Fedón

EQUÉCRATES, FEDÓN, APOLODORO, SÓCRATES, CEBES, SIMMIAS, CRITÓN, EL SERVIDOR DE LOS ONCE.

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EQUÉCRATES.— ¿Estuviste tú, Fedón, con Sócrates el día aquel en que bebió el veneno en la cárcel, o se lo has oído contar a otro?

FEDÓN.—Estuve yo personalmente, Equécrates.

EQUÉCRATES.—¿Y qué es lo que dijo antes de morir? ¿y cómo acabó sus días? Con gusto te lo oiría contar, porque ningún ciudadano de Fliunte va ahora con frecuencia a Atenas, ni tampoco, desde hace mucho tiempo, ha venido de allí forastero alguno que haya sido capaz de darnos noticia cierta sobre esta cuestión, a no ser lo de que bebió el veneno y murió. De lo demás no han sabido decirnos nada.

FEDÓN.—¿Ni siquiera os habéis enterado, entonces, de qué manera se llevó a cabo el proceso?

EQUÉCRATES.—Si, eso nos lo ha contado alguien. Y nos extrañamos por cierto de que, acabado el juicio, hace bastante tiempo, muriera mucho después, según es evidente.¿Por qué fue así, Fedón?

FEDÓN.—Hubo con él, Equécrates, una coincidencia: el día antes del juicio dio la casualidad de que estaba con la guirnalda puesta la popa del navío que envían los atenienses a Delos.

EQUÉCRATES.—Y ese navío, ¿qué es?

FEDÓN.—La nave en la que, según dicen los atenienses, llevó Teseo un día a Creta a aquellas siete parejas, y no sólo las salvó, sino que también él quedó a salvo. Hicieron entonces los atenienses, según se dice, el voto a Apolo de que si se salvaban llevarían todos los años a Delos una peregrinación; peregrinación ésta que desde; entonces envían siempre cada año al dios, incluso ahora. Pues bien, una vez que comienzan la peregrinación, tienen la costumbre de tener libre de impureza a la ciudad durante ese tiempo, y de no dar muerte a nadie por orden estatal, hasta que la nave llegue a Delos y regrese de nuevo a Atenas. Y esto, a veces, cuando por una contingencia los vientos los detienen, lleva mucho tiempo. La peregrinación comienza una vez que el sacerdote de Apolo corona la popa de la nave; y esta ceremonia, como digo, era la que casualmente se había celebrado la víspera del juicio. Por esta razón fue mucho el tiempo que pasó Sócrates en la prisión desde su sentencia hasta su muerte.

EQUÉCRATES.—Y ¿cómo fueron las circunstancias de la muerte? ¿Qué fue lo que se dijo o se hizo? ¿Qué amigos fueron los que estuvieron con él? ¿O no les dejaron los magistrados estar presentes, y acabó sus días solo y sin amigos?

FEDÓN.—No, estaban allí algunos, muchos incluso.

EQUÉCRATES.—Procura, entonces, relatarnos todo con la mayor exactitud posible, si es que no tienes algún quehacer que te lo impida.

FEDÓN.—No, por cierto; estoy libre de ocupaciones, e intentaré contároslo, pues el evocar la memoria de Sócrates, bien hable yo o le oiga hablar a otro, es siempre para mí la cosa más agradable de todas.

EQUÉCRATES.—Pues bien, Fedón, en los que te van a escuchar tienes a otros tantos como tu. Ea, pues, intenta exponernos todo con la mayor precisión que puedas.

FEDÓN.—Por cierto que al estar yo allí me sucedió algo extraño. Pues no se apoderaba de mí la compasión en la idea de que asistía a la muerte de un amigo, porque se me mostraba feliz, Equécrates, aquel varón: no sólo por su comportamiento, sino también por sus palabras. Tan tranquila y noblemente moría, que se me ocurrió pensar que no descendía al Hades sin cierta asistencia divina, y que al llegar allí iba a tener una dicha cual nunca tuvo otro alguno. Por esta razón no sentía en absoluto compasión, como parecería natural al asistir a un acontecimiento luctuoso, pero tampoco placer, como si estuviéramos entregados a la filosofía tal y como acostumbrábamos; y eso que la conversación era de este tipo. Sencillamente, había en mí un sentimiento extraño, una mezcla desacostumbrada de placer y de dolor, cuando pensaba que, de un momento a otro, aquél iba a morir. Y todos los presentes estábamos más o menos en un estado semejante: a veces reíamos y a veces llorábamos, pero sobre todo uno de nosotros, Apolodoro. Pues ya lo conoces a él y su modo de ser.

EQUÉCRATES.—¿Cómo no voy a conocerle?

FEDÓN.—Encontrábase, es cierto, en completo abatimiento; pero yo también estaba conmovido, y asimismo los demás.

EQUÉCRATES.—¿Y quiénes, Fedón, estaban por ventura allí presentes?

FEDÓN.—Ese que te digo, Apolodoro, que formaba parte del grupo de sus paisanos, juntamente con Critobulo, su padre: Hermógenes, Epígenes, Escluines y Antístenes, y estaban también Ctesipo el Peanieo, Menéxeno y algunos otros del país. Platón estaba enfermo, según creo.

EQUÉCRATES.—¿Y había algún extranjero?

FEDÓN.—Sí, Simmias el tebano, Cebes y Fedonda de Mégara, Euclides y Terpsión.

EQUÉCRATES.—¿Y qué? ¿Se encontraban con ellos Aristipo y Cleómbloto?

FEDÓN.—No, por cierto. Se decía que estaban en Egina.

EQUÉCRATES.—¿Estaba presente algún otro?

FEDÓN.—Si no me equivoco, creo que fueron sólo éstos los que estuvieron.

EQUÉCRATES.—¿Y qué más? ¿Qué conversaciones dices que hubo?

FEDÓN.—Voy a intentar exponerte todo minuciosamente, desde el principio. Te diré, pues, que ya los días anteriores solíamos ir sin falta, tanto yo como los demás, a ver a Sócrates, reuniéndonos al amanecer en el tribunal donde se había celebrado el juicio, pues estaba cerca de la cárcel. Allí esperábamos siempre a que se abriera la prisión, charlando los unos con los otros, porque no se abría muy de mañana. Una vez abierta, entrábamos a visitar a Sócrates, y las más de las veces pasábamos el día entero con él. Pero en aquella ocasión nos habíamos reunido aún más temprano, porque el día anterior, cuando salimos de la prisión, a la caída de la tarde, nos enteramos de que la nave había regresado de Delos. En vista de ello, nos dimos los unos a los otros el aviso de llegar lo más pronto posible al lugar de costumbre. Llegamos, y saliéndonos al encuentro el carcelero que solía abrirnos nos dijo que esperáramos y que no nos presentáramos allí hasta que él lo indicara.

—Los Once —nos dijo— están quitándole los grilletes a Sócrates y dándole la noticia de que en este día morirá. Mas no tardó mucho rato en volver y nos invitó a entrar. Entramos, pues, y nos encontramos a Sócrates que acababa de ser desencadenado, y a Jantipa —ya la conoces— con su hijo en brazos y sentada a su lado. Al vernos, Jantipa rompió a gritar y a decir cosas tales como las que acostumbran las mujeres.

—¡Ay, Sócrates!, ésta es la última vez que te dirigirán la palabra los amigos y tú se la dirigirás a ellos.

—Sócrates, entonces, lanzó una mirada a Critón y le dijo:

—Critón, que se la lleve alguien a casa. Y a aquélla se la llevaron, chillando y golpeándose el pecho, unos criados de Critón.

Sócrates, por su parte, sentándose en la cama, dobló la pierna, restregósela con la mano, y, al tiempo que la friccionaba, dijo:

—¡Qué cosa más extraña, amigos, parece eso que los hombres llaman placer! ¡Cuán sorprendentemente está unido a lo que semeja su contrario: el dolor! Los dos a la vez no quieren presentarse en el hombre, pero si se persigue al uno y se le coge, casi siempre queda uno obligado a coger también al otro, como si fueran dos seres ligados a una única cabeza. Y me parece — agregó — que si hubiera caído en la cuenta de ello Esopo hubiera compuesto una fábula que diría que la divinidad, queriendo imponer paz a la guerra que se hacían, como no pudiera conseguirlo, les juntó en el mismo punto sus coronillas; y por esta razón en aquel que se presenta el uno le sigue a continuación el otro. Así también me parece que ha ocurrido conmigo: una vez que por culpa de los grilletes estuvo en mi pierna el dolor, llegó ahora en pos suyo, según se ve, el placer.

Interrumpiéndole entonces Cebes, le dijo:

—¡Por Zeus!, Sócrates, que has hecho bien en recordármelo. Sobre esos poemas que has compuesto, poniendo en verso las fábulas de Esopo y el himno a Apolo, ya me han preguntado algunos, pero sobre todo Eveno, anteayer, por qué razón los hiciste una vez llegado aquí, cuando anteriormente jamás habías compuesto ninguno. Si te importa, pues, que yo pueda responder a Eveno cuando de nuevo me pregunte, porque bien sé que me preguntará, dime qué debo decir.

—Pues dile, Cebes —le contestó—, la verdad; que no los hice por querer convertirme en rival suyo ni de sus poemas, pues sabía que esto no era fácil, sino por tratar de enterarme qué significaban ciertos sueños, y también por cumplir con un deber religioso, por si acaso era ésta la música que me prescribían componer. Tratábase, en efecto, de lo siguiente: Con mucha frecuencia en el transcurso de mi vida se me había repetido en sueños la misma visión, que, aunque se mostraba cada vez con distinta apariencia, siempre decía lo mismo: ¡Oh Sócrates, trabaja en componer música! Yo, hasta ahora, entendí que me exhortaba y animaba a hacer precisamente lo que venía haciendo, y que al igual que los que animan a los corredores, ordenábame el ensueño ocuparme de lo que me ocupaba, es decir, de hacer música, porque tenia yo la idea de que la filosofía, que era de lo que me ocupaba, era la música más excelsa. Pero ahora, después de que se celebró el juicio y la fiesta del dios me impidió morir, estimé que, por si acaso era esta música popular la que me ordenaba el sueño hacer, no debía desobedecerle, sino, al contrario; hacer poesía; pues era para mí más seguro no marcharme de esta vida antes de haber cumplido con este deber religioso, componiendo poemas y obedeciendo al ensueño. Así, pues, hice en primer lugar un poema al dios a quien correspondía la fiesta que se estaba celebrando. Mas después de haber hecho este poema al dios caí en la cuenta de que el poeta, si es que se propone ser poeta, debe tratar en sus poemas mitos v no razonamientos; yo, empero, no era mitólogo, y por ello precisamente entre los mitos que tenía a la mano y me sabía — los de Esopo — di forma poética a los primeros que al azar se me ocurrieron. Dile, pues, esto a Eveno, Cebes, y que tenga salud, y que, si es hombre sensato, me siga lo más rápidamente posible. Me marcharé, según parece, hoy, puesto que lo ordenan los atenienses.

Entonces Simmias dijo:

—¡Qué consejo éste que le das a Eveno, Sócrates! Muchas son ya las veces que me he tropezado con ese hombre, y estoy por decir, a juzgar por lo que yo tengo visto, que en modo alguno te hará caso de buen grado.

—¿Y qué? —replicó Sócrates—, ¿no es filósofo Eveno?

—A mí al menos me lo parece —contestó Simmias.

—Pues entonces Eveno se mostrara dispuesto a ello, como todo aquel que tome por esa ocupación un interés digno de ella. Sin embargo, posiblemente no ejercerá sobre sí mismo violencia, pues esto, según dicen, no es lícito. —Y al tiempo que decía esto hizo descender sus piernas hasta tocar el suelo, y así sentado continuó el resto de la conversación.

Preguntóle entonces Cebes:

—¿Cómo es que dices, Sócrates, por un lado esto de que no es lícito ejercer violencia sobre si mismo y por otro que el filósofo estaría deseoso de seguir al que muere?

—¿Y que, Cebes, no habéis oído hablar, tu y Simmias, de tales cuestiones, habiendo sido discípulo de Filolao?

—Con claridad, al menos, no, Sócrates.

—Pues también yo hablo sobre esto de oídas. Así que lo que buenamente he oído decir no tengo ningún inconveniente en repetirlo. Es más, tal vez sea lo más apropiado para el que esta a punto de emigrar allá el recapacitar y referir algún mito sobre cómo pensamos qué es esa emigración. Y ¿qué otra cosa se podría hacer en el tiempo que falta hasta que se ponga el sol?

—Entonces, Sócrates, ¿en qué se basan los que dicen que no es lícito darse muerte a sí mismo? Porque yo, como tú me preguntabas hace un momento, ya le oí decir a Filolao, cuando vivía con nosotros, y a algunos otros, que no se debía hacer eso. Pero algo definitivo sobre ello jamás se lo he oído a nadie.

—Pues es menester no desalentarse —dijo—, porque tal vez lo podrías oír. Sin embargo, quizá te parecerá extraño que sea ésta la única cuestión simple entre todas y que jamás se presente al hombre como las demás. Hay casos, sí, e individuos para quienes mejor les sería estar muertos que vivir, pero lo que tal vez parezca chocante es que para esos individuos, para quienes vale más estar muertos, sea una impiedad el hacerse ese beneficio a sí mismos, y tengan que esperar a que sea otro su bienhechor.

Entonces Cebes, sonriendo ligeramente, exclamó, hablando en su propia lengua:

—Sépalo Zeus.

—En efecto —prosiguió Sócrates—, desde este punto de vista puede dar la impresión de algo ilógico. Sin embargo, no lo es y tal vez tenga alguna explicación. Y a propósito, lo que se dice en los misterios sobre esto, que los hombres estamos en una especie de presidio, y que no debe liberarse uno a sí mismo ni evadirse de él, me parece algo grandioso y de difícil interpretación. Pero lo que sí me parece Cebes, que se dice con razón es que los dioses son quienes se cuidan de nosotros y que nosotros los hombres, somos una de sus posesiones. ¿No te parece así?

——A mí, sí —respondió Cebes.

—Y tú, en tu caso —prosiguió—, si alguno de los seres que son de tu propiedad se suicidara, sin indicarle tu que quieres que muera, ¿no te irritarías con él?; y si pudieras aplicarle algún castigo, ¿no se lo aplicarías?

—Sin duda alguna —respondió Cebes.

—Pues bien, quizá desde este punto de vista no sea ilógica la obligación de no darse muerte a sí mismo, hasta que la divinidad envíe un motivo imperioso, como el que ahora se me ha presentado.

—Esto sí —dijo Cebes— es a todas luces verosímil. Pero lo que decías hace un momento de que los filósofos estarían dispuestos con gusto a morir eso, Sócrates, parece un absurdo, si está bien fundado lo que acabamos de decir: que la divinidad es quien se cuida de nosotros y que nosotros somos sus posesiones. Pues el que los hombres más sensatos no sientan enojo por abandonar esa situación de servidumbre en la que tienen por patronos a los mejores patronos que hay, a los dioses, no tiene explicación, porque no cabe que el sabio crea que él cuidará mejor de sí mismo al estar en libertad. En cambio, un hombre insensato posiblemente creería que debe escapar de su amo, sin hacerse la reflexión de que no debe uno huir de lo que es bueno, sino, al contrario, permanecer a su lado lo más posible; de ahí que huyera irreflexivamente. Pero el que tiene inteligencia es muy probable que deseara estar siempre junto a quien es mejor que él. Y según esto, Sócrates, lo lógico es lo contrario de lo que se decía hace un instante: a los sensatos es a quienes cuadra sentir enojo por morir; a los insensatos, en cambio, alegría.

Al oírle, Sócrates me dio la impresión de que se alegraba con las objeciones de Cebes; y dirigiendo la mirada hacia nosotros, dijo:

—Siempre, es verdad, está Cebes rastreando algún argumento, y nunca se muestra dispuesto a aceptar al pronto lo que se diga.

—Pero el caso es, Sócrates —dijo Simmias—, que a mi también me parece que esta vez Cebes no dice ninguna tontería. Pues ¿por qué razón unos hombres, sabios de verdad, huirían de amos que son mejores que ellos y se apartarían tan a la ligera de su lado? Y me parece que es a ti a quien apunta Cebes en su razonamiento, porque con tanta facilidad soportas el abandonar no sólo a nosotros, sino también a unos amos excelentes, según tú mismo reconoces, a los dioses.

—Es justa vuestra observación —replico—, y, según creo, lo que vosotros queréis decir es que yo debo defenderme contra ella como si estuviera ante un tribunal.

—Exactamente —dijo Simmias.

—Pues ¡ea! —agregó—, intentaré defenderme ante vosotros más convincentemente que ante los jueces. En efecto, ¡oh Simmias y Cebes!, si yo no creyera, primero, que iba a llegar junto a otros dioses sabios y buenos, y después, junto a hombres muertos mejores que los de aquí, cometería una falta si no me irritase con la muerte. Pero el caso es, sabedlo bien, que tengo la esperanza de llegar junto a hombres que son buenos; y aunque esto no lo afirmaría yo categóricamente, no obstante, el que he de llegar junto a dioses que son amos excelentes insistiría en afirmarlo, tenedlo bien sabido, más que cualquier otra cosa semejante. De suerte que, por esta razón, no me irrito tanto como me irritaría en caso contrario, sino que tengo la esperanza de que hay algo reservado a los muertos: y, como se dice desde antiguo, mucho mejor para los buenos que para los malos.

—¿Y entonces qué, Sócrates —dijo Simmias—, tienes la intención de marcharte quedándote tu solo con esa idea en la cabeza, y no nos harás participar de ella a nosotros también? Pues es algo común a todos nosotros, según me parece, ese bien; y a la vez tendrás tu defensa, si logras convencernos de lo que dices.

—Está bien, lo intentaré —dijo—. Pero, antes que nada, preguntemos a Critón, que está ahí, qué es lo que da la impresión de querer decirme desde hace rato.

—¿Y qué otra cosa va a ser, Sócrates, sino que desde hace tiempo me está diciendo el que te va a dar el veneno que conviene advertirte que hables lo menos posible? Pues asegura que al charlar se acaloran demasiado, y que no se debe poner un obstáculo semejante al veneno, pues si no, hay casos en que se ven obligados a beberlo hasta dos o tres veces los que obran así.

—Mándale a paseo —le respondió Sócrates——. Que cuide tan sólo de preparar su veneno para darme doble dosis, o triple incluso, si es preciso.

—Ya me suponía yo tu respuesta, pero hace un buen rato que me está molestando.

—Déjale —replicó—. Y ahora es a vosotros, los jueces, a quienes quiero ya rendir cuentas de por qué me parece a mí natural que un hombre que ha pasado su vida entregado a la filosofía se muestre animoso cuando está en trance de morir, y tenga la esperanza de que en el otro mundo va a conseguir los mayores bienes, una vez que acabe sus días. Y cómo puede ser esto así, oh Simmias y Cebes, voy a intentar explicároslo.

—Es muy posible, en efecto, que pase inadvertido a los demás que cuantos se dedican por ventura a la filosofía en el recto sentido de la palabra no practican otra cosa que el morir y el estar muertos. Y si esto es verdad, sería sin duda un absurdo el que durante toda su vida no pusieran su celo en otra cosa sino ésta, y el que, una vez llegada, se irritasen con aquello que desde tiempo atrás anhelaban y practicaban.

Entonces Simmias, echándose a reír, exclamó:

—¡Por Zeus!, Sócrates, a pesar de que hace un momento no tenía en absoluto ganas de reírme, me has obligado a ello. Pues creo que, si el vulgo hubiera oído decir eso mismo, lo hubiera estimado muy bien dicho respecto de los que se dedican a la filosofía. Y con el vulgo estarían de completo acuerdo nuestros compatriotas en que verdaderamente los que filosofan están moribundos. Y dirían, además, que a ellos no se les escapa que son dignos de padecer tal suerte.

—Y dirían la verdad, Simmias, salvo en lo que a ellos no se les escapa eso. Porque efectivamente les pasa inadvertido de qué modo están moribundos, en qué sentido merecen la muerte, y qué clase de muerte merecen los que son filósofos de verdad. Hablemos, pues, entre nosotros mismos —añadió—, y mandemos a aquéllos a paseo. ¿creemos que es algo la muerte?

—Sin duda alguna —le replicó Simmias.

—¿Y que no es otra cosa que la separación del alma y del cuerpo? ¿Y que el estar muerto consiste en que el cuerpo, una vez separado del alma, queda a un lado solo en si mismo, y el alma a otro, separada del cuerpo, y sola en sí misma? ¿Es, acaso, la muerte otra cosa que eso?

—No — respondió — es eso.

—En tal caso, mi buen amigo, mira a ver si eres de la misma opinión que yo, pues a partir de vuestro asentimiento creo que adquiriremos mayor conocimiento sobre lo que consideramos. ¿Te parece a ti propio del filósofo el interesarse por los llamados placeres de la índole, por ejemplo, de los de la comida y la bebida?

—De ningún modo, Sócrates —respondió Simmias.

—¿Y de los placeres del amor?

—Tampoco.

—¿Y qué diremos, además, de los cuidados del cuerpo? ¿Te parece que los considera dignos de estimación un hombre semejante? Así, por ejemplo, la posesión de mantos y calzados distinguidos y los restantes adornos del cuerpo ¿te da la impresión de apreciarlos o despreciarlos, salvo en lo que sea de gran necesidad participar en ellos?

—A mí me parece que los desprecia —respondió—, al menos, el filósofo de verdad.

—¿Y no te parece —prosiguió— que en su totalidad la ocupación de un hombre semejante no versa sobre el cuerpo, sino, al contrario, en estar separado lo más posible de él, y en aplicarse al alma?

—A mí, si.

