ensayo: "Elogio de la lectura: Filosofía y política en la divulgación pragmatista de Derrida", de Francisco Martorell Campos.
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Cuaderno de Materiales

 

 

Elogio de la lectura: Filosofía y política en la divulgación pragmatista de Derrida

Francisco Martorell Campos
Facultad de Filosofía de Valencia

 

1. INTRODUCCIÓN

Empezar un ensayo sosteniendo algo así como “Jacques Derrida se ha convertido en el filósofo que mayor número de controversias ha ocasionado durante los últimos tiempos”, puede provocar en el lector una ligera e irónica sonrisa. Los tópicos, y esa expresión es uno de los favoritos de la teoría de nuestros días, nunca suelen ser muy bien recibidos en filosofía a pesar de, y posiblemente por, ser una disciplina constituída sobre una amalgama de lugares comunes. Reseñar la naturaleza polémica de Derrida es, ciertamente, un tópico, pero para bien o para mal en un tópico que da mucho juego. Para constatarlo solo hay que echar una ojeda a la cantidad ingente de estudios dedicados a examinar minuciosa y detalladamente cada recoveco de una obra que se ha erigido en el centro de gravedad alrededor del cual gravitan la casi totalidad de satélites y discursos que participan de la reiterativa, cansina y esterilizante discusión entre «modernos» y «postmodernos». Unos y otros tratan, o bien de apropiarse de su nombre, o bien de estigmatizarlo, como si la “solución” al debate se hallase celosamente guardada en los subterráneos de un nombre propio, como si de éste se desprendiera el paradigma de la genialidad, por un lado, o del cinismo intelectual, por otro. Es en el interior de semejante contexto donde se articula toda lectura de la deconstrucción derrideana. Si cada intercambio de opiniones presupone un campo de batalla más o menos encubierto y disimulado, en el caso de los estudios que versan sobre la figura del autor de La diseminación, cabe hablar de una contienda abierta y explícita que se solidifica, por lo general, sobre una contienda ideológica que desborda el marco de los habituales comentarios metateóricos. Al estudio de una pequeña porción de este “desbordamiento” se dedica el presente ensayo.

En las últimas décadas la izquierda y la derecha intelectual se han desmembrado en una multitud de vectores, “pro” y “anti” postmodernos que con una asiduidad sorprendente han recurrido a Derrida para fijar posicionamientos, eregir autocomprensiones y remarcar diferencias. En lo que a la “progresía” se refiere, pensadores como Norris y Eagleton se caracterizan por mantener una repulsa tajante ante la penetración del pensamiento postmoderno en determinados sectores izquierdistas. El primero de ellos incorpora a Derrida a la corriente crítica y comprometida de la teoría, lo que le obliga a desgajar la deconstrucción de la postmodernidad “baudrillaresca”. Eagleton no dudará en atribuir a Derrida el rol de “síntoma”, de plasmación paradigmática de un nuevo tipo de intelectualidad progresista que ha sustituído la preocupación hacia los conflictos de clase por el desmantelamiento de los conflictos inherentes a la materialidad del significante y las infraestructuras del texto. Por su parte, la denominada Izquierda Cultural ha desarrollado nuevas formas de lucha y resistencia en las que las aportaciones postmodernas en general y derrideanas en particular cuentan con un protagonismo esencial. Como partes integrantes de esta izquierda, la teoría feminista, el multiculturalismo y el poscolonialismo atacará el enfoque totalizador y absolutista de Norris y Eagleton, por no hablar del de Habermas o Wellmer. En una posición intermedia se encuentra Jameson, quien combina el materialismo marxista con lo “mejor” del planteamiento deconstructivo. Pero eso no es todo. Stanley Fish se enfrenta a todos estos sectores. A los “modernos” que profesan la fe racionalista por ser devotos de una doctrina que acaba confluyendo con el esencialismo de la derecha intelectual. A los “modernos” historicistas por traicionar su punto de partida, “todo es una construcción histórica”, en nombre de una nueva verdad acontextual, las condiciones de validez de la pragmática habermasiana por ejemplo, que, de nuevo, desemboca en el paradigma fundamentalista de la derecha[1]. Y a la mayoría de “postmodernos” por el mismo motivo: por dejar de serlo a mitad de trayecto. Richard Rorty puede completar este mosaico forzosamente esquemático y reductor, y, a la vez, incorporarse a unas páginas de las que será protagonista. En su opinión, la Izquierda Cultural estadounidense malgasta sus energías en actividades que carecen de repercusión política. Deconstruir textos es políticamente un ejercicio irrelevante, “desenmascarar el sistema” una práctica inofensiva. La izquierda, si quiere constituirse en una fuente de proyectos concretos que puedan aplicarse al mundo cotidiano para ayudar a los más desfavorecidos debe “conceder una moratoria a la teoría”, sea esta de índole marxista o deconstructiva[2], e implicarse de lleno en las luchas civiles. Rorty coincide con Eagleton y Norris en el convencimiento de la vacuidad política del pensamiento postmoderno. Coincide igualmente con, entre otros, Jameson y Zizek[3] a la hora de denunciar a unos estudios culturales desvinculados de lo político, pero se aleja radicalmente de todos ellos, al igual que de Paul. A. Bové [4], Cornel West, Jonathan Culler, Frank Lentricchia y los mismos estudios culturales como consecuencia de la perspectiva antiteórica que comparte con Fish.

