Cuaderno de Materiales número 9, Febrero de 1999 

 

 

 

EL TRABAJO A TRAVÉS DE LA HISTORIA

- Javier Alvarez Dorronsoro -

 

 

     Las siguientes líneas tratan de proyectar una breve visión histórica del trabajo. Esta perspectiva permite, a mi juicio, explicar la génesis del significado del trabajo. El trabajo, tal como hoy lo conocemos, no es un hecho natural; tanto su contenido como el papel que ha jugado en las vidas de los seres humanos no ha sido siempre el mismo, sino que se ha modificado a lo largo de la historia. A partir de esa visión podemos evaluar mejor las pérdidas o los progresos que ha experimentado la institución del trabajo.

    En el mundo antiguo y en las comunidades primitivas no existe un término como el de trabajo con el que hoy englobamos actividades muy diversas, asalariadas y no asalariadas, penosas y satisfactorias, necesarias para ganarse la vida o para cubrir las propias necesidades. En el mundo griego se juzgaba que la cualificación y la distinción entre actividades era algo esencial. Aristóteles distinguía entre actividades libres y serviles y rechazaba estas últimas porque "inutilizaban al cuerpo, al alma y a la inteligencia para el uso o la práctica de la virtud"; comparaba el trabajo "que se hace para otros" al del esclavo y criticaba con energía la actividad crematística que "pone todas las facultades al servicio de producir dinero". Consideraba que la finalidad de la actividad tenía extrema importancia, pero dicho fin no se podía restringir a la utilidad de las actividades. Aristóteles entendía que las actividades son útiles (leer y escribir, por ejemplo, era útil para la administración de la casa; el dibujo para evaluar el trabajo de los artesanos), pero las actividades, a su entender, no debían perseguir siempre la utilidad. "Buscar en todo la utilidad es lo que menos se ajusta a las personas libres y magnánimas". Era también preciso preguntarse, según él, en que modo determinadas actividades contribuyen a la formación del carácter y del alma (Aristóteles, 1988).

     En aquellos tiempos el ocio era mucho más valorado que en la actualidad y más apreciado que cualquier tipo de trabajo. Pensadores y filósofos llamaban a reflexionar sobre la manera de ocupar este tiempo de no trabajo. "En efecto -dice Aristóteles- ambos (trabajo correcto y ocio) son necesarios, pero el ocio es preferible tanto al trabajo como a su fin, hemos de investigar a qué debemos dedicar nuestro ocio… y también deben aprenderse y formar parte de la educación ciertas cosas con vistas a un ocio en la diversión…" (Aristóteles, 1988)

    En Grecia se estableció una diferencia radical entre dos esferas de actividad: la relacionada con el mundo común, y la relativa a la conservación de la vida. La política –no concebida como una profesión de especialistas, como se hace actualmente- era la actividad paradigmática en ese primer mundo, al que tenían acceso todos los ciudadanos libres. La relación entre estos dos mundos podemos representarla, como hace Arendt, mediante la dialéctica entre la libertad y la necesidad. Las actividades del mundo de lo común o de la polis constituirían el ámbito de la libertad, mientras que las tareas dirigidas a la conservación de la vida, que contribuían al desarrollo de la comunidad familiar, conformaban el ámbito de la necesidad. Era preciso que un determinado sector de la sociedad ejerciera estas últimas funciones –predominantemente los esclavos- para que otros sector, el de los hombres libres, pudiera dedicarse a las actividades realmente estimadas (Arendt, 1993).

    En la época medieval el trabajo en general no ganó mayor aprecio. Desde la perspectiva cristiana hay una inclinación a justificar el trabajo, pero no a verlo como algo valioso. Los pensadores cristianos hacían referencia al principio paulino "quien no trabaja no debe comer…", pero entendían que el trabajo era un castigo o, cuando menos un deber. Se justificaba el trabajo por la maldición bíblica y por la necesidad de evitar estar ocioso. Como vemos el ocio comienza a adquirir otra connotación algo distinta a la del mundo antiguo. Sin embargo, la vida monástica dedicada a la contemplación se valora mejor que el trabajo. Para legitimar esta excepción al principio paulino, filósofos como Santo Tomás argumentan que el trabajo es un deber que incumbe a la especie humana, pero no a cada hombre en particular.