—¿Y en primer lugar, no está claro en tal conducta que el filósofo desliga el alma de su comercio con el cuerpo lo más posible y con gran diferencia sobre los demás hombres?

—Resulta evidente.

—Y, sin duda, Simmias, parécele al vulgo que la vida de aquel que no considera agradable ninguna de dichas cosas, ni toma parte en ellas, no merece la pena, y que es algo cercano a la muerte a lo que tiende quien no se cuida en nada de los placeres corporales.

—Es enteramente cierto lo que dices.

—¿Y qué decir sobre la adquisición misma de la sabiduría? ¿Es o no un obstáculo el cuerpo, si se le toma como compañero en la investigación? Y te pongo por ejemplo lo siguiente: ofrecen, acaso, a los hombres alguna garantía de verdad la vista y el oído, o viene a suceder lo que los poetas nos están repitiendo siempre, que no oímos ni vemos nada con exactitud? Y si entre los sentidos corporales éstos no son exactos, ni dignos de crédito, difícilmente lo serán los demás, puesto que son inferiores a ellos. ¿No te parece así?

—Así, por completo —dijo.

—Entonces —replicó Sócrates— ¿cuándo alcanza el alma la verdad? Pues siempre que intenta examinar algo juntamente con el cuerpo, está claro que es engañada por él.

—Dices verdad.

—¿Y no es al reflexionar cuando, más que en ninguna otra ocasión, se le muestra con evidencia alguna realidad?

—Sí.

—E indudablemente la ocasión en que reflexiona mejor es cuando no la perturba ninguna de esas cosas, ni el oído, ni la vista, ni dolor, ni placer alguno, sino que, mandando a paseo el cuerpo, se queda en lo posible sola consigo mismo y, sin tener en lo que puede comercio alguno ni contacto con él, aspira a alcanzar la realidad.

—Así es.

—¿Y no siente en este momento el alma del filósofo un supremo desdén por el cuerpo, y se escapa de él, y busca quedarse a solas consigo misma?

—Tal parece.

—¿Y qué ha de decirse de lo siguiente, Simmias: afirmamos que es algo lo justo en sí, o lo negamos?

—Lo afirmamos, sin duda, ¡por Zeus!

—¿Y que, asimismo, lo bello es algo y lo bueno también?

—¡Cómo no!

—Pues bien, ¿has visto ya con tus ojos en alguna ocasión alguna de tales cosas?

—Nunca —respondió Simmias.

—¿Las percibiste, acaso, con algún otro de los sentidos del cuerpo? Y estoy hablando de todo; por ejemplo, del tamaño, la salud, la fuerza; en una palabra, de la realidad de todas las demás cosas, es decir, de lo que cada una de ellas es. ¿Es, acaso, por medio del cuerpo como se contempla lo más verdadero de ellas, u ocurre, por el contrario, que aquel de nosotros que se prepara con el mayor rigor a reflexionar sobre la cosa en sí misma, que es objeto de su consideración, es el que puede llegar más cerca del conocer cada cosa?

—Así es, en efecto.

—¿Y no haría esto de la manera más pura aquel que fuera a cada cosa tan sólo con el mero pensamiento, sin servirse de la vista en el reflexionar y sin arrastrar ningún otro sentido en su meditación, sino que, empleando el mero pensamiento en sí mismo, en toda su pureza, intentara dar caza a cada una de las realidades, sola, en sí misma y en toda su pureza, tras haberse liberado en todo lo posible de los ojos, de los oídos y, por decirlo así, de todo el cuerpo, convencido de que éste perturba el alma y no la permite entrar en posesión de la verdad y de la sabiduría, cuando tiene comercio con ella? ¿Acaso no es éste, oh Simmias, quien alcanzará la realidad, si es que la ha alcanzado alguno?

—Es una verdad grandísima lo que dices, Sócrates —replicó Simmias.

—Pues bien —continuó Sócrates—, después de todas estas consideraciones, por necesidad se forma en los que son genuinamente filósofos una creencia tal, que les hace decirse mutuamente algo así como esto: tal vez haya una especie de sendero que nos lleve a término [juntamente con el razonamiento en la investigación], porque mientras tengamos el cuerpo y esté nuestra alma mezclada con semejante mal, jamás alcanzaremos de manera suficiente lo que deseamos. Y decimos que lo que deseamos es la verdad. En efecto, son un sin fin las preocupaciones que nos procura el cuerpo por culpa de su necesaria alimentación; y encima, si nos ataca alguna enfermedad, nos impide la caza de la verdad. Nos llena de amores, de deseos, de temores, de imágenes de todas clases, de un montón de naderías, de tal manera que, como se dice, por culpa suya no nos es posible tener nunca un pensamiento sensato. Guerras, revoluciones y luchas nadie las causa, sino el cuerpo y sus deseos, pues es por la adquisición de riquezas por lo que se originan todas las guerras, y a adquirir riquezas nos vemos obligados por el cuerpo, porque somos esclavos de sus cuidados; y de ahí, que por todas estas causas no tengamos tiempo para dedicarlo a la filosofía. Y lo peor de todo es que, si nos queda algún tiempo libre de su cuidado y nos dedicamos a reflexionar sobre algo, inesperadamente se presenta en todas partes en nuestras investigaciones y nos alborota, nos perturba y nos deja perplejos, de tal manera que por su culpa no podemos contemplar la verdad. Por el contrario, nos queda verdaderamente demostrado que, si alguna vez hemos de saber algo en puridad, tenemos que desembarazarnos de él y contemplar tan sólo con el alma las cosas en sí mismas. Entonces, según parece, tendremos aquello que deseamos y de lo que nos declaramos enamorados, la sabiduría; tan sólo entonces, una vez muertos, según indica el razonamiento, y no en vida. En efecto, si no es posible conocer nada de una manera pura juntamente con el cuerpo, una de dos, o es de todo punto imposible adquirir el saber, o sólo es posible cuando hayamos muerto, pues es entonces cuando el alma queda sola en sí misma, separada del cuerpo, y no antes. Y mientras estemos con vida, más cerca estaremos del conocer, según parece, si en todo lo posible no tenemos ningún trato ni comercio con el cuerpo, salvo en lo que sea de toda necesidad, ni nos contaminamos de su naturaleza, manteniéndonos puros de su contacto, hasta que la divinidad nos libre de él. De esta manera, purificados y desembarazados de la insensatez del cuerpo, estaremos, como es natural, entre gentes semejantes a nosotros y conoceremos por nosotros mismos todo lo que es puro; y esto tal vez sea lo verdadero. Pues al que no es puro es de temer que le esté vedado el alcanzar lo puro. He aquí, oh Simmias, lo que necesariamente pensarán y se dirán unos a otros todos los que son amantes del aprender en el recto sentido de la palabra. ¿No te parece a ti así?

—Enteramente, Sócrates.

—Así, pues, compañero —dijo Sócrates—, si esto es verdad, hay una gran esperanza de que, una vez llegado adonde me encamino, se adquirirá plenamente allí, más que en ninguna otra parte, aquello por lo que tanto nos hemos afanado en nuestra vida pasada; de suerte que el viaje que ahora se me ha ordenado se presenta unido a una buena esperanza, tanto para mí como para cualquier otro hombre que estime que tiene su pensamiento preparado y, por decirlo así, purificado.

—Exacto —respondió Simmias.

—¿Y la purificación no es, por ventura, lo que en la tradición se viene diciendo desde antiguo, el separar el alma lo más posible del cuerpo y el acostumbrarla a concentrarse; a recogerse en si misma, retirándose de todas las partes del cuerpo, y viviendo en lo posible tanto en el presente como en el después sola en sí misma, desligada del cuerpo como de una atadura?

—Así es en efecto —dijo.

—¿Y no se da el nombre de muerte a eso precisamente, al desligamiento y separación del alma con el cuerpo?

—Sin duda alguna —respondió Simmias.

—Pero el desligar el alma, según afirmamos, es la aspiración suma, constante y propia tan sólo de los que filosofan en el recto sentido de la palabra; y la ocupación de los filósofos estriba precisamente en eso mismo, en el desligamiento y separación del alma y del cuerpo. ¿Si o no?

—Así parece.

—¿Y no sería ridículo, como dije al principio, que un hombre que se ha preparado durante su vida a vivir en un estado lo más cercano posible al de la muerte, se irrite luego cuando le llega ésta?

—Sería ridículo. ¡Cómo no!

—Luego, en realidad, oh Simmias —replicó Sócrates—, los que filosofan en el recto sentido de la palabra se ejercitan en morir, y son los hombres a quienes resulta menos temeroso el estar muertos. Y puedes colegirlo de lo siguiente: si están enemistados en todos los respectos con el cuerpo y desean tener el alma sola en sí misma, ¿no sería un gran absurdo que, al producirse esto, sintieran temor y se irritasen y no marcharan gustosos allá, donde tienen esperanza de alcanzar a su llegada aquello de que estuvieron enamorados a lo largo de su vida —que no es otra cosa que la sabiduría— y de librarse de la compañía de aquello con lo que estaban enemistados? ¿No es cierto que al morir amores humanos, mancebos amados, esposas e hijos, fueron muchos los que se prestaron de buen grado a ir en pos de ellos al Hades, impulsados por la esperanza de que allí verían y se reunirían con los seres que añoraban? Y en cambio, si alguien ama de verdad la sabiduría, y tiene con vehemencia esa misma esperanza, la de que no se encontrará con ella de una manera que valga la pena en otro lugar que en el Hades ¿se va a irritar por morir y marchará allá a disgusto? Preciso es creer que no, compañero, si se trata de un verdadero filósofo, pues tendrá la firme opinión de que en ninguna otra parte, salvo allí, se encontrará con la sabiduría en estado de pureza. Y si esto es así, como decía hace un momento, ¿ no sería un gran absurdo que un hombre semejante tuviera miedo a la muerte?

—Sí, por Zeus —dijo Simmias—, un gran absurdo.

—¿Y no te parece que es indicio suficiente de que un hombre no era amante de la sabiduría, sino del cuerpo, el verle irritarse cuando está a punto de morir? Y probablemente ese mismo hombre resulte también amante del dinero, o de honores, o una de estas dos cosas, o las dos a la vez.

—Efectivamente —respondió——, ocurre tal y como dices.

—¿Acaso no es, Simmias —prosiguió— lo que se llama valentía lo que más conviene a los que son así?

—Sin duda alguna —dijo.

¿Y no es la moderación, incluso eso que el vulgo llama moderación, es decir, el no dejarse excitar por los deseos, sino mostrarse indiferente y mesurado ante ellos, lo que conviene a aquellos únicamente que, descuidándose en extremo del cuerpo, viven entregados a la filosofía?

—Necesariamente —respondió.

—En efecto —siguió Sócrates—, pues si quieres considerar la valentía y la moderación de los demás, te parecerá que es extraña.

—¿En qué sentido, Sócrates?

—¿No sabes —prosiguió— que todos los demás consideran la muerte como uno de los grandes males?

—Lo sé, y muy bien —dijo.

—¿Y cuando afrontan la muerte los que entre ellos son valientes no la afrontan por miedo a mayores males?

—Así es.

—Luego el tener miedo y el temor es lo que hace valientes a todos, salvo a los filósofos; y eso que es ilógico que se sea valiente por temor y cobardía.

—Completamente.

—¿Y qué hemos de decir de los que entre ellos son moderados? ¿No les ocurre lo mismo? ¿No es por una cierta intemperancia por lo que son moderados? Aunque digamos que es imposible, sin embargo, lo que les ocurre con respecto a esa necia moderación es algo semejante al caso anterior. Temen verse privados de los placeres que ansían, y se abstienen de unos vencidos por otros. Y pese a que llaman intemperancia al dejarse dominar por los placeres, les sucede, no obstante, que dominan unos, mas por estar dominados por otros. Y esto equivale a lo que se decía hace un momento, que en cierto modo se moderan por causa de una cierta intemperancia.

—Así parece.

—Y, tal vez, oh bienaventurado Simmias, no sea el recto cambio con respecto a la virtud, el trocar placeres por placeres, penas por penas y temor por temor, es decir, cosas mayores por cosas menores, como si se tratara de monedas. En cambio, tal vez sea la única moneda buena, por la cual debe cambiarse todo eso, la sabiduría. Por ella y con ella quizá se compre y se venda de verdad todo, la valentía, la moderación, la justicia y, en una palabra, la verdadera virtud; con la sabiduría tan sólo, se añadan o no los placeres y los temores y todas las demás cosas de ese tipo. Pero si se cambian entre sí, separadas de la sabiduría, es muy probable que una virtud semejante sea una mera apariencia, una virtud en realidad propia de esclavos y que no tiene nada de sano ni de verdadero. Por el contrario, la verdadera realidad tal vez sea una purificación de todas las cosas de este tipo, y asimismo la moderación, la justicia, la valentía y la misma sabiduría, un medio de purificación. Igualmente es muy posible que quienes no instituyeron los misterios no hayan sido hombres mediocres, y que, al contrario, hayan estado en lo cierto al decir desde antiguo, de un modo enigmático, que quien llega profano y sin iniciar al Hades yacerá en el fango, mientras que el que allí llega purificado e iniciado habitará con los dioses. Pues son, al decir de los que presiden las iniciaciones, muchos los portatirsos, pero pocos los bacantes. Y éstos, en mi opinión, no son otros que los que se han dedicado a la filosofía en el recto sentido de la palabra. Por llegar yo también a ser uno de ellos no omití en lo posible cuanto estuvo de mi parte, a lo largo de mi vida, sino que me afané de todo corazón. Y si mi afán fue el que la cosa merecía y he tenido éxito, al llegar allí, sabré, si Dios quiere, la exacta verdad, dentro de un rato, según creo. Tal es, oh Simmias y Cebes —dijo—, la defensa que yo hago para demostrar que es natural que no me duela ni me irrite el abandonaros a vosotros ni a mis amos de aquí, puesto que pienso que he de encontrarme allí, no menos que aquí, con buenos amos y compañeros. [Pero éste es un punto que produce sus dudas en el vulgo]. Así que, si en mi defensa os resulta a vosotros más convincente que a los jueces de Atenas, me doy por satisfecho.

Al acabar de decir esto Sócrates, Cebes, tomando la palabra, dijo:

—Oh Sócrates, todo lo demás me parece que está bien dicho, pero lo relativo al alma produce en los hombres grandes dudas por el recelo que tienen de que, una vez que se separe del cuerpo, ya no exista en ninguna parte, sino que se destruya y perezca en el mismo día en que el hombre muera, y que tan pronto como se separe del cuerpo y de él salga, disipándose como un soplo o como el humo se marche en un vuelo y ya no exista en ninguna parte. Pues, si verdaderamente estuviera en alguna parte ella sola, concentrada en sí misma y liberada de esos males que hace un momento expusiste, habría una grande y hermosa esperanza, oh Sócrates, de que es verdad lo que tú dices. Pero tal vez requiera una justificación y una demostración no pequeña eso de que existe el alma cuando el hombre ha muerto, y tiene capacidad de obrar y entendimiento.

—Verdad es lo que dices —replicó Sócrates—.

—Pero, ¿qué debemos hacer? ¿quieres que charlemos sobre si es verosímil que así sea, o no?

—Yo, por mi parte —repuso Cebes—, escucharía con gusto qué opinión tienes sobre ello.

—Al menos —dijo Sócrates—, no creo que ahora dijera nadie que me escuchase, ni aunque fuera un poeta cómico, que soy un charlatán y que hablo sobre lo que no me atañe. Así que, si te parece, será menester examinarlo. Y consideremos la cuestión de este modo: ¿tienen una existencia en el Hades las almas de los finados o no? Pues existe una antigua tradición, que hemos mencionado, que dice que, llegadas de este mundo al otro las almas, existen allí y de nuevo vuelven acá, naciendo de los muertos. Y si esto es verdad, si de los muertos renacen los vivos, ¿qué otra cosa cabe afirmar sino que nuestras almas tienen una existencia en el otro mundo?; pues no podrían volver a nacer si no existieran. Y la prueba suficiente de que esto es verdad sería el demostrar de una manera evidente que los vivos no tienen otro origen que los muertos. Si esto no es posible, sería preciso otro argumento.

—Exacto —dijo Cebes.

—Pues bien —prosiguió Sócrates—, si quieres comprender mejor la cuestión, no debes considerarla tan sólo en el caso de los hombres, sino también en el de todos los animales y plantas; en una palabra, tenemos que ver con respecto a todo lo que tiene un origen, si éste no es otro que su contrario en todos los seres que tienen algo que está con ellos en oposición análoga a aquella en que está lo bello con respecto a lo feo, lo justo con lo injusto, y otras innumerables cosas que están en la misma relación. Esto es, pues, lo que tenemos que considerar, si es necesario que todos los seres que tienen un contrario no tengan en absoluto otro origen que su contrario. Un ejemplo: cuando una cosa se hace mayor ¿no es necesario que de menor que era antes se haga luego mayor?

—Sí.

—Y en el caso de que se haga más pequeña, ¿no ocurrirá que de mayor que era primero se hará después menor?

—Así es —contestó.

—¿Y no es verdad que lo más débil procede de lo más fuerte y lo más rápido de lo más lento?

—Por supuesto.

—¿Y qué? ¿Lo que se hace peor, no procede de lo mejor, y lo más justo, de lo más injusto?

—Indudablemente.

—¿Tenemos entonces probado —preguntó Sócrates— de un modo satisfactorio, que todo se produce así, que las cosas contrarias nacen de sus contrarias?

—Sin duda.

—¿Y qué respondes ahora? ¿No hay en eso algo así como dos generaciones entre cada par de contrarios, una que va del primero al segundo y otra que va, a su vez, del segundo al primero? Entre una cosa mayor y una menor ¿no hay un aumento y una disminución? ¿Y no llamamos, en consecuencia, al primer acto aumentar y al segundo disminuir?

—Sí —contestó.

—¿Y con respecto al descomponerse y al componerse, al enfriarse y al calentarse, y a todas las cosas que ofrecen una oposición semejante, aunque a veces no tengamos nombres para denominarlas, no ocurre de hecho lo mismo en todas ellas necesariamente, que tienen su origen las unas en las otras y que la generación va mutuamente de cada una de ellas a su contraria?

—En efecto —dijo.

—Entonces ¿qué? —replicó Sócrates— ¿Hay algo que sea contrario al vivir de la misma manera que el dormir es contrario al estar despierto?

—Si, lo hay —respondió.

—¿Qué?

—El estar muerto.

—¿Y no se origina lo uno de lo otro, puesto que son contrarios? ¿y no son dos las generaciones que hay entre ambos, puesto que son dos?

—Imposible es negarlo.

—Pues bien —prosiguió Sócrates—, yo te voy a hablar a ti de una de esas parejas a las que me refería hace un momento, de ella y de sus generaciones, y tú me vas a hablar a mí de la otra. Se trata del dormir y del estar despierto, y digo que del dormir se origina el estar despierto y del estar despierto el dormir, siendo las generaciones de ambos una el dormirse y la otra el despertarse. ¿Te basta con lo dicho, o no?

—Desde luego que sí.

—Responde tú ahora de igual manera —añadió—, a propósito de la vida y de la muerte. ¿No afirmas que el estar muerto es lo contrario del vivir?

—Sí.

—¿Y que se origina lo uno de lo otro?

—Sí.

—Entonces, ¿qué es lo que se produce de lo que vive?

—Lo que está muerto —respondió.

—¿Y qué se produce —replicó Sócrates— de lo que está muerto?

—Lo que vive, necesario es reconocerlo.

—¿Proceden, entonces, de lo que está muerto, tanto las cosas que tienen vida, como los seres vivientes?

—Es evidente —respondió.

—Luego nuestras almas existen en el Hades.

—Tal parece.

—Y de las dos generaciones que aquí intervienen, ¿no es obvia la una?; pues el morir es cosa evidente sin duda. ¿No es verdad?

—Por completo.

—¿Qué haremos entonces? ¿No vamos a admitir en compensación la generación contraria, sino que ha de quedar coja en este aspecto la naturaleza? ¿No es necesario más bien conceder al morir una generación contraria?

—De todo punto.

—¿Cuál es esa?

—El revivir.

—Y si existe el revivir, ¿no será eso de revivir una generación que va de los muertos a los vivos?

—Sin duda.

—Luego convenimos aquí también que los vivos proceden de los muertos no menos que los muertos de los vivos, y, siendo esto así, parece que hay indicio suficiente de que es necesario que las almas de los muertos existan en alguna parte, de donde vuelvan a la vida.

—Me parece, Sócrates —respondió—, que, según lo convenido, es necesario que así sea.

—Pues bien, Cebes —dijo Sócrates—, que lo hemos convenido con razón puedes verlo, a mi entender, de esta manera. Si no hubiera una correspondencia constante en el nacimiento de unas cosas con el de otras como si se movieran en círculo, sino que la generación fuera en linea recta, tan sólo de uno de los dos términos a su contrario, sin que de nuevo doblara la meta en dirección al otro, ni recorriera el camino en sentido inverso, ¿no te das cuenta de que todas las cosas acabarían por tener la misma forma, experimentar el mismo cambio, y cesarían de producirse?

—¿Qué quieres decir? —preguntó.

—No es difícil comprender lo que digo —contestó Sócrates—. Por ejemplo: si existiera el dormirse, pero no se produjera en correspondencia el despertarse a partir de lo que está dormido, te das cuenta de que todas las cosas terminarían por mostrar que lo que le ocurrió a Endimión; es una bagatela; y no se le distinguiría a aquél en ninguna parte, por encontrarse todas las demás cosas en su mismo estado, en el de estar durmiendo. Y si todas las cosas se unieran y no se separaran, al punto ocurriría lo que dijo Anaxágoras: "Todas las cosas en el mismo lugar".Y de la misma manera, oh querido Cebes, si muriera todo cuanto participa de la vida, y, después de morir, permaneciera lo que está muerto en dicha forma sin volver de nuevo a la vida, ¿no sería de gran necesidad que todo acabara por morir y nada viviera? Pues aun en el caso de que lo que vive naciera de las demás cosas que tienen vida, si lo que vive muere, ¿qué medio habría de impedir que todo se consumiera en la muerte?

