Tal y
como es inaugurada por Platón, la Metafísica tiene por naturaleza dos
vertientes. En primer lugar, la vertiente
crítica que
es la
conciencia de la escisión en el ser: el Ateniense da por primera vez un
nombre
propio a las dos mitades del Todo: lo Sensible y lo Inteligible. De
nuevo la
escritura nos sirve de metáfora para comprender el sentido de esa
conciencia
de
la escisión: en lo escrito se manifiesta con toda claridad la
separación de dos
órdenes, el dominio gráfico-material del signo sensible que sirve de
vehículo
al significado, la letra, y el
dominio intelectual-inmaterial del sentido transportado por ese signo y
que
para nada se confunde con él. Así, para comprender
lo que leemos es preciso borrar la materialidad del signo, volverse
ciego a su
apariencia sensible y superarla hacia el significado que constituye su esencia. La vertiente crítica de la
Metafísica es una llamada de atención sobre el hecho de que, al menos
desde que
escribimos y vivimos en la Ciudad, lo que pensamos y entendemos de los
discursos -la verdad- no se aloja en lo que vemos y sentimos. Esto
invita a
poner aparte dos clases de objetos de naturaleza por completo distinta:
los
objetos de la percepción sensorial -digamos: los cuerpos- y los objetos
de la
concepción intelectual -digamos: las Ideas-.
Si
entre ambos órdenes no hubiera absolutamente ningún tipo de relación,
la
Metafísica quedaría condenada a esa observación y sería una doctrina
sin
porvenir, simple testimonio de una cultura escindida. Las
letras y los cuerpos
no son más que
la vestidura sensible de las Ideas, las apariencias perceptibles tras las cuales
se ocultan las esencias. Pero la vestimenta debe
revelar, de algún modo, la forma de la figura que reviste; es por eso
que los
nombres son imitaciones de las cosas (Cratilo,
430 a-b) y, más exactamente, "imitación de la esencia de las cosas
mediante sílabas y letras" (ibíd.,
431 d). Generalizando esta tesis, todo el "mundo visible" es un mundo
de signos que imitan -imperfectamente, pues toda imagen contiene menos
que
aquello de lo que es imagen- las realidades del "mundo inteligible",
las Ideas, las esencias. Lo que sentimos es una copia de lo que
pensamos o de
lo que deberíamos pensar.
Por
ello, junto a su vertiente crítica, señalamiento del abismo que media
entre lo
Sensible y lo Inteligible, y que desde Platón se llama jórismós,
la Metafísica erige una vertiente metódica, un camino (=método) que
permite saltar ese precipicio, obviar la escisión, suturar la grieta.
La
Metafísica parte de una ruptura y va hacia una costura: del
desgarramiento del
ser hasta su reparación, la reparación de la "injusticia" de la que
hablaba Anaximandro. Para esta vertiente metódica, la historia de la
Metafísica
ha conocido prácticamente un solo nombre que ya tiene ese sentido en
Platón: la
dialéctica. Dialéctica que significa, sin duda, "arte del diálogo",
pero en un sentido muy preciso. Según hemos visto, lógos
(palabra, razón) quiere decir: una cierta capacidad para
captar diferencias que eran ilegibles para el mito. Es por ello que el
Lógos,
ojo de las diferencias, nace originariamente como día-lógos, contraste
de
pareceres, discusión de opiniones no convergentes. El diálogo evidencia
la
diferencia, pues sólo comienza a partir de un cierto desacuerdo, de una
pregunta con varias respuestas o un problema con varias soluciones;
pero el
diálogo, también, permite reducir la multiplicidad a la unidad: en el
curso de
su desarrollo, los participantes llegan a un acuerdo, es decir, la
diversidad
de opiniones queda reducida a la unidad de la verdad: la verdad puede
ser sólo
una, porque el ser con el que coincide, la Idea-modelo de la cual las
palabras
y letras son imitaciones, es también única. Vemos ahí brillar uno de
los
principios más pertinaces del Lógos metafísico: que entre la verdad y
la
falsedad no hay término medio, que de varios enunciados que aspiren a
la verdad
solo uno puede ser legítimo. La dialéctica como arte de la rivalidad y
la
competición tiene la virtud de enfrentar las palabras contendientes a
esa
especie de ordalía filosófica que es la prueba de la Idea: de todas las
oraciones que se ofrecen como copias del ser, solo una
resistirá la
comparación con su Modelo inteligible. Hay diálogo porque el ser está
roto en
muchos discursos en muchos logoi;
pero el diálogo es la historia de su re-composición, de la restitución
de la
unidad.
"Una conversación que quiera llegar a
explicar una
cosa tiene que empezar por quebrantar esa cosa a través de una
pregunta... El
que surja una pregunta supone siempre introducir una cierta ruptura en
el ser
de lo preguntado. (La dialéctica) no se refiere a aquel arte de hablar
y
argumentar que es capaz de hacer fuerte una causa débil, sino al arte
de pensar que es capaz
de reforzar lo dicho desde la cosa misma... (El acuerdo sobre el tema)
no es un
proceso externo de ajustamiento de herramientas, y ni siquiera es
correcto
decir que los compañeros de diálogo se adaptan unos a otros, sino que
ambos van
entrando, a medida que se logra la conversación, bajo la verdad de la
cosa
misma." (H.G.
