Nº 15
Junio-Octubre del 2001

Reseña:
Internet. Una indagación filosófica


Francisco Rosa Novalbos [1]

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Reseña del libro:

GRAHAM, Gordon:
         (1999), Internet. Una indagación filosófica, Cátedra, Madrid, 2001.
                   Traducción de Manuel Talens. 172 págs.

 

Se trata fundamentalmente de un libro de filosofía política y moral en el cual se realiza un repaso de discusiones tradicionales en esta disciplina —la dialéctica medios-fines, la dialéctica entre lo bueno y lo justo, la disgregación moral de occidente, el debate entre liberalismo y comunitarismo, entre democracia directa y representativa, etc.— tras cada cual, y habiendo arrojado un poco de luz sobre el asunto, se intentan aplicar a la nueva tecnología que es Internet. Creemos que el valor que posee este libro es el de ser un compendio bastante didáctico, por lo conciso y bien escrito que está, sobre dichas cuestiones filosófico-políticas y morales, si bien el tema central, la aplicación de estas discusiones al debate sobre Internet es poco más que un señuelo publicitario, pues es mínimo el espacio reservado a la especificidad de Internet comparado con el reservado a lo genérico de la política y la moral. A continuación ofrecemos un resumen del libro aderezado con comentarios críticos [2] .

Comienza Graham su libro preguntándose (por boca de Neil Postman), contra los tecnófilos, contra los amantes de la tecnología, o más bien contra los amantes de lo nuevo, qué problema soluciona aquello que tanto aman: ¿qué problema soluciona el control de velocidad de un automóvil? El que no tengas que ir pisando constantemente el acelerador... Y, ¿dónde está el problema de ir pisando constantemente el acelerador? ¿Qué problema soluciona el eleva-lunas eléctrico?... ¿Dónde está el problema de subir las ventanillas a mano? Estas preguntas, sin embargo, reconoce Graham que son más difíciles de plantear en torno a una tecnología tan compleja como es Internet.

En el primer capítulo Graham intenta situar o hacerse cargo de las posiciones que ocupan los amantes y los detractores de la tecnología, los tecnófilos y los neoludditas: los primeros lanzan las campanas al vuelo al menor atisbo de novedad tecnológica; los segundos, que no han dejado de recelar contra las tecnologías existentes, prevén grandes peligros e incluso el fin de la sociedad que conocemos; eso cuando no se lanzan decididamente a un luddismo activo como el de Unabomber. Por su parte, el profesor Graham, haciendo gala de un realismo crítico de estirpe socrática, intenta situarse a distancia de las dos posiciones mencionadas tomando “lo que deba ser tomado” de cada una de ellas para conformar así una auténtica posición filosófica sobre la cuestión, sobre Internet. Esta posición, además, no trata de ser una mera tolerancia democrática de las otras, sino que, como apunta el título de su postura, ha de ser crítica, ha de triturar a las otras. Esos modos antagónicos de enfrentarse a la tecnología, por otro lado, ya fueron, si no criticados, sí refutados por los hechos, cuando se aplicaron a otros campos tecnológicos en construcción: la realidad tecnológica posteriormente terminada no resultó ni tan maravillosa como predecían unos ni tan demoníaca como temían otros.

En el segundo capítulo se pregunta el autor del libro si Internet es verdaderamente nuevo o solamente es novedoso: verdaderamente nuevo fueron el ferrocarril, la imprenta, etc.; meramente novedoso fue, por ejemplo, la maquinilla de afeitar eléctrica. Las tecnologías verdaderamente nuevas «trajeron maneras hasta entonces nunca imaginadas de llevar a cabo los deseos humanos reiterados» [p. 37]. Pero esencialmente lo nuevo se distingue de lo novedoso por las transformaciones sociales a gran escala que produce —aunque éstas no sean, valorativamente, ni infernales, ni celestes—. Desde otro punto de vista, verdaderamente nuevo fue el automóvil, meramente novedosas fueron sus ulteriores modificaciones.

Sin embargo, las transformaciones a gran escala necesitan no sólo del invento sino de su popularización, de su producción masiva destinada al consumo de masas. Y en este punto es necesario tener en cuenta al capital y a su reproducción ampliada llevada a cabo a través de la difusión de las nuevas tecnologías. Graham, sin declararse marxista, asume explícitamente la necesidad del análisis histórico-materialista a la hora de estudiar el impacto de las nuevas tecnologías en cada momento histórico.