—Ninguno en absoluto, Sócrates —dijo Cebes—. Me parece enteramente que dices la verdad.

—En efecto, Cebes, nada hay a mi entender más cierto; y nosotros, al reconocerlo así no nos engañamos, sino que tan realidad es el revivir como el que los vivos proceden de los muertos, y el que las almas de éstos existen [ y a las que son buenas les va mejor; y a las que son malas peor]

—Y además —repuso Cebes interrumpiéndole—, según ese argumento, Sócrates, que tú sueles con tanta frecuencia repetir, de que el aprender no es sino el recordar, resulta también, si dicho argumento no es falso, que es necesario que nosotros hayamos aprendido en un tiempo anterior lo que ahora recordamos. Mas esto es imposible, a no ser que existiera nuestra alma en alguna parte antes de llegar a estar en esta figura humana. De suerte que también según esto parece que el alma es algo inmortal.

—Pero, oh Cebes replicó Simmias, tomando la palabra—, ¿cuáles son las pruebas de esto? Recuérdamelas, pues en este momento no las conservo bien en la memoria.

—Se basan —contestó Cebes— en un único y excelente argumento; al ser interrogados los hombres, si se les hace la pregunta bien, responden de por sí todo tal y como es; y ciertamente no serían capaces de hacerlo si el conocimiento y el concepto exacto de las cosas no estuviera ya en ellos. Así, pues, si se les enfrenta con figuras geométricas o con otra cosa similar, se delata de manera evidentísima que así ocurre.

—Mas si con este argumento, Simmias —medió Sócrates—, no te convences, mira a ver si, considerando la cuestión de este otro modo, te sumas a nuestra opinión. Lo que pones en duda es el cómo lo que se llama instrucción puede ser un recuerdo.

—No es que yo lo ponga en duda —replicó Simmias—, lo que yo pido es experimentar en mí eso de que se está hablando, es decir que se me haga recordar. Pero con lo que comenzó a decir Cebes, sobre poco más o menos, recuerdo ya todo y estoy casi convencido. Sin embargo, no por eso dejaré ahora de escuchar con menor gusto cómo planteas tú la cuestión.

—De este modo —respondió Sócrates—. Estamos, sin duda, de acuerdo en que si alguien recuerda algo tiene que haberlo sabido antes.

—En efecto —dijo Simmias.

—¿Y no reconocemos también que cuando un conocimiento se presenta de la siguiente manera es un recuerdo? ¿Cuál es esa manera que digo? Esta. Cuando al ver u oír algo, o al tener cualquier otra percepción, no sólo se conoce la cosa de que se trata, sino también se piensa en otra sobre la que no versa dicho conocimiento sino otro ¿no decimos con razón que se recordó aquello cuya idea vino a la mente?

—¿Cómo dices?

—Por ejemplo, lo siguiente: el conocimiento de un hombre y el de una lira son dos cosas distintas.

—¡Cómo no!

—¿Y no sabes que a los enamorados, cuando ven una lira, o un manto, o cualquier otro objeto que suele usar su amado, les ocurre lo que se ha dicho? Reconocen la lira y al punto tienen en el pensamiento la imagen del muchacho a quien pertenecía. Esto es lo que es un recuerdo. De la misma manera que, cuando se ve a Simmias, muchas veces se acuerda uno de Cebes, y se podrían citar otros mil casos similares.

—Sí, por Zeus, otros mil —replicó Simmias.

—¿Y lo que entra en este tipo de cosas no es un recuerdo? ¿Y no lo es, sobre todo, cuando le ocurre a uno esto con lo que se tenía olvidado por el tiempo, o por no poner en ello atención?

—Exacto —respondió.

—¿Y qué? —continuó Sócrates—. ¿Es posible, cuando se ve un caballo dibujado o el dibujo de una lira, acordarse de un hombre, y recordar a Cebes, al ver un retrato de Simmias?

—Sí.

—¿Y no lo es también el acordarse de Simmias cuando ve uno su retrato?

—En efecto, es posible —respondió.

74a

—¿Y no sucede en todos estos casos que el recuerdo se produce a partir de cosas semejantes, o cosas diferentes?

—Si, sucede.

—Pero, al menos en el caso de recordar algo a partir de cosas semejantes, ¿no es necesario el que se nos venga además la idea de si a aquello le falta algo o no en su semejanza con lo que se ha recordado?

—Si, es necesario — contestó.

—Considera ahora —prosiguió Sócrates— si lo que ocurre es esto. Afirmamos que de algún modo existe lo igual, pero no me refiero a un leño que sea igual a otro leño, ni a una piedra que sea igual a otra, ni a ninguna igualdad de este tipo, sino a algo que, comparado con todo esto, es otra cosa: lo igual en sí. ¿Debemos decir que es algo, o que no es nada?

—Digamos que es algo ¡por Zeus! —replicó Simmias— y con una maravillosa convicción.

—¿Sabemos acaso lo que es en sí mismo?

—Sí —respondió.

—¿De dónde hemos adquirido el conocimiento de ello? ¿Será tal vez de las cosas de que hace un momento hablábamos? ¿Acaso al ver leños, piedras u otras cosas iguales, cualesquiera que sean, pensamos por ellas en lo igual en el sentido mencionado, que es algo diferente de ellas? ¿O no se te muestra a ti como algo diferente? Considéralo también así: ¿No es cierto que piedras y leños que son iguales, aun siendo los mismos, parecen en ocasiones iguales a unos y a otros no?

—En efecto.

—¿Y qué? ¿Las cosas que son en realidad iguales se muestran a veces ante ti como desiguales, y la igualdad como desigualdad?

—Nunca, Sócrates.

—Luego no son lo mismo—replicó— las cosas esas iguales que lo igual en sí.

—No me lo parecen en modo alguno, Sócrates.

—Pero, no obstante, ¿no son esas cosas iguales, a pesar de diferir de lo igual en sí, las que te lo hicieron concebir y adquirir su conocimiento?

—Es enteramente cierto lo que dices.

—Y esto ¿no ocurre, bien porque es semejante a ellas, bien porque es diferente?

—Exacto.

—En efecto — dijo Sócrates — no hay en ello ninguna diferencia. Si al ver un objeto piensas a raíz de verlo en otro, bien sea semejante o diferente, es necesario que este proceso haya sido un recuerdo.

—Sin duda alguna.

—¿Y qué? —continuó—, ¿no nos ocurre algo similar en el caso de los leños y de esas cosas iguales que hace un momento mencionábamos? ¿Acaso se nos presentan iguales de la misma manera que lo que es igual en sí? ¿Les falta algo para ser tal y como es lo igual, o no les falta nada?

—Les falta, y mucho —respondió.

—Ahora bien, cuando se ve algo y se piensa: esto que estoy viendo yo ahora quiere ser tal y como es cualquier otro ser, pero le falta algo y no puede ser tal y como es dicho ser, sino que es inferior, ¿no reconocemos que es necesario que quien haya tenido este pensamiento se encontrara previamente con el conocimiento de aquello a que dice que esto otro se asemeja, pero que le falta algo para una similitud completa?

—Necesario es reconocerlo.

—¿Qué respondes entonces? ¿Nos ocurre o no lo mismo con respecto a las cosas iguales y a lo igual en si?

—Lo mismo enteramente.

—Luego es necesario que nosotros hayamos conocido previamente lo igual, con anterioridad al momento en que, al ver por primera vez las cosas iguales, pensamos que todas ellas tienden a ser como es lo igual, pero les falta algo para serlo.

—Así es.

—Pero también convenimos que ni lo hemos pensado, ni es posible pensarlo por causa alguna que no sea el ver, el tocar o cualquier otra percepción; que lo mismo digo de todas ellas.

—En efecto, Sócrates, pues su caso es el mismo, al menos respecto de lo que pretende demostrar el razonamiento.

—Pues bien, a juzgar por las percepciones, se debe pensar que todas las cosas iguales que ellas nos presentan aspiran a lo que es igual, pero son diferentes a esto. ¿Es así como lo decimos?

—Es así.

—Luego, antes de que nosotros empezáramos a ver, a oír y a tener las demás percepciones, fue preciso que hubiéramos adquirido ya de algún modo el conocimiento de lo que es lo igual en sí, si es que a esto íbamos a referir las igualdades que nos muestran las percepciones en las cosas, y pensar, al referirlas, que todas ellas se esfuerzan por ser de la misma índole que aquello, pero son, sin embargo, inferiores.

—Necesario es, Sócrates, según lo dicho anteriormente.

—Y al instante de nacer, ¿no veíamos ya y oíamos y teníamos las restantes percepciones?

—Efectivamente.

—¿No fue preciso, decimos, tener ya adquirido con anterioridad a estas percepciones el conocimiento de lo igual?

—Sí.

—En ese caso, según parece, por necesidad lo teníamos adquirido antes de nacer.

—Eso parece.

—Pues bien, si lo adquirimos antes de nacer y nacimos con él, ¿no sabíamos ya antes de nacer e inmediatamente después de nacer, no sólo lo que es igual en si, sino también lo mayor, lo menor y todas las demás cosas de este tipo? Pues nuestro razonamiento no versa más sobre lo igual en sí, que sobre lo bello en sí, lo bueno en sí, lo justo, lo santo, o sobre todas aquellas cosas que, como digo, sellamos con el rótulo de lo que es en sí, tanto en las preguntas que planteamos como en las respuestas que damos, de suerte que es necesario que hayamos adquirido antes de nacer los conocimientos de todas estas cosas.

—Así es.

—Y si, tras haberlos adquirido, no los olvidáramos cada vez, siempre naceríamos con ese saber y siempre lo conservaríamos a lo largo de la vida. Pues, en efecto, el saber estriba en adquirir el conocimiento de algo y en conservarlo sin perderlo. Y por el contrario, Simmias, ¿no llamamos olvido a la pérdida de un conocimiento?

—Sin duda alguna, Sócrates —respondió.

—Pero si, como creo, tras haberlo adquirido antes de nacer, lo perdimos en el momento de nacer, y después gracias a usar en ello de nuestros sentidos, recuperamos los conocimientos que tuvimos antaño, ¿no será lo que llamamos aprender el recuperar un conocimiento que era nuestro? ¿Y si a este proceso le denominamos recordar, no le daríamos el nombre exacto?

—Completamente.

—Al menos, en efecto, se ha mostrado que es posible, cuando se percibe algo, se ve, se oye o se experimenta otra sensación cualquiera, el pensar, gracias a la cosa percibida, en otra que se tenía olvidada, y a la que aquélla se aproximaba bien por su diferencia o bien por su semejanza. Así que, como digo, una de dos, o nacemos con el conocimiento de aquellas cosas y lo mantenemos todos a lo largo de nuestra vida o los que decimos que aprenden después no hacen más que recordar, y el aprender en tal caso es recuerdo.

—Así es efectivamente, Sócrates.

—Entonces, Simmias, ¿cuál de las dos cosas escoges? ¿Nacemos nosotros en posesión del conocimiento o recordamos posteriormente aquello cuyo conocimiento habíamos adquirido con anterioridad?

—No puedo, Sócrates, en este momento escoger.

—¿Y qué? ¿Puedes tomar partido en esto otro y decir cuál es tu opinión sobre ello? Un hombre en posesión de un conocimiento, ¿podría dar razón de lo que conoce, o no?

—Eso es de estricta necesidad, Sócrates —respondió.

—¿Y te parece también que todos pueden dar razón de esas cosas de las que hablábamos hace un momento?

—Tal sería mi deseo, ciertamente —replicó Simmias—, pero, por el contrario, mucho me temo que mañana a estas horas ya no haya ningún hombre capaz de hacerlo dignamente.

—Luego ¿es que no crees, Simmias —preguntó Sócrates—, que todos tengan un conocimiento de ellas?

—En absoluto.

—¿Recuerdan, entonces, lo que en su día aprendieron?

—Necesariamente.

—¿Cuándo adquirieron nuestras almas el conocimiento de estas cosas? Pues evidentemente no ha sido después de haber tomado nosotros forma humana.

—No, sin duda alguna.

—Luego fue anteriormente.

—Sí.

—En tal caso, Simmias, existen también las almas antes de estar en forma humana, separadas de los cuerpos, y tenían inteligencia.

—A no ser, Sócrates, que adquiramos esos conocimientos al nacer, pues aún queda ese momento.

—Sea, compañero. Pero, entonces, ¿en qué otro tiempo los perdemos? Pues nacemos sin ellos, como acabamos de convenir ¿o es que los perdemos en el instante en que los adquirimos? ¿Puedes acaso indicar otro momento?

—En absoluto, Sócrates, no me di cuenta que dije una tontería.

—¿Y es que la cuestión, Simmias. se nos presenta así? —continuó Sócrates—. Si, como repetimos una y otra vez, existe lo bello, lo bueno y todo lo que es una realidad semejante, y a ella referimos todo lo que procede de las sensaciones, porque encontramos en ella algo que existía anteriormente y nos pertenecía, es necesario que, de la misma manera que dichas realidades existen, exista también nuestra alma, incluso antes de que nosotros naciéramos. Pero si éstas no existen, ¿no se habría dicho en vano este razonamiento? ¿No se presenta así la cuestión? ¿No hay una igual necesidad de que existan estas realidades y nuestras almas antes, incluso, de que nosotros naciéramos, y de que si no existen aquéllas tampoco existan éstas?

—Es extraordinaria, Sócrates, la impresión que tengo —dijo Simmias— de que hay la misma necesidad. Y el razonamiento arriba a buen puerto, a saber, que nuestras almas existen antes de nacer nosotros del mismo modo que la realidad de la que acabas de hablar. Pues nada tengo por tan evidente como el que lo bello, lo bueno y todas las demás cosas de esta índole de que hace un momento hablabas tienen existencia en grado sumo; y en mi opinión, al menos, la demostración queda hecha de un modo satisfactorio.

—¿Y en la de Cebes, qué? —replicó Sócrates—, pues es preciso convencer también a Cebes.

—Lo mismo —dijo Simmias—, según creo. Y eso que es el hombre más reacio a dejarse convencer por los razonamientos. Sin embargo, creo que ha quedado plenamente convencido de que antes de nacer nosotros existía nuestra alma. Con todo, la cuestión de si, una vez que hayamos muerto, continuará existiendo, tampoco me parece a mí, Sócrates — agregó — que se haya demostrado. Antes bien, estimo que aún sigue en pie la objeción que hizo Cebes hace un rato, el temor del vulgo de que, al morir el hombre, se disuelva el alma y sea para ella este momento el fin de su existencia. Pues ¿qué es lo que impide que nazca, se constituya y exista en cualquier otra parte, incluso antes de llegar al cuerpo humano, pero en el momento en que haya llegado a éste y se haya separado de él termine también su existencia y encuentre su destrucción?

—Dices bien, Simmias —repuso Cebes—. Es evidente que se ha demostrado algo así como la mitad de lo que es menester demostrar: que antes de nacer nosotros existía nuestra alma, pero es preciso añadir la demostración de que, una vez que hayamos muerto, existirá exactamente igual que antes de nuestro nacimiento, si es que la demostración ha de quedar completa.

—La demostración, ¡oh Simmias y Cebes! —dijo Sócrates—, queda hecha ya en este momento, si queréis combinar en uno solo este argumento con el que, con anterioridad a éste, admitimos aquel de que todo lo que tiene vida nace de lo que está muerto. En efecto, si el alma existe previamente, y es necesario que, cuando llegue a la vida y nazca, no nazca de otra cosa que de la muerte y del estado de muerte, ¿cómo no va a ser también necesario que exista, una vez que muera, puesto que tiene que nacer de nuevo? Queda demostrado, pues, lo que decís desde este momento incluso. No obstante, me parece que, tanto tú como Simmias, discutiríais con gusto esta cuestión con mayor detenimiento, y que teméis, como los niños, que sea verdad que el viento disipe el alma y la disuelva con su soplo mientras está saliendo del cuerpo, en especial cuando se muere no en un momento de calma, sino en un gran vendaval.

Cebes, entonces, le dijo sonriendo:

—Como si tuviéramos ese temor, intenta convencernos, oh Sócrates. O mejor dicho, no como si fuéramos nosotros quienes lo tienen, pues tal vez haya en nuestro interior un niño que sea quien sienta tales miedos. Intenta, pues, disuadirle de temer a la muerte como al coco.

—Pues bien —replicó Sócrates—, preciso es aplicarte ensalmos cada día, hasta que le hayáis curado por completo.

—Y ¿de dónde sacaremos —respondió Cebes— un buen conjurador de tales males, puesto que nos abandonas?

—Grande es la Hélade, Cebes —repuso Sócrates—, en la que tiene que haber en alguna parte hombres de valía, y muchos son también los pueblos bárbaros que debéis escudriñar en su totalidad en búsqueda de un tal conjurador, sin ahorrar ni dineros ni trabajos, ya que no hay nada en lo que más oportunamente podríais gastar vuestros haberes. Y debéis también buscarlo entre vosotros mismos, pues tal vez no podríais encontrar con facilidad a quienes pudieran hacer esto mejor que vosotros.

—Así se hará, ciertamente —dijo Cebes—. Pero volvamos al punto en que hemos quedado, si te place.

—Desde luego que me place, ¿cómo no iba a placerme?

—Dices bien —repuso Cebes.

—¿Y lo que debemos preguntarnos a nosotros mismos —dijo Sócrates—, no es algo así como esto: a qué clase de ser le corresponde el ser pasible de disolverse y con respecto a qué clase de seres debe temerse que ocurra este percance y con respecto a qué otra clase no? Y a continuación, ¿no debemos considerar a cuál de estas dos especies de seres pertenece el alma y mostrarnos, según lo que resulte de ello, confiados o temerosos con respecto a la nuestra?

—Es verdad lo que dices —asintió Cebes.

—¿Y no es lo compuesto y lo que por naturaleza es complejo aquello a lo que corresponde el sufrir este percance, es decir, el descomponerse tal y como fue compuesto? Más si por ventura hay algo simple, ¿no es a eso solo, más que a otra cosa, a lo que corresponde el no padecerlo?

—Me parece que es así —respondió Cebes.

—¿Y no es sumamente probable que lo que siempre se encuentra en el mismo estado y de igual manera sea lo simple, y lo que cada vez se presenta de una manera distinta y jamás se encuentra en el mismo estado sea lo compuesto?

—Tal es, al menos, mi opinión.

—Pasemos, pues —prosiguió—, a lo tratado en el argumento anterior. La realidad en sí, de cuyo ser demos razón en nuestras preguntas y respuestas, ¿se presenta siempre del mismo modo y en idéntico estado, o cada vez de manera distinta? Lo igual en sí, lo bello en sí, cada una de las realidades en sí, se admite en ellas un cambio cualquiera? ¿O constantemente cada una de esas realidades que tienen en si y con respecto a si misma una única forma, siempre se presenta en idéntico modo y en idéntico estado, y nunca, en ningún momento y de ningún modo, admite cambio alguno?

—Necesario es, Sócrates —respondió Cebes—, que se presente en idéntico modo y en idéntico estado.

—¿Y qué ocurre con la multiplicidad de las cosas bellas, como, por ejemplo, hombres, caballos, mantos o demás cosas, cualesquiera que sean, que tienen esa cualidad, o que son iguales o con todas aquellas, en suma, que reciben el mismo nombre que esas realidades?; ¿Acaso se presentan en idéntico estado, o todo lo contrario que aquéllas, no se presentan nunca, bajo ningún respecto, por decirlo así, en idéntico estado, ni consigo mismas, ni entre si?

—Así ocurre con estas cosas —respondió Cebes—; jamás se presentan del mismo modo.

—Y a estas últimas cosas, ¿no se las puede tocar y ver y percibir con los demás sentidos, mientras que a las que siempre se encuentran en el mismo estado es imposible aprehenderlas con otro órgano que no sea la reflexión de la inteligencia, puesto que son invisibles y no se las puede percibir con la vista?

—Completamente cierto es lo que dices —respondió Cebes.

—¿Quieres que admitamos —prosiguió Sócrates— dos especies de realidades, una visible y la otra invisible?

—Admitámoslo.

—¿Y que la invisible siempre se encuentra en el mismo estado, mientras que la visible nunca lo está?

—Admitamos también esto —respondió Cebes.

—Sigamos, pues —prosiguió—, ¿hay una parte en nosotros que es el cuerpo y otra que es el alma?

—Imposible sostener otra cosa.

—¿Y a cuál de esas dos especies diríamos que es más similar y más afín el cuerpo?

—Claro es para todos que a la visible —respondió.

—¿Qué, y el alma? ¿Es algo visible o invisible?

—Los hombres, al menos, Sócrates, no la pueden ver.

—Pero nosotros hablábamos de lo que es visible y de lo que no lo es para la naturaleza del hombre, ¿o con respecto a qué otra naturaleza crees que hablamos?

—Con respecto a la de los hombres.

—¿Que decimos, pues, del alma? ¿Es algo que se puede ver o que no se puede ver?

—Que no se puede ver.

—¿Invisible, entonces?

—Si.

—Luego el alma es más semejante que el cuerpo a lo invisible, y éste, a su vez, más semejante que aquélla a lo visible.

—De toda necesidad, Sócrates.