Esta sucesión de nombres y focalizaciones merece, sin lugar a dudas, un estudio aparte. La caricatura que he ofrecido, no obstante, es suficiente para enmarcar el objeto que, componente de ella, ocupará nuestro ensayo: la lectura que Rorty realiza de Derrida. El debate de la izquierda intelectual es el trasfondo a partir del cual la citada lectura (y otras muchas) puede ser interpretada con un mínimo de rigor y desmenuzada con propiedad. Ahora bien, ¿porqué motivos surge este interés en analizar “con un mínimo de rigor” y “propiedad” lo que no es más que un nuevo añadido a la sobresaturada literatura que versa sobre el derridaísmo? ¿Dónde reside su potencial hermeneútico respecto a los notables estudios ya realizados? Precisamente en su capacidad de hacer confluir a las distintas facciones en disputa, de compilar los clichés de todas las perspectivas que burdamente hemos trazado. Dicho de forma más directa si cabe: la lectura que Rorty hace de Derrida sólo nos interesa como “documento” a partir del cual extraer algunas modestas conclusiones sobre la autocomprensión que el intelectual contemporáneo siente en relación con la filosofía, la política y su papel en ambas. Además de la consabida ubicación del autor analizado en la historia de la filosofía, además de los esperados “estoy de acuerdo con ...” y “no comparto su defensa de...”, la lectura rortiana nos permite otear desde unos parámetros muy especiales toda una serie de debates y temáticas que desbordan el mero estudio que un filósofo hace de otro, resaltar que lo que está en juego no es simplemente una disputa entre intérpretes de Derrida, sino ante todo:

 I.  Distintas y enfrentadas concepciones de la filosofía, de la política y de las interacciones entre ellas en el seno de la izquierda  académica. 

II.    El rol del filósofo y del intelectual en tanto que personajes comprometidos.                                 

III.  Una batalla institucional entre la Teoría Literaria y la Filosofía Una pugna esperpéntica por hacerse con el papel de “cúspide de la cultura” tras el advenimiento de la moda postmoderna.

Las líneas que siguen intentarán despejar algunas comarcas de esta triada. En primer lugar expondremos los rasgos esenciales sobre los que se estructura la interpretación rortiana de Derrida reconociendo los tres contextos estrictamente teóricos en los que Rorty lo ancla; el antikantismo, la recontextualización y el antiplatonismo. Todos ellos manifiestan una concepción determinada de la filosofía y de su influencia en la realidad social, por lo que nos serán de utilidad para desentrañar algunos aspectos de I y II. A continuación incidiremos en las “dos etapas” de la obra de Derrida, en sus dos supuestos “estilos” divergentes y en las controversias suscitadas por Norris, Habermas, Gasché, Rorty y los teóricos de la literatura, lo que nos permitirá trabajar ante todo III. Por último, el acento recaerá en la concepción del liberalismo y la democracia de Rorty y en la brecha trazada entre lo público y lo privado, entre el liberalismo y la ironía, entre la política y la filosofía. La relación de estas disyunciones con la figura de Derrida nos facilitará una indagación final de I y II. Empecemos.

2.  LA RECONTEXTUALIZACIÓN; DERRIDA, HEREDERO DE HEGEL

Siendo fiel a su estrategia de superación de la metafísica mediante la frivolidad y el ahorro de “profundidad”, Rorty compartimentaliza a sus colegas de profesión a lo largo y ancho de su obra mediante calificativos muy generales que no soportarían el consabido “examen minucioso y detallado”. Nos encontramos, sin embargo, ante etiquetas didácticas que no pretenden poner de relieve semejanzas desde el rigor analítico y el detalle feaciente, sino desde la subestimación de las diferencias y la exageración de las afinidades. Todo un elenco de dicotomías, con idéntico significado, pueblan la obra de Rorty: metafísicos e ironistas, esencialistas y panrelacionalistas, representacionalistas y antirrepresentacionalistas, parmenídeos y poetas, kantianos y hegelianos, sistemáticos y edificantes, realistas y pragmatistas, fundamentalistas y antifundamentalistas, constructivos y terapéuticos son algunos de los epítetos que el apostol del nuevo pragmatismo erige para remarcar las disimilitudes entre los componentes del modelo epistemológico y los integrantes de la vertiente literaria de la filosofía. La diferencia fundamental entre unos y otros puede concebirse “como la habida entre los partidarios de la Eternidad y los del Tiempo, o entre los de la Teoría y los de la Práctica, los de la Naturaleza y los de la Historia, los de la Permanencia y los del Cambio, los del Intelecto y los de la Intuición, los de las Ciencias y los de las Artes”[5]. Los filósofos esencialistas se encuentran ubicados en la senda abierta por Parménides, culminada por Descartes y Kant y cerrada por Husserl, por los pensadores preocupados por cuestiones epistemológicas, fundamentos del saber, relaciones entre sujetos y objetos y teorías realistas del significado dirigidas a conducir a la filosofía por “la senda segura de la ciencia”. En la contemporaneidad esta comprensión del saber filosófico se materializa en la filosofía analítica, localizada principalmente en los países anglófonos, sede de los Russell, B. Williams, Nagel, Austin, Searle y tantos otros. Por su parte, los filósofos antiesencialistas  son teóricos que no se preocupan por descubrir verdad alguna, articular hipótesis o presentar argumentos, sino por relatar una y otra vez las relaciones de semejanza de los personajes que admiran por medio de narrativizaciones ociosas. El apelativo que mejor les define es el de “críticos de la cultura” y el espacio al que se adscriben en el mundo académico estadounidense los departamentos de teoría literaria. Semejantes especímenes habitan, sobre todo, en el continente europeo, principalmente en Francia, caso de los Foucault, Deleuze, Lyotard, Derrida o Latour, Italia, cuna de Vattimo, Pier Aldo Rovatti y Alessandro dal Lago, y Alemania, patria de Hegel, Nietzsche, Heidegger, Gadamer y Habermas. Ahora bien, no todos los antikantianos son continentales. El pragmatismo norteamericano y la filosofía postanalítica anglosajona son, en opinión de Rorty, suficientes ejemplos de ello.