Desde estas dos coordenadas, a saber,

·           la satisfacción de deseos y necesidades

·           y la transformación socio-política del mundo,

aborda el profesor Graham el fenómeno de la televisión, y ello en virtud de ser un ejemplo relativamente semejante a lo que pueda ser Internet:

a)     Preguntándose por las necesidades a que responde la televisión, la sabiduría popular contesta con “entretenimiento” e “información”. Respecto del primero se pregunta si ese entretenimiento es cualitativamente mejor o, por el contrario, es más pobre, pasivo, diríamos, en función de la unidireccionalidad, semejante al cine, sólo que más barato y en tu propia casa. Lo que ocurre es que dicho entretenimiento se mezcla con la segunda característica, la informativa; y lo hace de dos modos: por mera continuidad temporal con los espacios informativos en sentido estricto (telediarios y documentales), lo cual no es exactamente una mezcla, y por auténtica conjugación en la publicidad, en los concursos para “intelectuales”, programas del corazón, etc., información relativamente banal. Sin embargo, Graham pone en duda la relevancia práctica de la información: ¿es mejor el mundo porque exista más información que antes? ¿Acaso se ven perspectivas de cambio? Más bien lo contrario. “El conocimiento es poder” decía Bacon en su tiempo (y en el contexto de la ciencia); ahora parece que “el conocimiento es frustración” al no poder hacer lo que aquél nos dicta por vía negativa. Lo que sí existe es demasiada información trivial y publicitaria: ahora tenemos más ofertas, más posibilidades de elección; pero no hemos mejorado los criterios para elegir.

b)     Tampoco se han modificado significativamente las formas de vida socio-política, algo que sí fue transformado con el precedente de la televisión, la radio, al menos en los EE.UU. de los años 30: se acabó con las reuniones públicas sustituyéndolas por la propaganda radiada; es más, la política se homogeneizó estatalmente, pues el discurso se dirigía a toda la nación, desplazando a la particularidad discursiva regional, a los políticos regionales. La televisión no supuso un cambio significativo respecto de la radio, sin embargo, se dice que el poder de control propagandístico aumentó con ella. Contra esta última afirmación Graham se declara escéptico habida cuenta de ciertos datos que revelan la apatía política de la sociedad: el voto es relativamente fijo, seguro, los votantes ignoran las campañas publicitarias.

Por nuestra parte creemos que Graham se centra demasiado en el significado restringido del término “sociopolítico”, en tanto que política oficial. Existen otras muchas actitudes de la gente, la mayoría, que son sociopolíticas en sentido amplio —actitud ante la guerra, ante los inmigrantes...— en las que sí puede tener su impacto la ideología televisada.

Los límites, tanto de la radio como de la televisión, son su unidireccionalidad, límites rotos por la tecnología informática: con ella el espectador ya no es meramente pasivo, puede interactuar, puede convertirse en actor. De este modo aumentan sus posibilidades de elección, esto es, su poder, un poder muy relacionado con las necesidades humanas; es más, puede que se generen nuevas necesidades, lo cual puede hacer de la Red algo verdaderamente transformador, aunque está por ver si ese poder subjetivo individual puede traducirse en poder político.

En el tercer capítulo Graham se coloca del lado del neoluddismo y compara nuestra relación con la tecnología con un trato faústico, un trato que se acaba volviendo contra nosotros: cada adelanto tecnológico va acompañado de una serie de consecuencias no previstas en las optimistas previsiones iniciales.

Sin embargo, se centra sobre consecuencias puramente físico-químicas —enfermedades, accidentes, etc.—, y no sobre consecuencias socioeconómicas, que son la mayoría.

En dichas previsiones se encuentra la solución a un determinado problema, a ese al que aludía Postman. No obstante, es necesario evaluar racionalmente los costes y los méritos de las tecnologías, y ello empezando por la misma pregunta de Postman: ¿es una buena pregunta preguntar por el problema que un invento soluciona?

a)     En primer lugar Postman supone que el deseo satisfecho por una tecnología existe anterior e independientemente de la tecnología, aunque sea de un modo general ulteriormente especificado por la tecnología:

 Debemos entregar un trabajo académico y queremos hacerlo no a mano, ni a máquina, sino con ordenador; la necesidad existe antes del ordenador y continúa después. No obstante, puede que tal deseo o necesidad específica sea verdaderamente nueva, pues el ordenador permite las correcciones de última hora, el “corte y confección”, etc.

Y es que «la disponibilidad de la tecnología tiene el efecto de estimular nuevos deseos. Puedo llegar a querer cosas, no directamente, sino porque descubro que existen los medios para lograrlo» [p. 52]. Pero es más, puede que la tecnología transforme nuestra propia concepción de algún deseo o necesidad, proporcionando una nueva concepción acorde con los nuevos medios.

b)     En segundo lugar Postman supone que la satisfacción de todos los deseos o necesidades constituyen problemas; pero lo que Graham le reprocha es no haber considerado que los parámetros de lo problemático se transforman con las tecnologías.

c)     En tercer lugar —o quizás en primero, haciendo innecesarias las consideraciones anteriores— Postman presupone que las tecnologías son medios dependientes de fines. Se trata de una presunción que nos permite evaluar las tecnologías en función de la utilidad. Sin embargo, replica Graham, también pueden evaluarse en función del estilo, de la forma, por ejemplo. En cualquier caso, y en la medida en que uno siempre puede preguntarse por el “para qué” del fin al que sirve una determinada tecnología, lo cual convierte a dicho fin en un medio de un fin superior (y así sucesivamente cual argumento aristotélico), lo más racional sería preguntarse por el valor del fin, además un valor conceptualizable en términos socio-económicos, en términos de costes y beneficios sociales. Lo que ocurre es que no siempre es posible estimar los costes, es decir, las consecuencias negativas que una nueva tecnología puede traer consigo.