—¿Y no decíamos también hace un momento que el alma, cuando usa del cuerpo para considerar algo, bien sea mediante la vista, el oído o algún otro sentido — pues es valerse del cuerpo como instrumento el considerar algo mediante un sentido — es arrastrada por el cuerpo a lo que nunca se presenta en el mismo estado y se extravía, se embrolla y se marea como si estuviera ebria, por haber entrado en contacto con cosas de esta índole?

—En efecto.

—¿Y no agregábamos que, por el contrario, cuando reflexiona a solas consigo misma allá se va, a lo que es puro, existe siempre, es inmortal y siempre se presenta del mismo modo? ¿Y que, como si fuera por afinidad, reúnese con ello siempre que queda a solas consigo misma y le es posible, y cesa su extravío y siempre queda igual y en el mismo estado con relación a esas realidades, puesto que ha entrado en contacto con objetos que, asimismo, son idénticos e inmutables? ¿Y que esta experiencia del alma se llama pensamiento?

—Enteramente está bien y de acuerdo con la verdad lo que dices, oh Sócrates —repuso.

—Así, pues, ¿a cuál de esas dos especies, según lo dicho anteriormente y lo dicho ahora, te parece que es el alma más semejante y más afín?

—Mi parecer, Sócrates —respondió Cebes—, es que todos, incluso los más torpes para aprender, reconocerían, de acuerdo con este método, que el alma es por entero y en todo más semejante a lo que siempre se presenta de la misma manera que a lo que no.

—¿Y el cuerpo, qué?

—Se asemeja más a la otra especie.

—Considera ahora la cuestión, teniendo en cuenta el que, una vez que se juntan alma y cuerpo en un solo ser, la naturaleza prescribe a éste el servir y el ser mandado, y a aquélla, en cambio, el mandar y el ser su dueña. Según esto también ¿cuál de estas dos atribuciones te parece más semejante a lo divino y cuál a lo mortal? ¿No estimas que lo divino es apto por naturaleza para mandar y dirigir y lo mortal para ser mandado y servir?

—Tal es, al menos, mi parecer.

—Pues bien, ¿a cuál de los dos semeja el alma?

—Evidente es, Sócrates, que el alma semeja a lo divino y el cuerpo a lo mortal.

—Considera ahora, Cebes —prosiguió—, si de todo lo dicho nos resulta que es a lo divino, inmortal, inteligible, uniforme, indisoluble y que siempre se presenta en identidad consigo mismo y de igual manera, a lo que más se asemeja el alma, y si, por el contrario, es a lo humano, mortal, multiforme, ininteligible, disoluble y que nunca se presenta en identidad consigo mismo, a lo que, a su vez, se asemeja más el cuerpo. ¿Podemos decir contra esto otra cosa para demostrar que no es así?

—No podemos.

—¿Y entonces, qué? Estando así las cosas ¿no le corresponde al cuerpo el disolverse prontamente, y al alma, por el contrario, el ser completamente indisoluble o el aproximarse a ese estado?

—¡Cómo no!

—Pues bien, tú observas —dijo— que, cuando muere un hombre, su parte visible y que yace en lugar visible, es decir, su cuerpo, que denominamos cadáver, y al que corresponde el disolverse, deshacerse y disiparse, no sufre inmediatamente ninguno de estos cambios, sino que se conserva durante un tiempo bastante largo, y si el finado tiene el cuerpo en buen estado y muere en una buena estación del año, se mantiene incluso mucho tiempo. Y si el cuerpo se pone enjuto y es embalsamado, como las momias de Egipto, consérvase entero, por decirlo así, un tiempo indefinido. Además hay algunas partes del cuerpo, los huesos, los tendones y todo lo que es similar, que aunque aquí se pudra son, valga la palabra, inmortales. ¿No es verdad?

—Sí.

—Y el alma, entonces, la parte invisible, que se va a otro lugar de su misma índole, noble, puro e invisible, al Hades en el verdadero sentido de la palabra a reunirse con un dios bueno y sabio, a un lugar al que, si la divinidad quiere, también habrá de encaminarse al punto mi alma; ese alma, repito, cuya índole es tal como hemos dicho, y que así es por naturaleza, ¿queda disipada y destruida, acto seguido de separarse del cuerpo, como afirma el vulgo? Ni por lo más remoto, oh amigos Cebes y Simmias, sino que, muy al contrario, lo que sucede es esto. Si se separa del cuerpo en estado de pureza, no arrastra consigo nada de él, dado el que, por su voluntad, no ha tenido ningún comercio con él a lo largo de la vida, sino que lo ha rehuido, y ha conseguido concentrarse en sí misma, por haberse ejercitado constantemente en ello. Y esto no es otra cosa que filosofar en el recto sentido de la palabra y, de hecho, ejercitarse a morir con complacencia. ¿O es que esto no es una práctica de la muerte?

—Completamente.

—Así, pues, si en tal estado se encuentra, se va a lo que es semejante a ella, a lo invisible, divino, inmortal y sabio, adonde, una vez llegada, le será posible ser feliz, libre de extravío, insensatez, miedos, amores violentos y demás males humanos, como se dice de los iniciados, pasando verdaderamente el resto del tiempo en compañía de los dioses. ¿Debemos afirmarlo así, Cebes, o de otra manera?

—Pero en el caso, supongo yo, de que se libere del cuerpo manchada e impura, por tener con él continuo trato, cuidarle y amarle, hechizada por él y por las pasiones y placeres, hasta el punto de no considerar que exista otra verdad que lo corporal, que aquello que se puede tocar y ver, beber y comer, o servirse de ello para gozo de amor, en tanto que aquello que es oscuro, a los ojos e invisible pero inteligible y susceptible de aprehenderse con la filosofía, está acostumbrada a odiarlo, temerlo y rehuirlo; un alma que en tal estado se encuentre, ¿crees tú que se separa del cuerpo, sola y en sí misma y sin estar contaminada?

—En lo más mínimo —respondió.

—¿Sepárase entonces, supongo, dislocada por el elemento corporal, que el trato y la compañía del cuerpo hicieron connatural a ella, debido al continuo estar juntos y a la gran solicitud que por él tuvo?

—Exacto.

—Mas a éste, querido, preciso es considerarle pesado, agobiante, terrestre y visible. Al tenerlo, pues, un alma de esa índole es entorpecida y arrastrada de nuevo al lugar visible, por miedo de lo invisible y del Hades, según se dice, y da vueltas alrededor de monumentos fúnebres y sepulturas, en torno de los que se han visto algunos sombríos fantasmas de almas; imágenes ésas, que es lógico que produzcan tales almas, que no se han liberado con pureza, sino que participan de lo visible, por lo cual se ven.

—Es verosímil, Sócrates.

—Es verosímil, ciertamente, Cebes. Y asimismo lo es que no sean esas almas las de los buenos, sino las de los malos, que son obligadas a errar en torno de tales lugares en castigo de su anterior modo de vivir, que fue malo. Y andan errantes hasta el momento en que, por el deseo que siente su acompañante, el elemento corporal, son atadas a un cuerpo. Y, como es natural, los cuerpos a que son atadas tienen las mismas costumbres que ellas habían tenido en su vida.

—¿Qué clase de costumbres son ésas que dices, Sócrates?

—Digo, por ejemplo, que los que se han entregado a la glotonería, al desenfreno, y han tenido desmedida afición a la bebida sin moderarse, es natural que entren en el linaje de los asnos y de los animales de la misma calaña. ¿No lo crees así?

—Es completamente lógico lo que dices.

—Y los que han puesto por encima de todo las injusticias, las tiranías y las rapiñas, en el de los lobos, halcones y milanos. O ¿a qué otro lugar decimos que pueden ir a parar tales almas?

—No hay duda —contestó Cebes—, a tales cuerpos.

—¿Y no está claro —prosiguió— con respecto a las demás almas, a dónde irá a parar cada una, según las semejanzas de sus costumbres?

—Si lo está —respondió—, ¡cómo no va a estarlo!

—Ahora bien, ¿no es cierto —continuó Sócrates— que aún dentro de este grupo, los más felices y los que van a parar a mejor lugar son los que han practicado la virtud popular y cívica, que llaman moderación y justicia, que nace de la costumbre y la práctica sin el concurso de la filosofía y de la inteligencia?

—¿Por qué son éstos los más felices?

—Porque es natural que lleguen a un género de seres que sea tal como ellos son, sociable y civilizado, como puede serlo el de las abejas, avispas y hormigas, e incluso que retornen al mismo género humano, y de ellos nazcan hombres de bien.

—Es natural.

—Pero al linaje de los dioses, a ése es imposible arribar sin haber filosofado y partido en estado de completa pureza; que ahí sólo es licito que llegue el deseoso de saber. Por esa razón, oh amigos Simmias y Cebes, los que son filósofos en el recto sentido de la palabra se abstienen de los deseos corporales todos, mantiénense firmes, y no se entregan a ellos; ni el temor a la ruina de su patrimonio, ni a la pobreza les arredra, como al vulgo y a los amantes de la riqueza; ni temen tampoco la falta de consideración y de gloria que entraña la miseria, como los amantes de poder y de honores, por lo cual abstiénense de tales cosas.

—Efectivamente, Sócrates — dijo Cebes —, lo contrario no estaría en consonancia con ellos.

—Sin duda alguna, ¡por Zeus! —repuso éste—.

—Por eso las mandan a paseo en su totalidad quienes tienen algún cuidado de su alma y no viven para el cuerpo, ocupados en modelarle, y no siguen el mismo camino de aquéllos, en la idea de que no saben a donde van, sino que, pensando que no deben obrar en contra de la filosofía y de la liberación y purificación que ésta procura, se encaminan en pos de ella por el camino que les indica.

—¿Cómo, Sócrates?

—Yo te lo diré —respondió—. Conocen, en efecto, los deseosos de saber que, cuando la filosofía se hace cargo del alma, ésta se encuentra sencillamente atada y ligada al cuerpo, y obligada a considerar las realidades a través de él, como a través de una prisión, en vez de hacerlo ella por su cuenta y por medio de sí misma, en una palabra, revolcándose en la total ignorancia; y que la filosofía ve que lo terrible de esa prisión es que se opera por medio del deseo, de suerte que puede ser el mismo encadenado el mayor cooperador de su encadenamiento. Así, pues, como digo, los amantes de aprender saben que, al hacerse cargo la filosofía de nuestra alma en tal estado, le da consejos suavemente e intenta liberarla, mostrándole que está lleno de engaño el examen que se hace por medio de los ojos, y también el que se realiza valiéndose de los oídos y demás sentidos; que asimismo aconseja al alma retirarse de éstos y a no usar de ellos en lo que no sea de necesidad, invitándola a recogerse y a concentrarse en sí misma, sin confiar en nada más que en si sola, en lo que ella en si y de por sí capte con el pensamiento como realidad en sí y de por si; que, en cambio, lo que examina valiéndose de otros medios y que en cada caso se presente de diferente modo, la enseña no considerarlo verdadero en nada; y también que lo que es así es sensible y visible, mientras que lo que ella ve es inteligible e invisible. Así, pues, por creer el alma del verdadero filósofo que no se debe oponer a esta liberación, se aparta consecuentemente de los placeres y deseos, penas y temores en lo que puede, porque piensa que, una vez que se siente un intenso placer, temor, pena o deseo, no padece por ello uno de esos males tan grandes que pudieran pensarse, como, por ejemplo, el ponerse enfermo o el hacer un derroche de dinero por culpa del deseo, sino que lo que sufre es el mayor y el supremo de los males, y encima sin que lo tome en cuenta.

—¿Cuál es ese mal, Sócrates? —preguntó Cebes.

—Que el alma de todo hombre, a la vez que siente un intenso placer o dolor en algo, es obligada también a considerar que aquello, con respecto a lo cual le ocurre esto en mayor grado, es lo más evidente y verdadero, sin que sea así. Y éste es el caso especialmente de las cosas visibles. ¿No es verdad?

—Por completo.

—¿Y no es cierto que en el momento de sentir tal afección es cuando el alma es encadenada más por el cuerpo?

—¿Cómo?

—Porque cada placer y dolor, como si tuviera un clavo, la clava al cuerpo, la sujeta como con un broche, la hace corpórea y la obliga a figurarse que es verdadero lo que afirma el cuerpo. Pues por tener las mismas opiniones que el cuerpo y deleitarse con los mismos objetos, por fuerza adquiere, según creo, las costumbres y el mismo régimen de vida que el cuerpo, y se hace de tal calaña que nunca puede llegar al Hades en estado de pureza, sino que parte allá contaminada siempre por el cuerpo, de tal manera que pronto cae de nuevo en otro cuerpo y en él echa raíces, como si hubiera sido sembrada, quedando, en consecuencia, privada de la existencia en común con lo divino, puro y que sólo tiene una única forma.

—Grandísima verdad es lo que dices, Sócrates —dijo Cebes.

—Por tanto, Cebes, ésa es la razón de que los que reciben con justicia el nombre de amantes del saber sean moderados y valientes, no la que aduce el vulgo. ¿O tu crees que es ésta?

84a

—No, por cierto. Yo, no lo creo así.

—No, sin duda. Por el contrario, así sería como calculara el alma de un filósofo, y no creería que, si a la filosofía atañe el desatarla, a ella, en cambio, mientras aquélla la desata, le corresponde el entregarse a los placeres y penas, para atarse de nuevo y realizar un trabajo sin fin, como el de Penélope, manejando el telar en el sentido contrario. Antes bien, pone en calma las pasiones, sigue al razonamiento, y, sin separarse en ningún momento de él, contemplando lo verdadero, divino y que no es objeto de opinión, y alimentada por ello, cree que así debe vivir mientras viva, y que, una vez que su vida acabe, llegará a lo que es afín a sí misma y tal como ella es, liberándose de los males humanos. Y, como consecuencia de tal régimen de vida, no hay peligro de que sienta temor [puesto que hase ejercitado en ello], oh Simmias y Cebes, de quedar esparcida en el momento de separarse del cuerpo, o de ser disipada por el soplo de los vientos y de marcharse en un vuelo, sin existir ya en ninguna parte.

Después de decir esto Sócrates, prodújose silencio durante mucho rato, y tanto el mismo Sócrates, según se dejaba ver, como la mayor parte de nosotros estábamos absortos en el argumento expuesto. Por su parte, Cebes y Simmias conversaban entre ellos dos en voz baja. Al verles, Sócrates les preguntó:

—¿Qué? ¿Acaso os parece que lo dicho no ha quedado completo? Pues muchos puntos quedan aún que pueden dar pie a sospechas y reparos, si es que verdaderamente se ha de hacer una exposición, satisfactoria Si es otra cosa lo que consideráis, estoy hablando en vano; mas si es sobre algo de lo expuesto donde radica vuestra duda, no vaciléis, tomad vosotros la palabra y exponed la cuestión según os parezca que seria mejor dicha, tomándome a mí, a vuestra vez, como interlocutor, si creéis que con mi ayuda vais a tener más oportunidades de encontrar una solución.

Simmias, entonces, le respondió:

—Pues bien, Sócrates, te diré la verdad. Desde hace un rato estamos uno y otro en duda, y nos empujamos y nos animamos mutuamente a preguntarte, porque, si bien estamos deseosos de oírte, no nos atrevemos a importunarte, por temor a que nuestras preguntas te desagraden, dada la presente desdicha.

Al oírle, Sócrates sonrió levemente y respondió:

—¡Ay, Simmias! Difícilmente, no cabe duda, podré persuadir a los demás de que no tengo por desdicha la presente situación, cuando ni siquiera a vosotros os puedo persuadir de ello, y teméis que me encuentre ahora de peor humor que en el resto de mi vida. Es más; al parecer, en lo que respecta a dotes adivinatorias, soy, en vuestra opinión, inferior a los cisnes, que, una vez que danse cuenta de que tienen que morir, aun cuando antes también cantaban, cantan entonces más que nunca y del modo más bello, llenos de alegría porque van a reunirse con el dios del que son siervos. Mas los hombres, por su propio miedo a la muerte, calumnian incluso a los cisnes y dicen que, lamentando su muerte, entonan, movidos de dolor un canto de despedida, sin tener en cuenta que no hay ningún ave que cante cuando tiene hambre, frío o padece algún otro sufrimiento, ni el propio ruiseñor, ni la golondrina, ni la abubilla, que, según dicen, cantan deplorando su pena. Pero, a mi modo de ver, ni estas aves ni tampoco los cisnes cantan por dolor, sino que, según creo, como son de Apolo, son adivinos, y por prever los bienes del Hades cantan y se regocijan aquel día, como nunca lo hicieran hasta entonces. Y en lo que a mí respecta, me considero compañero de esclavitud de los cisnes y consagrado al mismo dios, y en no peores condiciones que ellos en lo tocante a la facultad de adivinar que otorga mi señor, ni tampoco en mayor abatimiento que ellos por abandonar la vida. Por esta razón, pues, debéis hablar y preguntarme lo que queráis, mientras lo permitan los Once de Atenas.

—Dices bien —repuso Simmias—. Así que te voy a decir mi duda, y éste, a su vez, te dirá en qué no admite lo expuesto. A mí me parece, oh Sócrates, sobre las cuestiones de esta índole tal vez lo mismo que a ti, que un conocimiento exacto de ellas es imposible o sumamente difícil de adquirir en esta vida, pero que el no examinar por todos los medios posibles lo que se dice sobre ellas, o el desistir de hacerlo, antes de haberse cansado de considerarlas bajo todos los puntos de vista, es propio de hombre muy cobarde. Porque lo que se debe conseguir con respecto a dichas cuestiones es una de estas cosas: aprender o descubrir por uno mismo qué es lo que hay de ellas, o bien, si esto es imposible, tomar al menos la tradición humana mejor y más difícil de rebatir y, embarcándose en ella, como en una balsa, arriesgarse a realizar la travesía de la vida, si es que no se puede hacer con mayor seguridad y menos peligro en navío más firme, como, por ejemplo, una revelación de la divinidad. Así, pues, yo, por mi parte, no tendré vergüenza de preguntarte, ya que tú nos invitas a ello, ni me echaré en cara después que ahora no te dije mi opinión. Porque a mí, oh Sócrates, tras haber considerado conmigo mismo y con éste lo expuesto, no me parece que haya quedado suficientemente demostrado.

—Tal vez, amigo dijo Sócrates—, lo que te parece sea verdad. Ea, pues, di en qué te parece que hay deficiencia.

—En esto, creo yo —repuso Simmias—: en el hecho de que sobre la armonía, la lira y las cuerdas se podría emplear el mismo argumento, a saber, que la armonía es algo indivisible, incorpóreo, completamente bello y divino que hay en la lira afinada, pero que la lira en sí y las cuerdas son cuerpos, cosas materiales, compuestas, terrestres y emparentadas con lo mortal.

—Así, pues, supongamos que, una vez que se rompe o se corta la lira y se arrancan sus cuerdas, alguien sostiene, empleando el mismo argumento que tú, que es necesario que exista todavía aquella armonía y que no se haya perdido. Porque sería de todo punto imposible que dijera que si bien la lira existe todavía, aun cuando hayan sido arrancadas sus cuerdas, y siguen también existiendo éstas que son mortales, en tanto que la armonía, en cambio, que tiene la misma naturaleza que lo divino e inmortal, y con ello está emparentada, perece antes que lo mortal. Antes bien, lo que aquél diría es que es necesario que la armonía exista aún en alguna parte, y que las maderas y cuerdas se pudren antes de que a aquélla le ocurra nada. Pues bien, Sócrates, creo que tú también has pensado que es precisamente así, sobre poco más o menos, como nosotros creemos que es el alma, es decir, que estando nuestro cuerpo, valga la palabra, tensado y sostenido por lo caliente y lo frío, lo seco y lo húmedo y algunos opuestos similares, nuestra alma es la mezcla y la armonía de éstos, una vez que se han mezclado bien y proporcionalmente entre sí. Así, pues, si resulta que el alma es una especie de armonía, está claro que, cuando nuestro cuerpo se relaja o se tensa en exceso por las enfermedades o demás males, se presenta al punto la necesidad de que el alma, a pesar de ser sumamente divina, se destruya como las demás armonías existentes en los sonidos y en las obras artísticas todas, en tanto que los restos de cada cuerpo perduran mucho tiempo, hasta que se les quema o se pudren. Mira, por consiguiente, qué vamos a responder a este argumento, en el caso de que alguien pretenda que el alma, por ser la mezcla de los elementos del cuerpo, es la primera que perece en lo que llamamos muerte.

Mirándole entonces Sócrates fijamente, como acostumbraba las más de las veces, le dijo sonriendo:

—Justo es, ciertamente, lo que dice Simmias. Así, pues, si alguno de vosotros se encuentra en mayor abundancia de recursos que yo, ¿por qué no le ha contestado ya? Pues no parece hombre que acometa a la ligera el argumento. No obstante, me parece que, antes de dar una respuesta, es preciso oír a Cebes qué es lo que a su vez censura al argumento, a fin de que, con tiempo por medio, deliberemos qué es lo que vamos a responder. Después, tras de haberles escuchado les daremos la razón, en el caso de que nos parezca que van acordes, y, si no, es el momento ya de defender el argumento. Ea, pues, Cebes —le animó—, di qué fue lo que a ti te perturbaba.