Uno de los méritos de Rorty estriba, precisamente, en las afinidades que ha detectado entre escuelas filosóficas tradicionalmente interpretadas como divergentes. A partir de, entre otros aspectos, a) un rechazo visceral de la tradición analítica que monopoliza los departamentos de filosofía en su país, de b) una lectura antirrepresentacionalista del giro lingüístico que él hizo célebre y de c) un holismo radical de raigambre quineana pasado por Davidson, Sellars, Kuhn y Saussure entre otros muchos, Rorty saca a la luz lo que él considera el marco común del pensamiento postmoderno europeo, del pragmatismo y de la filosofía postanalítica. Todas estas tradiciones ejemplifican la reacción del inventor ante la vanidad del descubridor, la resistencia a subsumirse a un vocabulario, el de los kantianos, que parte el mundo en dos, el real y el aparente, que concibe el lenguaje como un pictograma de la realidad y a la verdad como la finalidad más noble de la existencia. De acuerdo con el enfoque analítico, la naturaleza del lenguaje, del conocimiento y por ende del ser humano consiste en representar con la mayor fidelidad posible el mundo en sí mismo que subyace tras o sobre los intereses, perspectivas y contextos históricos en los que se inserta el ser humano, pues es gracias a la adquisición de esa Representación Total, de ese Ojo de Dios putnamiano como podemos conseguir la verdad. Tanto el pensamiento continental, como el pragmatismo y la filosofía postanalítica, coinciden, piensa Rorty, en su rechazo radical de esta forma de ver las cosas. No les interesa “como es el mundo verdadero” sino, de acuerdo con el título del libro más célebre de Nelson Goodman, las Formas de hacer mundos. En opinión de Rorty, se puede “concebir la esperanza kantiana de un conocimiento sin condiciones de posibilidad, en un conocimiento sin la mediación de nuestros juegos de lenguaje, de nuestros cánones de justificación, de nuestras ideas o palabras, un conocimiento que «revele la existencia del mundo» (y no sólo de nuestro mundo), como un producto de la convicción sartreana de que sólo esa especie de conocimiento acallaría nuestro terror a la pura contingencia de las cosas”[6]. La confrontación rortiana con la epistemología, cuna de realistas y esencialistas, no se produce, pues, como consecuencia de algún descubrimiento de última generación que nos muestre lo erróneo de su empresa, sino por motivaciones explícitamente morales y políticas. El paradigma epistemológico es, bajo la comprensión rortiana, un reducto no secularizado que, si bien en su día fue inmensamente útil para los fines de la democracia, hoy se ha convertido en un estorbo. Frente a la incitación a la solidaridad, al contacto con otros seres humanos, la epistemología introduce en la retórica pública de las sociedades democráticas la creencia de que lo más elevado de la existencia consiste en alcanzar la objetividad, el frío contacto con lo no-humano. Toda la obra de Rorty tiene como objetivo imaginar una sociedad en la que su vocabulario, instituciones y ciudadanos ya no estuvieran guiados por el “deseo de conocimiento”, sino por la esperanza en un futuro mejor. El hecho de “abandonar la idea logocèntrica segons la qual el coneiximent és la característica més propiament humana significaría fer lloc a la idea que la característica de ciutadania democràtica pot fer millor aquest paper”[7].

En contraposición al léxico de realistas, analíticos, fisicalistas y esencialistas, Rorty propone una forma alternativa de concebir la investigación más acorde con la democracia secular que desea; la recontextualización[8]. El punto de partida es la oposición contra el esencialismo. Si nos preguntamos, por ejemplo, por la esencia del número 17, las respuestas serán siempre relacionales; menor que 15, la suma de de 9 y 8, el cuadrado de 4, 123105 y un largo etcétera. Lo que resulta más molesto de este tipo de definiciones para los esencialistas son dos cosas; a) ninguna de ellas parece aproximarse más que las otras a la mismidad del número 17; b) sería posible proferir una cantidad infinita de ellas. Para solucionar problemas tales, los adversarios esencialistas de Rorty necesitan presuponer la presencia de un marco ontológico que subyace a las relaciones “accidentales” de los objetos. Pero esa creencia es una petición de fe; la verdad no se encuentra, para Rorty, en el mundo, sino en las proposiciones que sobre él articulamos. Intentar un salto que nos haga salir fuera del lenguaje y de los esquemas conceptuales que filtran toda percepción para acceder al “mundo tal y como es en sí mismo”, supone omitir la más que tematizada naturaleza conceptual de la percepción. Por si esto fuera poco, la creencia en un sustrato así legitima la asimetría cultural, la distinción entre un conocimiento verdadero en virtud de su capacidad para representar lo “autenticamente real”, la ciencia, y unos saberes “meramente” subjetivos, la literatura o el arte, condenados a la mera opinión. De esta forma, como ya advirtiera Nietzsche, el científico se convierte en el nuevo sacerdote, en la nueva autoridad a la que la sociedad debe rendir pleitesía en tanto que correa de transmisión con la auténtica realidad. Ávido por refutar el discurso esencialista y llevar hasta sus últimas consecuencias la reconversión “del mundo «real» en fábula”, Rorty defiende que “si no hi ha coneiximent directe, si no hi ha coneiximent que no prengui la forma d´una actitud oracional, tot el que es pot saber d´una cosa són les relacions que manté amb les altres coses”[9]. El siguiente párrafo de Nietzsche sintetiza todos los contenidos que acabamos de examinar;

 