Cuestión ésta que también depende de la escala temporal en la que nos movamos. Por ejemplo, la invención y progresiva generalización del automóvil trajo como consecuencia inminente muchos atropellos de peatones, pero su generalización masiva produce una contaminación no prevista inicialmente.

Y luego, por otro lado, tenemos la posibilidad de que tales costes y beneficios sean inconmensurables, y que lo sean, por ejemplo, en función de la distinción entre utilidad y valor.

Graham vincula la distinción entre utilidad y valor a la que existe entre el trabajo y el ocio:

La distinción entre el trabajo y el ocio, tal como la utilizamos aquí, es la que existe entre esas actividades que son necesarias para vivir y las que hacen que valga la pena vivir.

Podemos expresar esta distinción como la existente entre actividades útiles (trabajo) y actividades valiosas (ocio). Por supuesto, en la vida de un individuo cualquier actividad determinada puede ser simultáneamente útil y valiosa (que es quizá el signo de una “profesión” o “vocación” a diferencia de un mero trabajo) [pp. 61-62].

Puede que la vida merezca ser vivida si se satisfacen una serie de deseos; es precisamente en esos deseos donde radica el valor, ya sea positivo o negativo. Ahora bien, esta concepción, señala Graham, ampliamente extendida y con partidarios de la talla de Hume es subjetivista, define el valor por la satisfacción del deseo. Pero a ella se le puede oponer una concepción objetivista: sólo es razonablemente deseable lo que es valioso, es decir, que el valor no depende del deseo, sino éste (al menos sus especies racionales) de aquél. Esto significa que el valor desborda el marco del deseo, un desbordamiento propio de la cultura y la moral. Lo cual no obsta para continuar sosteniendo cierto relativismo (ya no individual, sino socio-cultural) conjugado con cierto liberalismo tolerante, dos posiciones filosófico-prácticas que tampoco comprometen la verdad del objetivismo, sino que la presuponen, pues se habla, por ejemplo, de tolerar valores (objetivos) distintos de los nuestros, o tolerar ciertas cosas en virtud de un valor superior como pueda ser la paz o la vida humana. La siguiente pregunta es: “¿cómo sabremos, o quién decidirá, cuáles son esos valores?” [p. 67]. Una posible respuesta sería la del contractualismo encabezado por Rawls, una bonita teoría, según Graham, que nada dice sobre las deliberaciones y (con)tratos políticos reales, pues estos se producen dentro de nuestros imperfectos sistemas democráticos, sistemas en los que los poderes políticos y económicos influyen sobre las elecciones y decisiones.

Sin embargo, si volvemos desde estas coordenadas a la reflexión sobre Internet nos encontramos con una tecnología que, en principio, permitiría la instauración de una verdadera democracia: la democracia directa. De esta posibilidad se ocupa el capítulo 4. Comienza distinguiendo entre democracia directa y democracia representativa y da argumentos sobre por qué la representativa era hasta hace poco la única forma de democracia posible: fundamentalmente esto era debido al elevado número de ciudadanos y a la distancia existente entre ellos y los centro de decisión, algo actualmente superado por los medios de comunicación, especialmente prensa, radio y televisión, que junto con el teléfono permitirían la interacción ciudadano-representante. Sin embargo, con la nueva tecnología que supone Internet, especialmente la Web y el correo electrónico, dicha interacción se vuelve más versátil, fluida. Graham se pregunta, no obstante, si es una buena cosa la democracia habida cuenta de una serie de problemas:

·         El de la inclusión: quién es ciudadano de pleno derecho para votar.

·         Si un voto vale más o igual que otro.

·         Quién nos debe representar

·         ¿Puede la mayoría tomar decisiones manifiestamente injustas?

·         ¿El pueblo posee verdaderamente el poder?

Esta última duda se basa en la paradoja de la distribución: cuando un recurso es limitado y ha de ser distribuido, no puede ser repartido entre un número que sobrepase cierto límite, pues la porción de cada uno perdería su carácter de recurso. Actualmente el poder (de elegir al representante) se ha repartido hasta tal punto que ninguno de nosotros elige verdaderamente; la elección estará determinada por la resultancia del proceso electoral. Lo mismo ocurre con la información en Internet: la multiplicación de páginas Web hace que sea bastante difícil conocer y acceder a una página determinada; y con el envío de “emilios” sucede lo mismo, pues su multiplicación impide que se lean todos los que llegan.