—Ahora lo diré —dijo Cebes—. Para mí es evidente que el razonamiento se encuentra aún en el mismo punto, y que es susceptible de la misma censura que le hacíamos anteriormente. El que nuestra alma existía, antes incluso de venir a parar a esta forma, es algo que no me vuelve atrás en afirmar que ha quedado demostrado de un modo que me place sumamente, y, si no es molesto el decirlo, convincente por completo. Pero el que, una vez muertos nosotros, sigue existiendo en alguna parte, ya no me lo parece así. Mas tampoco concedo a la objeción de Simmias que el alma es algo menos consistente y menos duradero que el cuerpo: en todos estos puntos me parece que el alma es muy superior al cuerpo. Entonces, ¿por qué —me diría el razonamiento— persistes en tus dudas, ya que ves que, muerto el hombre, lo que es más débil continúa existiendo? ¿No crees que es necesario que lo más duradero siga mientras tanto conservándose? Atiende ahora a esto, a ver si es razonable lo que digo, pues, al parecer, también yo, como Simmias, necesito un símil. En efecto, a mi me parece que la anterior afirmación se hace de un modo parecido a como pudiera hacer alguien, a propósito de un viejo tejedor que ha muerto, la de que el individuo en cuestión no ha perecido, sino que conserva la existencia en alguna parte; presentara como prueba el hecho de que el manto que le cubría y que él mismo tejió se conserva y no ha perecido; preguntara, si alguno no le creía: "¿Cuál de estas dos cosas es más duradera, el género humano o el de los mantos que usa y lleva el hombre? y, al respondérsele que es mucho más duradero el género de los hombres, se figurara que había quedado demostrado que, con mucha mayor razón, el hombre conserva la existencia, puesto que lo menos duradero no ha perecido. Pero esto, oh Simmias, creo que no es así. Examina también tú lo que digo. Todo el mundo reconocería que dice una necedad el que tal cosa sostiene. En efecto, el tejedor de nuestro ejemplo, que ha gastado y ha tejido muchos mantos semejantes, perece después de aquéllos, que son muchos, pero antes del último, y no por esto hay mayor razón para pensar que el hombre es inferior y más débil que un manto. Esta misma comparación, a mi entender, podría admitirla el alma con relación al cuerpo, y para mí seria evidente que se diría lo adecuado, si tal cosa se dijera de ambos: que el alma es más duradera y el cuerpo más débil y menos duradero. Pero asimismo habría de afirmarse que, si bien cada una de las almas desgasta muchos cuerpos, especialmente cuando la vida dura muchos años —pues si el cuerpo fluye y se pierde, mientras el hombre está aún con vida, el alma, en cambio, constantemente vuelve a tejer lo deteriorado — no obstante, es necesario que, cuando el alma perezca se encuentre en posesión de su postrer tejido, y sea éste el único a quien preceda aquélla en su ruina. Y, aniquilada el alma, entonces mostrará ya el cuerpo su natural debilidad y, pudriéndose, desaparecerá pronto. De manera que aún no está justificado el confiar, por prestar fe a este argumento, en que, una vez que muramos, sigue existiendo nuestra alma en alguna parte. Pues, aunque se concediera a quien lo emplea más aún de lo que tú dices, otorgándole no sólo el que nuestras almas existían antes incluso de que nosotros naciéramos, sino también el que nada impide que, una vez que hayamos muerto, las almas de algunos continúen existiendo en ese momento y más adelante, dando lugar a futuros nacimientos y nuevas muertes, pues es por naturaleza el alma algo tan consistente que puede resistir muchos nacimientos; ni aún haciéndole esta concesión, se le podría conceder que al alma no sufre en los múltiples nacimientos, y que, por último, no queda totalmente aniquilada en una cualquiera de esas muertes. Mas esa muerte y esa separación del cuerpo que trae al alma la destrucción, habría que afirmar que nadie la conoce, pues es imposible para cualquiera de nosotros el darse cuenta de ello. Y si esto es así, nadie tiene derecho a mostrarse confiado ante la muerte sin que su confianza sea una insensatez, a no ser que pueda demostrar que el alma es algo completamente inmortal e indestructible. Pero si no puede, es necesario que el que está a punto de morir tema siempre respecto de su alma que, en el momento de su separación con el cuerpo, quede completamente destruida.

Después de oírles hablar, todos quedamos a disgusto, según nos confesamos más tarde mutuamente, porque parecía que, tras haber quedado nosotros sumamente convencidos por el razonamiento anterior, nos habían de nuevo puesto en confusión e infundido desconfianza, no sólo frente a los razonamientos hasta entonces dichos, sino también frente a los que iban a pronunciarse después, unida al recelo de que no fuéramos jueces de ninguna valía, o que la cuestión en sí se prestara a dudas.

EQUÉCRATES.—¡Por los dioses!, oh , que os disculpo. Pues también a mí al escucharte ahora se me ocurre decirme a mi mismo: ¿A qué argumento entonces daremos crédito? ¡Tan convincente que era el razonamiento que hizo Sócrates, y ahora se ha hundido en la incertidumbre! Pues me subyuga de manera extraordinaria, ahora y siempre, ese decir que nuestra alma es una especie de armonía y, al ser mencionado, me hizo recordar, por decirlo así, que éste había sido también mi parecer. Y de nuevo, como al principio, estoy sumamente necesitado de cualquier otro argumento que me convenza de que el alma del que fallece no fallece junto con él. Así pues, dime, ¡por Zeus!, ¿cómo abordó Sócrates el razonamiento? Mostróse también él, como dices que estabais vosotros, disgustado por algo, o acudió, por el contrario, con calma en ayuda de su argumento? ¿Fue eficaz la ayuda que le prestó o insuficiente? Explícanoslo todo en la forma más detallada que puedas.

FEDÓN.—En verdad, oh Equécrates, que, pese a haber admirado a Sócrates muchas veces, nunca le admiré más que en aquella ocasión que estuve a su lado. El que supiera encontrar una respuesta tal vez no tiene nada de extraño. Pero lo que más me maravilló de él fue, ante todo, con cuánto placer, benevolencia y deferencia acogió la argumentación de los jóvenes, luego, con cuánta penetración percibió el efecto que había producido en nosotros la argumentación de aquéllos. Y, por último, cuán bien supo curarnos. Estábamos en fuga y derrotados, por decirlo así, y él nos llamó de nuevo al combate, impulsándonos a seguirle y a considerar con él el razonamiento.

EQUÉCRATES.—¿Cómo?

FEDÓN.—Yo te lo diré. Me encontraba por casualidad a su derecha, sentado en un banquillo junto a la cama, y él estaba en un asiento mucho más elevado que yo. Acaricióme la cabeza y estrujándome los cabellos que me caían sobre el cuello — pues tenía la costumbre de jugar con mi melena, cuando la ocasión se presentaba — me dijo:

—Mañana tal vez, oh , te cortarás esta hermosa cabellera.

—Es natural, Sócrates —le respondí.

—No, si me haces caso.

—¿Qué quieres decir? —repuse.

—Que es hoy —replicó— cuando debemos cortarnos, tú esos cabellos y yo los míos, si el razonamiento se nos muere y no podemos hacerle revivir. Al menos yo, si fuera tal, y se me escapara el argumento, me obligaría por juramento, como los argivos, a no llevar el pelo largo, antes de vencer, volviendo a la carga, la argumentación de Simmias y de Cebes.

—Pero — le objeté yo — contra dos, se dice, ni siquiera Heracles puede.

—Pues llámame a mí en ayuda, a tu Yolao, mientras haya todavía luz.

—Esta bien. Te llamo en ayuda, pero no como Heracles, sino como Yolao a Heracles.

—Lo mismo dará —replicó—. Pero cuidemos primero de que no nos ocurra un percance.

—¿Cuál? —le pregunté.

—El de convertirnos —dijo— en misólogos, de la misma manera que los que se hacen misántropos; porque no hay peor percance que le pueda a uno suceder que el de tomar odio a los razonamientos. Y la misología se produce de la misma manera que la misantropía. En efecto, la misantropía se insinúa en nosotros como consecuencia de tener sin conocimiento excesiva confianza en alguien, y considerar a dicho individuo completamente franco, sano y digno de fe, descubriendo poco después que era malvado, desleal y, en una palabra, otro. Y cuando esto le ocurre a uno muchas veces, y especialmente ante los que se había podido considerar como los más íntimos y más amigos, por tropezarse con frecuencia, termina uno por odiar a todos y considerar que en nadie hay nada sano en absoluto. ¿No te has percatado de que esto se produce más o menos así?

—Por completo —le respondí.

—¿Y no es cierto —prosiguió— que esto está mal, y manifiesto que el que así obra intenta, sin tener conocimiento de las cosas humanas, tratar a los hombres? Pues si los hubiera tratado con conocimiento, hubiera considerado las cosas tal como son, que los buenos en exceso, o malos redomados son unos y otros escasos, mientras que los intermedios son muchísimos.

—¿Qué quieres decir? —le pregunté.

—El caso, por ejemplo — respondió — de las cosas sumamente pequeñas y grandes. ¿Crees que hay algo más raro de encontrar que un hombre, un perro, o cualquier otra cosa sumamente grande o pequeña? ¿Y no ocurre otro tanto con las rápidas o lentas, bellas y feas, negras o blancas? ¿No te has percatado de que entre todas las cosas de esta índole las que son los extremos de los opuestos son escasas y pocas, en tanto que las que están en un término medio son abundantes y muchas?

—Por completo —le respondí.

—¿No crees, entonces —prosiguió—, que si se propusiera un certamen de maldad, serían también muy pocos los que en él se revelaran los primeros?

—Al menos, es probable —respondí yo.

—Es probable, en efecto — dijo —. Mas no es en este punto donde radica la semejanza de los razonamientos con los hombres —pero como eras tú ahora quien iba delante, yo te seguí—, sino más bien en este otro; cuando sin el concurso del arte de los razonamientos se tiene fe en que un razonamiento es verdadero, y luego, acto seguido, se opina que es falso, siéndolo efectivamente algunas veces, pero otras no, y se sigue de nuevo opinando que es de una manera o de otra. Y son precisamente los que se dedican a razonar el pro y el contra de las cosas los que, según me consta, terminan por creer que han adquirido la suprema sabiduría y que son los únicos que han comprendido que, ni en las cosas hay nada de ellas que sea sano ni cierto, ni tampoco en los razonamientos, sino que la realidad en su totalidad va y viene de arriba para abajo, ni más ni menos que si estuviera en el Euripo, y no permanece quieta ni un momento en ningún punto.

—Gran verdad es ——dije yo— lo que dices.

—Así pues, oh — prosiguió —, sería un percance lamentable el que, siendo un razonamiento verdadero, cierto y posible de entender, por el hecho de tropezarse con otros que son así, pero que a las mismas personas unas veces les parecen verdaderos y otras no, no se atribuyera uno a sí mismo la culpa o a su propia incompetencia, y por despecho terminara por desprenderse alegremente la culpa de sí mismo y colgársela a los razonamientos, pasando desde entonces el resto de la vida odiándolos y vituperándoles, y quedando así privado del verdadero conocimiento de las realidades.

—Sí, por Zeus —le dije—, sería un percance lamentable, sin duda.

—Por consiguiente —continuó—, ante todo precavámonos de él, y no dejemos entrar en nuestra alma la idea de que hay peligro de que no haya nada sano en los razonamientos, sino que, muy al contrario, debemos inculcarle la de que somos nosotros los que aún no estamos en estado sano, y que debemos virilmente aspirar a estarlo: tú y los demás, en razón de toda la vida que os queda, y yo en razón de la muerte misma, pues tal vez esté en un tris en el momento presente de no encontrarme en el estado de un verdadero amante de la sabiduría sino en el de un amante del triunfo, como los que carecen totalmente de instrucción. Pues a tales hombres, cuando discuten de algo, no les interesa cómo es en realidad aquello de lo que tratan; en cambio en conseguir que los presentes aprueben las tesis que sostienen, en eso sí que ponen su mayor celo. En cuanto a mí, estimo que en el momento presente me voy a diferenciar de ellos tan sólo en esto: no es en conseguir que los presentes opinen que es verdad lo que yo digo, a no ser como un efecto accesorio, en lo que pondré mi empeño, sino en que me parezca a mí mismo lo más posible que así es en realidad. Pues calculo, oh querido amigo — y mira cuán interesadamente —, que si resulta verdad lo que digo está bien el dejarse convencer, y, si después de la muerte no hay nada, al menos el momento justo de antes de morir molestaré menos con mis lamentos a los que me rodean, y esta insensatez mía no perdurará tampoco — lo que sería una desgracia — sino que perecerá poco después. Ahora, oh Simmias y Cebes, una vez preparado de esta manera, abordo el asunto. Vosotros, por vuestra parte, si me hacéis caso, habéis de preocuparos de Sócrates poco, de la verdad mucho más; si os parece que digo la verdad, reconocedlo; si no, oponeos con toda clase de argumentos, procurando que mi celo no nos engañe ni a mí ni a vosotros, y me marche como una abeja habiéndoos dejado el aguijón metido dentro.

—Ea, pues, en marcha —prosiguió—. Pero, ante todo, recordádme lo que decíais, si veis que no me acuerdo. Simmias, por un lado, según creo, tiene sus dudas y el temor de que el alma, a pesar de ser algo más divino y más bello que el cuerpo, perezca antes que éste, por ser una especie de armonía. Por otra parte, Cebes pareció que me hacía esta concesión, a saber: que el alma es algo más duradero que el cuerpo, pero que hay algo que es incierto para todo el mundo. Helo aquí: tal vez el alma, tras haber desgastado muchos cuerpos y muchas veces, al abandonar el último cuerpo, quede entonces destruida, y precisamente en esto estribe la muerte, en la destrucción del alma, ya que el cuerpo, está pereciendo incesantemente. ¿Es esto, oh Simmias y Cebes, u otra cuestión lo que tenemos que considerar?

Ambos reconocieron que era lo dicho.

—En ese caso, admitís en su totalidad los argumentos anteriores, o unos sí y otros no?

—Unos sí, pero otros no —dijeron.

—¿Qué decís, entonces, de aquel razonamiento en el que afirmábamos que el aprender era un recuerdo, y que, al ser eso así, era necesario que nuestra alma existiera en otro lugar antes de ser encadenada al cuerpo?

—Yo, por mi parte —respondió Cebes—, si entonces me dejó convencido de una forma maravillosa, ahora también sigo aferrado a él como a ningún otro argumento.

—Y, por cierto — dijo Cebes —, también yo me encuentro en ese caso, y mucho me asombraría que cambiara alguna vez de opinión sobre ese asunto.

—Pues por necesidad, oh huésped tebano — repuso entonces Sócrates — tienes que cambiar de opinión, si es que persiste la creencia de que la armonía es algo compuesto, y el alma una armonía constituida por los elementos que hay en tensión en el cuerpo. Pues, sin duda, no te consentirás a ti mismo decir que la armonía estaba constituida antes de que existieran los elementos con los que tenía que componerse. ¿Lo consentirás acaso?

—De ningún modo, Sócrates —respondió.

—¿Te das cuenta, entonces — continuó Sócrates —, de que es el sostener esto la consecuencia a que llegas, cuando afirmas, por una parte, que el alma existía, antes incluso de venir a parar a la figura y cuerpo del hombre, y, por otra, que estaba constituida de elementos aún no existentes? Pues efectivamente, la armonía no es cosa de la misma índole que aquello con lo que la comparas, sino que lo que primero nace es la lira, las cuerdas y los sonidos, sin estar aún armonizados, y lo que se constituye en último término y primero perece es la armonía. Así que ¿cómo va a estar acorde este tu aserto con aquél otro?

—No podrá estarlo en modo alguno — respondió Simmias —.

—Y eso que —dijo Sócrates—, si a algún aserto le conviene estar acorde, es precisamente al que trata de la armonía.

—En efecto, le conviene —dijo Simmias.

—Pero este tuyo no lo está. Ea, pues, mira cuál de estos dos asertos escoges, que el aprender es un recuerdo o que el alma es una armonía.

—Con mucho, el primero, Sócrates. Pues el último se me ha ocurrido sin demostración, con la ayuda de cierta verosimilitud especiosa, que es también la que suscita esta opinión en la mayoría de los hombres. Pero yo estoy consciente de que los argumentos que realizan las demostraciones, valiéndose de verosimilitudes, son impostores, y, si no se mantiene uno en guardia ante ellos, engañan con suma facilidad, no sólo en geometría, sino también en todo lo demás. En cambio, el argumento referente al recuerdo y al aprender se ha desarrollado sobre un principio digno de aceptarse. Pues lo que se vino a decir fue que nuestra alma existía antes incluso de venir a parar al cuerpo, de la misma manera que existe su realidad que tiene por nombre el de lo que es. Este es el principio que yo, estoy convencido, he aceptado plenamente y con razón. Necesariamente, pues, como es natural, por esta causa no debo admitir, ni a mí ni a nadie, el decir que el alma es una armonía.

—¿Y qué opinas, Simmias, de esta otra cuestión? —dijo Sócrates—. ¿Te parece que a la armonía o a cualquier otra composición le corresponde tener otra modalidad de ser que aquella que tengan los componentes con los que se constituye?

—En absoluto.

—¿Ni tampoco, a lo que se me alcanza, el hacer o padecer algo que no se ajuste a lo que aquéllos hagan o padezcan?

—Simmias le dio su asentimiento.

—Luego a la armonía no le corresponde el guiar a los elementos con los que haya sido compuesta, sino el seguirlos.

—Simmias compartió esta opinión.

—Luego muy lejos está la armonía de moverse o de sonar en sentido contrario a sus propias partes, o de oponerse a ellas en cualquier otra cosa.

—Muy lejos, en efecto —respondió.

—¿Y qué? ¿No es por naturaleza la armonía de tal suerte que cada armonía es tal y como es armonizada?

—No comprendo —dijo Simmias.

—¿Es que —continuó Sócrates en el caso de que sea armonizada más y en mayor extensión — en el supuesto de que esto sea posible — no habría armonía en mayor intensidad y extensión, y si lo fuera menos y en menor extensión no sería ya armonía menor en intensidad y extensión?

—Exacto.

—¿Ocurre, acaso, eso con respecto al alma, de tal manera que un alma sea más que otra, aun en la más mínima proporción, bien en extensión e intensidad, o en pequeñez e inferioridad, eso mismo: alma?

—En modo alguno —respondió.

—Adelante, pues, ¡por Zeus! ——siguió Sócrates——.¿Se dice de unas almas que tienen sensatez y virtud y que son buenas, y de otras, en cambio, que son insensatas y malvadas? ¿Se dice también esto de acuerdo con la verdad?

—De acuerdo con la verdad, sin duda.

—En tal caso, ¿qué diría que son esas cosas que hay en las almas, la virtud, la maldad, uno cualquiera de los que opinan que el alma es una armonía? Acaso que son a su vez otra especie de armonía e inarmonía? ¿Que una de ellas, la buena, está armonizada y tiene en sí, siendo armonía, otra armonía, y que la otra no está de por sí armonizada y no tiene en sí misma otra armonía?

—Yo, por mi parte —respondió Simmias—, no sé responder. Pero está claro que sería algo por el estilo lo que diría quien sustentara la anterior opinión.

—Sin embargo, —repuso Sócrates—, se ha convenido anteriormente que un alma no es ni más ni menos alma que otra. Y el contenido de este asentimiento es que tampoco una armonía es ni mayor, ni inferior, ni menor que otra. ¿No es verdad?

—Enteramente.

—¿Y que la armonía, que no es ni mayor ni menor, tampoco está más o menos armonizada? ¿Es así?

—Por completo.

—¿Y es posible que la armonía que no está armonizada ni más ni menos participe en mayor o menor grado de la armonía, o tiene que participar en igual medida?

—En igual medida.

—Luego un alma, puesto que no es en mayor ni en menor grado que otra eso mismo, alma, ¿tampoco está más o menos armonizada?

—Así es.

—Y al ocurrirle esto, ¿tampoco participará más de inarmonía ni de armonía?

—No, sin duda alguna.

—Y al ocurrirle a su vez esto, ¿acaso podría tener un alma mayor participación que otra en maldad o en virtud, una vez admitido que la maldad es inarmonía y la virtud armonía?

—No podrá tenerla mayor.

—O, mejor dicho aún, según el razonamiento correcto: ningún alma participará en la maldad, puesto que es armonía. Pues, sin duda alguna, la armonía, al ser completamente eso mismo, armonía, nunca tendrá participación en la inarmonía.

—Nunca, es cierto.

—Y tampoco, es evidente, la tendrá el alma en la maldad, puesto que es completamente alma.

—En efecto, ¿cómo podría tenerla, al menos según lo dicho anteriormente?

—Luego, de acuerdo con este razonamiento, todas las almas de todos los seres vivos serán buenas por igual, ya que por naturaleza las almas son por igual eso mismo, almas.

—Al menos, a mí me lo parece, Sócrates —dijo Simmias.

—¿Y te parece también —replico— que está bien dicho en esa forma nuestro argumento? ¿No te parece que le ocurriría esto, si fuera exacta la hipótesis de que el alma es una armonía?

—De ningún modo está bien dicho —respondió.

—¿Y qué? —prosiguió Sócrates—. Entre todas las cosas que hay en el hombre, ¿es posible que digas que sea otra que el alma la que mande, sobre todo si es sensata?

—Yo, al menos, no lo digo.

—¿Cede, acaso, a las afecciones del cuerpo, o se opone a ellas? Y quiero decir lo siguiente: por ejemplo, el que cuando se tiene calor y sed nos arrastre hacia lo contrario, a no beber, y cuando se tiene hambre a no comer, y otros mil casos similares, en los que vemos al alma oponerse a los apetitos del cuerpo ¿No es verdad?

—Completamente.

—Pero, ¿no hemos convenido, por el contrario, en nuestros argumentos anteriores, que nunca, al menos en el caso de que sea armonía, cantaría en sentido contrario a las tensiones, relajamientos, vibraciones, y cualquier otra afección que experimentaran los elementos con los que estaba constituida, sino que los seguía y nunca podía guiarlos?

—Lo convenimos —respondió, ¡Cómo no!