La mayor fábula que se haya inventado nunca es la del conocimiento. Siempre quiere saberse como está constituída la cosa en sí: pero lo cierto es que no hay cosas «en sí». Suponiendo incluso que hubiese un «en sí», un absoluto, por esa misma razón no podría ser conocido jamás. Lo incondicionado no puede ser conocido, de lo contrario dejaría de ser incondicionado. Conocer es siempre «entrar en relación con algo».[10]

Para Rorty es esencial, si perseguimos el ideal de una cultura igualitaria, que se consideren todos los objetos que pueblan el mundo, desde los quarks hasta las instituciones democráticas, simétricamente, sin distinciones epistemológicas entre objetos “duros”, los de la ciencia, y objetos “blandos”, los de las humanidades, que legitimen la jerarquía entre los saberes. Todo objeto, sea un átomo o el teatro de Beckett, es como un número; no hay nada que saber sobre él excepto las infinitas relaciones que mantiene con otros objetos. En este sentido, “desde un punto de vista abiertamente pragmatista, no hay una diferencia importante entre mesas y textos, protones y poemas. Para un pragmatista, todas estas cosas son simplemente permanentes posibilidades de uso, y por consiguiente, de redescripción, reinterpretación y manipulación”[11].

Del panrelacionalismo emana la recontextualización; si la única “esencia” de cualquier elemento es la de encontrarse en relación contingente y holística con los demás, la de formar parte de un contexto cambiante que es el que le otorga, como sucede con el signo saussuriano, significación, la recontextualización, esto es, la modificación, el retejido quineano de las relaciones y contextos previos, aparece como el medio más apropiado, primero, de concebir toda investigación, de alterar, segundo, las relaciones heredadas por la tradición con un cambio radical de posición de los elementos, con la creación de un nuevo contexto en el que subsumir lo familiar o con la incorporación de nuevas instancias que cambien y aumenten el espectro de relaciones que afrontamos. La recontextualización sustituye la metafórica de la verticalidad –profundidad, latente, subyacente etc.– por la metafórica de la amplitud. Si vemos la indagación intelectual a la manera de una redescripción a gran escala consciente y deliberada, la ciencia pasará a ser vista como la empresa caracterizada por una meta; la inclusión de un número cada vez mayor de datos que haga posible la formulación de descripciones más útiles de la realidad. En moral, la recontextualización se mueve con el fin de aumentar la simpatía, la incorporación de nuevos grupos humanos al pronombre “nosotros” que aminoren la exclusión. En uno y otro caso el “criterio de validez” de los vocabularios es la capacidad inclusiva que ostentan, y no su presunta aproximación a la naturaleza del mundo o del hombre. Frente a los espacios lógicos inalterados, que no admiten ningún nuevo candidato a creencia, el caso de las matemáticas, se alzan los contextos gobernados por la imaginación, en los que la irrupción de metáforas e invención de neologismos ocupan el papel principal. Reordenar el material previo implica, frente a la inferencia y deducción, propias de la epistemología, la puesta en acto de la imaginación y la inventiva, la restauración de las virtudes que el romanticismo reivindicó como contrapunto a la dominante soberanía de la matriz cartesiana.

¿Qué tiene todo esto que ver con Derrida? Mucho. La recontextualización implica una forma de hacer filosofía que tendrá en la figura de Derrida a uno de sus principales mentores, y a la comunidad filosófica estadounidense, dominada por el análisis lógico y la epistemología, a su principal adversario[12]. Desde la perspectiva de Rorty, Derrida es, junto a Nietzsche y Heidegger, uno de los recontextualizadores más importantes de la contemporaneidad; “los admiradores de Derrida como yo, concebimos la recontextualización que éste hace de la metafísica occidental, su redescripción de ésta como «falogocentrismo», un paradigma de imaginación creativa. Pero los críticos hostiles de Derrida consideran esto como una mera reordenación de viejos temas y eslóganes –un reposicionamiento de piezas en un viejo tablero, sin objeto alguno”[13]. La génesis de la variante recontextualizadora en la que se integra Derrida se encuentra en Hegel. Con su Fenomenología del Espíritu, la filosofía se convirtió en un comentario acerca de los libros legados por sus antecesores, en una indagación inspirada por el deseo de modificar nuestra comprensión previa del discurso de la filosofía a través de la relectura de los momentos estelares del pensamiento, momentos que serán interconectados de una forma inaudita hasta entonces; tomando a la historicidad como canon. Según la interpretación de Rorty, la crítica que hace Hegel a sus predecesores “no es que sus proposiciones fuesen falsas, sino que sus lenguajes eran absoletos. Al inventar esa forma de crítica, el joven Hegel se zafó de la secuencia Platón-Kant e inició una tradición de filosofía ironista que se continúa en Nietzsche, Heidegger y Derrida. Estos son los filósofos que tienen sus logros por su relación con los predecesores antes que por su relación con la verdad”[14]. Hegel tuvo la fortuna y la capacidad de intuir que la investigación siempre consiste en retejer creencias anteriores, que siempre partimos de la red terminológica, de los lenguajes de nuestra comunidad y no de un “punto cero” de percepción en el que nuestra mente se encuentra sóla consigo misma. La técnica literaria que salió a la superficie con Hegel incide en la primacía de la solidaridad, de las relaciones entre seres humanos, sobre el deseo de objetividad: ya no se pregunta por la verdad, sino por la interrelación de las descripciones que sobre la verdad se han formulado a lo largo y ancho del peregrinaje de la filosofía. Su punto de interés deja de ser, por poner un caso, el conocimiento para pasar a centrarse en las opiniones que otras personas han tenido al respecto. Es, en cierto sentido, un movimiento puramente reactivo y parasitario que necesita de un contexto previo, de una tradición, en este caso filosófica, que redescribir y alterar, que contaminar con abundancia de citas y alusiones, de parodias y aforismos. Bajo la estela de la recontextualización, “el filósofo pragmatista tiene un relato que contar acerca de sus libros favoritos y también menos favoritos (...) Le gustaría que otras personas tuviesen relatos que contrar sobre otra secuencia de textos, sobre otros géneros (...) Aquello a lo que apela no es a los descubrimientos filosóficos sobre la naturaleza de la ciencia o el lenguaje, sino a la existencia de ideas acerca de estos asuntos que concuerden con determinadas ideas que tienen otras personas sobre estas cuestiones”[15].

