El surgimiento de la sofísica

1. La democracia ateniense

Desde la caída de la tiranía de Hippias y las reformas constitucionales de Klistenes, a finales del siglo -VI, hasta la conquista de Atenas por los macedonios, a finales del siglo -IV, Atenas vivió dos siglos de democracia, brevemente interrumpida durante la guerra del Peloponeso. Las reformas políticas de Klistenes habían acabado con la preponderancia política de la aristocracia, limitando su influencia al Areópago, especie de tribunal constitucional encargado de velar por la constitucionalidad de las leyes y de vigilar su aplicación por los magistrados. El principal exponente de la democracia ateniense fue Pericles, el cual desde el -461 hasta su muerte en el -429 dominó la política ateniense. Este período representa el punto culminante del Imperio Ateniense, de la democracia ateniense y del esplendor artístico y cultural de Atenas.

Pericles llevó a término las reformas políticas iniciadas por Efialtes. La más importante de ellas consistió en la introducción de las dietas para los ciudadanos que ocuparan cargos públicos o a los que tocase ser magistrados, jurados o miembros de la boule, de tal modo que los pobres no dejasen de participar en la vida política activa por falta de dinero.

“Democracia” significa gobierno del pueblo. Y en Atenas esto se tomaba al pie de la letra. La facultad popular de gobierno no se delegaba en unos representantes elegidos ni se confiaba a una burocracia profesional. Era el pueblo entero el que, directamente, ejercía el poder y gobernaba. Y la principal institución del estado era la asamblea popular, integrada por el pueblo entero. La asamblea no era la representación del pueblo, sino el pueblo mismo. La democracia ateniense era una democracia asamblearia directa. La asamblea era soberana, su poder era total y absoluto, no sometido a ningún tipo de limitación. Cada reunión de la asamblea era un mitin y el que mejor hablaba o más divertía o impresionaba a la audiencia, el que lograba apasionarla o llevársela de calle, dominaba la situación política. Sin embargo, esta democracia era un tanto distinta de lo que hoy entendemos por tal. En efecto, de los quinientos mil habitantes que llegó a tener Atenas en el siglo –V, aproximadamente trescientos mil eran esclavos, que no poseían ningún derecho, y cincuenta mil metecos, extranjeros, que carecían de derechos civiles. Si del resto no tenemos en cuenta a las mujeres, que no eran consideradas como ciudadanos, ni a los niños, que tampoco lo eran de hecho, resulta que el número de “auténticos ciudadanos” era de cincuenta mil, es decir, sólo de alrededor de un diez por ciento de la población.

Por otra parte, y aunque la palabra democracia parezca indicar lo contrario, siguió siendo la nobleza, o por lo menos su espíritu, la que gobernó Atenas durante este siglo:

Atenas era gobernada en nombre de los ciudadanos, pero por el espíritu de la nobleza. Las victorias y las conquistas políticas de la democracia fueron logradas en su mayor parte por hombres de origen aristocrático: Milcíades, Temístocles, Pericles, son hijos de familias de la vieja nobleza. Sólo en el último cuarto de siglo logran los miembros de la clase media intervenir verdaderamente en la dirección de los asuntos públicos; mas la aristocracia sigue conservando aún el predominio en el Estado. Desde luego, tiene que enmascarar su predominio y hacer concesiones a la burguesía, aunque éstas, por lo general, sólo sean de forma [...] En lugar de la aristocracia de nacimiento, aparece una aristocracia del dinero, y el Estado nobiliario, organizado según el criterio de estirpes es sustituido por un Estado plutocrático fundamentado sobre las rentas (Hauser, A., Historia social de la literatura y el arte)

¿Cómo fue posible el nacimiento de la democracia? El démos (el pueblo) constituía esa capa “popular” de la sociedad griega que rodeaba el palacio del señor (anax) y al que servía, cosechando su trigo o fabricándole utensilios. Contra el poderío del ejército persa, los griegos tienen que agruparse y el démos es la fuerza fundamental de esta unión. Ello implica una cierta independencia frente a los mandatos del poder “aristocrático”, que antes lo condicionaban, y una reivindicación de dos instrumentos esenciales de las nuevas formas de cohesión social: la isonomía (igualdad ante la ley) y, sobre todo, la isegoría (igualdad ante la palabra, o derecho a la palabra, al uso público de la palabra).

