La
ética y la política son, para Aristóteles, ciencias
prácticas, saberes que investigan el modo recto de comportarse los agentes
humanos capaces de decidir libremente sobre sí mismos.
Esta
capacidad de decisión libre no debe darse por suministrada por la naturaleza,
puesto que el hombre natural está sometido a las necesidades de subsistencia y
reproducción, y en ese ámbito carece de poder de decisión (no puede decidir no
ser productivo, pues en tal caso no subsistiría).
El
orden en el cual se solventan esas necesidades primarias es el de lo que
Aristóteles denomina el «hogar» (oikos), el ámbito de lo «económico».
Pero Aristóteles señala como la invención más beneficiosa para la especie la de
quienes crearon la polis, que justamente comienza allí donde los
hombres ya tienen suficiente para sobrevivir (es decir, no tienen que vivir
anclados a la necesidad natural) y pueden empezar, por tanto, a decidir
libremente sobre el género de vida que quieren vivir.
Este
umbral, que ya no es el de la supervivencia sino el de la «buena vida» o «vida
digna», señala lo que Aristóteles entiende por política, un saber al que
reconoce la absoluta primacía entre las ciencias prácticas.
«Todo
arte y toda investigación e, igualmente, toda acción y toda elección libre
parecen tender a algún bien. [...] Si, por tanto, de las cosas que hacemos hay
algún fin que queramos por sí mismo, y las demás cosas por causa de él [...],
es evidente que este fin será lo bueno y lo mejor. [...] Si es así, debemos
intentar determinar, al menos esquemáticamente, cuál es este bien y a cuál de
las ciencias o facultades pertenece. Parecería que ha de ser la suprema y
directiva en grado sumo. Esta es, manifiestamente, la política».
Aristóteles:
Ética a Nicómaco, 1094a-b. Gredos, Madrid, 1985.
En las
primeras páginas de la Política, Aristóteles indica el sentido en el
cual la ciudad —a pesar de ser cronológicamente posterior a otras formas de
asociación humana, como la tribu o la familia- es, sin embargo, superior a
ellas y anterior en jerarquía en la medida en que ella «realiza» las potencialidades
del hombre en cuanto tal.
«Puesto
que vemos que toda ciudad es una cierta comunidad y que toda comunidad está
constituida con miras a algún bien [...], es evidente que todas tienden a un
cierto bien, pero sobre todo tiende al supremo la superior entre todas y la que
incluye a todas las demás. Esta es la llamada ciudad y comunidad cívica».
Aristóteles:
Política, 1252a. Gredos, Madrid, 1988.
La
prueba que de ello presenta Aristóteles es la célebre distinción entre los
hombres y los animales en cuanto a sus medios expresivos:
1) Los animales tienen voz; es decir,
pueden comunicar los unos a los otros sus sentimientos de dolor y placer, pues
además del alma vegetativa propia de las plantas poseen también un alma
sensitiva o sensible.
2) Pero solo los hombres tienen palabra (logos)
para discurrir acerca de lo justo y de lo injusto, de lo bueno y de lo
malo, de lo conveniente y lo inconveniente. En otras palabras, solo los hombres
dan al sentido de «bueno» (por ejemplo, al hablar de «vida buena») una
interpretación moral y política, y no únicamente natural o económica.
«El
hombre es el único animal que tiene palabra. Pues la voz es signo del dolor y
del placer, y por eso la poseen también los demás animales, porque su naturaleza
alcanza a tener sensación de dolor y de placer y a indicárselo los unos a los
otros. Pero la palabra es para manifestar lo conveniente y lo perjudicial, así
como lo justo y lo injusto. Y esto es lo propio del hombre frente a los demás
animales: poseer, solo él, el sentido del bien y del mal, de lo justo y de lo
injusto, y de los demás valores».
Aristóteles:
Política, 1253a. Gredos, Madrid, 1988.
A la
hora de definir la virtud, Aristóteles procede a determinar el género de cosas
al que pertenece la virtud. Se dice de la virtud que es una «afección del
alma»; es decir, que se incluye en esa clase de cosas que ocurren en el alma.
