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 Crítica y crítica: Andrei Tarkovski como acto puro y como presencia de la ausencia de la excepción.

Juan Jesús Rodríguez Fraile*

 

1.- Crítica y crítica.

Me expreso a través de imágenes, y vosotros, ¿queréis darle un sentido a través de palabras? No me forcéis a ser crítico”[1] .

La crítica de cine, como cualquier otra crítica, ha de enfrentarse a una dificultad en la que se juega la vida: la crítica tiene que acabar cirticándose a sí misma, cosa que no puede hacer desde la crítica, sino desde otra parte, en este caso desde el cine. El crítico ha de acabar haciendo cine, pero entonces acabará siendo interpretado como un cineasta, no como un crítico, y será criticado como buen o mal cineasta, no como buen o mal crítico. Ahora bien, criticar una crítica con una crítica en lugar de con una obra de cine, sólo consigue criticar a un crítico, no criticar a la crítica misma. Criticar una crítica con una crítica es, sin embargo, lo que suele hacer un cineasta cuando critica. Cuando alguien no está de acuerdo con una crítica no está de acuerdo con un crítico, pero cuando alguien no está de acuerdo con la crítica, entonces es porque ese alguien es, en realidad, de alguna manera, un “auténtico crítico”. Ciertamente un crítico (un crítico que no sea un —digamos— “cineasta frustrado”, sino un auténtico crítico) es alguien que considera que la crítica es algo muy importante, tan importante como el cine, o incluso más; es alguien que cree, al menos, que es algo tan importante como para dedicarse uno a hacer críticas en lugar de a hacer películas. Para un cineasta, por el contrario, lo importante no es la crítica, sino el cine, la obra de cine, y tanto más cuanto más sea un auténtico cineasta. Si un auténtico cineasta hace una crítica será para decir que lo importante no es la crítica, sino el cine. De la misma manera, si un auténtico crítico hiciera una película sería para decir lo contrario, que lo importante no es la obra de cine, sino la crítica —pero, entiendasé bien: la “auténtica crítica”—. Así, cuando llega el momento en el que el auténtico cineasta no tiene más remedio que escribir una crítica para demostrarle al crítico que él no es más que un cineasta frustrado, el auténtico crítico no tiene más remedio que responder haciendo una película para demostrarle al auténtico cineasta —quien para él no es más que un crítico frustrado— que lo importante es la crítica. Pero para evitar que se le tome por un cineasta sin más, y se le critique, el auténtico crítico tendrá, enseguida, que publicar un manifiesto, donde expondrá —digamos— “dogmáticamente” [2] , los presupuestos de su crítica para que puedan ser reconocidos como eso —y no como mero cine— en su película. El auténtico cineasta, por su parte, cuando lo que haga sea escribir una crítica, lo único que podrá escribir, en realidad, será un manifiesto en el que se diga que lo importante es la obra y no la crítica, puesto que esa es la única manera de evitar que se le tome por un mero crítico, por un buen o mal crítico, en lugar de por un cineasta. El auténtico crítico hace así una crítica auténtica que consiste en la película más el manifiesto [3] . Y el auténtico cineasta hace una auténtica película, que consiste en el manifiesto más la película [4] . El manifiesto, sin la obra, es sólo crítica, pero la obra sin el manifiesto es sólo la obra. El problema es que si la obra es sólo la obra, entonces no es auténticamente la obra, porque es sólo un objeto para la crítica. Pero si la crítica es sólo la crítica, entonces tampoco es auténticamente la crítica, porque entonces no se la puede diferenciar de la obra de un cineasta frustrado. La auténtica crítica necesita que el manifiesto se manifieste en obras, pero la auténtica película necesita también que el manifiesto ponga de manifiesto por qué ella es una auténtica obra, por qué esa obra tiene que ser vista como una obra auténtica. Como suele ocurrir con la crítica, el auténtico crítico acaba siendo el auténtico cineasta, mientras que el auténtico cineasta acaba por ser el auténtico crítico, el único crítico auténtico, mientras que todos los demás son, en realidad cineastas frustrados que hacen críticas o bien, críticos frustrados que hacen películas. El crítico y el cineasta se encuentran, así, reunidos en uno de los infinitos giros del círculo hermenéutico, persiguiéndose el uno al otro por las pantallas y por los periódicos.