Al integrar a la deconstrucción al espacio más ámplio de la recontextualización, las aportaciones derrideanas adquieren otro cariz:

La desconstrucción no es un nuevo procedimiento que se haya vuelto posible gracia a algún reciente descubrimiento filosófico. La recontextualización en general, y la inversión de jerarquías en particular, se ha desarrollado durante largo tiempo. Sócrates recontextualizó a Homero; San Agustín recontextualizó las virtudes paganas transformándolas en brillantes vicios, y Nietzsche reinvirtió la jerarquía; Hegel recontextualizó a sócrates y a San Agustín con la finalidad de convertirlos a ambos en predecesores igualmente aufgehoben; Proust recontextualizó (una y otra vez) a toda persona que hubiese conocido; y Derrida recontextualiza (una y otra vez) a Hegel, a San Agustín, a Austin, a Searle, y a todo autor que él lea.[16]

             

Con términos más contundentes se expresa el también neopragmático Stanley Fish; “más que algo nuevo que con su novedad provoca prácticas revolucionarias, la deconstrucción es un enfoque programático y tendencioso de maneras de pensar y trabajar que ya se empieza a considerar tópico y ortodoxo”[17]. La conclusión que se extrae de los dos párrafos es la misma; la deconstrucción no es algo novedoso. El colectivo al que se dirigen es, igualmente, el mismo en los dos casos; las personas que defienden el potencial emancipatorio y político de la deconstrucción. Sobre esta cuestión reflexionaremos en las páginas que siguen.

3. EL ESTATUS DE LA FILOSOFÍA I: RORTY Y EL ANTIPLATONISMO

A pesar de la devoción que Rorty siente hacia el antiplatonismo de Hegel, Nietzsche, Heidegger y Derrida, el autor de Verdad y progreso no dudará en enfrentarse contundenmente a esta “escuela”, y ello por diferentes motivos. Para empezar por la insistencia de estos autores en concebir la proliferación de hipótesis y escuelas filosóficas a lo largo de la historia de Occidente como componentes indiferenciados de una misma tendencia, de un mismo vocabulario latente, de un idéntico proceso teleológico –el del despliegue del espíritu para Hegel, el del platonismo para Nietzsche, el onto-teo-logismo en Heidegger y el logocentrismo en Derrida– que se dirige y gobierna cada palabra, cada sugerencia, cada texto. Para Rorty “no es cierto que la secuencia de textos que configuran el canon de la tradición ontoteológica haya estado presa de una metafórica que ha permanecido inmutable desde los griegos. Esta secuencia de textos, como la que constituye la historia de los tratados de astronomía, o de la épica, o del discurso político, se ha caracterizado por la habitual alternancia entre momentos «revolucionarios», «literarios», «poéticos» o interludios normales, banales y constructivos”[18]. Nietzsche, Heidegger y Derrida heredaron, vistas así las cosas, lo “bueno” y lo “malo” de Hegel, tanto su historicismo como su metafísica teleológica. Si todas las obras literarias y filosóficas son expresiones, excrecencias de un mismo discurso subyacente, lo máximo que podremos extraer de ellas es conocimiento, es decir, incorporar una pieza en un engranaje previo, ubicar lo nuevo en un contexto familiar, operar en una recontextualización dominada por la inferencia. Ejemplos de precontextos muy célebres en la teoría actual son el logocentrismo, la historia del Ser, el despliegue del espíritu, el nihilismo, el capitalismo tardio o la condición postmoderna. Unos y otros se caracterizan por actuar como el marco interpretativo en el que todo, desde una teleserie a un libro de lógica, adquiere sentido, en el que cualquier acontecer es abordado como parte integrante de un proceso general del que no es más que una ramificación. Si lo que deseamos es ejercitar la redescripción imaginativa, si no nos contentamos con la explicación sino que buscamos “fuerza inspiradora”, “debes, nos aconseja Rorty, dejar que cambie el marco de buena parte de lo que ya sabes”[19].

En su “Retórica de la ceguera: Derrida, lector de Rousseau” [20], Paul De Man, a quien Rorty califica de esencialista, desarrolla, a partir de un contexto diferente, una acusación idéntica: obsesionado por incorporar la figura de Rousseau a la corriente del logocentrismo, Derrida omite aspectos cruciales del texto que analiza, contenidos que falsarían algunos de sus presupuestos iniciales. Al considerar al autor de El contrato social “como un eslabón en una cadena que clausura la era histórica de la metafísica occidental”, “todo se desarrolla como si Rousseau estuviera bajo el dominio de una fatalidad fuera del control de su voluntad”; la metafísica de la presencia a partir de la cual todo se explica y reduce. Es como si Derrida, nos dice De Man, tratara de “evitar las complejidades de Rousseau”, única forma de hacer de él un logocéntrico más. Sin embargo, el enfoque roussoniano sobre el lenguaje, la música o la retórica no responden, en realidad, a la ideología de la presencia que Derrida dice encontrar. El siguiente extracto de De Man ejemplifica la “ceguera” de Derrida: “Con el fin de demostrar la ortodoxia logocéntrica de la teoría de la metáfora de Rousseau, Derrida debe mostrar que su concepto de representación está fundado sobre una imitación en la cual el estatuto ontológico de lo imitado no se pone en cuestión (...) Sin embargo, cuando la representación es concebida como imitación, en el sentido clásico que el término tiene en la estética del siglo XVIII, vemos confirmada, mas que socavada, la plenitud de lo representado”[21].