Ahora bien, en el alma encontramos al menos las tres clases de afecciones
siguientes: facultades, pasiones y hábitos:
1) Sería inadecuado considerar la virtud como
una facultad, puesto que a nadie se le llama bueno o malo (en sentido
ético) por tener una facultad o carecer de ella.
2) Igualmente, sería erróneo considerarla una pasión,
pues nadie es virtuoso ni vicioso por sentir tales o cuales pasiones
(sino, en todo caso, por lo que hace como consecuencia de tales sentimientos).
3) Por tanto, la virtud solo puede ser un hábito,
lo cual es de la mayor importancia, porque vuelve a recordarnos lo que
dijimos antes sobre el modo de «ser en el tiempo» de los mortales, de su
conducta y de su lenguaje. A diferencia de los dioses, los hombres no pueden
ser buenos «de una vez por todas» o «de una vez para siempre», sino que en
ellos la
bondad,
como la maldad, tiene que darse «una vez tras otra» y, por tanto, solo puede
entrar en su carácter convirtiéndose en un hábito.
En
concreto, la virtud es para Aristóteles el hábito de elegir (en las pasiones
y facultades que inclinan a la acción) el «término medio» de acuerdo con la
razón (es decir, con el logos): no es bueno quien se enfada ni
quien no se enfada, sino quien se enfada en la medida en que ha de hacerlo, con
quien debe enfadarse y cuando procede, y así con respecto a todas las demás
afecciones.
Naturalmente,
al lector moderno le deja insatisfecho esta fórmula, pues inmediatamente se
pregunta: ¿cómo elegir el término medio según la razón? Pero ello no
constituye un problema en el contexto aristotélico, que no es el de una
subjetividad atormentada en liza consigo misma, sino el de la plaza pública,
el espacio político de la deliberación racional mediada por el lenguaje y
sometida al veredicto del logos.
«Ser
bueno» se dice a menudo en la Grecia antigua en un sentido no específicamente
ético (es una «buena» flecha la que cumple a la perfección su papel de flecha,
y es un «buen» pianista o un «buen» tenista quien realiza estas funciones de
acuerdo con normas de excelencia colectivamente compartidas), pero ¿qué sería
lo propio del hombre en cuanto hombre?
También
hemos indicado anteriormente que lo propio del hombre, lo exclusivo de él es,
para Aristóteles, la actividad teórica, el conocimiento intelectual, el
ejercicio del pensamiento (en el sentido de que la teoría es una modalidad de
práctica, un género de vida elegido o elegible)./
Aristóteles
se interesa por las virtudes de la «parte racional» del alma, especialmente
las virtudes intelectuales que apuntan al conocimiento de la verdad y
que pueden adquirirse mediante instrucción. Pero la importancia que Aristóteles
concede a la superioridad de la vida teórica no puede hacernos olvidar que se
trata solamente de una «imitación» del dios; es decir, que la vida de hombre no
puede ser únicamente teórica, del mismo modo que «sustancia» no puede ser el
único sentido de la palabra «ser».
Para
Aristóteles, como para Platón, la práctica de la virtud debe conducir a la
felicidad, pues la felicidad es aquello que se quiere absolutamente, no como
medio para algo mejor sino como un fin en sí mismo.
La felicidad
no reside en la inmortalidad del alma, pues lo único inmortal o subsistente en
el tiempo son las especies y los géneros (la especie humana, no los individuos
que la componen), sino en el bienestar consigo mismo y con los demás.
A esta concepción de la felicidad subyace, sin duda, la extrema importancia que Aristóteles atribuye a los ideales griegos de autonomía y de autarquía; es decir, del hombre que es libre para conducir su vida y que valora, tanto como la justicia y la verdad, la amistad y la libertad, que, lejos de obtenerse separándose de los semejantes, solo pueden ganarse habitando entre ellos «políticamente».
__________________________________________________Navarro Cordón, Juan Manuel y Pardo, José Luis. Historia de la Filosofía, Madrid, Anaya, 2009
![]() Lic.CC.2.5 ![]() |