            Ahora bien, todo eterno problema tiene su eterna solución, y esta es, como no podía ser menos, un callejón sin salida, pero uno muy largo, muy largo, muy largo, tan largo que parece realmente un camino abierto, e incluso el único camino que queda abierto. Esta es, justamente, la forma de un problema filosófico. En este caso, el problema tomaría la forma de una pregunta por la autenticidad, es decir, justamente por el criterio que en el círculo crítico-cinenematográfico quedaba sin problematizar. Por ahí se escaparía de la órbita de ese giro. Así se pondría en marcha algo así como una crítica cinematográfica a un nivel superior, a un nivel superior y con herramientas propiamente filosóficas, para preguntar acerca de qué es eso de la autenticidad, y para responder que eso no puede ser otra cosa que la verdad, la bondad, la unidad (y en el peor de los casos, la belleza), ya sea como tales, o como meras máscaras de la ficción, la moral cristiano-burguesa, la diferencia (y, en el mejor de los casos, el gusto dominante). Dependiendo del criterio que se emplee para diferenciar lo auténticamente auténtico de la —digamos— autenticidad frustrada, acabaremos orbitando alrededor de la noción de sentido, de la noción de libertad, de la noción de sensibilidad (o dicho con otras palabras, de la noción de Dios, de la de alma, o de la de mundo). Si por el contrario renunciamos al uso de un criterio para identificar lo auténticamente auténtico de lo que no lo es, tendremos que considerarlo todo auténticamente auténtico, o todo como una u otra autenticidad frustrada. Pero entonces comenzaremos a girar en una órbita, todavía más alejada —la órbita, ya casi, de un cometa—, alrededor de la noción de sentido del sentido, de liberación de la libertad, o de mundaneidad del mundo (o dicho de otra manera: Ser, lenguaje, cuerpo)... etc.

            Ahora bien, todas estas esferas se mueven armónicamente unas en el interior de las otras, y todas ellas como atraídas por un primer motor. Ese primer motor que pone en marcha toda la actividad crítica y toda la filosófica y el universo hermenéutico entero a su alrededor se llama Andrei Tarkovski.

2. Andrei Tarkovski como motor inmóvil.

Yo no dirigí ningún “mensaje” a la Rusia actual, ni lo haré nunca, porque no soy un profeta. Tan sólo soy un hombre a quien Dios le ha dado la posibilidad de ser poeta: de poder decir una plegaria, de una manera distinta a la utilizable por los fieles en una catedral [5] .

En efecto en Andrei Tarkovski no hay diferencia entre Ser, lenguaje, y cuerpo. Todo el mundo lo sabe. Tarkovski es, no existiendo, sino haciendo ser al lenguaje en unos cuerpos que no son cuerpos y que sin embargo son y son de tal manera que en ellos es el lenguaje el que es, y los cuerpos se dicen sin que ese decirlos sea un hacerlos ser sino un darse cuenta de su haber sido siempre ya como diciéndonoslo, como diciéndose. Por eso no hay ahí diferencia entre el significante, el significado, y el sentido, y no hay lugar para hablar de ningún “mensaje”, sino de la Revelación.

En Andrei Tarkovski no hay diferencia entre el sentido y la sensibilidad, precisamente porque Andrei Tarkovski no es ningún sujeto. Pero tampoco, ciertamente, porque sea un objeto, sino porque en Él los objetos son, pero no como objetos sino como cosas en sí mismas, es decir, como fenómenos, es decir, como fenómenos en sí mismos, esto es, como bellos, o sea, como son —o algo así—.

En Andrei Tarkovski no hay diferencia entre la verdad y la bondad, porque la unidad misma que constituye aquello que en Él es, procede de su ser ahí verdadera la bondad de las cosas y en el ser verdaderamente bueno su ser verdad aunque sólo sea por una vez, y todo esto, únicamente, porque sí, porque así es y porque así ha de ser y ha sido siempre.

En Andrei Tarkovski no hay diferencia entre la autenticidad y la inautenticidad, porque en Él no hay distancia entre el auténtico crítico y el auténtico cineasta, ni tampoco identidad, puesto que Andrei Tarkovski no existe ni como lo uno ni como lo otro, sino que se limita a ser la obra de cine y la crítica siendo a la vez la distancia entre ambas, y por eso no hay necesidad de un manifiesto, porque Él no es ningún profeta, sino que sus obras son el cine en su manifestarse, y sus críticas son la crítica haciéndose manifiesta, como su verbo es su carne y su carne no es sino su verbo, y lo que une a ambas no es sino el Espíritu (pero el Espíritu Santo, entiendasé bien).

Andrei Tarkovski no puede ser interpretado ni como crítico ni como cineasta, porque no es ninguna de las dos cosas. Él es el cine siendo la crítica y es la crítica siendo el cine. Es la cinefanía crítica y la críticafanía cinematográfica. Andrei Tarkovski es un acto puro.

Por eso, sólo adoptando la perspectiva de Andrei Tarkovski (cosa que nosotros los hombres que no somos Andrei Tarkovski sólo podemos hacer de vez en cuando: viendo sus películas), nosotros —los seres afectados de potencia— reconocemos la primacía del acto sobre ella, la anterioridad del acto respecto de la potencia, pero también la necesidad de que la potencia secunde al acto, de que los planetas sigan girando alrededor de sus órbitas y los filósofos alrededor de las suyas.


