El eje del mal

Jacobo Muñoz Veiga [*]


 
 

No es mi intención dar una charla académica más. Y, en cualquier caso, espero que luego haya un coloquio en el que intervengan el mayor número posible de personas, entre otras razones porque creo que en esta facultad sobran monólogos y faltan diálogo y confrontación, que no dejan de ser inherentes a la filosofía o incluso constitutivos de ella.

Voy a intentar simplemente tomarle un poco el pulso a lo que está pasando, y no entraré en cuestiones que serían muy interesantes, como, por ejemplo la de hasta qué punto podría resultarnos hoy útil el pensamiento filosófico clásico sobre la guerra y la paz, como el kantiano, del que nos hemos ocupado este año en un seminario al que han asistido algunos de los presentes, y en el que vimos cómo Kant a la velocidad con la que suele superar todas las cosas, incluso las suyas propias, superó el concepto de guerra justa que ha vuelto a salir estos días en los debates sobre si estamos ante una guerra justa o injusta, etc. No voy a seguir por este camino porque entiendo, además, que el concepto actualmente vigente, o la realidad hoy vigente, que es la de la guerra total ha dejado bastante obsoletas las viejas reflexiones. De modo que lo que aquí está en juego no es ya si esto es una "guerra justa" o no.

No sólo la guerra total, sino que es precisamente el hecho de que hoy estemos en una situación de verdadera excepcionalidad, y la correspondiente categoría política, lo que podría hoy ayudarnos mejor a entender lo que está ocurriendo. Tampoco, pues, las clásicas de pacto, contrato, limitación, autolimitación, etc., que descansaban en una situación geopolítica de balanza de poder diseñada a partir de la Paz de Westfalia, rota en algunas guerras pero recompuesta finalmente en Yalta y Teherán con los correspondientes tratados y que la caída del Muro ya dejó totalmente en ruinas. Hoy no hay balanza de poder porque ¿entre quiénes podría haber un equilibrio de poder? Hoy sólo hay un único poder.

Tendríamos, pues, que operar con la categoría de excepcionalidad, y, también, con la de guerra total. Esto nos llevaría muy lejos, lo dejo simplemente apuntado y señalaré que paradójicamente tendremos que empezar a pensar con tratadistas que tuvieron suma importancia como legitimadores de otro orden excepcional, valga la paradoja, en otro momento histórico; un orden geopolíticamente más limitado del que hoy recubre la excepcionalidad que es la totalidad del mundo. Me refiero a Carl Schmitt y a la teorización de la excepcionalidad a propósito y en el marco del Tercer Reich.

Es evidente también que nuestro vocabulario político y moral está quedando anticuado porque, claro, seguir hablando de justicia, de libertad, de paz, etc., cuando paz quiere decir guerra, justicia quiere decir lo que quiere decir

(*) Jacobo Muñoz Veiga es profesor de la Facultad de Filosofía UCM. Transcripción: Marta García Muñoz.

esa "justicia infinita", cuando libertad, la "libertad duradera", en nombre de la que se anuncia la liberación de un pueblo al que se invade, etc., unido al doble rasero al que venimos asistiendo, si algo exige es repensar el vocabulario político y moral o, al menos, por elemental vergüenza, no seguir utilizándolo.

Sentado esto, voy a partir de la constatación de un hecho obvio que está en el aire y es la de que el impaciente César que hoy gobierna el mundo, y que conste que no estoy pensando en los grandes césares romanos, como esos césares al modo de Adriano, capaces de escoger como lemas de su reinado el Humanitas Libertas Dignitas, etc., sino más bien en césares tipo Nerón y Calígula, ese César que hoy gobierna el mundo, ese impaciente Calígula que hoy dicta al mundo la nueva ley que es la ley del más fuerte, como estamos viendo, ha decidido por fin dejar de jugar al gato y al ratón con las Naciones Unidas y una vez divididos los europeos ha puesto en marcha una invasión de Irak, que, como resulta evidente y, además, nadie ignora, estaba programada, y cuidadosamente programada, hace ya mucho tiempo.