Además, Internet no garantiza un aumento de racionalidad en los electores; esto se debe a cierta tendencia, probablemente cultural, hacia la búsqueda y selección de información que ratifica nuestras ideas o prejuicios. Por otro lado, la racionalidad política exige no sólo indagación, sino, llegados a un punto de radical desacuerdo, un consenso o una negociación; pues bien, Internet puede minar más que favorecer esos procesos: el debate puede separar tanto como unir, e Internet permite la unión de los que poseen ideas semejantes, lo cual puede llevar a una fractura social, a una anarquía moral.

Graham no habla de la posibilidad de que aumentase el número de referenda. Si bien esto no garantiza ni la efectividad de la elección de un individuo por separado, ni la racionalidad de tal elección, sí que impide la omnipotencia del representante. Actualmente votamos a un partido con un programa, es decir, teóricamente votamos un programa (aunque luego no suelen cumplirlo). Pero dentro de ese programa pueden existir partes con las que no estamos de acuerdo. Una democracia más participativa y factible consistiría en aquélla en la cual la última palabra la posee el pueblo, sobre todo a la hora de promulgar las leyes. En una tal hipotética democracia las leyes podrían seguir generándose en el parlamento pero siendo refrendadas por el electorado, para lo cual Internet es el medio ideal. Si actualmente esto no se hace es por lo costoso que resultaría una campaña por cada referéndum, costes que se verían reducidos ostensiblemente con el uso de la Red.

El tema de la anarquía es tratado en el capítulo 5. Comienza éste distinguiendo dos interpretaciones clásicas de la anarquía política: una positiva (Bakunin, Kropotkin) y otra negativa (Locke, Hobbes). Desde estas dos perspectivas pueden juzgarse algunas características de Internet:

·       Su internacionalismo: las relaciones internacionales venían siendo hasta hace poco patrimonio del Estado —aunque la desregulación en materia económica hace tiempo que dejó el campo libre a las empresas—. Sin embargo, actualmente gentes de diferentes países se asocian y comunican al margen de las fronteras; esto araña parcelas de poder al Estado.

El mejor ejemplo lo tenemos en las respuestas antiglobalización (el espíritu de Seattle): allí donde pretenda tener lugar una reunión por la globalización económica tiene lugar una protesta; estas manifestaciones están integradas por individuos de varias nacionalidades que se desplazan a los países vecinos para tomar parte en ellas. Esto antes no ocurría porque se carecía de los medios de comunicación e informativos necesarios para coordinar las actividades.

·       Su populismo: el hecho de que cada vez sea más barato y más fácil entrar en Internet acerca a las personas de a pie las virtudes y los vicios de la Red. Cualquiera puede buscar información sobre cualquier tema y asociarse con gente de inquietudes similares, lo cual para unos puede resultar loable mientras que otros pueden considerarlo peligroso; para unos supone libertad, para otros libertinaje.

Sin embargo, los dos puntos de vista se sostienen, según Graham, sobre dos supuestos que hay que examinar:

1.      Que Internet sea una corriente de información sin restricciones junto con la convicción de que el conocimiento es poder, algo sobre lo que ya se habló más atrás [ver pág. 55 ]. Lo primero quizá sea verdad, pero no debemos confundir información con conocimiento: el conocimiento es información verdadera, pero la información también puede ser falsa. Además la información procede de diversas fuentes, Internet no es la fuente, sino el medio de transmisión. Quiere esto decir que nuestra selección de información debe obedecer a los mismos criterios que utilizamos en el mundo real, extradigital: debemos buscar fuentes fidedignas, lo cual reduce nuestras posibilidades de contactos.

2.      Que la libertad consista “en la búsqueda ilimitada de las preferencias e intereses personales” [Cfr. p. 100]. Esto es, según Graham, la concepción “familiar” de la libertad, una concepción heredada de la popularización que de ella hizo Hobbes y frente a la cual cabe oponer la concepción kantiana (y el anarquismo es, en último término, kantiano, al menos el clásico), a saber, la libertad como acción originada en la razón pura práctica. Asociadas a estas concepciones está la distinción entre la libertad-de (o negativa) y la libertad-para (o positiva), esto es, la ausencia de coacción externa ante lo que quiero hacer y la voluntad de hacerlo. Graham se centra, no obstante, en la dialéctica entre los términos de la primera distinción: de ella podría decirse que se trata de una dialéctica entre razón y deseo, pero también podría decirse que es una relación conflictiva entre deseos; en este caso, sin embargo, habría que distinguir entre deseos tutelados y no tutelados, aunque entre los primeros caben algunos (la mayoría) que no son producto de la razón pura práctica pero sí que están sometidos al razonamiento, a un razonamiento práctico fruto de la educación, de la socialización. Algunos autores situados en la línea crítica de la cultura que surge con los cínicos, pasa por Rousseau, por los freudianos de la escuela crítica de Frankfurt y llega hasta algunos postmodernos, sostienen que la socialización es un conjunto de límites y trabas a la libertad humana; no se dan cuenta de que esa misma proferencia está posibilitada por su socialización; la libertad se da en el seno de la socialización y fuera de ella no podemos decir que somos libres, sino animales —y, por cierto, la libertad animal es una metáfora muy poética, pero filosóficamente insostenible.