Ese derecho a hablar constituye el fundamento de la democracia. Precisamente porque el individuo, como tal, es ya un elemento imprescindible en la estructura de la sociedad, tiene que poseer formas de unificación, y ha de poder manifestar, ante los otros, los principios sobre los que constituye sus decisiones. Para ello necesita hablar, tiene que adquirir fuerza interior para dar razón de sus propias y particulares actitudes y para comunicarse con los otros, para contar con los otros.

La democracia era, por tanto, un terreno abonado para que surgiese un nuevo tipo de filosofía. Hasta entonces, los filósofos se habían ocupado del estudio de la naturaleza, con el fin de dar una explicación racional, alejada de los mitos, de los fenómenos que podíamos contemplar que ocurrían diariamente. Ahora, se hacía necesario un nuevo tipo de filosofía, una filosofía que preparase al ciudadano para la vida política, para la disputa en la asamblea o ante los tribunales. Esto era tanto más importante cuanto que, cuando un ciudadano que demandaba a otro perdía su pleito ante los tribunales, quedaba incapacitado para presentar una nueva demanda.

Era, por tanto, muy importante tener una gran capacidad oratoria, una gran capacidad de convicción. Fue en este contexto en el que apareció la sofística como una filosofía como una filosofía que lo relativizaba todo, sometiéndolo al poder de la palabra y al poder de convicción. La verdad, lo verdadero, ya no estaba en un mundo ideal independiente de nosotros, sino que verdadera era aquella opinión que vencía en una disputa dialéctica. En contraposición a esta filosofía surgió Sócrates, para el cual había verdades ciertas, tanto en ética como en política, verdades que eran independientes de la mera convención o de la mera conveniencia – como en los sofistas –.

2. La sofística

La palabra sophia significaba primariamente habilidad o destreza en un oficio. Más tarde sophós pasó a designar también al que es sabio y prudente. El sofista es el que practica la sophia. Por tanto, “sofista” es sinónimo de sophós, y significa tanto hábil o diestro como sabio.

La educación tradicional de los jóvenes helenos (paideia) se basaba en aprender a leer y escribir, a sumar, restar y multiplicar, a tocar la cítara o la flauta y, sobre todo, en practicar la gimnasia. Pero nadie les había enseñado la habilidad oratoria. ¿Quién les enseñaría a hablar en público y a argumentar, a ganar los pleitos y quedar bien en la asamblea?

Los sofistas aparecieron como profesores, como hombres que enseñaban por dinero. ¿Qué enseñaban? Enseñaban la areté política, la excelencia política, la virtud política, el conjunto de cualidades, habilidades y saberes necesarios para ser un buen político, para triunfar en la política y en los pleitos.

¿Quiénes eran los sofistas? Los sofistas eran magníficos oradores ellos mismos, hombres de muchos viajes, experiencias y lecturas, procedentes normalmente de pequeñas pólis que no ofrecían cauce suficientemente amplio a sus energías intelectuales.

¿Cómo surgieron los sofistas? Los antiguos helenos habían tenido una visión religiosa y mítica del mundo, en la cual todos los fenómenos naturales y sociales quedaban integrados. Los diversos humanos ocupaban posiciones diferentes en la vida porque así lo querían los dioses y así correspondía a su naturaleza. Los aristócratas poseían por naturaleza la areté política, la capacidad de gobernar, y por eso a ellos correspondía gobernar. Las leyes de la pólis se remontaban a los mismos dioses, y por ello habían de ser obedecidas. Las costumbres y principios morales de los helenos eran tal y como debían ser, y como todo hombre honrado las concebía.