Gadamer,
Verdad y Método, II, 2,
11.3)
Encontramos de ese modo la distinción
pertinente entre
dialéctica y sofística, entre metafísica y retórica: mientras que la
palabra-poder
(sofistico-retórica) persigue solo alcanzar la victoria sobre el
contrario,
imponerle un argumento, y por tanto se queda en el ámbito de la
imitación -el
bello hablar o el bello escribir- sin trascenderlo hacia lo imitado,
la
dialéctica enseña que el diálogo es palabra dicha sobre
algo y no más bien sobre nada; palabra que no se sustenta
solo en sí misma, en su composición ingeniosa, sino en el ser mismo de
la cosa
en la que se apoya y que desea elucidar; palabra que no habla sobre sí
misma o
sobre otras palabras, sino sobre cosas, para decir su ser, que se refiere a algo que
está fuera y más allá del
ámbito mismo de la conversación. Si hablar es atribuir un predicado a
un
sujeto, S es P, debe quedar claro que, desde el momento en que se
habla,
aquellos que dialogan aceptan y convienen en que S es algo y no más
bien nada,
pues su mera conversación presupone la existencia de la cosa misma de
la que
hablan, y la controversia atañe sólo a la cuestión de saber qué
predicado ha de
atribuírsele. Pues de todos los predicados posibles que los
interlocutores
sugieren, solo uno expresa la esencia de la cosa, solo uno supera la
escisión
S/P, solo uño reúne al ser consigo mismo, S = P. Quien no respeta este
principio
(el sofista) destruye ipso facto la esencia del objeto acerca
del cual se dialoga, y entonces la palabra pierde su sustento, es
palabra sobre
nada, arma arrojadiza que se lanza contra el otro.
El
diálogo solo tiene éxito si, en su punto de conclusión, uno de los
contrincantes ha convencido al otro por la fuerza de sus argumentos y
por la
luz de la verdad, si la originaria dualidad de criterios se ha reducido
a la
unidad, sin tomar en cuenta para nada cuál sea la "opinión general"
de la comunidad:
"Yo,
por mi parte, si no te presento como testigo de lo que he dicho a ti
mismo, que
eres uno solo, considero que no he llevado a cabo nada digno de tenerse
en
cuenta sobre el objeto de nuestra conversación". (Platón, Gorgias, 472 c)
Y el
diálogo, en cambio, fracasa, cuando alguno de sus participantes,
habiéndose
contradicho, se niega a ceder el lógos
(dar la palabra y dar la razón) al otro. Se advertirán las
consecuencias de tan
obstinada actitud: si el objetivo era reducir dos discursos a uno solo,
cuando
alguien cae en contradicción sin resignarse al silencio, no son ya dos
los
criterios en conflicto, sino tres. Si alguien está dispuesto a hablar en
contra de lo que piensa, es como si el diálogo fuese a tres voces en
lugar de a
dos, lo que arruina por completo la posibilidad de un acuerdo al
complicar la
proliferación de las diferencias. Entendemos así el enfado de Sócrates
con los
sofistas:
"Destruyes,
Calicles, las bases de la conversación, y ya no puedes buscar bien la
verdad
conmigo, si vas a hablar contra lo que piensas". (Gorgias,
495.b)
El
diálogo no solamente presupone la unidad del objeto de la conversación, que
quedaría destruida
si alguien pretendiese aplicarle más de un predicado para expresar su
esencia,
sino también la unidad del sujeto de la palabra, que se quiebra si alguien no
se mantiene igual
a sí mismo y habla contra sus propias palabras:
"Sin
embargo, yo creo, excelente amigo, que es mejor que mi lira esté
desafinada, y
que desentone de mí, e igualmente el coro que yo dirija, y que muchos
hombres
no estén de acuerdo conmigo y me contradigan, antes de que yo, que no
soy más
que uno, esté en desacuerdo conmigo mismo y me contradiga". (482 b-c)
De esta
forma, la dialéctica socrática se convierte, en manos de Platón, en
procedimiento para seleccionar lo que puede y lo que no puede pasar por
el
filtro de la representación lógica. La dialéctica llena el tiempo que
separa al
ser de sí mismo. El Día-Lógos lee las diferencias de parecer (de
"aparecer") que la escritura y la Ciudad han hecho visibles y se
propone introducirlas en una medida, ya que en el diálogo
"dialéctico" solo advienen a la palabra aquellas distancias que
pueden ser colmadas por la unidad. La Metafísica inaugural denuncia la
escisión
de lo Sensible y lo Inteligible al mismo tiempo que anuncia su
reunificación
bajo la forma de un diálogo que ha de durar el tiempo suficiente para
que lo
sensible sea borrado por el "ojo del alma" en beneficio de la Idea,
de la verdad, del ser. En ese momento cesa el diálogo y comienza la
contemplación (theoríá) silenciosa
de
lo que es.
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Pardo, José Luis La Metafísica. Preguntas si respuesta y problemas sin solución, Montesinos, Barcelona, 1989, pp.46-52.
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