras que la
razón práctica formula imperativos o mandamientos («No matarás», etc.).
La
teoría moral de Kant no es menos original que su teoría del conocimiento
científico. La ética kantiana representa una auténtica novedad dentro de la
historia de la filosofía: si antes de él todas las éticas habían sido
materiales, la ética de Kant es formal.
Para
comprender el significado de la teoría kantiana, es necesario entender qué es
una ética material.
En
primer lugar, no debe confundirse ética material con ética materialista: lo
contrario de una ética materialista es una ética espiritualista; lo contrario
de una ética material es una ética formal (por ejemplo, la ética de Tomás de
Aquino es material, pero no materialista).
De modo
general, podemos decir que son materiales las éticas que fijan un bien supremo para el ser humano como
criterio de la bondad o de la maldad de su conducta; por tanto, los actos serán
buenos cuando nos acerquen a la consecución de tal bien y malos (reprobables,
no aconsejables) cuando nos alejen de él.
De
acuerdo con esta definición, en toda ética material encontramos estos dos
elementos:
1) Hay bienes, cosas buenas para el hombre (el
placer, la felicidad, etc.).
2) Una
vez establecido el bien supremo, la ética propone unas normas o preceptos encaminados a alcanzarlo.
Con
otras palabras, la ética material es una ética que tiene contenido, y lo tiene en el doble sentido que acabamos de señalar:
en cuanto que establece un bien supremo (por ejemplo, el placer en la ética
epicúrea) y en cuanto que dice lo que ha de hacerse para conseguirlo (preceptos
de la ética epicúrea son, por ejemplo, «No comas en exceso» o «Aléjate de la
política»).
Kant
rechazó las éticas materiales porque, a su juicio, presentan las siguientes
deficiencias:
1) Las
éticas materiales son empíricas, son
a posteriori, es decir, su contenido está extraído de la
experiencia.
En el
caso de la ética epicúrea, ¿cómo sabemos que el placer es un bien máximo para
el hombre? Indudablemente, porque la experiencia nos muestra que desde niños
los hombres buscan el placer y huyen del dolor. ¿Cómo sabemos que para
conseguir un placer duradero y razonable se ha de comer sobriamente y se ha de
permanecer alejado de la política? Sin duda, porque la experiencia nos muestra
que el exceso produce, a la larga, dolor y enfermedades, y la política,
disgustos y sufrimientos. Se trata, pues, de generalizaciones a partir de la
experiencia.
Tal vez
a un epicúreo le preocupe bastante poco que su ética sea empírica, a
posteriori. A Kant, sin embargo, esto le preocupa sobremanera, porque pretende
formular una ética cuyos imperativos sean universales y necesarios, y, como ya
hemos visto, considera que de lo
empírico de la experiencia no pueden extraerse principios universales ni se
sigue necesidad alguna.
2) Los
preceptos de las éticas materiales son hipotéticos
o condicionales: no valen
absolutamente, sino solo de un modo condicional, como medios para conseguir un fin.
Cuando
el sabio epicúreo aconseja «No bebas en exceso», quiere decir «No bebas en
exceso si quieres alcanzar una vida moderada y largamente placentera». ¿Qué
ocurre si alguien contesta «Yo no quiero alcanzar esa vida de placer moderado y
continuado»? Evidentemente, el precepto epicúreo carece de validez para él. He
aquí un segundo motivo por el cual una ética material no puede ser, a juicio de
Kant, universalmente válida.
3) Las
éticas materiales son heterónomas:
la heteronomía consiste en recibir la
ley desde fuera de la propia razón. Justo lo contrario de la autonomía, que
consiste en que el sujeto se dé a sí mismo la ley desde su naturaleza y
determinación racional, en que el sujeto se determine a sí mismo a obrar.