Esta línea filosófica es metafísica, pues opone la norma social al deseo. El paradigma de dicha oposición es Freud. Es metafísica porque no existe tal oposición; lo que existe es una dialéctica entre normas sociales (positiva o negativamente sancionadas) que portan deseos, o bien entre deseos ligados a normas —los deseos tutelados serían aquellos sancionados positivamente—. La relación entre deseo y norma es producto de un condicionamiento social que no deja a los impulsos vírgenes, sino que, como dice Graham, los transforma, moldea y orienta, en un proceso anamórfico que transciende el condicionamiento clásico y operante.

En cualquier caso, y aunque la libertad no consista en eso, lo cierto es, señala Graham, que Internet actúa como un reforzador de los deseos, preferencias e intereses de todo tipo, incluso los más inmundos y estúpidos —pues los internautas buscan cosas concretas y rechazan las que no les interesa, rechazo que no resulta tan fácil en el mundo real debido a las presiones frente a los comportamientos inmorales—; es más, estos últimos pueden que vayan progresivamente residiendo en la Red, pues será el medio más barato (y por ahora el menos regulado), con lo cual en este sentido Internet jugaría un papel de disgregación moral y por ello social. Esta conclusión neoluddita, sin embargo, puede que no llegue a ser tan grave pues los internautas también son personas de carne y hueso que hacen la compra, ven la televisión y se relacionan con otras personas de carne y hueso, con otras personas morales. Este tipo de relaciones “reales” actuaría como freno de las virtuales.

Produciendo, quizás, problemas psicológicos, pero no una fractura social como pudiera darse si pretendieran comportarse de manera abiertamente obscena, esto es, moralmente, aunque con una moral paralela.

Si esto es así, surge la pregunta, en el capítulo sexto, de si habría que controlar Internet, pregunta compleja que Graham descompone en otras tres: ¿Es técnicamente posible controlarlo? Si lo es, ¿qué contenidos deberían ser bloqueados o eliminados? ¿Deberían promulgarse leyes que sancionaran tal bloqueo o eliminación?

1.      Respecto de la primera pregunta habría que concretar si, a pesar de ser técnicamente posible, es prácticamente posible. La referencia a la praxis introduce la consideración de las relaciones sociales. Como solución puramente técnica estarían los gophers, especie de buscadores temáticos que instalados en los servidores —grandes ordenadores donde se encuentra físicamente almacenada la información de la Red— y complementados con herramientas de bloqueo o eliminación podría lograrse. El problema está en que dichos servidores pertenecen a empresas e instituciones de muy diversa índole y nacionalidad, con morales distintas que pudieran negarse a instalarlos. Esta característica de Internet, la transnacionalidad, es lo que impide la solución (práctica) de las licencias, esto es, que cada servidor tuviera una licencia que pudiera cancelarse al permitir contenidos ilegales. La transnacionalidad también haría disminuir la eficacia de la calificación, un distintivo que poseería cada página Web en función de su contenido, de manera que en el navegador pudiéramos vetar ciertas calificaciones. Además de todo esto existe un problema económico de primer orden: el mercado negro; los hackers y demás piratas informáticos podrían hacerse de oro diseñando herramientas para burlar la censura, lo cual llevaría a la clásica dialéctica entre el arma y el escudo, cuya consecuencia sería un elevado aumento de los costes.

2.      ¿Qué contenidos deberían ser prohibidos en Internet? La verdad es que la respuesta a esta pregunta es bastante obvia: todos aquellos que son prohibidos en los medios audiovisuales anteriores a la Red: difamaciones, plagios, información potencialmente peligrosa, pornografía... Graham, en este punto, pasa a ocuparse de la pornografía, sobre todo a distinguirla de lo dañino a partir de la distinción clásica entre ofensa y daño: daño es el dolor que siente cualquier persona ante la presencia de un estímulo, lo cual suele reducirlo al ámbito del dolor físico; la ofensa, en cambio produce un dolor moral, y decir moral es tanto como decir que afectará a algunos, pero no a todos; es más, aquellos que se sienten afectados pueden incluso ignorarlo, no así el daño. Pues bien, ignorar la pornografía en Internet es mucho más fácil que hacerlo en televisión.

¿No se desplazaría la cuestión, entonces, hacia los casos en los que nos ofenda el hecho de que otros lo vean?