3. Andrei Tarkovski como la excepción que confirma las reglas (del juego). 

“¿Cuál era el tema principal que debía resonar en Stalker? Dicho en términos muy generales: ¿cuál es en verdad el valor de una persona y con qué tipo de persona nos encontramos cuando está sufriendo la pérdida de su dignidad? Me permito recordar que la meta de las personas que  en esta película se encaminan hacia la zona es una habitación donde se cumplirán sus más secretas aspiraciones. Mientras atraviesan el curioso territorio de la zona, rumbo a esa habitación, Stalker narra al escritor y al sabio la historia, real o legendaria, de Dikoobras, que llegó a aquel lugar ansiado pidiendo que su hermano, de cuya muerte él era culpable, volviera a recobrar la vida. Pero cuando Dikoobras volvió de la «habitación», se encontró repentinamente enriquecido. La zona le había regalado su verdadero deseo íntimo, y no aquello que había pretendido desear. Por eso, Dikoobras se ahorcó [6] .

Ahora bien, como suele suceder en estos casos, cuando se dicen estas cosas, no se puede evitar la sensación de haber puesto en el fondo de ese callejón sin salida muy, muy, muy largo, solamente una imagen hipertrofiada de aquello mismo que había en el punto de partida, de haber puesto al final de esa perspectiva una versión unidimensional del paisaje mismo que se retrata y que actúa de esa manera como punto de fuga de la misma, dando un volumen a lo que es sólo un único plano. Ese único plano que, a través de esas reconstrucciones trata de organizarse teleológicamente, y que constituye en realidad una única superficie en la que se organizan topológica y no teleológicamente los elementos, no puede denominarse, en todo caso, sino como Andrei Tarkovski.

En efecto, en el plano Andrei Tarkovski la crítica y la cinematografía constituyen una única superficie transitable en todas direcciones que lleva, desde sus escritos a sus películas y desde sus películas a sus escritos más o menos críticos. Andrei Tarkovski, cuya primera película se estrena en 1962 y la última en 1986 no evoluciona en absoluto en esos veinticuatro años [7] . Se niega a evolucionar porque no se critica a sí mismo, no trata de hacer, cada vez un cine más auténtico. En las películas de Andrei Tarkovski el problema que a partir de los años sesenta (y principalmente a partir de las reflexiones de los críticos asociados Nueva ola francesa) enfrenta a los cineastas con los críticos y convierte a los unos en una versión frustrada de los otros, se proyecta interiormente, dentro de sus películas, y queda atrapado en una zona dotada de un estatuto absolutamente excepcional que se denomina comúnmente Andrei Tarkovski. En la zona Andrei Tarkovski hay, ciertamente, una «habitación» en la cual se cumplen todos los deseos, una zona dentro de la zona, pero, Andrei Tarkovski consiste en dejar esa zona bien dentro de la zona, para que la zona pueda seguir estando fuera de la zona, es decir, fuera de la zona en la que los críticos tiran con bala que es, en aquel momentos (si es que no siempre) Cannes. El plano Andrei Tarkovski corta transversalmente el eje Cannes y establece una zona de estricta sincronía entre —pongamos— Dreyer y Lars von Triars, Renoir y Woody Allen; justamente aquel lugar en el que las cosas no pueden ser lo que queramos a fuerza de poder ser lo que queramos. Andrei Tarkovski es esa zona, la zona a cuya derecha se sitúa el cine y a cuya izquierda se pone la crítica. Andrei Tarkovski consiste en hacer posibles esas posiciones. Por eso sólo en Andrei Tarkovski se puede ver, por ejemplo, la contingencia (y a la vez la necesidad [8] ) de aquello que los manifiestos de la vanguardia rusa presentaban —dogmáticamente— como necesario [9] . Y a la vez, sólo en él aparece la necesidad (y no sólo la contingencia) de eso que en los Cuadernos de cine parecían ser, tan sólo, los apuntes tomados por los jóvenes directores europeos de las doctrinas para conseguir el éxito dictadas por los maestros americanos. Sólo en el lugar en el que se produce la oposición, el choque, de la Nueva ola y el viejo espigón de la vanguardia rusa, se puede reconocer el eterno problema: la búsqueda de la autenticidad de lo auténtico denunciando la inautenticidad producida por la frustración (la frustración de querer y no poder ser Alfred Hitchkock, o la de querer y no poder ser Sergei Eisenstein). Sólo en esa zona resulta visible la eterna cuestión de la verdad queriendo o no queriendo ser buena (ni siquiera después de darle Truffaut los Cuatrocientos golpes), o del bien queriendo o no queriendo ser verdadera (como en el “realismo socialista” impuesto, también a golpes —dicho sea de paso— en la URSS). Sólo allí se ve la unidad propia de aquello que sólo como diferencia —pero como diferencia, insistimos,  planteada en Andrei Tarkovski— se puede presentar. Quizás a eso le pudiésemos llamar también la belleza propia de sus obras. Sólo en Andrei Tarkovski la ficción puede verse como ficción (y no como esa verdad más verdadera que la verdad misma que pretendía André Bazin, ni como esa mentira más perversa que todas las mentiras que pretendía Andrei Zhdanov), y sólo en él, la moral cristiano-burguesa del nuevo régimen soviético puede verse claramente bajo la luz que arroja sobre ella el aspirante a gusto dominante puesto en curso por los nuevos revolucionarios de mayo del 68. En efecto, sólo en la zona Andrei Tarkovski, se produce el —digamos— “efecto Andrei Tarkovski”, que no surge del montaje en paralelo de dos planos, sino del constituirse él mismo en el único plano en el que todos los planos han de montarse —encajen o no encajen, se salten el eje o no se lo salten—, en el alma que une, unas con otras, las secuencias del mundo para seguir por una vía muy, muy larga, a través de un larguísimo travelling  —que nunca sigue la línea recta— el camino más corto hacia esa «habitación» donde está Dios.