El antiplatonismo continental, como consecuencia de lo anterior, considera que la filosofía ha ocupado, y ocupa, una posición central en la cultura, tal y como La República ya anunciaba. Lo único que cambia es que, mientras que la tradición logocéntrico-kantiana se jactaba y felicitaba por ello, el antiplatonismo de Nietzsche, Heidegger y Derrida se lamenta profundamente. La filosofía, opina el antilogocentrismo, ha gobernado Occidente durante toda su historia, reprimiendo violentamente cualquier tentativa de pensar y actuar independientemente de sus oposiciones dictatoriales, sumiéndolo a la esterilidad del concepto y del logos, estigmatizando el mundo sensible en nombre de realidades quiméricas, y, finalmente, esclavizando al hombre y a la naturaleza bajo el yugo de la racionalidad instrumentalizada, del pensamiento técnico, del Ge-Stell. Para Rorty, como es bien sabido, la filosofía no es ni ha sido tan importante, ni su influencia en nuestro deambular histórico tan desorbitada. Atribuirle a la filosofía los males y patologías de la totalidad de niveles de la existencia es un parecer tan inocente como la postura que ve en ella el secreto, la condición indispensable de la felicidad humana. En opinión de Rorty, “la tesis que comparten Heidegger y Derrida, de que la tradición «ontoteológica» ha dominado la ciencia, la literatura y la política –que ocupa un lugar central es nuestra cultura–  constituye un intento engañoso por aumentar la importancia de una especialidad académica”[22]. En este punto radica, en nuestra opinión, la crítica rortiana más aguda e incisiva a Derrida y a la inmensa mayoría de teóricos más o menos postmodernos, entre ellos Heidegger; “La debilidad de Heidegger radicaba en su imposibilidad de pensar que los problemas de los filósofos no eran más que eso, problemas de filósofos –en su aferramiento a la idea de que el ocaso de la filosofía significaba el ocaso de Occidente”[23]. La metafísica se ha convertido bajo el influjo del pensamiento postmoderno en la Gran Cosa Mala contra la que hay que alzar resistencias teóricas, en un reemplazo del antiguo enemigo, el capitalismo, justo en una época en la que éste se muestra más compacto que nunca. Tratando de desprestigiar los supuestos del antilogocentrismo derrideano Rorty desmitifica la supuesta centralidad de la filosofía mediante varios de sus habituales “chascarrillos”: el “«discurso de la filosofía», dice, sirve de irrehuíble figura del padre para algunas personas. Pero para otras no es más que un anciano tío abuelo, al que sólo se ha visto unos instantes en la niñez en alguna celebración”[24]. En este sentido, Derrida habla “como si hubiese una fuerza terrible y opresora denominada «la metafórica de la filosofía» o la «historia de la metafísica» que está haciendo la vida imposible no sólo a los ingenuos aficionados a los juegos de palabras como él sino al conjunto de la sociedad”[25]. Semejante creencia deviene posible para Derrida como consecuencia de una confusión que comparte con el resto de antiplatónicos: la que vincula a la filosofía con el pensamiento binario. La ampliación que Nietzsche, Derrida y Heidegger realizan del concepto “filosofía” es tan excesiva que cualquier actividad, desde leer a Descartes hasta ir al cine, es resultado o parte de ella. Al igual que Foucault, con la noción de poder, y Althusser, con la de ideología, el antiplatonismo estira tanto el concepto del que se ocupa que éste se vuelve inútil, incapaz de proporcionarnos contrastes con otros términos que no sean él. Toda la confusión se evitaría si se distinguiesen dos niveles de logocentrismo; uno “restringido”, que afectaría a los supuestos nodales de la filosofía en su búsqueda de la certeza imperturbable, y otro “amplio”, que cobijaría a las tensiones que aparecen en todo vocabulario. Derrida y Heidegger nos han ofrecido un conjunto de argumentos valiosísimos contra el logocentrismo “restringido”, contra las taras de un discurso muy determinado y concreto, la metafísica, de las que nos pueden ayudar a liberarnos.

Existe otro aspecto del antiplatonismo continental, íntimamente relacionado con el anterior, contra el que Rorty arremete; la sugerencia de un estrato desde el que el observador es capaz de aprehender con una claridad meridiana lo que se oculta a la mirada no adiestrada; “la idea de que existe algún terreno neutral sobre el que elevar un argumento contra algo tan grande como el «logocentrismo» me resulta una alucinación logocéntrica más”[26]. Siguiendo esta línea argumental se puede decir que el  antiplatónico europeo se contempla a sí mismo como la culminación, como el punto y final de una tradición de la que milagrosamente ha sido capaz de sustraerse para asistir como un espectador de excepción al espectáculo que el resto de mortales viven de manera inconsciente. De ahí que Hegel se concibiese como el Saber Absoluto, Nietzsche como el Destino de Europa y Heidegger como el primer ser humano, a excepción de los presocráticos, en haberse percatado de la diferencia ontológica, del olvido del Ser. Lo mismo sucede con Derrida y su falogocentrismo. Todos ellos, afectados por el lado “malo” de Hegel, no son capaces de evitar la tentación de autoproclamarse “el punto y final” que clausura el proceso interpretativo, los estandartes de “la descripción correcta de las cosas”. Conforme a Rorty, una focalización así pone en graves aprietos, de igual forma que el “sueño de clausura” de la tradición metafísica y científica, la pervivencia de la conversación de la humanidad, de la experimentación, de la producción incesante de metáforas y nuevas recontextualizaciones. El peligro surge cuando el antiplatónico cree que ha hecho algo más que redescribir a sus antepasados, que ofertar una interpretación más, cuando piensa que ha dado con la Redescripción. Los tics de la metafísica son una tentación, incluso para sus más fervientes enemigos. Es, dice Rorty, “como si el redescribir a sus predecesores le pusiera a uno en contacto con un poder superior a uno mismo, con algo que se escribe con mayúscula: el Ser, la Verdad, la Historia, el Conocimiento Absoluto, o la Voluntad de Poder. Esa fue la razón por la que Heidegger consideró a Nietzsche «meramente como un platónico al revés»”[27], Derrida a Heidegger como un metafísico disimulado y Rorty a Derrida como alguien que no ha logrado escapar del todo de la tentación de hablar en mombre de algo amplio y general. Esta proliferación de acusaciones suele derivar en una situación grotesca. Como señala Rorty;