La maldad de la pornografía es, según un segundo argumento, esencialmente subjetiva en tanto que se ejerce sobre el alma, la mente o el carácter de las personas —no porque dependa de la individualidad de cada uno—, y no importaría que llevase (o no) a cometer actos externos impuros. Pero la cuestión está en que tradicionalmente se ha venido calificando moralmente a determinados estados mentales o caracteres de los individuos, al ser de los individuos, razón por la cual basar la moral en el consecuencialismo sería un error histórico y propiamente moral —el cristianismo tipifica el pecado como de pensamiento, palabra u obra (cada uno de los cuales puede ser por acción u omisión)—.

Por nuestra parte creemos que lo verdaderamente importante es la acción. Y el problema de un carácter o estado mental calificado de inmoral es que podría llevar a acciones inmorales, por eso es efectivamente reprobable. Cuando odiamos a alguien, estado anímico inmoral, le deseamos mal y desearíamos hacérselo nosotros mismos si ello no tuviera consecuencias para nosotros. Es más, la imposibilidad de llevar a cabo las acciones que un determinado carácter inmoral requiere puede repercutir sobre el propio individuo generando un malestar psicológico, que en última instancia no es sino malestar moral.

Parece, entonces, que la “forma de ser o de pensar” entra dentro de la moral. Si ésta, pues, en parte consiste en una forma de pensar, los contenidos que otorgan la posibilidad de pensar inmoralmente serían elementos de corrupción de dicha moral. Y si dichos contenidos se encuentran en la Red, habría razón para posicionarse prácticamente en su contra.

3.      Ahora bien, ¿qué tipo de posicionamiento práctico? ¿La legislación? Veamos lo que dice Graham textualmente:

... Es un error interpretar la moralidad como algo que beneficia o daña a los demás [...] Esto explica por qué, aunque pueda haber razones para preocuparse sobre el impacto de la pornografía en Internet, no haya que echar mano de la ley. Desde luego hay algo absurdo en la idea de legislar a favor de la virtud o contra el vicio moral. ¿Podríamos realmente tener leyes que nos exigieran ser bondadosos, generosos u hospitalarios y nos prohibieran ser cobardes, vengativos o perversos?... La respuesta negativa es obvia. [p. 124]

No, no es tan obvia. ¿Acaso no se ha hecho en el pasado? ¿No se someten a consejos de guerra a los cobardes? ¿No se lapida a las mujeres en Afganistan por incitar al vicio enseñando alguna parte de su cuerpo? La concepción de Graham supone un ámbito de normas objeto de la moral y otro, distinto e inconmensurable, objeto de la ley. Pudiera ser, sin embargo, que la ley necesitara (como de hecho necesita) de unos medios que velaran por su observación; ampliada la ley a las normas que ahora son puramente morales, los medios necesarios para su cumplimiento serían inmensamente costosos, razón por la cual quizá sea más eficaz la sanción moral. Tal sanción, no obstante, sólo es posible en círculos relativamente reducidos: en este sentido las ciudades son focos de inmoralidad porque la gente no te conoce y la voz sobre lo que has hecho no se corre; pero en un pueblo es distinto, o en un instituto; aquí la sanción puede resultar bastante eficaz.

Según estas disquisiciones, si la pornografía causara verdadero daño la ley debería intervenir. Pero que cause daño está por ver, se trata de una cuestión empírica:

Ningún estudio hasta la fecha ha establecido una clara conexión estadística y mucho menos causal. Lo que parece generar y mantener la creencia en el carácter dañino de la pornografía es la enorme difusión de los casos que aparecen en la prensa y televisión [p. 125].

Y ¿por qué el daño habría de ser puramente físico (violaciones, agresiones y asesinatos), es decir, ético? ¿Por qué no podría ser moral en un sentido distinto del que hemos dado más atrás, no mental, sino disgregador de la comunidad? A esto se referirá Graham más adelante:

Aunque sea verdad (supongamos) que las influencias sociales y económicas exteriores han ido socavando las instituciones y los circuitos sociales, también lo es que la búsqueda de los valores y los deseos propios, para obtener lo que se desea en la vida, es un ideal que ha formado parte de la educación social en el mundo occidental del siglo XX, bajo la influencia de los educacionalistas estadounidenses John Dewey y G. Stanley Hall. En suma, el ideal moral de la «propia realización», incluso si es filosóficamente incoherente, puede haber sido una especie de ácido social que haya carcomido las bases comunitarias [p. 142].

Hemos de tener en cuenta, no obstante, que los efectos individuales (éticos) que posee un proceso disgregador de la comunidad son los mal llamados problemas psicológicos. En este sentido la pornografía no tiene por qué causar violaciones, pero sí puede inducir a buscar otras parejas (más exóticas, con cuerpos esculturales...) o a practicar distintos juegos sexuales con la misma pareja, pudiendo ésta negarse por varios motivos. Ambas situaciones podrían poner en peligro la estabilidad de una relación, lo cual podría causar dichos problemas psicológicos. Las violaciones y crímenes sexuales podrían ser el efecto límite al que se llegaría por combinación con otras variables, como señala Graham. —Sobre todo esto es muy interesante la novela de Michel Houellebecq, Las partículas elementales, Anagrama—.