Y, en definitiva, sólo en la zona Andrei Tarkovski el lenguaje es el lenguaje, y sirve para sentir las cosas —para sentir las cosas como son— y el cuerpo es cuerpo porque sirve para decirlas —y para decirlas tal y como son ellas—, y el Ser es también como tiene que ser, y como Dios manda.

Bien, todo eso es posible porque Andrei Tarkovski nació, creció —probablemente incluso se multiplico— y vivió entre nosotros (o entre otros más afortunados que nosotros). Porque hizo siete películas entre 1962 y 1986. Porque esas siete películas fueron consideradas por los hombres como otros tantos pecados, y por ellas hubo de sufrir el destierro y la injusticia, y, finalmente, la muerte —muerto de nostalgia por un reino que no era de este mundo, y ofreciendo su vida y sus obras (ya muy enfermo) como un sacrificio para intentar salvar a los hombres—. Todos estos hechos explican, ciertamente, porqué en sus películas hay estos y aquellos planos, tienen estos o aquellos títulos, y se ruedan en estos o en aquellos años (y ganan  o no un premio en el festival de Cannes en estas o aquellas ediciones). Pero ¿qué es lo que explica que, después de muerto, Andrei Tarkovski resucitase, y ascendiese a los cielos al tercer día, y se sentase allí a la derecha del Padre, rodeado de todos los demás, y que, todavía hoy nos siga enseñado el camino de la salvación y conduciéndonos, como un guía, a través de esa zona llena de peligros hasta las puertas mismas del cielo?

Quizás los cineastas y los críticos puedan a estas alturas no creer en Dios, pero no tienen más remedio —incluso los más insensatos de ellos— que creer en Andrei Tarkovski.


Apéndice sobre la anfibología del concepto de locomotora.

¿Por qué los directores de cine hacen películas en lugar de construir locomotoras? ¿Por qué a ningún director de cine se le ha ocurrido construir una locomotora y arrollar con ella a todos sus espectadores, cuando realmente está tan claro que es eso lo que “originariamente” quiere? ¿Si de lo que se trata es de conseguir “un realismo integral, un cine identificado totalmente con lo real en su sentido más físico: lograr en la pantalla una presencia objetiva, sensorial, inmediata de la realidad misma”, hasta el punto de que “se anula el doble” y “si seguimos hasta sus últimas consecuencias el principio de identidad de los indiscernibles”, no se podría llamar, entonces, a ese doble tan realista “locomotora de vapor”? ¿Hay algo más “integral”, más “identificado totalmente con lo real”, más “físico”, más “objetivo”, más “sensorial” y más “inmediato” que arrollar con una locomotora a los espectadores de una sala de cine? ¿Acaso no es la diferencia entre arrollar a los espectadores con una locomotora en una sala de cine y arrollar a los espectadores con una locomotora en una sala de cine “indiscernible”? ¿Por qué razón los vanguardistas rusos no fueron capaces de comprender esto y se complicaron la vida con teorías acerca del montaje y el movimiento en lugar de subirse en una locomotora y arrollar “inmediatamente”, “físicamente” y “objetivamente” a los burgueses con ella, llevando a cabo así un auténtico acto revolucionario en lugar de acabar haciendo esas cosas que no entendía nadie y que resultaban casi “indiscernibles” del arte burgués-anti-burgués de las vanguardias occidentales?

Quizás todas estas paradojas sólo se puedan explicar examinando el asunto desde el punto de vista del “espectador”, de la “historia del espectador”, como lo hace el artículo de Víctor Cadenas de Gea titulado «Identificación y especificidad. El cine de Andrei Tarkovski», de algunas de cuyas precisas expresiones nos hemos servido y nos seguiremos —si se nos permite— sirviendo —sin que esto signifique, desde luego, que queramos comprometer al autor de dicho artículo con el uso que hacemos aquí de ellas—.