—¿Entonces, qué? ¿No se nos muestra ahora realizando todo lo contrario? Guía a todos esos elementos con los que se dice que está compuesta; poco le falta para oponerse a todos durante toda la vida; es dueña y señora en todos sus modales: reprime unas cosas, las que entran en el campo de la gimnástica y de la medicina, con excesivo rigor y por medio de sufrimientos; otras, en cambio, con más blandura, en parte con amenazas, en parte con consejos; en fin, conversa con los deseos, las cóleras y los temores, como si ella fuera diferente y se tratara de otros seres. Más o menos tal y como lo describe Homero en la Odisea, donde dice de Ulises:

Y golpeándose el pecho reprendió a su corazón con estas palabras: Aguanta, corazón, que cosa aún más perra antaño soportaste

¿Crees, acaso, que el poeta compuso estos versos con la idea de que el alma es armonía y susceptible de ser conducida por las afecciones del cuerpo, y no en la de que es capaz de guiarlas y domeñarlas como cosa que es excesivamente divina para ser comparada con una simple armonía?

—¡Por Zeus!, Sócrates, así me parece.

—Luego, entonces, oh excelente amigo, en modo alguno nos está bien decir que el alma es una especie de armonía. Pues, en tal caso, al parecer, no estaríamos de acuerdo ni con Homero, ese poeta divino, ni con nosotros mismos.

—Así es —respondió.

—¡Sea pues! —dijo Sócrates—. Lo que respecta a Armonía la Tebana, según parece, nos ha salido propicio de un modo adecuado. Pero ahora —agregó— ¿qué vamos a hacer, Cebes, con Cadmo? ¿Cómo nos le haremos propicio, y con qué razonamiento?

—Tú me parece que lo encontrarás —respondió Cebes—. Al menos, este razonamiento que has hecho contra la armonía me resultó extraordinariamente imprevisto. En efecto, al exponer Simmias su dificultad, chocábame en extremo que alguien pudiera manejarse con su argumento. Así, pues, me pareció sumamente extraño que no pudiera aguantar, acto seguido, el primer ataque del tuyo. Por ello no me sorprendería que le ocurriera lo mismo al razonamiento de Cadmo.

—Oh buen hombre —repuso Sócrates—. No hagas excesivas presunciones, no sea que algún mal de ojo nos ponga en fuga al razonamiento que está a punto de aparecer. Pero de esto se cuidará la divinidad. Nosotros, por nuestra parte, llegando al cuerpo a cuerpo como los héroes de Homero, probemos si dices algo de peso. Lo que buscas es, en resumen, lo siguiente: pretendes que se demuestre que nuestra alma es indestructible e inmortal, sin lo cual, el filósofo que está a punto de morir, al mostrarse confiado y al creer que una vez muerto encontrará en el otro mundo una felicidad mucho mayor que si hubiera llevado hasta el fin de sus días otra vida distinta, es de temer que tenga una confianza insensata y necia. Mas el demostrar que el alma es algo consistente y divino y que existía ya, antes de que nosotros nos convirtiéramos en hombres, no impide en nada, según afirmas, que no sea inmortalidad lo que todas esas notas indican, sino el hecho de que el alma es algo muy duradero y existió anteriormente un tiempo incalculable, teniendo conocimiento y realizando un montón de diversas acciones. Pero no por ello el alma es inmortal, sino que el hecho en sí de venir a parar a un cuerpo humano supone para ella el principio de su ruina, a la manera de una enfermedad. Y de este modo vive en medio de penalidades esta vida y, cuando llega a su término, queda destruida en lo que se llama muerte. Y nada importa, dices, el que vaya una sola vez o muchas a un cuerpo, al menos en lo que respecta al temor de cada uno de nosotros; pues temer es lo que cuadra, si no se es insensato, a quien no sepa o no dar razón de que es algo inmortal. Tales son, más o menos, según creo, las razones que dices. Y adrede vuelvo sobre ellas muchas veces, para que no se nos escape nada, y para que añadas o quites lo que quieras.

—Por el momento — dijo Cebes — no necesito quitar ni añadir nada. Eso es justamente lo que digo.

Sócrates, entonces, tras de haberse callado durante un largo rato y considerar algo consigo mismo, dijo: No es cosa baladí, Cebes, lo que buscas. En efecto, es preciso tratar a fondo de una forma total la causa de la generación y de la destrucción. Con que, si quieres, te voy a contar mis propias experiencias sobre el asunto. Luego, si te parece de utilidad algo de lo que te digo, lo utilizarás para hacer convincente lo que tu dices.

—Desde luego que quiero —repuso Cebes.

—Escúchame, pues, como a quien se dispone a hacer un discurso. Yo, Cebes, cuando era joven — comenzó Sócrates —, deseé extraordinariamente ese saber que llaman investigación de la naturaleza. Parecíame espléndido, en efecto, conocer las causas de cada cosa, el porqué se produce, el porqué se destruye, y el porqué es cada cosa. Y muchas veces daba vueltas a mi cabeza considerando en primer lugar cuestiones de esta índole: ¿acaso es cuando lo caliente y lo frío alcanzan una especie de putrefacción, como afirman algunos, el momento en que se forman los seres vivos?; o bien: ¿es la sangre aquello con que pensamos, o es el aire o el fuego? ¿O no es ninguna de estas cosas, sino el cerebro, que es quien procura las sensaciones del oído, la vista y el olfato, y de éstas se originan la memoria y la opinión, y de la memoria y la opinión, cuando alcanzan la estabilidad, nace, siguiendo este proceso, el conocimiento? Luego consideraba yo, a su vez, las destrucciones de estas cosas, los cambios del cielo y de la tierra, y acabé por juzgarme tan exento de dotes para esta investigación como más no podía darse. Y la prueba que te daré te bastará: en lo que anteriormente sabía con certeza, al menos según mi opinión y la de los demás, quedé entonces tan sumamente cegado por esa investigación, que olvidé incluso eso que antes creía saber, entre otras muchas cosas, por ejemplo, el porqué crece el hombre. Hasta entonces, efectivamente, creía que para todo el mundo estaba claro que era por el comer y el beber; pues una vez que por los alimentos se añadían carnes a las carnes y huesos a los huesos, y de esta manera y en la misma proporción se añadía a las restantes partes del cuerpo lo que le es propio a cada una, lo que tenía poco volumen adquiría después mucho, y de esta forma se hacía grande el hombre que era pequeño. Así creía yo entonces. ¿No te parece que con razón?

— A mí, sí —dijo Cebes.

—Considera esto todavía. Creía que mi opinión era acertada cuando un hombre grande, al ponerse al lado de uno pequeño, se me mostraba mayor justamente en la cabeza, y lo mismo un caballo respecto de otro caballo. Y casos aún más claros que éstos: diez me parecían más que ocho porque a éstos se añadían dos, y dos más que uno, porque sobrepasaban a éste en la mitad.

—Y ahora —preguntó Cebes— ¿qué opinas sobre ello?

—Estoy lejos de creer, ¡por Zeus! —respondió Sócrates, que conozco la causa de ninguna manera de estas cosas, pues me resisto a admitir siquiera que, cuando se agrega una unidad a una unidad, sea la unidad a la que se ha añadido la otra la que se ha convertido en dos, o que sea la unidad añadida, o bien que sean la agregada y aquélla a la que se le agregó la otra las que se conviertan en dos por la adición de la una a la otra. Porque si cuando cada una de ellas estaba separada de la otra constituía una unidad y no eran entonces dos, me extraña que, una vez que se juntan entre sí, sea precisamente la causa de que se conviertan en dos, a saber, el encuentro derivado de su mutua yuxtaposición. Y tampoco puedo convencerme de que, cuando se divide una unidad, sea, a la inversa, la división la causa de que se produzcan dos, pues ésta es contraria a la causa anterior de que se produjeran dos; porque entonces fue el hecho de juntar y de añadir lo uno a lo otro, y ahora lo es el de separar y retirar lo uno de lo otro. Y asimismo ya no puedo convencerme a mí mismo de que sé en virtud de qué se produce la unidad, ni, en una palabra, el porqué se produce, perece o es ninguna otra cosa, según este método de investigación. Pero yo me amaso, como buenamente sale, otro método diferente, pues el anterior no me agrada en absoluto. Y una vez oí decir a alguien mientras leía de un libro, de Anaxágoras, según dijo, que es la mente lo que pone todo en orden y la causa de todas las cosas. Regocijéme con esta causa y me pareció que, en cierto modo, era una ventaja que fuera la mente la causa de todas las cosas. Pensé que, si eso era así, la mente ordenadora ordenaría y colocaría todas y cada una de las cosas allí donde mejor estuvieran. Así, pues, si alguno quería encontrar la causa de cada cosa, según la cual nace, perece o existe, debía encontrar sobre ello esto: cómo es mejor para ella ser, padecer o realizar lo que fuere. Y, según este razonamiento, resultaba que al hombre no le correspondía examinar ni sobre eso mismo, ni sobre las demás cosas nada que no fuera lo mejor y lo más conveniente, pues, a la vez, por fuerza conocería también lo peor, puesto que el conocimiento que versa sobre esos objetos es el mismo. Haciéndome, pues, con deleite estos cálculos, pensé que había encontrado en Anaxágoras a un maestro de la causa de los seres de acuerdo con mi deseo, y que primero me haría conocer si la tierra es plana o esférica, y, una vez que lo hubiera hecho, me explicaría a continuación la causa y la necesidad, diciéndome lo que era lo mejor, y también que lo mejor era que fuera de tal forma. Y si dijera que estaba en el centro, me explicaría acto seguido que lo mejor era que estuviera en el centro. Y si me demostraba esto, estaba dispuesto a no echar de menos otra especie de causa. E igualmente estaba dispuesto a informarme sobre el sol, la luna y los demás astros, a propósito de sus velocidades relativas, sus revoluciones y demás cambios, del porqué es mejor que cada uno haga y padezca lo que hace y padece. Pues no hubiera creído nunca que, diciendo que habían sido ordenados por la mente, les asignaría otra causa que el hecho de que lo mejor es que estén tal y como están. Así, pues, creía que, al atribuir la causa a cada una de esas cosas y a todas en común, explicaría también lo que es mejor para cada una de ellas y el bien común a todas. ¡Por nada del mundo hubiera vendido mis esperanzas! Antes bien, con gran diligencia cogí los libros y los leí lo más rápidamente que pude, para saber cuanto antes lo mejor y lo peor. Mas mi maravillosa esperanza, oh compañero, la abandoné una vez que, avanzando en la lectura, vi que mi hombre no usaba para nada la mente, ni le imputaba ninguna causa en lo referente a la ordenación de las cosas, sino que las causas las asignaba al aire, al éter y a otras muchas cosas extrañas. Me pareció que le ocurría algo sumamente parecido a alguien que dijera que Sócrates todo lo que hace lo hace con la mente y, acto seguido, al intentar enumerar las causas de cada uno de los actos que realice, dijera en primer lugar que estoy aquí sentado, porque mi cuerpo se compone de huesos y tendones; que los huesos son duros y tienen articulaciones que los separan los unos de los otros, en tanto que los tendones tienen la facultad de ponerse en tensión y de relajarse, y envuelven los huesos juntamente con las carnes y la piel que los sostiene; que, en consecuencia, al balancearse los huesos en sus coyunturas, los tendones con su relajamiento y su tensión hacen que sea yo ahora capaz de doblar los miembros, y que ésa es la causa de que yo esté aquí sentado con las piernas dobladas. E igualmente, con respecto a mi conversación con vosotros, os expusiera otras causas análogas imputándolo a la voz, al aire, al oído y a otras mil cosas de esta índole, y descuidándose de decir las verdaderas causas, a saber, que puesto que a los atenienses les ha parecido lo mejor el condenarme, por esta razón a mí también me ha parecido lo mejor el estar aquí sentado, y lo más justo el someterme, quedándome aquí, a la pena que ordenen. Pues, ¡por el perro!, tiempo ha, según creo, que estos tendones y estos huesos estarían en Mégara o en Boecia, llevados por la apariencia de lo mejor, de no haber creído yo que lo más justo y lo más bello era, en vez de escapar y huir, el someterme en acatamiento a la ciudad a la pena que me impusiera. Llamar causas a cosas de aquel tipo es excesivamente extraño. Pero si alguno dijera que, sin tener tales cosas, huesos, tendones y todo lo demás que tengo, no sería capaz de llevar a la práctica mi decisión, diría la verdad. Sin embargo, el decir que por ellas hago lo que hago, y eso obrando con la mente, en vez de decir que es por la elección de lo mejor, podría ser una grande y grave ligereza de expresión. Pues, en efecto, lo es el no ser capaz de distinguir que una cosa es la causa real de algo, y otra aquello sin lo cual la causa nunca podría ser causa. Y esto, según se ve, es a lo que los más, andando a tientas como en las tinieblas, le dan el nombre de causa, empleando un término que no le corresponde. Por ello, el uno, poniendo alrededor de la tierra un torbellino, formado por el cielo, hace que así se mantenga en su lugar; el otro, como si fuera una ancha artesa, le pone como apoyo y base el aire. Pero la potencia que hace que esas cosas estén colocadas ahora en la forma mejor que pueden colocarse, a esa ni la buscan, ni creen tampoco que tenga una fuerza divina, sino que estiman que un día podrían descubrir a un Atlante más fuerte, más inmortal que el del mito y que sostenga mejor todas las cosas, sin pensar que es el bien y lo debido lo que verdaderamente ata y sostiene todas las cosas. Pues bien, por aprender cómo es tal causa, me hubiera hecho con grandísimo placer discípulo de cualquiera; pero, ya que me vi privado de ella, y no fui capaz de descubrirla por mí mismo, ni de aprenderla de otro, ¿quieres que te exponga, Cebes, la segunda navegación que en busca de la causa he realizado?

—Lo deseo extraordinariamente —respondió.

—Pues bien —dijo Sócrates—, después de esto y una vez que me había cansado de investigar las cosas, creí que debía prevenirme de que no me ocurriera lo que les pasa a los que contemplan y examinan el sol durante un eclipse. En efecto, hay algunos que pierden la vista, si no contemplan la imagen del astro en el agua o en algún otro objeto similar. Tal fue, más o menos, lo que yo pensé, y se apoderó de mí el temor de quedarme completamente ciego de alma si miraba a las cosas con los ojos y pretendía alcanzarlas con cada uno de los sentidos. Así, pues, me pareció que era menester refugiarme en los conceptos y contemplar en aquéllos la verdad de las cosas. Tal vez no se parezca esto en cierto modo a aquello con lo que lo compare, pues no admito en absoluto que el que examina las cosas en los conceptos las examine en imágenes más bien que en su realidad. Así que por aquí es por donde me he lanzado siempre, y tomando en cada ocasión como fundamento el juicio que juzgo el más sólido, lo que me parece estar en consonancia con él lo establezco como si fuera verdadero, no sólo en lo referente a la causa, sino también en lo referente a todas las demás cosas, y lo que no, como no verdadero. Pero quiero explicarte con mayor claridad lo que digo porque, según creo, ahora tú no me comprendes.

—No, ¡Por Zeus! —dijo Cebes—, no demasiado bien.

—Pues lo que quiero decir —repuso Sócrates— no es nada nuevo, sino eso que nunca he dejado de decir en ningún momento, tanto en otras ocasiones como en el razonamiento pasado. Así es que voy a intentar exponerte el tipo de causa con el que me he ocupado, y de nuevo iré a aquellas cosas que repetimos siempre, y en ellas pondré el comienzo de mi exposición, aceptando como principio que hay algo que es bello en sí y por sí, bueno, grande y que igualmente existen las demás realidades de esta índole. Si me concedes esto y reconoces que existen estas cosas, espero que a partir de ellas descubriré y te demostraré la causa de que el alma sea algo inmortal.

—Ea, pues —replicó Cebes—, hazte a la idea de que yo te lo concedo: no tienes más que acabar.

—Considera, entonces —dijo Sócrates—, si en lo que viene a continuación de esto compartes mi opinión. A mi me parece que, si existe otra cosa bella aparte de lo bello en sí, no es bella por ninguna otra causa sino por el hecho de que participa de eso que hemos dicho que es bello en sí. Y lo mismo digo de todo. ¿Estás de acuerdo con dicha causa?

—Estoy de acuerdo —respondió.

—En tal caso —continuó Sócrates—, ya no comprendo ni puedo dar crédito a las otras causas, a esas que aducen los sabios. Así, pues, si alguien me dice que una cosa cualquiera es bella, bien por su brillante color, o por su forma, o cualquier otro motivo de esta índole —mando a paseo a los demás, pues me embrollo en todos ellos—, tengo en mí mismo esta simple, sencilla y quizá ingenua convicción de que no la hace bella otra cosa que la presencia o participación de aquella belleza en sí, la tenga por donde sea y del modo que sea. Esto ya no insisto en afirmarlo; sí, en cambio, que es por la belleza por lo que todas las cosas bellas son bellas. Pues esto me parece lo más seguro para responder, tanto para mí como para cualquier otro; y pienso que ateniéndome a ello jamás habré de caer, que seguro es de responder para mí y para otro cualquiera que por la belleza las cosas bellas son bellas. ¿No te lo parece también a ti?

—Sí.

—¿Y también que por la grandeza son grandes las cosas grandes y mayores las mayores, y por la pequeñez pequeñas las pequeñas?

—Sí.

—Luego tampoco admitirías que alguien dijera que un hombre es mayor que otro por la cabeza, y que el más pequeño es más pequeño por eso mismo, sino que jurarías que lo que tú dices no es otra cosa que todo lo que es mayor que otra cosa no lo es por otro motivo que el tamaño, y que por eso es mayor, por el tamaño, en tanto que lo que es más pequeño no es más pequeño por otra razón que no sea la pequeñez. Pues, si no me engaño, tendrías miedo de que te saliera al paso una objeción, si sostienes que alguien es mayor y menor por la cabeza, en primer lugar, la de que por el mismo motivo lo mayor sea mayor y lo menor menor Y, en segundo lugar, la de que por la cabeza que es pequeña lo mayor sea mayor. Y esto es algo prodigioso, el que por algo pequeño alguien sea grande. ¿No tendrías miedo de esto?

—Yo, sí —respondió Cebes, echándose a reír.

—¿Y no tendrías miedo de decir —continuó Sócrates— que diez son más que ocho en dos, y que ésta es la causa de su ventaja, en vez de decir que lo son en cantidad y por causa de la cantidad? ¿Y que lo que mide dos codos es más que lo que mide uno en la mitad y no en el tamaño? Pues el motivo de temor es el mismo.

—Por completo —replicó.

—¿Y qué? ¿No te guardarías de decir que, cuando se agrega una unidad a una unidad, es la adición la causa de que se produzcan dos, o cuando se divide algo, lo es la división? Es mas, dirías a voces que desconoces otro modo de producirse cada cosa que no sea la participación en la esencia propia de todo aquello en lo que participe; y que en estos casos particulares no puedes señalar otra causa de la producción de dos que la participación en la dualidad; y que es necesario que en ella participen las cosas que hayan de ser dos, así como lo es también que participe en la unidad lo que haya de ser una sola cosa. En cuanto a esas divisiones, adiciones y restantes sutilezas de ese tipo las mandarías a paseo, abandonando esas respuestas a los que son más sabios que tú. Tú, en cambio, temiendo, como se dice, tu propia sombra y tu falta de pericia, afianzándote en la seguridad que confiere ese principio, responderías como se ha dicho. Mas si alguno se aferrase al principio en si, le mandarías a paseo y no le responderías hasta que hubieras examinado si las consecuencias que de él derivan concuerdan o no entre sí. Mas una vez que te fuera preciso dar razón del principio en sí, la darías procediendo de la misma manera, admitiendo de nuevo otro principio, aquel que se te mostrase como el mejor entre los más generales, hasta que llegases a un resultado satisfactorio. Pero no harías un amasijo como los que discuten el pro y el contra, hablando a la vez del principio y de las consecuencias que de él derivan, si es que quieres descubrir alguna realidad. Pues tal vez esos hombres no discuten ni se preocupan en absoluto de eso, porque tienen la capacidad, a pesar de embrollar todo por su sabiduría, de contentarse a sí mismos. Pero tú, si verdaderamente perteneces al grupo de los filósofos, creo que harías como yo digo.

—Dices muchísima verdad —exclamaron a la vez Simmias y Cebes.

EQUÉCRATES.—¡Por Zeus!, , es natural. Pues me parece que expuso esto con maravillosa claridad, incluso para quien tenga una corta inteligencia.

FEDÓN.—Efectivamente, Equécrates, así nos pareció también a todos los presentes.

EQUÉCRATES.—Y a nosotros los ausentes que ahora te escuchamos. Pero ¿qué fue lo que se dijo a continuación?

FEDÓN.—Según creo, una vez que se pusieron de acuerdo con él en esto, y se convino en que cada una de las ideas era algo, y que, por participar en éstas, las demás cosas reciben de ellas su nombre, preguntó a continuación:

—Si dices esto así, ¿no dices entonces, cuando aseguras que Simmias es más grande que Sócrates, pero más pequeño que , que en Simmias se dan ambas cosas: la grandeza y la pequeñez?

—Sí.

—Sin embargo —dijo Sócrates—, ¿no reconoces que el que Simmias sobrepase a Sócrates no es en realidad tal y como se expresa de palabra? Pues la naturaleza de Simmias no es tal que sobresalga por eso, por ser Simmias, sino por el tamaño que da la casualidad que tiene. Ni tampoco le sobrepasa a Sócrates porque Sócrates es Sócrates, sino porque Sócrates tiene pequeñez en comparación con el tamaño de aquél.

—Es verdad.

—Ni tampoco es sobrepasado por porque es , sino porque tiene grandeza en comparación con la pequeñez de Simmias.

—Así es.