Así pues el culebrón montado para quebrar las últimas resistencias religiosas, morales y jurídicas a este siniestro proyecto, una resistencia que el César no ha conseguido quebrar con la rapidez prevista, siendo esto, por otra parte el único aspecto positivo de todo lo que está pasando, ha terminado. Y ha terminado como todos pensábamos. Pronto iremos viendo a qué manos pasan –unas manos que, evidentemente, serán eso que Raimon llamaba Las manos limpias que mandan matar, puesto que las manos que matan materialmente son las manos sucias que, en algún sentido no dejan de ser inocentes–, el control absoluto de los recursos petrolíferos de la zona, que es lo verdaderamente decisivo en este punto, como todos sabemos y muchos callan. Y a qué precio. Pronto veremos, sí, a qué terrible precio. Ya lo estamos viendo, como veremos también con qué beneficios para los procónsules del César.

De beneficios oficialmente se habla poco. Se habla de paz, que es la guerra, se habla de liberación, que es masacre, etc.; alguna vez, de todos modos, se escapa el término beneficios. Recordad la reciente visita del hermano de César en la que de una forma tan ultrajante como miserable, señaló con ese guiño obsceno como de banqueros que debaten cómo se van a repartir el botín (y nunca mejor dicho) habló, decía, de los sustanciosos beneficios que van a haber también para España, lo recordáis ¿no? Y no sólo eso, sino que además, y resulta muy difícil recordar algo parecido, la patética señora Ana Palacio se permitió decir, en plena protesta popular, que el impulso, la denuncia moral de los españoles, estaba bajando de tono porque subía la bolsa y caía el precio del petróleo. Claro, yo no voy a sacar conclusiones morales de esto, que serían muy obvias. Me limitaré, pues, a preguntarme, como se han preguntado muchos, cómo se puede llegar a ese nivel, sobre todo cuando se tienen responsabilidades y hay tantas vidas en juego.

En cualquier caso, nuestro deber es seguir protestando y denunciando –aunque no vayamos a parar la guerra– porque esto terminará con la destrucción de las estructuras básicas de este país y luego con las rentabilísimas reconstrucciones ya adjudicadas a empresas del entorno financiero y político de la familia del César. Y de sus procónsules.

De momento, pues, saquemos al menos algunas conclusiones relativas, por ejemplo, a ese eje del mal al que con retórica puritana y gesto de cuatrero se ha referido tantas veces el César en los últimos tiempos. Apeada Corea del Norte por lo menos de momento, apeado Irán y apeada Siria –aunque todo llegará– de la lista de enemigos a batir de inmediato y a cualquier precio en nombre de la libertad duradera y de la justicia infinita, parece que el mal tiene un solo rostro, Sadam Hussein. Me temo que es demasiado honor para un dictador tan vulgar, execrable, mediocre y molesto; por lo demás, un típico caudillo árabe no menos despótico que cualquiera de sus vecinos de la zona; y me temo que incluso menos despótico que algunos dictadores alentados, mantenidos y promovidos, con rara tenacidad, por Estados Unidos, sobre todo en América latina.

En cualquier caso, desde luego, demasiado honor; sobre todo si pensamos en lo implausible de ese ataque al "mundo libre", como se decía antes, con armas de destrucción masiva que los propagandistas del César juzgaban inminente, así como en la peregrina tesis de que el tiempo se acaba, justificando esa urgencia, esa prisa por empezar ya la destrucción, en la que tanto ha destacado la señora Palacio, o en lo ridículo –un verdadero asalto a la inteligencia de los súbditos del imperio– de la fábula de la alianza entre el líder iraquí, tan alentado ayer en sus hazañas bélicas por los Estados Unidos, y el fantasmagórico Bin Laden.

Por lo tanto habrá que repartir algo más el mal en nuestro conturbado mundo. Ya sé que mal y bien son términos problemáticos y como estamos entre filósofos recordaré que Spinoza, por ejemplo, decía que bien y mal son fundamentalmente relativos a nuestros modos subjetivos de hablar. Yo creo, de todos modos, que, como el mismo Spinoza decía, a falta de términos mejores podemos seguirlos utilizando, en el bien entendido de que son construcciones sociales que adquieren cierto espesor semántico y de los que se diría que, a pesar de todo, no dejan de tener algún fundamento in re, como diría un escolástico.

