Trincheras de ideas

Jorge Majfud [*]


 
 
En 1891, el gran José Martí escribió una de las frases más repetidas hoy en día: "trincheras de ideas valen más que trincheras de piedra". Sin duda, esta es una frase idealista, propia del siglo XIX, nacida en el siglo anterior sobre las piedras de la fuerza y la autoridad. Nada más democrático y antidogmático que tener ideas propias. Pero rara vez estas trincheras fueron levantadas con este tipo de propiedades, lo que hace del encierro una paradoja doble. También en el siglo XX "morir por un ideal" era uno de los más altos méritos que podía alcanzar un hombre o una mujer, mezcla de mártir cristiano y filósofo humanista, resumido todo en la figura del Che Guevara.

Pero ya en nuestro tiempo la prerrogativa de levantar "trincheras de ideas" comienza a ser un estorbo para una mentalidad filosófica: es el símbolo más perfecto del combate ideológico. Los pueblos, que se han elevado de la pasividad del súbdito a la crítica y el reclamo del burgués primero y del proletario después, se han detenido en este atrincheramiento que parece, en cierta forma, confortable.

Una ideología es un sistema de ideas que pretende explicar y hacer funcionar el conjunto --el Universo-- según una parte que lo compone. Es el producto de un pensamiento, pero un producto que tiende a suplantarlo. ¿Por qué? No sólo por una simple incapacidad de advertirlo, sino porque se entiende, comúnmente, que poner en cuestión las armas que usamos para defendernos es una forma de "traición a la causa". Y lo que es peor: se olvida que un instrumento ideológico es sólo eso, un instrumento. Una ideología puede servirnos para desenmascarar otras ideologías, pero no podemos vivir de ella ni para ella. Mucho menos en nombre de una humanización. Y este es, entiendo, el mecanismo que actualmente más daña nuestros hábitos de pensamiento.

El pensamiento de nuestro tiempo está reducido casi exclusivamente al pensamiento político. Ese espectáculo que dan los parlamentos del mundo entero (instituciones que si no son vistas hoy como anacrónicas es por el peso de una heroica tradición) es repetido tristemente por los intelectuales y por los académicos del Norte y del Sur. Invirtiendo el aforismo de Hobbes, podríamos decir que la política es la continuación de la guerra por otros medios; nada tiene eso que ver con la búsqueda de la verdad. Planteado de esta forma, el debate verbal es absolutamente inútil al pensamiento; sólo puede servir para ganar o para perder una posición de interés, como quien resuelve una ecuación batiéndose a duelo en el campo de honor. Entonces, hasta un cadáver arrojado por la barbarie de una dictadura puede servir como argumento a favor de la teoría del libre mercado o del materialismo dialéctico. En la antigua Grecia había un deporte dialéctico que era, al menos, más consciente y más honesto: los participantes se dividían en dos grupos y luego se asignaban las verdades que cada grupo debía defender. El triunfo no dependía de la proposición asignada sino de la destreza discursiva de cada grupo y lo que se premiaba era esto y no aquello. Actualmente, el mismo juego se practica de forma menos civilizada: los contendientes asumen que el triunfo dialéctico significa la posesión de la verdad preexistente, como en las justas medievales significaba lo mismo cada vez que un caballero vencía por la fuerza de su caballo y de su espada, que era su forma de demostrar una verdad y salvar el honor.

Pero la politización de la vida, quizás, no sea el error más dramático. En el proceso, en la lucha, otras trágicas simplificaciones nos amenazan cada día. Hasta en el más noble combate ideológico se corre siempre el riesgo de terminar pareciéndose uno al enemigo: en la aspiración de una liberación, practicada como combatientes y no como seres humanos, terminamos cayendo en la alineación de un hombre o una mujer unidimensional, mecánica, cerrada por lealtades religiosas. En la lucha por la liberación confirmamos nuestra propia opresión: postergamos nuestra humanidad, nuestro pensamiento multidimensional, en nombre de un futuro inalcanzable. Luego nos morimos y las nuevas generaciones no heredan el producto de nuestro sacrificio --la liberación-- sino nuestro sacrificio. Y así sucesivamente hasta que vivir se convierte en un absurdo cada día mayor; la noble lucha por la humanización nos animaliza. El adversario siempre vende cara su derrota; en el mejor caso, el triunfo del vencedor es su caricatura, el triunfo de sus miserias. Para vencer, el soldado que lucha por la libertad debe radicalizarse; pero no radicaliza su humanidad sino su condición de soldado. La batalla es el eterno medio que termina por convertirse en el fin. Si logra tener éxito en el campo de batalla, terminará por imponer el estrecho objetivo de su éxito. Entonces, la lucha volverá a reiniciarse donde terminó.

El mercado ideológico hoy en día es producto de un consumismo semejante al de jabones o de automóviles. Con frecuencia, los intelectuales no se incomodan al ponerse al servicio de una derecha o de una izquierda claramente definida. Todo lo contrario; cuanto más definida mejor, porque esa es la misma ley del consumo: el producto debe ser fácil de obtener y el confort un efecto inmediato. Incluso los neorebeldes se convierten en un ejercicio saludable para el sistema al que se oponen. Sus rebeliones, clásicas y previsibles, legitiman el aspecto democrático y tolerante de las sociedades que integran.