—Luego, por esta razón, Simmias recibe el nombre de pequeño y de grande, estando entre medias de ambos: al tamaño de uno ofrece su pequeñez, de suerte que le sobrepasa éste, y al otro presenta su grandeza, que sobrepasa la pequeñez de este último —y, a la vez que sonreía, añadió—: Parece que voy a hablar como un escritor artificioso, pero en realidad ocurre, sobre poco más o menos, lo que digo.

Cebes le dio su asentimiento.

—Y lo digo porque quiero que tu compartas mi opinión. En efecto, a mi me parece que no sólo la grandeza en sí nunca quiere ser a la vez grande y pequeña, sino también que la grandeza que hay en nosotros jamás acepta lo pequeño, ni quiere ser sobrepasada, sino que, una de dos, o huye y deja libre el puesto cuando sobre ella avanza su contrario, lo pequeño, o bien perece al avanzar sobre ella éste. Pero si espera a pie firme y aguanta a la pequeñez, no quiere ser otra cosa que lo que fue. Así, por ejemplo, yo, que he recibido y aguantado a pie firme la pequeñez, mientras sea todavía quien soy, soy ese mismo hombre pequeño. Asimismo, aquello que es grande no se atreve a ser pequeño. Y de igual manera también, la pequeñez que hay en nosotros nunca quiere hacerse ni ser grande, ni tampoco ninguno de los contrarios, mientras siga siendo lo que era, quiere hacerse y ser a la vez su contrario, sino que, o se retira o perece en ese cambio.

—Así me parece a mí por completo —repuso Cebes.

Y oyéndole uno de los presentes — no me acuerdo exactamente quién fue — dijo:

—¡Por los dioses! ¿No convinimos en los razonamientos anteriores precisamente lo contrario de lo que ahora se dice, que lo mayor se produce de lo menor y lo menor de lo mayor, y que en esto simplemente estribaba la generación de los contrarios, en proceder de sus contrarios? Ahora, en cambio, me parece que se dice que esto nunca podría suceder.

—Sócrates, entonces, volviendo hacia él su cabeza, le dijo, tras escucharle:

—Te has portado como un hombre al recordarlo; sin embargo, no adviertes la diferencia existente entre lo que se dice ahora y lo que se dijo entonces. Entonces se decía que de la cosa contraria nace la contraria; ahora, que el contrario jamás puede ser contrario a sí mismo, ni el que se da en nosotros, ni el que se da en la naturaleza. Entonces, amigo mio, hablábamos de las cosas que tienen en sí a los contrarios, y les dábamos el mismo nombre de aquéllos, pero ahora hablamos de los contrarios en si, que están en las cosas, y cuyo nombre reciben aquellas que los contienen. Y son precisamente esos contrarios los que decimos que jamás querrían recibir su origen los unos de los otros — y mirando al mismo tiempo a Cebes, le dijo —: ¿Acaso también a ti, oh Cebes, te ha inquietado algo de lo que ha dicho éste?

—No —le respondió Cebes—, no me ha ocurrido así. Con todo, no puedo decir que no haya muchas cosas que me inquieten.

—Lo que hemos convenido —replicó Sócrates— es simplemente esto: que jamás un contrario será contrario a sí mismo.

—Exactamente —dijo Cebes.

—Considera entonces también esto otro —continuó Sócrates—: a ver si te muestras de acuerdo conmigo: ¿hay algo que llamas caliente y algo que llamas frío?

—Sí.

—¿Acaso es lo mismo que la nieve y el fuego?

—No, ¡Por Zeus!

—¿Entonces lo caliente es una cosa distinta del fuego y lo frío una cosa distinta de la nieve?

—Si.

Sin embargo, creo que, asimismo, opinas que la nieve, en cuanto tal, si recibe el calor, jamás volverá a ser lo que era, como decíamos anteriormente, es decir, nieve y calor a la vez, sino que, al acercarse el calor, o le cederá el puesto o perecerá.

—Exacto.

—Y el fuego, a su vez al aproximársele el frío, o retrocederá, o perecerá, pero jamás, recibiendo la frialdad, se atreverá a ser lo que era, es decir, a ser fuego a la vez que frío.

—Es verdad lo que dices —respondió Cebes.

—Mas es posible —prosiguió Sócrates—, con respecto a algunas de tales cosas, que no sólo sea la propia idea lo que reclame para sí el mismo nombre para siempre, sino también otra cosa que no es aquella, pero que tiene, cuando existe, su forma. Pero con este ejemplo quedará aún más claro lo que digo. Lo impar debe siempre recibir el mismo nombre que acabamos de decir. ¿No es verdad?

—Por completo.

—Pues lo que yo pregunto es esto: ¿Es, acaso, la única realidad con la que ocurre esto, o existe otra cosa que no es exactamente lo impar, y no obstante, debemos darle siempre ese nombre, además del suyo propio, porque es tal, por naturaleza, que jamás se separa de lo impar? Y lo que digo es, por ejemplo, lo que ocurre con el número tres y otros muchos números. Pero considera la cuestión en el caso del tres. ¿No te parece a ti que siempre se le debe designar con su propio nombre y además con el de impar, a pesar—de que lo impar no es exactamente lo mismo que el número tres? Pero, con todo, el número tres, como el cinco y la mitad entera de los números, son tales por naturaleza que, a pesar de no ser precisamente lo mismo que lo impar, siempre es impar cada uno de ellos. Y, a la inversa, el dos, el cuatro y la otra serie completa de los números, aunque no son lo mismo que lo par, son, sin embargo, siempre pares todos ellos. ¿Estás de acuerdo, o no?

—¡Cómo no voy a estarlo! —dijo Cebes.

—Considera, entonces —añadió— lo que quiero mostrarte. Es esto: evidentemente, no son sólo aquellos contrarios de que hablábamos los que no se admiten entre sí, sino que, al parecer, todas las cosas que, aún no siendo mutuamente contrarias tienen en sí uno de esos contrarios, tampoco admiten la idea contraria a la que hay en ellos, sino que, cuando sobreviene ésta, o dejan de existir, o dejan libre el campo. ¿O no vamos a decir que el tres perecerá o sufrirá cualquier cosa, antes de consentir, siendo todavía tres, el convertirse en par?

—Desde luego que sí —respondió Cebes.

—Y, no obstante —añadió—, el número dos no es contrario al número tres.

—Efectivamente, no lo es.

—Luego no son solamente las ideas contrarias las que no consienten su mutua aproximación, sino que hay también algunas otras cosas que no aguantan la aproximación de los contrarios.

—Grandísima verdad es la que dices —respondió.

—¿Quieres, pues, que definamos —prosiguió Sócrates—, si somos capaces, qué clase de cosas son éstas?

—Con mucho gusto.

—¿Podrían ser acaso, Cebes —prosiguió—, aquellas que cuando ocupan cualquier cosa la obligan no sólo a adquirir su propia idea, sino también la de algo que siempre es contrario a algo?

—¿Qué quieres decir?

—Lo que decíamos hace un momento. Sabes sin duda que las cosas de las que se apodere la idea de tres no sólo han de ser tres por necesidad, sino también impares.

—Desde luego.

—Ahora bien, a lo que es de tal índole jamás, según decimos, podrá llegarle la idea contraria a la forma aquella que lo produce.

—No.

—¿Y lo produjo la idea de impar?

—Sí.

—¿Y la idea contraria a ésta es la de par?

—Sí.

—Luego nunca llegará al tres la idea de par.

—No, sin duda alguna.

—Luego el tres no participa en lo par.

—No participa.

—Entonces, el tres es impar.

—Sí.

—He aquí, pues, lo que decía que iba a definir, qué clase de cosas, a pesar de no ser contrarias a algo no admiten la cualidad contraria. Por ejemplo, en el caso presente, el número tres, a pesar de no ser contrario a lo par, no por ello lo admite en si, pues lleva siempre consigo lo que es contrario a lo par, de la misma manera que el dos lleva en sí lo contrario de lo impar y el fuego de lo frío, y así otras muchísimas cosas. Ea, pues, mira si das la definición de esta manera: no sólo es lo contrario lo que no admite a su contrario, sino también aquello que trae consigo algo contrario al objeto en que se presenta, es decir, lo que en sí lleva algo, jamás admite lo contrario de lo que lleva. Y de nuevo haz memoria, pues no es malo oírlo muchas veces. El cinco no admite la idea de par; ni el diez, su doble, la de impar. Y éste, aunque también sea contrario a otra cosa, no admite la idea de impar; ni tampoco los tres medios, ni las restantes fracciones semejantes, el medio, el tercio y las demás fracciones de este tipo admiten la idea del entero, si es que me sigues y estás de acuerdo conmigo.

—Te sigo estupendamente, y comparto plenamente tu opinión —contestó.

—Ahora, respóndeme de nuevo —dijo Sócrates—, volviendo al principio. Pero no me contestes con los términos con los que te pregunte, sino imitándome a mí. Y lo digo, porque además de aquella respuesta segura de la que primero hablé, veo, según se desprende de lo dicho ahora, otra garantía de seguridad. En efecto, si me preguntaras qué debe producirse en el cuerpo de algo para que se ponga caliente, no te daré aquella respuesta segura y necia de que tiene que ser el calor, sino otra más aguda que se deduce de lo ahora dicho, a saber, la de que debe ser el fuego. Y si me preguntaras qué debe producirse en un cuerpo para que se ponga enfermo, no te contestaré que una enfermedad, sino que tiene que producirse en él fiebre. Y lo mismo si tu pregunta es qué debe producirse en un número para que se haga impar, no te diré que la imparidad, sino una unidad, y lo mismo haré con lo demás. Ea, pues, mira si te has enterado bien de lo que quiero.

—Perfectamente —resondró Cebes.

—Contesta, pues —prosiguió Sócrates—, ¿qué debe producirse en un cuerpo para que tenga vida?

—Un alma —contestó.

—¿Y esto es siempre así?

—¡Cómo no va a serlo! —dijo Cebes.

—¿Entonces el alma siempre trae la vida a aquello que ocupa?

—La trae, ciertamente.

—¿Y hay algo contrario a la vida, o no hay nada?

—Lo hay —contestó Cebes.

—¿Qué?

—La muerte.

—¿Luego el alma nunca admitirá lo contrario a lo que trae consigo, según se ha reconocido anteriormente?

—Sin duda alguna —dijo Cebes.

—¿Entonces qué? A lo que no admitía la idea de par qué le llamábamos hace un momento?

—Impar.

—¿Y a lo que no admite lo justo o la cultura?

—Inculto e injusto —respondió.

—Bien. Y a lo que no admite la muerte, ¿qué le llamamos?

—Inmortal.

—¿Y no es cierto que el alma no admite la muerte?

—Sí.

—Luego el alma es algo inmortal.

—Sí.

—Está bien, dijo—. ¿Debemos decir, pues, que esto ha quedado demostrado? ¿Qué te parece?

—Que ha quedado perfectamente demostrado, Sócrates.

—¿Y qué, Cebes, —prosiguió—, si a lo impar le fuera necesario el ser indestructible, ¿no sería el tres indestructible?

—¡Cómo no iba a serlo!

—¿Y no es cierto también que si lo no—caliente fuera indestructible, cuando se arrimara calor a la nieve, se retiraría ésta sana y salva y sin fundirse? Pues no cesaría de existir, ni tampoco recibiría el calor esperándolo a pie firme.

—Es verdad lo que dices —repuso Cebes.

—Y de igual manera, creo yo, si lo no—frío fuera indestructible, cuando se lanzara contra el fuego algo frío, jamás se apagaría ni perecería, sino que se marcharía sano y salvo.

—Necesariamente —dijo Cebes.

—¿Y no es necesario también hablar así a propósito de lo inmortal? Si lo inmortal es, asimismo, indestructible, le es imposible al alma perecer cuando la muerte marche contra ella. Pues, según lo dicho, no admitirá la muerte ni quedará muerta, de la misma manera, decíamos, que el tres ni lo impar será par, ni el fuego ni el calor que hay en él será frío. Pero ¿qué es lo que impide —diría alguno— el que, por más que lo impar no se haga par cuando se le acerca lo par, según se ha convenido, se convierta, en cambio, una vez que deja de existir en par en lugar de lo que era? Al que así hablara no le podríamos refutar diciendo que lo impar no perece, puesto que lo impar no es indestructible. Pues si hubiéramos reconocido eso, fácilmente le refutaríamos diciendo que cuando se aproxima lo par, tanto lo impar como el tres se retiran. Y en lo relativo al fuego, y al calor, y a las demás cosas, le refutaríamos de la misma manera. ¿No es verdad?

—Por completo.

—Luego ahora también, si convenimos con respecto a lo inmortal que es indestructible, el alma sería, además de inmortal, indestructible. Si no, sería preciso otro razonamiento.

—Pero no se necesita para nada —replicó Cebes por esta razón: difícilmente podría haber otra cosa que no admitiera la destrucción, si lo inmortal, que es eterno, la admitiese.

—En todo caso —repuso Sócrates— la divinidad, la idea misma de la vida y todo lo demás que pueda ser inmortal, según creo, estarán todos de acuerdo en que no perecen nunca.

—Todos, sin duda, ¡por Zeus!, hombres y dioses —dijo Cebes—, éstos con mayor razón aún, si no me equivoco.

—Pues bien, desde el momento en que lo inmortal es incorruptible, si el alma es inmortal, ¿no sería también indestructible?

—De toda necesidad.

—Luego cuando se acerca la muerte al hombre, su parte mortal, como es natural, perece, pero la inmortal se retira sin corromperse, cediendo el puesto a aquélla.

—Es evidente.

—Entonces, con mayor motivo que nada, el alma es algo inmortal e indestructible, y nuestras almas tendrán una existencia real en el Hades.

—Yo, por mi parte, Sócrates —dijo Cebes—, no puedo objetar nada en contra de esto, ni encuentro motivo para desconfiar de tus palabras. Pero si Simmias, aquí presente, o algún otro tiene algo que decir, lo indicado es que no se calle; pues de no ser ésta, no sé porque otra ocasión lo aplazará, si quiere decir o escuchar algo sobre estas cuestiones.

—Pues bien —intervino Simmias, tampoco yo tengo motivo para desconfiar después de las razones expuestas. No obstante, por la magnitud del asunto sobre el que versa nuestra conversación, y la poca estima en que tengo a la debilidad humana, me veo obligado a sentir todavía en mis adentros desconfianza sobre lo dicho.

—No sólo es comprensible que la tengas, Simmias — dijo Sócrates —, sino que tienes razón en lo que dices, e incluso los supuestos primeros, por más que os parezcan dignos de crédito, han de someterse a un examen más preciso. Y si los analizáis suficientemente, seguiréis, según creo, el argumento en el grado mayor que le es posible a un hombre seguirlo. Y si esto queda claro, no llevaréis en punto alguno la investigación más adelante.

—Es verdad lo que dices —repuso Simmias.

—Pues bien, amigos —prosiguió Sócrates—, justo es pensar también en que, si el alma es inmortal, requiere cuidado no en atención a ese tiempo en que transcurre lo que llamamos vida, sino en atención a todo el tiempo. Y ahora sí que el peligro tiene las trazas de ser terrible, si alguien se descuidara de ella. Pues si la muerte fuera la liberación de todo, sería una gran suerte para los males cuando mueren el liberarse a la vez del cuerpo y de su propia maldad juntamente con el alma. Pero desde el momento en que se muestra inmortal, no le queda otra salvación y escape de males que el hacerse lo mejor y más sensata posible. Pues vase el alma al Hades sin llevar consigo otro equipaje que su educación y crianza, cosas que, según se dice, son las que más ayudan o dañan al finado desde el comienzo mismo de su viaje hacia allá. Y he aquí lo que se cuenta: a cada cual, una vez muerto, le intenta llevar su propio genio, el mismo que le había tocado en vida, a cierto lugar, donde los que allí han sido reunidos han de someterse a juicio, para emprender después la marcha al Hades en compañía del guía a quien está encomendado el conducir allá a los que llegan de aquí. Y tras de haber obtenido allí lo que debían obtener y cuando han permanecido en el Hades el tiempo debido, de nuevo otro guía les conduce aquí, una vez transcurridos muchos y largos periodos de tiempo. Y no es ciertamente el camino, como dice el Télefo de Esquilo. Afirma éste que es simple el camino que conduce al Hades, pero el tal camino no se me muestra a mí ni simple, ni único, que en tal caso no habría necesidad de guías, pues no lo erraría nadie en ninguna dirección, por no haber más que uno. Antes bien, parece que tiene bifurcaciones y encrucijadas en gran número. Y lo digo tomando como indicios los sacrificios y los cultos de aquí. Así, pues, el alma comedida y sensata le sigue y no desconoce su presente situación, mientras que la que tiene un vehemente apego hacia el cuerpo, como dije anteriormente, y por mucho tiempo ha sentido impulsos hacia éste y el lugar visible, tras mucho resistirse y sufrir, a duras penas y a la fuerza se deja conducir por el genio a quien se le ha encomendado esto. Y una vez que llega adonde están las demás, el alma impura y que ha cometido un crimen tal como un homicidio injusto, u otros delitos de este tipo, que son hermanos de éstos y obra de almas hermanas, a ésa la rehuye todo el mundo y se aparta de ella, y nadie quiere ser ni su compañero de camino ni su guía, sino que anda errante, sumida en la mayor indigencia hasta que pasa cierto tiempo, transcurrido el cual es llevada por la necesidad a la residencia que le corresponde. Y, al contrario, el alma que ha pasado su vida pura y comedidamente alcanza como compañeros de viaje y guías a los dioses, y habita en el lugar que merece. Y tiene la tierra muchos lugares maravillosos, y no es, ni en su forma ni en su tamaño, tal y como piensan los que están acostumbrados a hablar sobre ella, según me ha convencido alguien.

—¿Qué quieres decir con esto, Sócrates? —le preguntó entonces Simmias—. Sobre la tierra, es cierto, también he oído yo contar muchas cosas, pero, con todo, no he oído decir eso que a ti te convence. Así que te lo escucharía con gusto.

—Ciertamente, Simmias, no me parece que sea preciso el arte de Glauco para exponerte lo que es. Sin embargo, al demostrar que es verdad, según mi modo de ver, es demasiado difícil, incluso para el arte de Glauco; y a la vez quizá no fuera yo capaz de hacerlo, y aunque lo supiera hacer, mi vida, Simmias, me parece que no sería suficiente para la extensión del relato. Con todo, nada me impide decir cómo, según mi convicción, es la forma de la tierra y cómo son sus lugares.

—Pues eso basta —replicó Simmias.

—Pues bien, estoy convencido —comenzó Sócrates—, en primer lugar, de que, si la tierra está en el centro del cielo y es redonda, no necesita para nada el aire ni ninguna otra necesidad de este tipo para no caer, sino que se basta para sostenerla la propia homogeneidad del cielo consigo mismo en todas sus partes y la igualdad de peso de la propia tierra. Pues un objeto que tiene en todas sus partes igualdad de peso, colocado en medio de algo homogéneo, no podrá inclinarse más o menos en una u otra dirección, sino que quedará inmóvil en la misma posición. He aquí lo primero — dijo — de lo que estoy convencido.

—Y con razón —replicó Simmias.

—Pero además lo estoy —continuó— de que es algo sumamente grande, y de que nosotros, los que vivimos desde Fáside a las Columnas de Heracles, habitamos en una minúscula porción, agrupados en torno al mar como hormigas o ranas alrededor de una charca; y, asimismo, de que hay otros muchos hombres en otros sitios que viven en lugares semejantes. Pues hay alrededor de la tierra por todas partes muchas cavidades de muy diferente forma y tamaño, en las que han confluido el agua, la niebla y el aire. En cuanto a la tierra, está situada pura en el cielo puro, en el que se encuentran los astros y al que llaman éter la mayoría de los que suelen hablar de estas cuestiones. De él precisamente son sedimento aquellos elementos que confluyen siempre en las cavidades de la tierra. Y en dichas cavidades vivimos nosotros sin advertirlo, creyendo que habitamos arriba, en la superficie de la tierra, de la misma manera que uno que habitara en el fondo del piélago creería morar en su superficie y pensaría, al ver el sol y los demás astros a través del agua, que el mar era el cielo, sin que jamás por culpa de su torpeza y debilidad hubiera llegado a flor del mar, ni visto, sacando la cabeza fuera del agua y dirigiéndola en dirección a este lugar de aquí, cuánto más puro y más bello es que aquel en que ellos viven, ni tampoco se lo hubiera oído contar a otro que lo hubiera visto. Y esto es precisamente lo mismo que nos ocurre a nosotros: a pesar de que vivimos en una concavidad de la tierra, creemos que habitamos sobre ella y llamamos al aire cielo, como si verdaderamente lo fuera y a través de él se movieran los astros. Y en esto también el caso es el mismo: por debilidad y torpeza somos incapaces de atravesar el aire hasta su extremo; pues, si alguien llegara a su cumbre, o saliéndole alas se remontara volando, y divisara las cosas de allí, levantando la cabeza tal y como la levantan los peces desde el mar para ver las cosas de aquí, en el supuesto de que fuera capaz su naturaleza para resistir esta contemplación, reconocería que aquello es el verdadero cielo, la verdadera luz y la verdadera tierra. Pues esta tierra, estas piedras y todo el lugar de aquí está echado a perder y corroído, como lo están por el agua salada las cosas del mar, en la que no se produce nada digno de mención ni, por decirlo así, perfecto, sino tan sólo hendiduras, arena, fango en cantidades inmensas y cenagales, incluso donde hay tierra; nada, por consiguiente, que pueda considerarse valioso en lo más mínimo en comparación con las bellezas que hay entre nosotros. Pero mucho mayor aún se mostraría la ventaja que sacan a su vez aquellas cosas a las que hay entre nosotros. Y si está bien contar un mito ahora, vale la pena escuchar, oh Simmias, cómo son las cosas que hay sobre la tierra inmediatamente debajo del cielo.