Las
éticas materiales son heterónomas, según Kant, porque la voluntad es
determinada a obrar de este modo o del otro por el deseo, por la inclinación,
por la ley divina o por meras normas sociales. Siguiendo con el ejemplo del
epicureísmo, el hombre es determinado en su conducta por una ley natural, por la
inclinación al placer; es dominado por este.
Las
éticas materiales se encuentran inevitablemente aquejadas, según Kant, de esas
tres deficiencias. A partir de esta crítica, el razonamiento kantiano es
sencillo y puede ser expuesto del siguiente modo:
1)
Todas las éticas materiales son empíricas, hipotéticas en sus imperativos y
heterónomas.
2)
Ahora bien, una ética estrictamente universal y racional no ha de ser empírica
(sino a priori), ni hipotética en
sus imperativos (sino que estos han de ser absolutos,
categóricos), ni heterónoma (sino autónoma;
es decir, el sujeto ha de determinarse a sí mismo a obrar, ha de darse a sí
mismo la ley).
3)
Luego, una ética estrictamente universal y racional no puede ser material; ha
de ser formal.
¿Qué es
entonces una ética formal? Pues una ética que carece de contenido en los dos sentidos en que la ética material lo
tiene:
1) No establece ningún bien o fin distinto de
la ley moral que haya de ser perseguido por el ser humano.
2) Y,
por tanto, no nos dice lo que hemos de hacer, sino cómo debemos actuar, la forma en que debemos obrar.
«Así
pues, el valor moral de la acción no reside en el efecto que de ella se espera,
ni tampoco, por consiguiente, en ningún principio de la acción que necesite
tomar su fundamento determinante en ese efecto esperado. Pues todos esos
efectos –el agrado del estado propio, o incluso el fomento de la felicidad
ajena–, pudieron realizarse por medio de otras causas, y no hacía falta para ello
la voluntad de un ser racional, que es lo único en donde puede, sin embargo,
encontrarse el bien supremo y absoluto. Por tanto, no otra cosa, sino solo la
representación de la ley en sí misma –la cual desde luego no se encuentra más
que en el ser racional–, en cuanto que ella y no el efecto esperado es el
fundamento determinante de la voluntad, puede constituir ese bien tan excelente
que llamamos el bien moral».
Kant,
I.: Fundamentación de la metafísica de
las costumbres. Real Sociedad Económica Matritense de Amigos del País,
Madrid, 1992, p. 31.
La
ética formal no establece, pues, lo que hemos de hacer: se limita a señalar
cómo debemos obrar siempre, trátese de la acción concreta de que se trate. Un
hombre actúa moralmente, según Kant, cuando actúa por deber.
El
deber «es la necesidad de una acción por respeto
a la ley» (Fundamentación de la
metafísica de las costumbres, ed. cit., p. 30); es decir, el sometimiento a
una ley no por la utilidad o satisfacción que su cumplimiento pueda
proporcionarnos, sino por respeto a ella.
Kant
distingue tres tipos de acciones: contrarias al deber, conformes al deber y
hechas por deber. Solamente estas últimas tienen valor moral.
Tomemos
el ejemplo (que utiliza el mismo Kant) de un comerciante que no cobra precios
abusivos a sus clientes. Su acción es conforme al deber. Ahora bien, tal vez lo
haga para asegurarse así la clientela, en cuyo caso la acción es conforme al
deber, pero no por deber: la acción (no cobrar precios abusivos) se convierte
en un medio para conseguir un fin (asegurarse la clientela).
Si, por
el contrario, actúa por deber, por considerar que ese es su deber, la acción no
es un medio para conseguir otro propósito, sino un fin en sí misma, algo que
debe hacerse por sí.
El
valor moral de una acción no radica, pues, en el fin que se pretende conseguir,
sino en la máxima, en el móvil que determina su realización, cuando este móvil
es el deber: «Una acción hecha por deber tiene su valor moral no en el
propósito que por medio de ella se quiera alcanzar, sino en la máxima por la
cual ha sido resuelta; no depende, pues, de la realidad del objeto de la
acción, sino meramente del principio del querer» (Kant, I.: Fundamentación de la metafísica de las
costumbres, ed. cit., p. 29).