Si viviéramos en un mundo completamente homogéneo, sin fisuras, posiblemente todos estaríamos de acuerdo en lo que es bueno y malo, es decir en nuestras valoraciones al respecto. Ese no es el caso y por lo tanto hay construcciones distintas. El César ha hecho una y, yo modestamente, pensando que no soy yo sino un nosotros tentativo, voy a proponer otra, y en orden a esa otra construcción me voy a permitir repasar un poco ese eje del mal, ese otro eje alternativo del mal por el que creo que pasa un número abrumador de figuras oscuras e inquietantes bien conocidas de todos, pero que tal vez no esté de más repetir.

Por el eje del mal entiendo que pasa hoy, en primer lugar, y sobre todo, el hecho terrible de que unas circunstancias excepcionales marcadas por los execrables, crueles y desde luego aún no convincentemente explicados ataques contra las Torres Gemelas hayan conferido al César, como herencia además de toda una situación geopolítica, a la que me he referido antes al hablar de excepcionalidad, un cheque en blanco, no sólo para ordenar la persecución de delitos sin garantías ni procesos para los presuntos implicados detenidos, sino para conferir una licencia para matar que convierte al propio aparato del estado en productor de técnicas terroristas, y para presentar su agresión al pueblo iraquí, hoy, y ayer, a un Afganistán al que se dijo tener que bombardear para capturar a un cada vez más enigmático e inapresable Bin Laden –puesto que ya parece que debamos irnos preguntando si realmente existe o no–, para presentar esta agresión, repito, como un acto, además, cuyo objeto central sería la liberación, bien del pueblo iraquí, bien del afgano. Por ahora.

O sea, una agresión unilateralmente decidida con el apoyo de los señores Blair y Aznar y sin el de las Naciones Unidas, en nombre de la autodefensa y la seguridad del mundo entero; en nombre de la libertad duradera, claro es, de la justicia infinita, faltaría más, y de la democracia y los derechos humanos.

Por ahí pasa desde luego el eje del mal. Pero detengámonos un momento en la cuestión de los derechos humanos. La Declaración Universal de los Derechos Humanos fue elaborada inicialmente a instancias de los Estados Unidos –oh paradoja– y se firmó en 1948 como parte de la Carta de las Naciones Unidas.

Desde un principio esta Declaración fue utilizada como un arma de lucha en los enfrentamientos que rodearon la guerra fría. Aunque fue un arma débil, todo hay que decirlo, ya que los Estados Unidos mismos no le prestaban demasiada atención cuando se oponía a sus propios intereses o conveniencias políticas, que pasaron muy a menudo, como todos recordarán, por apoyar a los más deleznables, siniestros y variopintos dictadores en el primero, en el segundo, en el tercero, etc., etc., mundos.

Por esta razón se fundó en 1961 Amnistía Internacional, como una organización transnacional dedicada a plantear la cuestión de los derechos universales en un mundo geopolíticamente dividido, socialmente fragmentado y a la vez en vías de globalización.

Con el final de la guerra fría, ese uso o abuso político directo de los derechos universales como arma se ha hecho menos común, con excepciones: China, Cuba, ahora Irak. Y como contrapartida, lo que ha emergido con gran virulencia, lo que ha pasado a primer plano, es la cuestión de la aplicación de la famosa Declaración Universal de los Derechos Humanos que hoy son, a decir verdad, un conjunto de principios universales que han generado una florida retórica autolegimitatoria, sí, pero que aún buscan su cabal aplicación.

Porque en realidad todo el campo de aplicación de los derechos humanos desde 1948 ha estado dominado en nuestro mundo y también en los otros, cuando ha podido hablarse ahí de tales derechos, por una nítida separación entre los derechos civiles y políticos aplicados en el supercodificado y controlado teatro político de las democracias actuales y los derechos económicos, sociales y culturales. Este último grupo o conjunto de derechos se ha mantenido hasta hace poco fuera de los límites de la discusión aun cuando de hecho está presente ya en la Declaración de 1948.