 

La violencia engendra violencia, [...] pero esto no se debe confundir con [...] que la representación de la violencia (objetiva o ficticia) engendra violencia. El mundo anterior [a los media] no carecía de crueldad y violencia, y una buena parte de la violencia actual no parece claramente conectada a los medios modernos [Asia y África, por ejemplo] [p.126].

La conexión de la pornografía con el daño no es, pues, evidente: primera razón para no tomar medidas legales contra ella. La segunda es que si la pornografía se define como “aquello que ofende a las sensibilidades” estamos al albur de los cambios de mentalidad. La tercera es que los mismos contenidos pueden figurar en otros contextos (arte, educación sexual, etc.). Graham, sin embargo, afina su análisis, y se pregunta si es necesario que algo cause daño para ser prohibido, por ejemplo, el voyeurismo. Además, existen actividades que causan daño y no son prohibidas, como la competencia económica. Si conjugamos este escepticismo legal con las dificultades prácticas (que no técnicas) de llevar a cabo la prohibición, la conclusión es la de no prohibir en Internet y, en todo caso, operar como se opera actualmente: persiguiendo a los autores de delitos.

La pregunta por la inquietud moral que la Red pueda suscitar no es “¿qué pueden hacer algunas personas a los demás?”, sino “¿en qué nos estamos convirtiendo?”. En este punto Graham vuelve a sopesar las previsiones de ludditas y tecnófilos. Contra los ludditas, si bien les concede que Internet acelera el proceso que lleva al individualismo radical y a la anarquía moral, al tiempo señala que el proceso mismo no es producto de la Red, sino de la sociedad y la cultura occidental. Con datos empíricos se ha observado el declive de la familia tradicional en los EE.UU. y en Europa occidental, dando lugar a un aumento de las familias monoparentales y de las personas que viven solas. También se ha observado una disminución en el número de asociaciones y de comunidades.

Ahondando en este tema, Graham señala que el término “comunidad” es ambiguo, puesto que hoy se aplica a muchos grupos sociales (comunidad religiosa, comunidad gay, comunidad internacional...). Para distinguirlos aplica los conceptos de Robert Bellah:

·         Grupo de interés: aquel grupo de gentes que o bien se interesan por las mismas cosas, que poseen el mismo interés subjetivo (coleccionistas de sellos, homosexuales...), o bien son afectados por las mismas cosas, esto es, posen el mismo interés objetivo.

·         Enclave: cuando los miembros de un grupo poseen los mismos intereses, tanto objetivos como subjetivos. En cualquier caso la distinción es bastante vaga, puesto que alguien que esté interesado subjetivamente en algo le afectará todo lo relacionado con esa cosa; y viceversa, si alguien es afectado por algo, lo es porque eso afecta a otra cosa por lo que está interesado.

·         Comunidad: es un enclave pero con una autoridad común, esto es, sujeto a un conjunto de reglas perfectamente definido (o a una autoridad personal), como pueda ser una comunidad religiosa (monasterio, convento) o una comunidad neolítica, en las cuales dichas reglas definen cuáles son los intereses objetivos y cuáles deberían ser los subjetivos. Esto las convierte, de algún modo, en totalitarias.

Cuando este totalitarismo comunitario pretendemos trasladarlo a la política de un Estado surge el debate entre el liberalismo y el comunitarismo, dos de cuyas principales figuras son Rawls y MacIntyre respectivamente:

a)     El primero basa su Teoría de la Justicia (según la cual lo justo debe prevalecer sobre lo bueno, la ley sobre la moral) en la Posición Original, una situación teórica en la cual los individuos no estuviesen ligados por “intereses y lealtades partidistas”, de manera que pudieran deliberar sobre los principios que debieran regir una sociedad justa.

b)     MacIntyre responde, y con razón, que tal situación original es una quimera, pues nadie puede salirse de sí (de su pasado, de su cultura...) para deliberar. Para deliberar ha de existir una base moral, la cual es evacuada de la Posición Original. Los individuos están radicalmente situados en una comunidad; esto supone que lo justo no es prioritario sobre lo bueno:

[...] si los individuos están «radicalmente situados» [...] y no son radicalmente autónomos como el dispositivo de la Posición Original parece requerir, entonces un segundo aspecto del proyecto rawlsiano debe ser también rechazado. Se trata de la prioridad de lo «justo» sobre lo «bueno» [...]. Rawls cree que una sociedad libre y justa requiere que sus ciudadanos distingan claramente, por un lado, entre las creencias y los valores que consideran fundamentales para su concepción de una vida válida y útil (lo bueno) y, por otro, las reglas y principios de coordinación social que todos los miembros de su sociedad deben respetar (lo justo). Mantiene además que los principios de derecho social tienen prioridad sobre el bien en este sentido: los principios que estructuran y regulan una sociedad libre deben ser neutros con respecto a las (posibles) concepciones del bien que tienen sus ciudadanos. Los principios de una sociedad justa no pueden «privilegiar» ninguna concepción del bien. [p. 140]

Por otro lado el comunitarismo afirma que “la autoridad de la ley depende de una moralidad compartida. Pedirle que sea neutra con respecto a cualquier moralidad es privarla de cualquier autoridad” [p. 140].