La interpretación de Heidegger por Derrida sugiere la siguiente imagen: el primer Heidegger detecta una semejanza fatal entre Platón y Hegel (a pesar del historicismo de Hegel); el último Heidegger detecta una similitud fatal entre ambos, Nietzsche y su propia filosofía temprana. Derrida percibe una similitud fatal entre los cuatro y la filosofía tardía del último Heidegger. De este modo encontramos a Hegel, Nietzsche, Heidegger, Derrida y los comentaristas pragmáticos de Derrida como yo mismo pugnando por el puesto de primer antiplatonista realmente radical de la historia. Este intento algo ridículo por ser el más no-platónico ha dado pie a la sospecha que, al igual que tantos muñecos de cuerda, los filósofos de este siglo están aún realizando las mismas tediosas inversiones dialécticas que realizó Hegel hasta el aburrimiento en la Fenomenología.[28]

Si esto es así, si la tradición antiplatonista se limita a invertir los códigos y binomios de la historia del pensamiento, a darles la vuelta, estaremos, como bien nos enseñó Heidegger con relación a Nietzsche, siendo víctimas, en tanto que mero movimiento de reacción, del corpus ideológico que atacamos, reproduciendo los gestos que la metafísica nos permite y que ya se encuentran codificados en la tradición logocéntrica.  “En mi opinión, asevera Rorty, De Man y la tensión constructiva y polémica del primer Derrida (...) no representa más que una inversión más de una posición filosófica tradicional –una «transvaloración de todos los valores» más que, no obstante, permanece en la gama de alternativas especificadas por «el discurso de la filosofía»”[29]. Esta aseveración es cuanto menos dudosa. La desconstrucción derrideana, como todos sabemos, no parte ni de una simple inversión de las dualidades, aquí era inteligible ahora pongo sensible, aquí eran los entes ahora pongo el ser, ni de una comprensión tópica de ellas. Dejemos a Derrida que se defienda al menos una vez:

Insisto mucho y sin cesar sobre la necesidad de esta fase de inversión que quizá se ha buscado desacreditar prematuramente. Dar derecho a esta necesidad significa reconocer que, en una oposición filosófica clásica, no tenemos que vernoslas con la coexistencia pacífica de un vis-a-vis, sino con una jerarquía violenta. Uno de los dos términos se impone al otro (axiológicamente, lógicamente, etc.), se encumbra. Deconstruir la oposición, significa, en un momento dado, invertir la jerarquía. Olvidar esta fase de inversión es olvidar la estructura conflictual y subordinante de la oposición (...) Dicho esto –y por otra parte-, permanecer en esta fase, todavía es operar sobre el terreno y en el interior del sistema deconstruído. También es necesario, mediante esta escritura doble (...), la emergencia irruptiva de un nuevo «concepto», concepto de lo que no se deja ya, no se ha dejado nunca, comprender en el régimen anterior.[30]

            Así pues, ni la descontrucción es una mera inversión, ni mucho menos una mera inversión hegeliana. La afición de Rorty por señalar las similitudes y no las diferencias de los personajes que admira le lleva a cometer esta serie de ligerezas. En lo que respecta, por ejemplo, a la autoimagen del antiplatónico ante la tradición metafísica es necesario remarcar, ya que Rorty no lo hace, algunas divergencias básicas. Hegel se concibió como el cumplimiento, la cúspide del proceso histórico. El Idealismo Absoluto, y esta es una de sus premisas más célebres, no es un sistema que abra ninguna brecha respecto al pasado, sino su resultado lógico, el cumplimiento de lo contenido en las etapas anteriores, tal y como sucederá, según Heidegger con el nihilismo de Nietzsche. El autor de Más allá del bien y del mal trató, de todas formas, de actuar más allá de las fronteras de la metafísica, de provocar un corte, no así  Hegel. Nietzsche estaba seguro, como lo está Rorty, de que era posible superar la metafísica. Tuvo que llegar Heidegger para advertirnos de que el mismo gesto de superar algo es inherentemente, metafísico, específicamente dialéctico. De esta idea proviene su insistencia en la convalecencia, en la Verwindung, en la metafísica como un estado del que jamás podremos desprendernos del todo. Heidegger y Derrida no planean convertirse en oteadores trascendentales y externos al platonismo, por mucho que Rorty insista en ello, pues este objetivo es, reiteramos, metafísico hasta las entrañas y ellos lo saben y lo han tematizado perfectamente. Como muy bien declara el propio Derrida, “la metafísica no tiene una frontera nítida, no es una circunscripción provista de contornos precisos de los que pueda uno salirse para atacarla desde fuera. Además no existe un afuera absoluto ni definitivo”[31].