Lo llamativo a propósito de artículos como los 22, 23, 24 y 25 de la Declaración es el alto grado en el que apenas se ha prestado atención, en los últimos cincuenta años, a su puesta en práctica, incluyendo el notable grado de flagrante incumplimiento de los mismos por casi todos los países que firmaron la carta.

Bien. Repasemos el Artículo 25:

Toda persona tiene derecho a un nivel de vida adecuado que le asegure así como a su familia, la salud y el bienestar y en especial la alimentación, el vestido, la vivienda, la asistencia médica y los servicios sociales necesarios. Tiene asimismo derecho a los seguros en caso de desempleo, enfermedad, invalidez, viudedad, vejez u otros casos de pérdida de sus medios de subsistencia por circunstancias independientes de su voluntad.

Si entendemos que "toda" persona es toda persona, esto es, todas las personas del mundo, entonces estamos ante un sarcasmo.

A nadie se le oculta que la aplicación de este y otros derechos similares, que ni siquiera han sido todavía traducidos a términos jurídicos de obligado cumplimiento, supondría transformaciones masivas y en algunos sentidos revolucionarias de la economía política del capitalismo. Podría incluso decirse que el neoliberalismo, del que la señora Thatcher decía siempre que no tiene hoy alternativa, conculca de modo flagrante los derechos humanos y en cualquier caso toda la trayectoria política vivida por los Estados Unidos en el pasado cuarto de siglo –e incluyo la reforma de la Seguridad Social llevada a cabo por la administración Clinton– ha sido diametralmente opuesta a la garantía de estos derechos. Por no firmar, los Estados Unidos no han firmado ni siquiera la Declaración Internacional de los Derechos del Niño

Puestos, pues, a utilizar los términos bueno y malo, el bien pasaría, entiendo, por profundizar en los derechos humanos, por positivizarlos jurídicamente en el sentido apuntado, y el mal, por servirse como se están sirviendo de ellos como coartada de una brutal agresión a un pueblo empobrecido y depauperado tras diez largos años de embargo y que además no está recibiendo con gritos de júbilo y flores al ejército invasor sino presentando una heroica resistencia que está conmoviendo a todas las personas decentes de este mundo.

También pasaría por el eje del mal la exclusión masiva de ciudadanos sin techo de toda participación democrática en los estados. La ciudad encarcela a los no-privilegiados y los margina todavía más en relación con la sociedad en general. Su signo, el signo de esta ciudad, que es la nuestra, es hoy la exclusión, la discriminación. La represión y la ira resultan cada vez más evidentes y no hay defensa intelectual ni estética ya contra ellas. Estamos asistiendo, venimos asistiendo, a la emergencia de una suerte de cuarto mundo dentro de este primer mundo conformado por el desempleo, el acoso policial, las arbitrariedades del poder, la ruptura social y la pérdida del sentimiento de pertenencia o de ciudadanía; el descontento, en fin, urbano o más bien suburbano, que sacude hoy todas las grandes urbes del mundo con periódicos estallidos, enfrentamientos violentos y luchas callejeras. Y, desde luego, también en las urbes del primer mundo en las que domina un malestar creado por la creciente precarización de las condiciones de vida de millones de ciudadanos y básicamente los más jóvenes

Pero también pasarían por el eje del mal, aunque pueda parecer de menor importancia, que no es el caso, puesto que sí es muy relevante, esas líneas de ropa de marca y accesorios de moda fabricados en América latina y en Asia por niños o mujeres superexplotadas, incluyendo en este apartado el empleo del trabajo infantil semi-esclavo en Pakistán o en algunas partes de Turquía para fabricar alfombras y balones de fútbol. Hay unas alfombras muy cotizadas en el mercado de lujo de alfombras que tienen unos nudos finísimos que sólo pueden hacer manos de niños de tres o cuatro años que trabajan encadenados en los correspondientes telares.

O recordad, por ejemplo, el célebre anticipo de treinta millones de dólares que Nike pagó a Michael Jordan poco antes de que la prensa difundiera las increíbles condiciones a que eran sometidas las trabajadoras y los trabajadores de esa empresa en Indonesia y en Vietnam.