 “El primer espectador no concibe, desde un punto de vista anímico, lo que ve como imagen sino como cosa; no como representación de algo, sino como ese mismo algo”, y “este hecho es esencial en el cine y se mantendrá casi intacto a lo largo de su historia”. Pero son las limitaciones técnicas las que impiden que esa “emoción primigenia” sobreviva, las que impiden que ese “hecho esencial” se mantenga intacto, y que esa “identificación” física entre la representación y lo representado siga haciéndolos “indiscernibles”: “El lugar donde más se ha acercado el cine a su ideal mítico es, paradójicamente, en los Lumière y en esas primeras proyecciones. Muy poco tiempo después, el espectador tomaba conciencia de la alucinación colectiva en la que había participado y los creadores, renunciando a una identificación física pavorosa, derivaban su quehacer hacia otros derroteros (...) El cine fantástico nace motivado por una carencia técnica, carencia que hace ver a los pioneros la imposibilidad de realización del realismo integral al que estaba destinado en un primer momento el cine”.

Aquel “hecho esencial” se mantiene, no obstante “casi intacto” —el subrayado es nuestro—. Que el “hecho esencial” queda “casi intacto” quiere decir que ya no se produce como una identificación “física”, “objetiva” e “inmediata”, sino “psíquica”, “mediata” y “subjetiva”. La “inmensidad de este «casi»” es, ni más ni menos, que el abismo que separa el mundo de lo —digamos— “físico”, y el mundo de lo —digamos— “psíquico”. Ese abismo es abierto por una “carencia técnica”, por una “carencia técnica insalvable” (“insalvable” al menos para el cine): nuestra imposibilidad de crear representaciones que sean las cosas mismas. Debido a esa “carencia técnica” las representaciones cinematográficas quedan atrapadas en una de las orillas de ese abismo, en la de esa “casi” realidad —“casi” “física”, “casi” “objetiva” y “casi” “inmediata”— a que las reduce su condición de meras representaciones; esto es: quedan reducidas a esa “casi” realidad que denominamos “psicológica”. Pero el abismo se hace visible en toda su extensión cuando la subjetividad trata de surcarlo y se da cuenta de que sólo puede hacerlo “psicológicamente”, a través de mecanismos propiamente “psicológicos”, y se da cuenta así de su carácter verdaderamente “insalvable”. Como respuesta a esa “carencia técnica” se produce una “evolución de la identificación física a la identificación psíquica”. Pero esta “identificación psíquica” a su vez solo se puede entender como: “un deseo colectivo de querer aceptar la representación como realidad” (como un: “aplazamiento de la incredulidad que con variantes accidentales pero no esenciales nos sigue definiendo como espectadores”); es decir, como una “ficción”, como una “fantasía”. Esta “identificación psíquica” no sólo es, una versión aguada de la “identificación física” sino que la “identificación física” no es sino una versión neurótica de la “psíquica” que sólo puede entenderse como un “deseo colectivo” tan intenso, como un “aplazamiento de la incredulidad” tan radical que es causa de una “alucinación colectiva”: “Evidentemente, tanto lo que llamamos identificación física como identificación psíquica descansan en un proceso en último término psicológico, pues estamos hablando siempre de una recepción en el espectador. El terror ante el tren es también una vivencia psicológica. Pero en efecto, la diferencia entre ambas identificaciones es notable. En la primera, el “como si” actúa de un modo mucho más fuerte, tan fuerte que parece anularse como tal. Puede clarificarse esto si entendemos que la identificación física no sólo es la confusión de un objeto de la pantalla en la realidad, sino más precisamente un fenómeno muy similar a la alucinación del neurótico, que vivencialmente, no sabe distinguir ésta de la realidad. En cambio, en la identificación psíquica, la vivencia es mediata y la conciencia del “como si”, esto es, de la separación entre los dos niveles, funciona en todo momento, si bien como espectadores en el espectáculo jugamos al aplazamiento de la incredulidad”.

En resumen: no sólo los directores de cine quieren que las representaciones sean indiscernibles de las realidades sino también los espectadores. Los directores quieren arrollar a la gente con una locomotora, pero son técnicamente incapaces de hacerlo, mientras que los espectadores quieren ser arrollados por una locomotora, pero son psicológicamente incapaces de conseguirlo y no pueden conseguir que su neurosis sea tan aguda que consiga que la mera contemplación de una película les arrolle “físicamente”. No nos engañemos. Todos (cineastas y espectadores) queremos que nuestras representaciones sean las cosas mismas —como lo son para Dios, a cuya imagen, al fin y al cabo estamos hechos—, y realmente todos (espectadores y cineastas) creemos que el conseguirlo es sólo un problema técnico o psíquico. Pero como —aún— no somos ni técnica- ni psíquicamente capaces de conseguirlo, estamos dispuestos a “suspender nuestra incredulidad” y a tomar esa “casi” realidad que nos presentan nuestras representaciones “como si” fuese una auténtica realidad en lugar de tomarla por lo que “originariamente” es: por una mera “ficción”, por una “alucinación neurótica” más o menos grave —el subrayado de todas estas expresiones es nuestro—.

