Mitos de soberanía

Las teogonías y las cosmogonías griegas comprenden, como las cosmologías que les han sucedido, relatos de génesis que explican la aparición progresiva de un mundo ordenado. Pero son, también y ante todo, otra cosa: mitos de soberanía. Exaltan el poder de un dios que reina sobre todo el universo; hablan de su nacimiento, sus luchas, su triunfo.  En todos los dominios —natural, social y ritual—, el orden es el producto de esa victoria del dios soberano. Si el mundo ya no está librado a la inestabilidad y a la confusión, es porque al término de los combates que el dios ha tenido que sostener contra rivales y monstruos, su supremacía aparece definitivamente asegurada, sin que nada pueda en adelante ponerla en cuestión.  La Teogonía de Hesíodo se presenta así como un himno a la gloria de Zeus rey. La  derrota de los Titanes y la de Tifeo, vencidos igualmente por el hijo de Cronos, no vienen solamente a coronar, como su conclusión, el edificio del poema.  Cada episodio resume y compendia toda la arquitectura del mito cosmogónico. La victoria de Zeus, en cada caso, es una institución del orden del mundo. El relato de la batalla que lanza una contra otra las dos generaciones rivales de los Titanes y los Olímpicos, evoca explícitamente el retorno del universo a un estado original de indistinción y desorden. Estremecidas por el combate, las potencias primordiales, Gaia, Ouranós, Pontos, Okéanos, Tártaros, que antes estaban diferenciadas y situadas en su lugar, se encuentran mezcladas de nuevo. Gata y Uranos, cuya separación  había  narrado  Hesíodo,  parecen juntarse y unirse de nuevo, cual si se abalanzaran la una contra el otro. Creyérase que el mundo subterráneo ha irrumpido a la luz: el universo visible, en vez de afirmar su belleza permanente y ordenada entre los dos límites fijos que lo encuadran, abajo la tierra, residencia de los hombres, y arriba el cielo, donde sesionan los dioses, ha vuelto a tomar su aspecto primitivo de caos: un abismo oscuro y vertiginoso, una abertura sin fondo, la vorágine de un espacio sin direcciones recorrido al azar por remolinos de vientos que soplan en todo sentido. La victoria de Zeus vuelve a poner todo en su lugar. Los Titanes, seres   ctónicos, son precipitados, cargados de cadenas, al fondo del Tártaro ventoso. En adelante, en el abismo subterráneo en que la Tierra, el Cielo y el Mar hunden sus raíces comunes, las borrascas podrán agitarse sin fin en desorden. Poseidón ha sellado sobre   los Titanes las puertas que cierran para siempre las moradas de la Noche. No hay peligro ya de que khaos resurja a la luz para sumergir al mundo visible.

La batalla contra Tifeo (se trata de una interpolación que data sin duda de fines del siglo VII) retoma temas análogos. En páginas sugestivas, Cornford ha relacionado este episodio con el combate de Marduk contra Tiamat. Como Tiamat, Tifeo representa los poderes de confusión y desorden, el retorno a lo informe, al caos. Lo que hubiera sido el mundo si el monstruo de mil voces, hijo de Gea y de Tártaros, hubiese conseguido reinar en lugar de Zeus sobre los dioses y los hombres, es fácil de imaginar: de sus restos mortales nacen los vientos, que en vez de soplar siempre en la misma dirección, en forma fija y regular (como lo hacen el Noto, el Bóreas y el Céfiro), se abaten en enloquecidas borrascas, al azar, en direcciones imprevisibles, tan pronto para aquí como para allá. Derrotados los Titanes y fulminado Tifeo, Zeus, presionado por los dioses, toma para sí la soberanía y se asienta en el trono de los inmortales; luego distribuye las cargas y los honores (timaí) entre los Olímpicos. De igual modo, proclamado rey de los dioses, Marduk mató a Tiamat, cortó en dos su cadáver y arrojó al aire una de sus mitades, que formó el cielo; estableció entonces el lugar y el movimiento de los astros, fijó el año y los meses, ordenó el tiempo y el espacio, creó a la raza humana y repartió los privilegios y los destinos. Estas semejanzas entre la teogonía griega y el mito babilónico de la creación no son fortuitas. La hipótesis, formulada por Cornford, de que éste es fuente de aquélla, ha sido confirmada y también matizada y completada por el descubrimiento reciente de una doble serie de documentos: por una parte, las tablillas fenicias de Ras Shamra (principios del siglo XIV a. C.) y, por otro, unos textos hititas en cuneiforme que reproducen una antigua saga hurrita del siglo XV. La resurrección casi simultánea de ambos conjuntos teogónicos ha revelado toda una serie de convergencias nuevas que explican la presencia, en la trama del relato hesiódico, de detalles que parecían fuera de lugar o incomprensibles. El problema de las influencias orientales sobre los mitos griegos de génesis, el de su amplitud y sus límites, así como el de los caminos y la fecha de su penetración, quedan así planteados en forma precisa y firme.

En estas teogonías orientales, como en las de Grecia a las cuales pudieron servir de modelos, los temas de génesis quedan integrados en una vasta epopeya real que hacen enfrentarse en la lucha, por la dominación del mundo, las generaciones sucesivas de los dioses y de las diferentes potencias sagradas. El establecimiento de un poder soberano y la fundación del orden aparecen cómo los dos aspectos inseparables de un mismo drama divino, como el trofeo de una misma lucha, como el fruto de una misma victoria. Este rasgo general marca la dependencia del relato mítico respecto de los rituales reales, de los que constituye al principio un elemento, pues viene a ser su acompañamiento oral. El poema babilónico de la creación, el Enuma elis, se cantaba así todos los años el cuarto día de la fiesta real de Creación del Año Nuevo, en el mes de Nisán, en Babilonia. En aquella fecha, se creía que el tiempo había terminado su ciclo: el  mundo retornaba a su punto de partida. Momento crítico en que el orden, en su totalidad, volvía a ponerse en cuestión. Durante el curso de la fiesta, el rey reproducía mímicamente, contra un dragón, un combate ritual.  Así, repetía cada año la hazaña realizada por Marduk contra Tiamat en el origen del mundo.  La prueba y la victoria reales tenían una doble significación: a la vez que confirmaban el poder de soberanía del monarca, adquirían el valor de una nueva creación del orden cósmico, meteorológico y social. Por la virtud religiosa del rey la organización del universo, tras un período de crisis, se veía renovada y asegurada para un nuevo ciclo temporal.

A través del rito y del míto babilónicos se expresa una concepción particular de las relaciones de la soberanía y del orden. El rey no domina solamente la jerarquía social; interviene también en la marcha de los fenómenos naturales. El ordenamiento del espacio, la creación del tiempo, la regulación del ciclo atmosférico, aparecen integrados en la actividad real; son aspectos de su función de soberanía. Confundidas como continúan naturaleza y sociedad, el orden, en todas sus formas y en todos sus dominios, queda bajo la dependencia del soberano. Ni en el grupo humano ni en el universo se lo ha concebido todavía, en y por sí mismo, como algo abstracto. Para existir tiene necesidad de ser establecido, y para durar, de ser conservado; siempre supone un agente ordenador, una potencia creadora, capaz de promoverlo. Dentro del esquema de este pensamiento mítico no se podría imaginar un dominio autónomo de la naturaleza ni una ley de organización inmanente al universo.

Vernant, Jean-Pierre Los orígenes del pensamiento griego, Eudeba, Buenos Aires, 1965, pp.87-90.



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