También pasaría por el eje del mal, la desregulación mejor o peor calculada en el marco de una nueva competitividad mundial que a falta de otro nombre llamamos paro. Aunque, en realidad, sí tenemos nombres muy acreditados para ese fenómeno. Un antiguo asesor de Margareth Thatcher, el señor Alan Budd por ejemplo, esto está todo en documentos comprobables, que puedo precisar a quien quiera leerlos, no ha tenido el menor empacho en confesar, y lo cito porque fue algo muy comentado en su día, que la inflación a comienzos de la década de los ochenta del pasado siglo, que tanto contribuyó a "disciplinar" la transición española, por cierto, fue un recurso para aumentar el desempleo y reducir la fuerza de la clase obrera en un momento en el que el movimiento sindical era todavía fuerte, desde luego sí en Inglaterra. Las nacionalizaciones y la propiedad pública estaban todavía presentes en los programas políticos y el estado de bienestar se había ampliado hasta el punto de aparecer, a pesar de sus defectos, inexpugnable.

Pero oigamos al lúcido señor Budd: "Lo que se diseñó y aplicó fue, dicho en términos marxistas –un conservador recurriendo al lenguaje marxista–, una crisis del capitalismo que recrease un ejército de reserva de trabajadores que ha permitido a los capitalistas obtener, desde entonces, enormes beneficios".

También pasa el eje del mal por la guerra económica sin cuartel entre los países de la propia Unión europea, entre éstos y los Estados Unidos, entre éstos y la Unión y el Japón; por el desinterés o la incapacidad para dominar las contradicciones en el concepto, las normas y la realidad del mercado liberal; por la agravación de la deuda externa que lleva al hambre y a la desesperación a gran parte de la humanidad; por el auge de la industria y el comercio de armamentos, convencionales o no, que impone su ley a los estados. Por la decisión de los Estados Unidos de retirarse de los acuerdos o instancias internacionales que pudieran poner algún freno a sus objetivos imperiales unilateralistas, con la consiguiente reducción de la Corte Penal Internacional, en la que no ha querido figurar, a su mínima expresión.

Pasa por los fundamentalismos de todo tipo, y digo de todo tipo porque no son sólo los musulmanes los que apelan a Dios o a la Guerra Santa, que en su caso, cuanto menos hoy, es, además, defensiva. Pasa por el poder creciente de las mafias y del consorcio de la droga en todos los continentes y países, incluidos o sobre todo, los del Este. Pasa por la violencia explícita o latente que marca hoy las vidas, hasta el punto de haber convertido, y ahí están los productos cinematográficos de masas que exporta el Imperio para probarlo, la agresividad en un valor positivo cada vez más ensalzado hoy, al menos prácticamente. Como pasa también por las hambrunas, la desigualdad, la humillación y la exclusión de innumerables hombres y mujeres en un mundo en el que 2800 millones de personas subsisten con algo menos de 2 dólares diarios de presupuesto mientras que el gasto militar supera ya los 4000 billones de dólares. Y pasa igualmente por el neocolonianismo rampante que condena a los pueblos que no pueden convertirse en mercados interesantes para el imperio poco menos que al exterminio. He utilizado el término neocolonialismo como podría haber utilizado también el de imperialismo con dudas, porque soy perfectamente consciente de que "neocolonialismo" es una categoría tal vez inadecuada o decididamente inadecuada para captar las complejidades de los desarrollos espacio-temporales desiguales que existen hoy. Es evidente que la re-territorialización y la re-espacialización del capitalismo, incluyendo la des-territorialización absoluta de un capital puramente especulativo que asciende al 30% del capital mundial total que no circula por ningún circuito controlable, especialmente a lo largo de los últimos 30 años, hacen que estas categorías, neocolonialismo e imperialismo, parezcan demasiado rudimentarias como para captar las complejidades geopolíticas en las que se desarrolla hoy la lucha de clases.

Pero claro ¿cuál sería la alternativa terminológica? Pues bien, obviamente un término que usamos a diario, globalización. Pero tampoco me parece demasiado satisfactorio, de modo que vamos a detenernos un poco en él.