Los directores de cine no arrollan a sus espectadores con una locomotora, no porque no quieran, sino porque no pueden. Los espectadores, por su parte, no consiguen ser arrollados en una sala de cine por una locomotora por que no están lo bastante locos. Por eso no podemos realizar el “ideal mítico” de crear originales en lugar de copias (representaciones que sean las cosas mismas). Esto desemboca en el desarrollo de la “especificidad del cine”, en el desarrollo de un género de representación específicamente surgido de este conflicto que es el que caracteriza a la subjetividad moderna (tal y como el artículo de Víctor Cadenas de Gea ha sabido mostrar perfectamente) y que se hace manifiesta de manera paradigmática, precisamente en la relación de esta subjetividad con las artes, y en especial con la imagen cinematográfica (tal y como el famoso artículo de Walter Benjamin La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica mostraba también perfectamente). La “especificidad cinematográfica” consiste, en —tener que— desarrollar tácticas específicamente psicológicas para arrollar a los espectadores psicológicamente, de manera “ficticia” y “fantástica”. Consiste en —diríamos— diseñar una locomotora específicamente cinematográfica, como por ejemplo Octubre de Sergei Eisenstein: un artefacto técnico capaz de “conmocionar emocionalmente al espectador”, de arrastrarle mediante el movimiento irresistible del montaje de los planos hasta “una determinada idea colectiva adscrita a la revolución comunista” o hacia una determinada idea colectiva adscrita a la revolución nacional-socialista (pensemos en Él triunfo de la voluntad de Leni Riefenstahl), o a cualquier otra locura o “alucinación neurótica” (más o menos aguda) semejante; es decir, a cualquier “determinada idea colectiva adscrita a una revolución” cualquiera.

Esta locomotora afectivo-intelectual (“su finalidad es claramente intelectual y sus medios propiamente sentimentales, afectivos”) conseguiría así arrollar al burgués oculto en la psicología de todo espectador y “adoctrinarle” en una u otra “idea colectiva adscrita a una revolución”, sin necesidad de tener que atropellarlo “físicamente”, “integralmente”, “totalmente”. Ahora bien, para ello hay que “visionar” Octubre, no basta simplemente con verla, hay que “visionarla” bien “visionada”, hay que dejarse impresionar, aprisionar, apisonar por ella. Y para eso tiene uno que ser tan ignorante como un campesino ruso o tan sabio como un cinéfilo actual; es decir, todo menos un burgués normal y corriente, es decir, todo menos aquello mismo que la película pretende arrollar —“psíquicamente”—.

Este es justamente el obstáculo que Andrei Tarkovski habría logrado superar. Andrei Tarkovski habría desarrollado una “técnica” “psíquica” más refinada, capaz de arrollar tanto los prejuicios burgueses de sus espectadores como aquello que habría aún en ellos de “adoctrinable” y de acceder a la “espiritualidad del espectador”. La “libertad creativa” de Andrei Tarkovski habría resuelto de una manera —digamos— “libre”, o más correctamente: “íntima” (“íntima” en el sentido de no basarse en una determinada “técnica” —ni física (como la fabricación de locomotoras)  ni psicológica (como el montaje)— sino en ser “la intimidad que gobierna la evolución del metraje”, la que se dirige a “la intimidad del receptor”, habría salvado —decíamos— las aparentemente “insalvables” e “inmensas” dificultades técnicas, y habría logrado así realizar la aspiración a la totalidad del cine total de la manera más total posible (es decir, dentro de las limitaciones específicas de la especificidad cinematográfica); no ya a través de herramientas “psíquicas” sino “espirituales”: “Su estética entronca con algo anterior a la revolución socio-política. Su revolución es la del alma y su ideal específicamente moral”. Es decir: Andrei Tarkovski habría desarrollado una especie de locomotora filosófica o espiritual, en lugar de psíquica, capaz de transmitirnos una determinada —digamos— idea individual adscrita a la revolución del alma, a la revolución moral (a una determinada revolución moral, que en su caso es la cristiana, pero que podría ser cualquier otra).

Con ese artefacto Andrei Tarkovski podría arrollar todo lo arrollable hasta dejar, tan sólo la “temporalidad de la conciencia” representada —o más bien des-arrollada— en unas “imágenes-mónadas” cuya carencia de una segunda articulación sería capaz de mostrar efectivamente “el tiempo de la vida subjetiva”, y con ello “la vida del hombre”. Ciertamente, ¿qué es la vida del hombre desde el momento en que es técnicamente incapaz de crear el mundo y tan sólo puede representárselo mediante una ficción que sólo suspendiendo —neuróticamente— su incredulidad puede tomar por realidad, sino una sucesión de imágenes-mónada des-arrollandose en una conciencia e intentando constituirse en una determinada representación del todo sin conseguirlo sino confusamente, y convirtiéndose así en una mera perspectiva?