Esta situación comenzó a cambiar en el s. -VI. Las cosmologías filosóficas ejercieron una influencia disolvente sobre las creencias religiosas de los helenos. Pronto se multiplicaron las cosmovisiones filosóficas rivales e incompatibles entre sí. Y las conclusiones a que llegaban no siempre coincidían con la experiencia. El resultado de todo esto fue un creciente escepticismo, tanto en el ámbito religioso como filosófico. La gente empezó a pensar que no hay más realidad que la de las cosas aparentes que captamos por los sentidos y que no hay más verdad que la de las opiniones que en cada momento creemos. La democracia, sobre todo a partir de Pericles, acostumbró a los atenienses a considerar que cada uno tiene sus opiniones y que tanto vale la opinión de uno como la del otro.

El triunfo de la democracia se basaba en la negación de que unos ciudadanos fuesen por naturaleza o por familia más capaces de gobernar, más virtuosos políticamente, que otros.

Así pues, un implícito escepticismo y relativismo se encontraba ya en el ambiente de la época. Los sofistas se encargaron de hacer explícita esa actitud implícita, de articular de un modo coherente ese escepticismo y relativismo frente a creencias y valores.

Los sofistas rechazaban la religión, cuyo origen y desarrollo explicaban racionalmente. Se oponían también al dogmatismo de las doctrinas filosóficas, en especial al de los eléatas, que pretendía haber encontrado la verdad absoluta. No aceptaban la distinción entre lo que las cosas son en realidad y lo que parecen ser. Las cosas son lo que parecen ser. No hay más realidad que la de las apariencias. Los sofistas se oponían también a la dicotomía entre saber indudable y opinión ilusoria. Todas nuestras opiniones están en el mismo plano, y todas cambian por efecto de la persuasión.

El problema de los sofistas es idéntico al problema de la tradición eléata y de la tradición heraclítea, este problema es el de las relaciones entre el ser y el discurso, entre la realidad y la palabra.

El sofista piensa que ser y discurso son una misma cosa ya que es la enunciación la que rige al ser, y no el ser a la enunciación. El ser parmenídeo es trasladado al plano de la discursividad y, por tanto, pierde carácter absoluto. A partir de aquí, el sofista puede afirmar que el discurso construye la realidad.

Para los sofistas, la retórica tiene todos los poderes, ya que siendo el lenguaje el mediador universal, aquel que tenga el dominio del lenguaje tendrá el poder; aquel que domina el arte del lenguaje es comparable al que domina el arte de la lucha. La retórica es una técnica cuyo objeto es la apaté; la apaté es el engaño, el sofista es aquel que domina la técnica del discurso, este dominio será perfecto cuando ese discurso produzca el total engaño, la total seducción. El discurso tiene un carácter de engaño no por un acto voluntario, sino que es una característica intrínseca al discurso, ya que cuando, por ejemplo, yo me refiero al libro, yo sólo emito determinados símbolos que nunca pueden ser la verdadera imagen de la cosa referida.

Partiendo de que el discurso es engañoso, lo que caracteriza al sofista es que su discurso ha de ser más persuasivo que cualquier otro, el sofista es aquel que engaña sabiendo que engaña.

A pesar de que los sofistas no formaron ninguna escuela filosófica, ni realizaron ningún sistema filosófico, y de que hay sustanciales diferencias entre unos y otros, si realizamos un intento de síntesis, encontramos que comparten, por lo general, varios rasgos teóricos. Los más importantes son:

1.        Un escepticismo tanto religioso como filosófico y gnoseológico.

2.    La defensa de un relativismo cultural que pone en duda la existencia de patrones absolutos de conducta y, en algunos casos, se cuestionan la moralidad de la esclavitud.

3.    Un relativismo y convencionalismo moral: a diferencia de los fenómenos de la physis, la moral es fruto de una mera convención. A partir de esta oposición entre naturaleza y convención social, algunos de los sofistas afirman que la única ley propiamente natural es la ley del más fuerte.

4.        Un relativismo y convencionalismo político: los fundamentos de la polis y de la vida social no son naturales, sino convencionales, surgidos de un contrato social.

5.      Un relativismo gnoseológico: reducción del conocimiento a la opinión. Ello les induce a adoptar en muchos casos una actitud antidogmática y a rechazar la distinción entre esencia y apariencia: el único mundo real es el fenoménico. Su principal ocupación es la enseñanza, que efectúan a cambio de una remuneración, ya que consideran que esta tarea es propiamente un trabajo, y no sólo una obligación moral.


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