La
exigencia de obrar moralmente se expresa en un imperativo que no es –ni puede
ser– hipotético (como los mandamientos de las éticas materiales), sino categórico. Kant ha ofrecido diversas
formulaciones del imperativo categórico:
1)
«Obra solo según una máxima tal que puedas querer al mismo tiempo que se torne
en ley universal» (Kant, I.: Fundamentación
de la metafísica de las costumbres, ed. cit., p. 55).
Esta
fórmula muestra claramente su carácter
formal. En efecto, no establece ninguna norma concreta, sino la forma que
han de tener las normas que determinan la conducta de cada uno: cualquier
máxima ha de ser tal que el sujeto pueda querer que se convierta en norma para
todos los hombres, en ley universal. Esta formulación del imperativo categórico
muestra igualmente la exigencia de
universalidad propia de una moral racional.
2)
«Obra de tal modo que uses la humanidad, tanto en tu persona como en la persona
de cualquier otro, siempre como un fin y nunca meramente como un medio» (Kant,
I.: Fundamentación de la metafísica de
las costumbres, ed. cit., pp. 64-65).
Al
igual que la anterior, esta fórmula muestra su carácter formal y su exigencia
de universalidad. A diferencia de aquella, en esta se incluye la idea de fin. Solo el hombre, en tanto
que ser racional, es fin en sí mismo. No ha de ser utilizado nunca, por tanto,
como simple medio.
3) Fin
en sí mismo y, por tanto, sujeto de todos los fines lo es todo ser racional. De
ahí se sigue, según Kant, el tercer principio práctico de la voluntad: «la idea
de la voluntad de todo ser racional como una voluntad universalmente legisladora» (Kant, I.: Fundamentación de la metafísica de las
costumbres, ed. cit., p. 67).
La Crítica de la razón pura había puesto de
manifiesto la imposibilidad de la metafísica como ciencia, es decir, como
conocimiento objetivo del mundo, del alma y de Dios. Ahora bien, el alma –su
inmortalidad– y la existencia de Dios constituyen interrogantes de interés
fundamental para el destino del hombre.
Kant
nunca negó la inmortalidad del alma o la existencia de Dios. En la Crítica de la razón pura se limitó a
establecer que el alma y Dios no son fenómenos que se den en la experiencia,
por lo que no son asequibles al conocimiento científico, que solo tiene lugar
en la aplicación de las categorías a los fenómenos. Dios y la inmortalidad del
alma no son, pues, cognoscibles por la razón teórica, pero se nos imponen en el
análisis de la razón práctica.
La
libertad, la inmortalidad del alma y la existencia de Dios son, según Kant, postulados de la razón práctica. El
término «postulado» ha de entenderse aquí en su sentido estricto, como algo que
no es demostrable, pero que es supuesto necesariamente como condición de la
moral misma:
1) La
exigencia moral de obrar por respeto al deber supone la libertad, la posibilidad de obrar por respeto al deber venciendo
las inclinaciones contrarias.
2) La inmortalidad del alma se argumenta así:
la razón nos ordena aspirar a la virtud, es decir, a la concordancia perfecta y
total de nuestra voluntad con la ley moral. Esta perfección es inalcanzable en
una existencia limitada. Solo es realizable en un proceso indefinido, infinito,
que, por tanto, exige una duración ilimitada: la inmortalidad.
3) Por
lo que se refiere a la existencia de
Dios, Kant afirma que la disconformidad que encontramos en el mundo entre
el ser y el deber ser exige la existencia de Dios como realidad en quien el ser
y el deber ser se identifican y en quien se da una unión perfecta de virtud y
felicidad.
Aunque
también la inmortalidad del alma y la existencia de Dios son postulados de la
moral, según Kant, en estos dos casos su razonamiento es más complicado y ha
sido objeto de diversas objeciones.
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