Y esto es lo que nos muestra perfectamente Andrei Tarkovski: que la vida humana no tiene ningún sentido. Y eso es lo que claramente se desprende del hecho de que sus películas no tengan ningún sentido, de que sus películas no sean sino un refinadísimo fracaso de su intento de arrollarnos con una locomotora, como resulta palmario a cualquiera que haya visto una de sus películas y haya podido seguir viviendo, como resulta evidente para cualquier “espectador” de sus películas; puesto que es eso, justamente, lo que diría cualquier “espectador” de las películas de Andrei Tarkovski —en el supuesto caso de que pudieran tener alguno—. Es eso lo que tendría que decir cualquiera en tanto que “espectador” de las películas de Andrei Tarkovski.

Otro problema distinto es lo que habría que decir de las películas de Andrei Tarkovski como crítico y no como “espectador” de las mismas. ¿Cómo podría explicar un crítico el hecho paradójico de que, en general, los directores de cine no fabriquen locomotoras, o más bien, el hecho de que sean un desastre fabricándolas y las acaben fabricando muy mal, que acaben fabricando unas locomotoras que no son capaces de arrollar nada y que incluso acaban des-arrollando aquello que querían arrollar?

Bien, ciertamente, un crítico —al menos si se atuviera a una noción de crítica más o menos tradicional como la desarrollada por Kant— tendría que partir de la consideración de que lo “originario” no es nuestro deseo de que nuestras representaciones sean las cosas mismas —ni siquiera en el caso de que eso sea “históricamente” lo primero, de que sea eso lo que nos ha “configurado históricamente” como unos “espectadores” [10] —  sino que lo originario estaría en esa separación, en ese abismo, en la distancia entre las cosas y las representaciones, entre las cosas mismas y los fenómenos, entre las sensaciones y los conceptos. Para un crítico esta diferencia (la que hay entre lo —digamos— físico y lo —digamos— psíquico, o entre lo sensible y lo inteligible) no sería una mera diferencia de grado (de —digamos— grado de neurosis), sino una diferencia irreductible. Habría entonces —por decirlo así— una anfibología fundamental en el concepto de “locomotora”, cuyo sentido sería distinto según la usásemos en el plano de la física (para referirnos, por ejemplo, a aquellas cosas que se mueven a mucha velocidad, que se mueven como locas,  y son capaces de arrollarnos físicamente, y que llamaríamos “locomotoras a vapor”) o en el terreno de lo psíquico (y usásemos el concepto para referirnos a aquellas otras cosas que también se mueven a mucha velocidad —24 fotogramas por segundo— pero que en todo caso sólo son capaces de arrollarnos “psíquicamente” —por muy pequeña que parezca la diferencia—; y a las cuales haríamos bien en llamar: “películas sobre locomotoras a vapor”—.  Pero para un crítico no sólo habría que reconocer necesariamente esa diferencia entre el plano de la representación y el plano de la realidad, y no sólo sería esa diferencia irreductible, sino que esa diferencia sería incluso buena... Pensemos que esto significaría que tendríamos que considerar deseable aquella “carencia técnica insalvable” que nos impide crear el mundo e incluso aquella incapacidad psicológica nuestra de acabar de creernos nuestras propias alucinaciones neuróticas y ser, al menos, unos paranoicos consecuentes. La —digamos— “inmensa” perversidad del crítico al querer sostener la bondad de estas cosas le llevaría a tener que recurrir a modelos de fundamentación de tipo teleológico o estructural e incluso hermenéutico (como los que se apuntaban en el texto que precede a este apéndice) cuya fragilidad teórica se mostraría en el carácter ridículo que no pueden dejar de presentar a nuestros ojos cuando se presentan esquemáticamente, y que requerirían un despliegue tan grande de matizaciones y explicaciones para que alguien pueda llegar a tomárselas en serio que uno simplemente se diluye en ellas, se muere de aburrimiento y de desidia antes de haber podido llegar a conseguir entender qué demonios era eso del Dasein, si era el “ser-ahí” o era el “ahí-ser”.

Pensemos, sobretodo, en el atroz contraste que presenta la inmensa dificultad teórica de este problema respecto de la extremada sencillez de su resolución práctica.

En efecto, las limitaciones técnicas que el cine puso en sus “orígenes” de manifiesto y que impidieron en su momento arrollar a los espectadores, o más bien, la ceguera de los propios cineastas que no supo dar con una fórmula efectiva para arrollar a los espectadores cómodamente mientras estaban sentados en sus butacas [11] , hizo necesario perseguirlos por toda Europa para intentar acabar con ellos, es decir, hizo necesario inventar ese medio artístico que sí consiguió culminar las expectativas de los pioneros del cinematógrafo de un “cine total” superando sus limitaciones “específicas”, y cumplir su “ideal mítico”:  la “Gran Guerra”. La Gran Guerra consiguió causar en los espectadores de una manera —esta vez sí— “física”, “objetiva” e “inmediata” —con una inversión técnica realmente grandiosa, pero relativamente rápida—, la sensación de ser arrollados por una locomotora. Así, desde 1916 la “Gran Berta” —un enorme cañón instalado sobre un vagón de ferrocarril— disparaba proyectiles de 100 Kg. sobre los espectadores Alemanes, pero carecía aún de la suficiente movilidad como para arrollarlos, sin embargo en 1918 los ingenieros ingleses desarrollaron los primeros tanques. Con ellos el problema técnico de producir la sensación de ser “físicamente”, “inmediatamente”, “indiscerniblemente” arrollado por una locomotora quedó resuelto.