Incluso entre las teorías de moda en el mundo académico y filosófico, esta reducción se ha expandido como la peste. Un ejemplo claro es cierto tipo radical de crítica "deconstructivista". Si bien el decontructivismo (o the New Criticism en su etapa final) vino con su saludable cuestionamiento a los paradigmas de la Modernidad, estos mismos cuestionamientos se han asentado como clichés. Uno de ellos afirma que las obras clásicas de la literatura sirven para reproducir modelos opresivos, como por ejemplo el patriarcado, al "colocar" a la mujer en una situación tradicional. Por lo cual, de deduce, que para hacer progresar la cultura de la humanidad el requisito ya no es la memoria sino el olvido. Pero esto es pretender escribir una teoría historicista ignorando la historia. ¿Qué pretenden encontrar en Hamlet o en El Quijote sino la sociedad de Shakespeare y de Cervantes, que no era nuestra sociedad? Por esta observación, algunos afamados críticos han concluido que "la literatura" es un instrumento reproductor del poder. Cometen al menos tres faltas graves: (1) Olvidan que tal vez no existe La literatura sino una pluralidad de literaturas. (2) No alcanzan a ver que si una literatura sirve para reproducir un orden y para oprimir siempre habrá otra sirva para lo contrario: para cuestionar y para cambiar; así como la educación puede ser un instrumento de adoctrinamiento y de opresión social (al imponer y reproducir una determinada ideología dominante) también es imprescindible para lo contrario: sin educación (sin un tipo de educación) tampoco hay liberación. Otro ejemplo nos lo dan las lenguas: un idioma, como el latín, el castellano o el inglés puede ser un instrumento de un imperio opresor, pero el mismo también puede servir como arma de resistencia y liberación. La misma lengua que sirvió para esclavizar a un pueblo, también le sirvió a Martin Luther King para dignificarlo. (3) Si decimos que la literatura como todo el arte es un instrumento ideológico, si la misma sensibilidad estética de cierto momento es producto de la imposición de un canon al servicio del opresor y, por lo tanto, su valor literario depende de los valores ideológicos, económicos e históricos de un determinado momento, estamos operando la más absurda de las simplificaciones sobre el arte y, en consecuencia, del ser humano. Así podrán pasar una o dos generaciones más, creyendo, no con originalidad, que han alcanzado la iluminación y el conocimiento. Pero tarde o temprano estos críticos y teóricos serán anécdota; no Homero ni Cervantes ni Jorge Luis Borges. Porque el arte es, precisamente, aquello que no puede ser abarcado por una teoría. Para que una teoría pueda explicar la complejidad del arte antes debe reducirlo a alguno de sus componentes --como la ideología--. Pero si las obras clásicas han resistido al tiempo no ha sido simplemente por una ideología que ya no existe, que ha sido reemplazada por otra. Si hoy en día sobreviven El Quijote y la tragedia griega es por ese "algo más" que siempre escapará a todas las reducciones. Esto no quiere decir que por nuestra parte invalidemos cualquier esfuerzo teórico. No. Una teoría es un instrumento necesario para comprender un aspecto de la realidad, de la existencia humana. Y nada más. Lo demás son vanas pretensiones.

Todo es política pero la política no lo es todo. Todo lo que hacemos o decimos tiene una implicación política, pero somos más que política. Todo lo que hacemos o decimos tiene implicaciones religiosas; pero somos más que una religión o ninguna. Todo lo que hacemos o decimos tiene implicaciones sexuales; pero somos más que sexo, más que erotismo. Negar una dimensión de la complejidad humana es simplificarlo; también reducirlo a uno de sus múltiples dimensiones es una simplificación, no menos grave.

En la permanente lucha política también se desprecia, como en el fanatismo religioso, la reflexión sobre la condición humana. Pensar en la condición existencial del individuo es visto como una traición a la sociedad, a los oprimidos. Pero yo les digo que una traición peor aún es simplificar al ser humano en un combatiente ideológico. Para peor, los filósofos de nuestro tiempo, con frecuencia, están recluidos en academias, compitiendo con los críticos, olvidándose que más importante que la historia de la filosofía es la filosofía misma: el pensamiento. Se olvidan que un filósofo es un especialista en nada. El filósofo huye de la especialización; su tarea es, mucho más ardua y arriesgada. Su tarea es, precisamente, romper trincheras de ideas para ver qué hay allá afuera. Y atreverse a decirlo, equivocado o no, a riesgo que sus camaradas refuercen aún más la muralla --de ideas-- que los separa del resto del mundo.

Jorge Majfud
The University of Georgia, enero 2006



(*) Jorge Majfud. Escritor uruguayo (1969). Estudió arquitectura graduándose en la Universidad de la República. En la actualidad se dedica íntegramente a la literatura y a sus artículos en diferentes medios de comunicación. Ensaña Literatura Latinoamericana en The University of Georgia, Estados Unidos. Ha publicado Hacia qué patrias del silencio (novela, 1996), Crítica de la pasión pura (ensayos 1998), La reina de América (novela. 2001),  El tiempo que me tocó vivir (ensayos, 2004). Es colaborador de El País, La República, La Vanguardia, Rebelion, Resource Center of The Americas, Revista Iberoamericana, Eco Latino, Centre des Médias Alternatifs du Québec, etc. Es miembro del Comité Científico de la revista Araucaria de España. Sus ensayos y artículos han sido traducidas al inglés, francés, portugués y alemán.
 
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