Como todo encaja con una lógica propiamente diabólica, resulta que el término empezó a difundirse a partir del momento en que American Express anunció el alcance planetario de su tarjeta de crédito a mediados de la década de 1970. La prensa económica y empresarial recurrió enseguida principalmente a él para legitimar la liberalización de los mercados financieros. Después, poco después, el término insistentemente utilizado ayudó a que la creciente disminución de las competencias estatales en la regulación de los flujos de capital pareciera inevitable. Y desde luego se convirtió en una herramienta política extraordinariamente poderosa para restar poder a los movimientos obreros sindicales nacionales y locales. Convendría recordar que la disciplina laboral y la austeridad presupuestaria a menudo impuestas por el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial se convirtieron en algo esencial –según se nos decía y se nos sigue diciendo una y otra vez– para conseguir estabilidad interna y competitividad internacional. Y a mediados de la década de los ochenta ayudó a crear una atmósfera de gran optimismo empresarial alrededor del tema de la liberación de los mercados de todo control estatal. Se convirtió, en resumen, en un concepto básico asociado con el gran sueño del que estamos brutalmente despertando, el del nuevo mundo del neoliberalismo globalizador, el del paraíso de la democracia, de los Derechos Humanos, del garantismo y, en fin, el del final de la historia.

Ayudó, en suma, a hacer que pareciese que estábamos entrando en una nueva era, metafísicamente inevitable, y formó en consecuencia parte del paquete de conceptos que permitían trazar una línea de demarcación entre el antes y el ahora posmoderno en cuanto a las posibilidades políticas y económicas en debate.

Mis reticencias pues ante el término derivan de la sospecha de que cuanto más ha adoptado la izquierda este término, cuanto más se ha adaptado a este discurso y lo ha hecho suyo como descripción del actual estado del mundo, aunque, naturalmente, se diga también que es un estado contra el que hay que luchar, contra el que hay que rebelarse, puesto que es un estado criticable, más ha circunscrito sus propias posibilidades políticas.

Porque como globalización hay que entender, más allá de la pretendida "neutralidad" del término, lisa y llanamente el libre e incontrolado movimiento de capitales a nivel planetario y el desarrollo de poderosas corporaciones multinacionales cuyo dominio sobre las economías nacionales no ha dejado de aumentar hasta la terrible situación de debilitamiento ultra-evidente, super-evidente, de las correspondientes instancias políticas en que estamos hoy. Las políticas de globalización han sido y están siendo, en cualquier caso, un elemento cada vez más básico de todo lo que la política exterior americana quiere conseguir. Y entrar en ese juego es convertirse en un débil opositor a tales políticas.

Tan ramificado eje del mal no se combate, desde luego, con más bombas, con más destrucción, con más holocaustos, con más sangre o con más vetos a la venta de medicinas baratas a los pueblos pobres. Tampoco desoyendo o sorteando hábilmente el mandato de la Carta de las Naciones Unidas, en cuyo frontispicio figura el imperativo de "Dirimir las querellas internacionales por medios pacíficos", de forma que "no se pongan en peligro la paz, la seguridad ni la justicia internacionales". Y menos aún por el líder de un imperio global de nuevo cuño basado en una superioridad militar absoluta, que parece empeñado en retornar a una concepción del ejercicio del poder premodernos y despóticos. Exactamente esos frente a los que se alzaron los padres fundadores de los Estados Unidos de América.

La política, en fin, no puede convertirse en el arte siniestro de llevar a los pueblos a donde no quieren ir. Y menos cuando esa política la dirigen mequetrefes metidos a demiurgos. Terminaré recordando unas palabras del Papa que han sido hipócritamente silenciadas por quienes más obligados estaban a escucharlas: "quien decide dar por agotados los medios pacíficos que el derecho internacional pone a su disposición, asume una gran responsabilidad ante Dios, ante su conciencia y ante la historia".


NOTAS

[*] Jacobo Muñoz Veiga es profesor de la Facultad de Filosofía UCM. Transcripción: Marta García Muñoz.

 
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