Respecto de Internet podríamos decir que funciona como un enclave, pues permite que gentes con intereses subjetivos y objetivos comunes se pongan en contacto. Sin embargo, este contacto carece de las reglas que definan y regulen dichos intereses y los comportamientos a ellos asociados; no constituye, entonces, una comunidad, y puesto que cabe inferir que cada uno de los miembros de los enclaves virtuales pertenecen a comunidades diferentes, con diferentes morales, la crítica recíproca (entre morales), o peor, la abstracción respecto de toda moral, genera anarquía moral. La regulación de la Red debería llevarse a cabo a partir de lo justo segregado de lo bueno, pero esto es una quimera.

A Internet se le puede acusar de intensificar la naturaleza del individualismo radical, cuyas causas están en la sociedad, no en la Red, como hemos visto más atrás. Pero si Internet nos “libera” de las sociedades a las que pertenecemos podría liberarnos de ese individualismo. Sin embargo, para escapar de una comunidad debemos pertenecer a otra; ¿a una comunidad virtual? Recordemos que lo máximo que ofrecía  el ciberespacio eran enclaves, pero esto se dijo al no tener presente la posibilidad de generar ciertas normas para esos enclaves, normas de afiliación y comportamiento, expulsión, etc. Parece, entonces, que son posibles las comunidades virtuales. Ahora bien, ¿pueden reemplazar éstas a las auténticas comunidades? Lo cierto es que la comunicación en ellas se restringe a la palabra escrita: no hay inflexión de la voz, gestos, miradas o ademanes; se trata de una comunicación muy pobre, pero que, por ello mismo, permite la diferencia con las comunidades reales. En éstas la comunicación puede estar restringida por prejuicios raciales, de edad, sexo, etc., características que quedan borradas, abstraídas, en la actual comunicación electrónica. Se observa, sin embargo, una progresiva reducción de la distancia entre la comunicación virtual y la real, convirtiéndose aquélla, cada vez más, en comunicación real, lo cual eliminaría la diferencia entre un tipo y otro de comunicación. Esto supone una paradoja para los tecnófilos pues la indiferencia con la comunicación real hará susceptible a la comunicación electrónica de caer en los mismos vicios (y virtudes) que cae aquélla... En los mismos vicios, pero potenciados por la novedad; esta es una de las conclusiones de Graham:

[Internet] no transformará la vida política hacia terrenos más verdaderamente democráticos. Mejor dicho favorecerá el declive de la democracia que tiene una tendencia a favorecer políticas de consumo más que medidas racionales. Es más que posible que fortalecerá, en vez de debilitar el carácter atomizador del individualismo, porque fomenta la fragmentación moral [p. 106].

Otra conclusión menos fatalista es la del realismo crítico: los medios tecnológicos, a pesar de que influyen mucho sobre los movimientos sociales, no los determinan, es más, cabría decir que están a merced de ellos.

En efecto, se trata de una conclusión genuinamente materialista, es decir, específicamente marxista, al conjugar las fuerzas productivas o medios técnicos (en este caso la Red), con las relaciones sociales de producción (los movimientos sociales de Graham), en el sentido de que son éstas las que determinan a aquéllos en un grado superior a la posible determinación complementaria. Estas disquisiciones nos llevarían a un tratamiento antropológico y filosófico de la cuestión, baste, sin embargo, para estimular la discusión y el estudio, el apunte siguiente: la determinación infraestructural (en el sentido que “infraestructura” tiene en el materialismo cultural de Marvin Harris, a saber, los medios técnicos y las técnicas de reproducción) sólo es posible en un tipo de sociedades que carecen de un determinado nivel de excedentes de producción tal que cualquiera que fuese el aumento de su población dichos excedentes sirvieran para alimentar a toda la población no directamente productora; dichas sociedades están a merced de cambios ecológicos, demográficos y, sobre todo, técnicos. En cambio cuando comienzan a producir por encima del nivel de subsistencia la determinación se coloca en el lado de las relaciones sociales.

 




NOTAS:

[1] Francisco Rosa Novalbos está realizando la tesis en la Facultad de Filosofía (UCM).

[2] Estos comentarios van en cursiva y sangrados.

 

 

 

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