—Pues, a decir verdad, Sócrates dijo Simmias —, por nuestra parte escucharíamos con gusto ese mito.

—Pues bien, amigo —empezó Sócrates—, se dice, en primer lugar, que la tierra se presenta a la vista, si alguien la contempla desde arriba, como las pelotas de doce pieles, abigarrada, con franjas de diferentes colores, siendo los que hay aquí y emplean los pintores algo así como muestras de aquellos. Allí, en cambio, la tierra entera está formada tales colores y de otros, aún mucho más resplandecientes y puros que éstos: una parte es de púrpura y de maravillosa belleza, otra de color de oro, la otra completamente blanca, más blanca que el yeso o la nieve; y de igual manera está compuesta de los restantes colores y de otros aún mayores en número y más bellos que cuantos hemos visto nosotros, pues incluso sus propias cavidades, que están llenas de agua y de aire, proporcionan un tono especial de color que brilla en medio del abigarramiento de los demás, de tal suerte que ofrece un aspecto unitario continuamente abigarrado. Y siendo ella así, lo que en ella nace está en proporción, árboles, flores y frutos. E igualmente sus montañas y sus piedras son en la misma proporción más bellas en tersura, diafanidad y color. De ellas precisamente son fragmentos esas piedrecillas de aquí tan apreciadas: las coralinas, los jaspes, las esmeraldas y demás piedras preciosas. Allí por el contrario, no hay nada que no sea igual, o aún más bello que éstas. Y la causa es que aquellas piedras son puras y no están corroídas ni estropeadas como las de aquí por la podredumbre y la salobridad debidas a los elementos que aquí confluyen y que tanto a las piedras como a la tierra y, asimismo, a animales y plantas producen deformidades y enfermedades. Mas la verdadera tierra está adornada con todos estos primores, a los que hay que añadir el oro, la plata y demás cosas de este tipo. Son éstas brillantes por naturaleza, pero como son muchas en número Y grandes, y se encuentran por todas las partes de la tierra, resulta que el verla es un espectáculo propio de bienaventurados espectadores. Y hay en ella muchos seres vivos, entre los cuáles hay también hombres que habitan, unos en el interior, otros alrededor del aire, de la misma manera que nosotros vivimos alrededor del mar, otros en islas que circunda el aire y que están cerca del continente. En una palabra: lo que para nosotros es el agua y el mar con respecto a nuestras necesidades, allí lo es el aire; y lo que para nosotros es el aire, para aquéllos es el éter. Y tienen las estaciones del año una temperatura tal, que aquéllos están exentos de enfermedades y viven mucho más tiempo que los de aquí. Y en lo tocante a la vista, el oído, la inteligencia y todas las facultades de este tipo, media entre ellos y nosotros la misma distancia que hay entre el aire y el agua, o el éter y el aire en lo que respecta a pureza. Tienen también recintos sagrados de los dioses y templos, en los que los dioses habitan realmente, y entre ellos y éstos se producen mensajes, profecías, apariciones divinas y tratos semejantes. Ven, además, el sol, la luna y las estrellas tal como son en realidad, y el resto de su bienaventuranza sigue en todo a esto. Tal es la constitución de la tierra en su totalidad y la de lo que rodea a la tierra. Pero hay en ella, en toda su periferia, conforme a sus cavidades muchos lugares: unos son más profundos y más abiertos que aquel en que vivimos; otros son más profundos, pero tienen la abertura más pequeña que la de nuestro lugar, y los hay también que son menores en profundidad que el de aquí y más anchos. Todos estos lugares están en muchas partes comunicados entre sí bajo tierra mediante orificios, unos más anchos y otros más estrechos, y tienen, asimismo, desagües, por los que corre de unos a otros, como si se vertiera en cráteras, mucha agua. La magnitud de estos ríos eternos que hay bajo tierra es inmensa y sus aguas son calientes y frías. Hay también fuego en abundancia y grandes ríos de fuego, como asimismo los hay en grandes cantidades de fango líquido más claro o más cenagoso, como esos ríos de cieno que corren en Sicilia antes de la lava, y también el propio torrente de lava. De éstos, precisamente, se llenan todos los lugares, según les llega en cada ocasión, a cada uno la corriente circular. Y todos estos ríos se mueven hacia arriba y hacia abajo, como si hubiera en el interior de la tierra una especie de movimiento de vaivén. Y dicho movimiento de vaivén se debe a las siguientes condiciones naturales. Una de las simas de la tierra, aparte de ser la más grande, atraviesa de extremo a extremo toda la tierra. Es ésa de que habla Homero, cuando dice:

Muy lejos, allí donde bajo tierra está el abismo más profundo

y que en otros pasajes él y otros muchos poetas han denominado Tártaro. En esta sima confluyen todos los ríos y de nuevo arrancan de ella. Cada uno de ellos, por otra parte, se hace tal y como es la tierra que recorre. Y la causa de que todas las corrientes tengan su punto de partida y de llegada ahí es la de que ese líquido no tiene ni fondo ni lecho. Por eso oscila y, se mueve hacia arriba y hacia abajo. Y lo mismo hacen el aire y el viento que lo rodea. Pues le sigue siempre, tanto cuando se lanza hacia la parte de allá de la tierra como cuando se lanza hacia la parte de acá; y, de la misma manera que el aire de los que respiran forma siempre una corriente espiratoria o inspiratoria, allí también, oscilando al mismo tiempo que el liquido, da lugar a terribles e inmensos vendavales, tanto al entrar como al salir. Así, pues, cuando se retira el agua hacia el lugar que llamamos inferior, las corrientes afluyen hacia las regiones de allá a través de la tierra, y las llenan de una forma similar a como hacen los que riegan. En cambio, cuando se retiran de allí y se lanzan hacia acá, llenan a su vez las regiones de aquí, y en las partes que han quedado llenas discurren a través de canales y de la tierra, y cada una de ellas llega a los lugares hacia los que tiene hecho camino formando mares, lagunas, ríos y fuentes. De aquí, sumergiéndose de nuevo en la tierra, tras dar las unas mayores y más numerosos rodeos, y las otras menos numerosos y más cortos, desembocan de nuevo en el Tártaro, algunas mucho más abajo de donde se había efectuado el riego, otras un poco solamente. Pero todas tienen su punto de llegada más abajo que el de partida, algunas completamente enfrente del lugar de donde habían salido, otras hacia la misma parte. Algunas hay también que dan una vuelta completa, enroscándose una o varias veces alrededor de la tierra como las serpientes, y que, tras descender todo lo que pueden, desembocan de nuevo. Y en uno y otro sentido es posible descender hasta el centro, más allá no, pues una y otra parte quedan cuesta arriba para ambas corrientes. Las restantes corrientes son muchas, grandes y de todas clases, pero en esta gran multitud se distinguen cuatro. De ellas es la mayor el llamado Océano, cuyo curso circular es el más externo. Enfrente de éste corre en sentido contrario el Aqueronte, que, además de recorrer lugares desérticos y pasar bajo tierra, llega a la laguna Aquerusíade, adonde van a parar la mayoría de los muertos y, tras pasar allí el tiempo marcado por el destino, unas más corto y otras más largo, son enviadas de nuevo a las generaciones de los seres vivos. Un tercer río brota entre medias de éstos, y cerca de su nacimiento va a parar a un gran lugar consumido por ingente fuego, formando un lago, mayor que nuestro mar, de agua y cieno hirviente. De allí, turbio y cenagoso, avanza en círculo y, después de rodear en espiral la tierra, llega entre otras partes a los confines de la laguna Aquerusíade sin mezclarse con el agua de ésta; desemboca en la parte más baja del Tártaro, habiendo dado muchas vueltas bajo tierra. Este es el que llaman Piriflegetonte, cuyas corrientes de lava despiden fragmentos incluso en la superficie de la tierra allí donde encuentran salida. Y, a su vez. enfrente de éste hay un cuarto río que aboca primero a un lugar terrible y agreste, según se cuenta, que tiene en su totalidad un color como el del lapislázuli. A este lugar le llaman Estigio, y a la laguna que forma el río, al desaguar en él, Estigia. Tras haberse precipitado aquí, y después de haber adquirido en su agua terribles poderes, se hunde en la tierra, avanza dando giros en dirección opuesta al Piriflegetonte y se encuentra con él de frente en la laguna Aquerusíade. Y tampoco el agua de este río se mezcla con ninguna, sino que, después de haber hecho un recorrido circular, desemboca en el Tártaro por el lado opuesto al del Piriflegetonte. Su nombre es, según dicen los poetas, Cócito. Siendo tal como se ha dicho la naturaleza de estos parajes, una vez que los finados llegan al lugar a que conduce a cada uno su genio, son antes que nada sometidos a juicio, tanto los que vivieron bien santamente como los que no. Los que se estima que han vivido en el término medio, se encaminan al Aqueronte, suben a las barcas que hay para ellos y, a bordo de éstas, arriban a la laguna, donde moran purificándose; y mediante la expiación de sus delitos, si alguno ha delinquido en algo, son absueltos, recibiendo asimismo cada uno la recompensa de sus buenas acciones conforme a su mérito. Los que, por el contrario, se estima que no tienen remedio por causa de la gravedad de sus yerros, bien porque hayan cometido muchos y grandes robos sacrílegos, u homicidios injustos e ilegales en gran número, o cuantos demás delitos hay del mismo género, a ésos el destino que les corresponde les arroja al Tártaro, de donde no salen jamás. En cambio, quienes se estima que han cometido delitos que tienen remedio, pero graves, como, por ejemplo, aquellos que han ejercido violencia contra su padre o su madre en un momento de cólera, pero viven el resto de su vida con el arrepentimiento de su acción, o bien se han convertido en homicidas en forma similar, éstos habrán de ser precipitados en el Tártaro por necesidad; pero, una vez que lo han sido y han pasado allí un año, los arroja afuera el oleaje: a los homicidas frente al Cócito, y a los que maltrataron a su padre o a su madre frente al Piriflegetonte. Y una vez que, llevados por la corriente, llegan a la altura de la laguna Aquerusíade, llaman entonces a gritos, los unos a los que mataron, los otros a quienes ofendieron, y después de llamarlos les suplican y les piden que les permitan salir a la laguna y les acojan. Si logran convencerlos, salen y cesan sus males; si no, son llevados de nuevo al Tártaro y de aquí otra vez a los ríos, y no cesan de padecer este tormento hasta que consiguen persuadir a quienes agraviaron. Tal es, en efecto, el castigo que les fue impuesto por los jueces. Por último, los que se estima que se han distinguido por su piadoso vivir son los que, liberados de estos lugares del interior de la tierra y escapando de ellos como de una prisión, llegan arriba a la pura morada y se establecen sobre la tierra. Y entre éstos, los que se han purificado de un modo suficiente por la filosofía viven completamente sin cuerpos para toda la eternidad, y llegan a moradas aún más bellas que éstas, que no es fácil describir, ni el tiempo basta para ello en el actual momento. Pues bien, oh Simmias, por todas estas cosas que hemos expuesto, es menester poner de nuestra parte todo para tener participación durante la vida en la virtud y en la sabiduría, pues es hermoso el galardón y la esperanza grande. Ahora bien, el sostener con empeño que esto es tal como yo lo he expuesto, no es lo que conviene a un hombre sensato. Sin embargo, que tal es o algo semejante lo que ocurre con nuestras almas y sus moradas, puesto que el alma se ha mostrado como algo inmortal, eso sí estimo que conviene creerlo, y que vale la pena correr el riesgo de creer que es así. Pues el riesgo es hermoso, y con tales creencias es preciso, por decirlo así, encantarse a sí mismo; razón ésta por la cual me estoy extendiendo yo en el mito desde hace rato. Así que, por todos estos motivos, debe mostrarse animoso con respecto de su propia alma todo hombre que durante su vida haya enviado a paseo los placeres y ornatos del cuerpo, en la idea de que eran para él algo ajeno, y en la convicción de que producen más mal que bien; todo hombre que se haya afanado, en cambio, en los placeres que versan sobre el aprender y adornada su alma, no con galas ajenas, sino con las que le son propias: la moderación, la justicia, la valentía, la libertad, la verdad; y en tal disposición espera ponerse en camino del Hades con el convencimiento de que lo emprenderá cuando le llame el destino. Vosotros, Oh Simmias, Cebes y demás amigos, os marcharéis después cada uno en un momento dado. A mí me llama ya ahora el destino, diría un héroe de tragedia, y casi es la hora del encaminarme al baño, pues me parece mejor beber el veneno una vez lavado y no causar a las mujeres la molestia de lavar un cadáver.

Al acabar de decir esto, le preguntó Critón:

—Está bien, Sócrates. Pero ¿qué es lo que nos encargas hacer a éstos o a mí, bien con respecto a tus hijos o con respecto a cualquier otra cosa, que pudiera ser más de tu agrado si lo hiciéramos?

—Lo que siempre estoy diciendo, Critón —respondió— nada nuevo. Si os cuidáis de vosotros mismos, cualquier cosa que hagáis no sólo será de mi agrado, sino también del agrado de los míos y del propio vuestro, aunque ahora no lo reconozcáis. En cambio, si os descuidáis de vosotros mismos y no queréis vivir siguiendo, por decirlo así, las huellas de lo que ahora y en el pasado se ha dicho, por más que ahora hagáis muchas vehementes promesas, no conseguiréis nada.

—Descuida —replicó— que pondremos nuestro empeño en hacerlo así. Pero ¿de qué manera debemos sepultarte?

—Como queráis —respondió—, si es que me cogéis y no me escapo de vosotros. Y, a la vez que sonreía serenamente, nos dijo, dirigiendo su mirada hacia nosotros: no logro, amigos, convencer a Critón de que yo soy ese Sócrates que conversa ahora con vosotros y que ordena cada cosa qué se dice, sino que cree que soy aquel que verá cadáver dentro de un rato, y me pregunta por eso cómo debe hacer mi sepelio. Y el que yo desde hace rato esté dando muchas razones para probar que, en cuanto beba el veneno, ya no permaneceré con vosotros, sino que me iré hacia una felicidad propia de bienaventurados, parécele vano empeño y que lo hago para consolaros a vosotros al tiempo que a mí mismo. Así que — agregó — salidme fiadores ante Critón, pero de la fianza contraria a la que éste presentó ante los jueces. Pues éste garantizó que yo permanecería. Vosotros garantizad que no permaneceré una vez que muera, sino que me marcharé para que así Critón lo soporte mejor, y al ver quemar o enterrar mi cuerpo no se irrite como si yo estuviera padeciendo cosas terribles, ni diga durante el funeral que expone, lleva a enterrar o está enterrando a Sócrates. Pues ten bien sabido, oh excelente Critón —añadió— que el no hablar con propiedad no sólo es una falta en eso mismo, sino también produce mal en las almas. Ea, pues, es preciso que estés animoso, y que digas que es mi cuerpo lo que sepultas, y que lo sepultas como a ti te guste y pienses que está más de acuerdo con las costumbres.

Al terminar de decir esto, se levantó y se fue a una habitación para lavarse. Critón le siguió, pero a nosotros nos mandó que le esperáramos allí. Esperamos, pues, charlando entre nosotros sobre lo dicho y volviéndolo a considerar, a ratos, también comentando cuán grande era la desgracia que nos había acontecido, pues pensábamos que íbamos a pasar el resto de la vida huérfanos, como si hubiéramos sido privados de nuestro padre. Y una vez que se hubo lavado y trajeron a su lado a sus hijos —pues tenía dos pequeños y uno ya crecido— y llegaron también las mujeres de su familia, conversó con ellos en presencia de Critón y, después de hacerles las recomendaciones que quiso, ordenó retirarse a las mujeres y a los niños, y vino a reunirse con nosotros. El sol estaba ya cerca de su ocaso, pues había pasado mucho tiempo dentro. Llegó recién lavado, se sentó, y después de esto no se habló mucho. Vino el servidor de los Once y, deteniéndose a su lado, le dijo:

—Oh Sócrates, no te censuraré a ti lo que censuro a los demás, el que se irritan contra mí y me maldicen cuando les transmito la orden de beber el veneno que me dan los magistrados. Pero tú, lo he reconocido en otras ocasiones durante todo este tiempo, eres el hombre más noble, de mayor mansedumbre y mejor de los que han llegado aquí, y ahora también bien sé que no estás enojado conmigo, sino con los que sabes que son los culpables. Así que ahora, puesto que conoces el mensaje que te traigo, salud, e intenta soportar con la mayor resignación lo necesario. Y rompiendo a llorar, dióse la vuelta y se retiró.

Sócrates, entonces, levantando su mirada hacia él, le dijo:

—También tú recibe mi saludo, que nosotros así lo haremos.—Y, dirigiéndose después a nosotros, agregó—: ¡Qué hombre tan amable! Durante todo el tiempo que he pasado aquí vino a verme, charló de vez en cuando conmigo y fue el mejor de los hombres. Y ahora ¡qué noblemente me llora! Así que, hagámosle caso, Critón, y que traiga alguno el veneno, si es que está triturado. Y si no que lo triture nuestro hombre.

—Pero, Sócrates —le dijo Critón:— el sol, según creo, está todavía sobre las montañas y aún no se ha puesto. Y me consta, además, que ha habido otros que lo han tomado mucho después de haberles sido comunicada la orden, y tras haber comido y bebido a placer, y algunos, incluso, tras haber tenido contacto con aquellos que deseaban. Ea pues, no te apresures, que todavía hay tiempo.

—Es natural que obren así, Critón —repuso Sócrates—, ésos que tú dices, pues creen sacar provecho al hacer eso. Pero también es natural que yo no lo haga, porque no creo que saque otro provecho, al beberlo un poco después, que el de incurrir en ridículo conmigo mismo, mostrándome ansioso y avaro de la vida cuando ya no me queda ni una brizna. Anda, obedéceme — terminó — y haz como te digo.

Al oírle, Critón hizo una señal con la cabeza a un esclavo que estaba a su lado. Salió éste, y después de un largo rato regresó con el que debía darle el veneno, que traía triturado en una copa. Al verle, Sócrates le preguntó:

—Y bien, buen hombre, tú que entiendes de estas cosas, ¿qué debo hacer?

—Nada más que beberlo y pasearte — le respondió — hasta que se te pongan las piernas pesadas, y luego tumbarte. Así hará su efecto.

Y, a la vez que dijo esto, tendió la copa a Sócrates.

Tomóla éste con gran tranquilidad, Equécrates, sin el más leve temblor y sin alterarse en lo más mínimo ni en su color ni en su semblante, miró al individuo de reojo como un toro, según tenía por costumbre, y le dijo:

—¿Qué dices de esta bebida con respecto a hacer una libación a alguna divinidad? ¿Se puede o no?

—Tan sólo trituramos, Sócrates —le respondió— la cantidad que juzgamos precisa para beber.

—Me doy cuenta —contestó—. Pero al menos es posible, y también se debe, suplicar a los dioses que resulte feliz mi emigración de aquí a allá. Esto es lo que suplico: ¡que así sea!

Y después de decir estas palabras, lo bebió conteniendo la respiración, sin repugnancia y sin dificultad.

Hasta este momento la mayor parte de nosotros fue lo suficientemente capaz de contener el llanto; pero cuando le vimos beber y cómo lo había bebido, ya no pudimos contenernos. A mí también, y contra mi voluntad, caíanme las lágrimas a raudales, de tal manera que, cubriéndome el rostro, lloré por mí mismo, pues ciertamente no era por aquél por quien lloraba, sino por mi propia desventura, al haber sido privado de tal amigo. Critón, como aún antes que yo no había sido capaz de contener las lágrimas, se había levantado. Y Apolodoro, que ya con anterioridad no había cesado un momento de llorar, rompió a gemir entonces, entre lágrimas y demostraciones de indignación, de tal forma que no hubo nadie de los presentes, con excepción del propio Sócrates, a quien no conmoviera.

Pero entonces nos dijo:

—¿Qué es lo que hacéis, hombres extraños? Si mandé afuera a las mujeres fue por esto especialmente, para que no importunasen de ese modo, pues tengo oído que se debe morir entre palabras de buen augurio. Ea, pues, estad tranquilos y mostraos fuertes.

Y, al oírle nosotros, sentimos vergüenza y contuvimos el llanto. El, por su parte, después de haberse paseado, cuando dijo que se le ponían pesadas las piernas, se acostó boca arriba, pues así se lo había aconsejado el hombre. Al mismo tiempo, el que le había dado el veneno le cogió los pies y las piernas y se los observaba a intervalos. Luego, le apretó fuertemente el pie y le preguntó si lo sentía. Sócrates dijo que no. A continuación hizo lo mismo con las piernas, y yendo subiendo de este modo, nos mostró que se iba enfriando y quedándose rígido. Y siguióle tocando y nos dijo que cuando le llegara al corazón se moriría.

Tenia ya casi fría la región del vientre cuando, descubriendo su rostro —pues se lo había cubierto—, dijo éstas, que fueron sus últimas palabras:

—Oh Critón, debemos un gallo a Asclepio. Pagad la deuda, y no la paséis por alto.

—Descuida, que así se hará —le respondió Critón—. Mira si tienes que decir algo más.

A esta pregunta de Critón ya no contestó, sino que, al cabo de un rato, tuvo un estremecimiento, y el hombre le descubrió: tenía la mirada inmóvil. Al verlo, Critón le cerró la boca y los ojos.

Así fue, oh Equécrates, el fin de nuestro amigo, de un varón que, como podríamos afirmar, fue el mejor a más de ser el más sensato y justo de los hombres de su tiempo que tratamos.

Platón, Fedón, (Traducción Luis Gil Fernández) Fuente Wikisource (http://es.wikisource.org/wiki/Fedón)


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