   Por otra parte, al trabajo no se le atribuye, a diferencia de lo que ocurre en la actualidad, un papel trascendente en la sociabilidad. Tanto en el mundo antiguo como en la Edad Media se ve al ser humano como un ser sociable por naturaleza. No hay que inventar razones para justificar la agrupación de los individuos en sociedad, como se hará más tarde a través de los modelos contractualistas. Las personas, según esa perspectiva, solo pueden realizarse o completarse como tales, viviendo en sociedad; al margen de ella, llegó a decir Aristóteles, el hombre "o es una bestia, o es un Dios". Su telos es un fin compartido que no puede alcanzarse aisladamente. El trabajo no es el fundamento de la asociación humana. Para los griegos, la actividad asociativa por excelencia era la actividad política.

   Con el pensamiento moderno nace una concepción muy diferente del trabajo. En primer lugar, aparece como una actividad abstracta, indiferenciada. No hay actividades libres y serviles, todo es trabajo y como tal se hace acreedor de la misma valoración, como luego veremos, muy positiva, incluso apologética. En la literatura sobre el desarrollo del capitalismo encontramos dos explicaciones, ambas convincentes, de esta transformación de la actividad diferenciada en trabajo neutro. Según Marx, la mudanza tiene lugar cuando se produce predominantemente para el mercado y el trabajo se convierte en valor de cambio. Según Weber, desde la perspectiva luterana del trabajo se juzgaba que todas las profesiones merecían la misma consideración, independientemente de su modalidad y de sus efectos sociales. Lo decisivo para cada persona era el cumplimiento de sus propios deberes. Esto se ajustaba a la voluntad de Dios y era la manera de agradarle.

    La visión del trabajo como actividad fundamentalmente homogénea, no diferenciada, tenía también consecuencias prácticas: enmascaraba la diferencia entre trabajo penoso y satisfactorio, y entre el trabajo manual y el trabajo intelectual; justificaba la desigualdad como necesidad técnica debida a la división del trabajo; y por último, encubría el hecho de que el trabajo es un elemento discriminador por excelencia debido al diverso estatus de vida que proporciona según el lugar que ocupan los individuos en la producción.

    Sin embargo, esta concepción del trabajo ha venido coexistiendo con una cierta jerarquización (al margen de su consideración moral) basada en criterios económicos, justificados en buena medida por los teóricos de la ciencia económica. Desde esta perspectiva, los niveles más altos de la escala correspondían al trabajo productor de plusvalía, denominado trabajo productivo; al que se intercambiaba por dinero a través del comercio o del salario (frente al trabajo que no reunía estos requisitos como es el trabajo doméstico) y al trabajo identificado con la creación de productos artificiales. Como correlato, se despreciaba el trabajo dedicado a las necesidades vitales y el trabajo que no dejaba huella, monumento o prueba para ser recordado. El trabajo dedicado a las labores naturales como la reproducción o el cuidado carecía de valor.

     En segundo lugar el pensamiento moderno mitificó la idea del trabajo. La literatura de los grandes pensadores de la época contribuyó a esta mutación proporcionando argumentos en favor de su fundamentación. Para John Locke el trabajo era la fuente de propiedad . Según él, Dios ofreció el mundo a los seres humanos y cada hombre era libre de apropiarse de aquello que fuera capaz de transformar con sus manos (John Locke, 1990). Para Adam Smith el trabajo era la fuente de toda riqueza. Las teorías del valor de Adam Smith y de David Ricardo tenían su base en la idea de que el trabajo incorporado al producto constituía la fuente de propiedad y de valor (Myrdal, 1967).

     Una nueva perspectiva teológica del trabajo favoreció también su mitificación. Comenzó a ser visto no como un castigo divino o simplemente como un deber, sino como el mejor medio de realización humana. El trabajo adquirió nuevos significados: a) un sentido cósmico, según el cual el ser humano completaba la obra que Dios le entregó para que la embelleciera y la perfeccionara; b) un sentido personal, por ser el mejor medio para que el individuo, que nace débil y necesitado, encontrara su perfección; c) un sentido social, en la medida en que el trabajo era el factor decisivo en la "creación de sociedad" y la impulsión del progreso (Ruben Sanabria, 1980 ). La ética puritana, en particular, completaba esta idea trascendente del trabajo al considerarlo como un "fin en sí mismo" (lejos de la concepción de Tomas de Aquino que lo entendía como un medio para la conservación personal y social) y como el elemento que da sentido a la vida.