En general, el desarrollo entre 1914 y 1945 de ese “gran” medio artístico que podríamos llamar la “Gran Guerra” consiguió arrollar de una manera mucho más efectiva que la manera específicamente cinematográfica, tanto los prejuicios de la psicología burguesa como, en general, cualquier resto de cualquier “idea colectiva adscrita a una revolución” cualquiera, e incluso cualquier resto de cualquier idea cualquiera. Lo que quedó es, justamente aquello que podemos ver en el film La infancia de Iván (de Andrei Tarkovski) : “Iván está loco, es un monstruo; es un pequeño héroe; en verdad es la más inocente y conmovedora víctima de la guerra: ese muchacho, al que no es posible dejar de amar, ha sido forjado por la violencia, la ha interiorizado. Los nazis lo han matado cuando han matado a su padre y aniquilado a los habitantes de su pueblo. No obstante vive. Pero, en otro lado, en ese instante irremediable donde ha visto caer a su prójimo. Yo mismo he visto a ciertos jóvenes argelinos alucinados, modelados por las matanzas. Para ellos no había ninguna diferencia entre la pesadilla de la vigilia y las pesadillas nocturnas. Los habían matado, querían matar y hacerse matar” [12] . Esto es lo único que ha quedado, lo que pasa es que, de ninguna manera podemos verlo como “espectadores”, de ninguna forma podemos “identificarnos” con ello; sólo podemos entenderlo como críticos, pero entonces ¿Qué diferencia era ésa que había entre “ahí-ser” y “ser-ahí”?

 




* Juan Jesús Rodríguez Fraile es becario del Ministerio y está realizando la tesis en la Facultad de Filosofía UCM.

[1] Declaraciones de Andrei Tarkovski en la conferencia de prensa dada a propósito de “Nostalghia” en el Festival de Cannes, 1983.

[2] Pongamos, por ejemplo, “Dogma 1995” de Lars von Triers.

[3] Lars von Triers, por ejemplo, filma “Los idiotas” —significativo título para una crítica de la crítica—.

[4] Woody Allen dirige, por ejemplo, ”Deconstruyendo a Harry”, y en uno de los círculos de su infierno sitúa al crítico.

[5] Entrevista de Laurence Cossé a Andrei Tarkovski. “France Culture”, 7-1-1986.

[6] TARKOVSKI, A. Esculpir en el tiempo. Madrid, Rialp, 1991, p. 220.

[7] Durante todos esos años Andrei Tarkovski dirige sólo siete películas: La infancia de Iván (1962), Andrei Rublev (1966). Solaris (1972). El espejo (1974), Stalker (1979), Nostalghia (1983), y Sacrificio (1986).

[8] La necesidad relativa pero no por ello menos necesaria dadas unas ciertas condiciones como son las condiciones que denominamos habitualmente Andrei Tarkovski.

[9] Y que precisamente por eso no podía aparecer sino como enteramente arbitrario.

[10] O como “espectadores” de un determinado tipo o de otro; o bien como espectadores de un tipo de espectáculo o de otro, o incluso como espectadores de ese cierto tipo de espectáculo que podríamos llamar —con Kant— la metafísica.

[11] ¿Por qué no se le ocurrió a nadie construir una cámara cinematográfica técnicamente más evolucionada que produjese locomotoras a vapor, una cámara de cine que fuese “indiscernible” de la fábrica de locomotoras que se encontraba en las afueras de París, y una sala de cine que fuera “indiscernible” de una estación de ferrocarril de Moscú? ¿Cómo no se le ocurrió eso (que no es, ni más ni menos, que inventar el cine) ni al “gran André Bazin”?

[12] Jean-Paul Sartre, carta dirigida a Alicata (director del periódico italiano Unitá) acerca de un artículo publicado en ese periódico sobre la película de Andrei Tarkovski  La infancia de Iván. La carta apareció después en ese mismo periódico el 9 de octubre de 1963, y posteriormente en Les Lettres Françaises (1 de enero de 1964). La traducción castellana (de J. Martínez Alinari) se encuentra en: Jean-Paul Sartre, Problemas del marxismo, Losada, Buenos Aires, 1964, y también en la Revista de Occidente nº 175 (diciembre 1995) p.p. 21-30.

    

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