     La exaltación del trabajo en el momento del desarrollo industrial era compartida por muchos sectores sociales. A finales del siglo XIX Paul Lafargue, si bien culpaba a la moral burguesa y cristiana de haber inculcado a la sociedad el "amor al trabajo", reconocía en las clases trabajadoras una "pasión amorosa" por el mismo:

Una pasión invade a las clases obreras de los países en que reina la civilización capitalista; una pasión que en la sociedad moderna tiene por consecuencia las miserias individuales y sociales que desde hace dos siglos torturan a la triste Humanidad. Esa pasión es el amor al trabajo, el furibundo frenesí del trabajo, llevado hasta el agotamiento de las fuerzas vitales del individuo y de su progenitura. En vez de reaccionar contra esa aberración mental, los curas, los economistas y los moralistas han sacrosantificado el trabajo. Hombres ciegos y de limitada inteligencia han querido ser más sabios que su Dios; seres débiles y detestables, han pretendido rehabilitar lo que su Dios ha maldecido (Lafargue, 1973).

     Lafargue pertenece a la tradición socialista pero ésta no mantiene ni mucho menos una posición unánime en la crítica del trabajo. Saint-Simon, por ejemplo, proponía sustituir el principio evangélico de "el hombre debe trabajar" por "el hombre más dichoso es el que trabaja" y afirmaba que "la humanidad gozaría de toda la dicha a la que puede aspirar si no hubiera ociosos". El reformador social Etienne Cabet se disponía a acabar en su Icaria con la pereza e imponer la obligatoriedad del trabajo. El Manifiesto del primer congreso de la Asociación Internacional del Trabajo (AIT) exaltaba el "trabajo grande y noble, fuente de toda riqueza y de toda moralidad" (Pérez de Ledesma, 1979).

     En el propio Karl Marx la consideración sobre el trabajo tampoco presenta unos perfiles muy nítidos. Mantuvo una visión positiva del mismo en cuanto que actividad potencial (fuente de toda productividad y expresión de la misma humanidad del hombre) no como existía en la realidad. Criticó el trabajo en la sociedad capitalista como actividad enajenada ("el trabajador se relaciona con el producto de su trabajo como un objeto extraño") y señaló los efectos perniciosos de la división del trabajo en la Ideología alemana. Consideró que la supresión del trabajo debía ser uno de los objetivos fundamentales del comunismo. De hecho, en la Crítica al Programa del Partido Obrero Alemán, refiriéndose a la fase superior de la sociedad comunista, señaló que "la subordinación esclavizadora de los individuos a la división del trabajo habrá desaparecido y, como consecuencia, la oposición entre el trabajo manual y el trabajo intelectual" (Marx, 1965-68 , en Dumont, 1982).

     Sin embargo, para Marx, el desarrollo de la productividad (ligada a la división del trabajo) era una precondición para la sociedad comunista y, al mismo tiempo, muchos de los males de la sociedad capitalista guardaban relación con la división del trabajo. Esta suerte de paradojas en las que el establecimiento a través de un proceso penoso de unas determinadas condiciones posibilitaba la liberación o emancipación a más largo plazo jugó un papel decisivo en la tradición socialista a la hora de justificar el presente (y más todavía cuando este presente estaba gobernado por la clase trabajadora, como ocurría en los llamados países socialistas). Así, los efectos nocivos y embrutecedores de los procesos que promovían un aumento de productividad eran subestimados o embellecidos porque acercaban objetivamente las condiciones de posibilidad del comunismo.

     El enaltecimiento del trabajo llevó consigo el menosprecio por otro tipo de actividades y una nueva concepción del tiempo. Se juzgaba que el tiempo era valioso desde el momento en el que estaba dedicado a la producción y al trabajo. Ocuparlo con otras actividades era perder el tiempo, "estar ocioso". Desde las primeras décadas del desarrollo industrial dedicar tiempo al ocio fue sinónimo de degradación. Las palabras de Benjamin Franklin "el tiempo es oro" ilustran el espíritu de la época al respecto. Cuando Franklin hace referencia al trabajo dentro del catálogo de virtudes, anota lo siguiente: "Trabajo: no perder el tiempo; estar siempre ocupado en hacer alguna cosa provechosa; evitar las acciones innecesarias".

     E.P. Thompson en su obra Costumbres en común relata como se pasa de la modalidad del trabajo en la que las tareas determinan los ritmos y la dedicación al trabajo regulado por el tiempo. La primera modalidad reúne dos características: a) es más comprensible desde un punto de vista humano; b) establece una distinción menor entre el trabajo y la vida. Las relaciones sociales y el trabajo están entremezcladas -la jornada de trabajo se alarga o contrae de acuerdo con las labores necesarias- y no hay conflicto entre el trabajo y el "pasar el tiempo".

     En la segunda modalidad los empresarios calculan sus expectativas sobre el trabajo contratado en "jornadas (por ejemplo, cuánto cereal podía segar un hombre en una jornada). El patrón dispone del tiempo de su mano de obra y debe evitar que se malgaste. No es el quehacer el que domina sino el valor del tiempo al ser reducido a dinero. El tiempo se convirtió así en moneda: no pasaba sino que se gastaba (Thompson, 1995). No es de extrañar que esta nueva evaluación del tiempo llevara progresivamente a una reducción del número de fiestas del calendario (Naredo, 1997)

      El trabajo se convirtió, por otra parte, en el lugar privilegiado de creación de solidaridad de las clases trabajadoras, pero al mismo tiempo otros factores de sociabilidad fueron desestimados (los lazos comunitarios, las identidades colectivas no basadas en el trabajo, etc.). El pensamiento moderno inventó al individuo y a partir de esta creación se vio en la necesidad de explicar la construcción de la sociedad. Lo hizo mediante los modelos contractualistas de Locke, de Hobbes o de Rouseau, pero también a través del artificio smithiano conforme al cual la división del trabajo y el comercio juegan un papel fundamental en la formación y estructuración de la sociedad.

     Los rasgos del trabajo hasta aquí descritos están de alguna manera presentes en nuestras actuales concepciones. Algunos de ellos, como la noción del ocio, han sufrido recientemente modificaciones pero no tanto como para alterar la idea de la superioridad del tiempo entregado al trabajo sobre el dedicado a otro tipo de actividades. La constatación de esta realidad llevó al historiador E.P. Thompson a la siguiente reflexión: "Si conservamos una valoración puritana del tiempo, una valoración de mercancía, entonces (el ocio) se convertirá en un problema consistente en cómo hacer de él un tiempo útil o cómo explotarlo para las industrias del ocio. Pero si la idea de finalidad en el uso del tiempo se hace menos compulsiva, los hombres tendrán que reaprender algunas de las artes de vivir perdidas con la revolución industrial" (Arendt, 1993).

     La era moderna incorporó a la consideración del trabajo aspectos muy pocos positivos, sin embargo en el curso de la misma el trabajo alcanzó una trascendencia en la conformación de la sociedad como nunca tuvo en épocas anteriores. La crisis económica actual, sin embargo, exige la puesta en cuestión de una buena parte de las ideas heredadas sobre el trabajo, aunque ello no resulta nada fácil. La pensadora alemana Hanna Arendt, anticipándose en algunas décadas a la situación actual de desempleo expresaba así su escepticismo: "La Edad Moderna trajo consigo la glorificación teórica del trabajo, cuya consecuencia ha sido la transformación de toda la sociedad en una sociedad de trabajo. Por lo tanto, la realización del deseo, al igual que sucede en los cuentos de hadas, llega un momento en que sólo puede ser contraproducente, puesto que se trata de una sociedad de trabajadores que está a punto de ser liberada de las trabas del trabajo y dicha sociedad desconoce esas otras actividades más elevadas y significativas por cuya causa merecería ganarse la libertad".

 

 

 

- Referencias bibliográficas -

 

ARENDT, H. La condición humana. Editorial Paidós, Barcelona, 1993.

ARISTOTELES. Política. Editorial Gredos, Madrid, 1988.

DUMONT, L. Homo aequalis. Editorial Taurus. Madrid, 1982.

LAFARGUE, P. El derecho a la pereza. Editorial Fundamentos, Madrid, 1973.

LOCKE, J.Segundo tratado del Gobierno Civil. Alianza Editorial, Madrid, 1990.

MYRDAL, G. El elemento político en el desarrollo de la teoría económica. Editorial Gredos, Madrid, 1967.

NAREDO, M. Configuración y crisis del mito del trabajo. ¿Qué crisis? Ritos y transformaciones del sociedad del trabajo. Editorial Gakoa, Donosti, 1997.

PEREZ DE LEDESMA, M. Revista Transición, Nº 10-11, julio, agosto de 1979, Madrid.

RUBEN SANABRIA. Etica. Editorial Porrúa, S.A. México, 1980.

THOMPSON, E.P. Costumbres en común. Editorial Grijalbo, 1995, Barcelona.

 

 

 

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