Una vez expuesta una primera aproximación a la cuestión del estatus de la filosofía, nos dirigiremos a continuación a desvelar algunos de los contenidos políticos que giran alrededor de la discusión acerca de la deconstrucción derrideana.

4. LOS MIL AUDITORIOS DE DERRIDA

 

  Una de las facetas más controvertidas de la “rumurología” rortiana acerca de Derrida reside sin lugar a dudas en la diferenciación que el filósofo norteamericano establece entre dos presuntas “etapas” del pensamiento derrideano. La primera de ellas sería la representada por los primeros escritos del pensador francés, principalmente La voz y el fenómeno y De la Grammatologie, y se caracteriza por la presencia de pretensiones trascendentales, de intentos por articular tesis constructivas, argumentos rigurosos y análisis de “hondo calado especulativo”. En este segmento de su pensamiento, siempre de acuerdo con Rorty, “Derrida anda buscando una manera de decir algo del lenguaje que no atraiga consigo la idea de «signo», «representación» o «suplemento». Su solución apela a nociones como huella, noción que recientemente, sus seguidores han convertido en algo muy próximo a una nueva «temática». Pero al desarrollar esta alternativa se acerca de modo peligroso a una filosofía del lenguaje, y con ello a un regreso a lo que él y Heidegger denominan «la tradición de la ontoteología»”[32]. Tratando de librarse de la terminología metafísica, Derrida, en esta su primera etapa, acaba concediendo a nociones como “huella” el mismo contenido omniabarcante e incondicionado que define a la idea platónica, a lo primigenio, a lo que requiere de un método especial para ser “percibido”, a lo que se oculta tras el “velo de las apariencias”. El primer Derrida es el filósofo profesional, el teólogo negativo, un falso comienzo como lo fueron el primer Heidegger y el primer Wittgenstein. Los seguidores de esta etapa consideran que Derrida nos ha proporcionado argumentos rigurosos de análisis para solventar problemas filosóficos de una excepcional importancia.

El “segundo” Derrida, declara Rorty, se desembaraza de la losa del rigor filosófico para dar paso a la recontextualización irónica, al desenfado, al chiste, al juego no teórico sin pretensiones de ningún tipo. Es el Derrida de la sección “Envois” de La carta postal, quien “excluye la teoría –el intento de ver a sus predecesores como una totalidad estable- para pasar a fantasear acerca de esos predecesores, a jugar con ellos, a dar rienda suelta a los distintos cursos de asociacions que ellos suscitan. Esas fantasías no encierran ninguna moraleja, ni puede hacerse de ellas un uso público”[33], se alejan por completo de los  gestos del antiplatonismo continental que Rorty critica dedicándose a cultivar la apertura literaria, el simple entretenimiento, la destrucción de las murallas que han separado tradicionalmente a la literatura y a la filosofía. El segundo Derrida es el ironista ideal para la redescripción con fines privados, el escritor cómico que es admirado por haber dado a luz a una nueva forma de escribir sobre la tradición filosófica.

Estas dos fases dejan traslucir algunas de las claves ideológicas, en el sentido más lato de la palabra, que agitan el debate que se ha originado en torno a si Derrida es un filósofo, un crítico literario o ninguna de las dos cosas. Christopher Norris, uno de los comentaristas más rigurosos de la deconstrucción, se encuentra en las antípodas de las lecturas que Rorty y Habermas han llevado a cabo sobre Derrida, lecturas, cosas de la vida, que comparten la misma imagen de éste, pero que difieren en el diagnóstico que cada una extrae de ella. Habermas lee a Derrida bajo los mismos presupuestos que comparten tanto los teóricos de la literatura postmodernos como Rorty cuando se refiere al “segundo Derrida”: como alguien que prescinde del esfuerzo de la crítica y que anuncia el “fin de la modernidad”, la “muerte de la razón” y demás esquelas. Los teóricos de la literatura anti-ilustrados, por su parte, se acogen eufóricamente a lemas como “no hay nada fuera del texto”, “toda lectura es una lectura erronea” etc., como mecanismo mediante el cual desacreditar el privilegio histórico de la razón filosófica y reivindicar a la retórica. Si todo es texto, piensan, nosotros tenemos la clave para llegar hasta donde nadie, ni mucho menos el científico o el filósofo, lo hace. Por eso es tan importante Derrida en sus vidas. Una determinada interpretación de sus textos les encumbra a la cúspide de la intelectualidad por encima de filósofos y científicos sociales. Nos encontramos de esta forma ante una divertida, pero no por ello menos grotesca, guerra departamental que trata de solventar de una vez por todas la pugna histórica entre Platón y Protágoras, que trata de hacer justicia a la reclusión de la literatura al baul de la “mera subjetividad”, y en medio de esa “guerra” nos encontramos, ¡vaya por Dios!, a un confundido y anonadado Derrida.

En la otra orilla, el filósofo canónico[34] ve en Derrida a) al representante del irracionalismo, del “terrorismo” intelectual sin límites que cuestiona y se mofa de los más nobles principios y premisas que haya creado nunca la racionalidad, b) a un extravagante personaje que como la mayoría de “pensadores” continentales no merece el calificativo de filósofo, pues no es filosofía lo que hace sino literatura pedante y de ínfima calidad. Por estos motivos debe ser, al menos, ignorado. En lo que atañe al filósofo “heterodoxo”, la deconstrucción derrideana se concibe como una radicalización de los planteamientos críticos kantianos, como una arriesgada apuesta por desenmascarar los prejuicios más sagrados que puede incluso ser incluída, con los matices oportunos, en la senda abierta por la teoría crítica o la “Escuela de la sospecha”. Los teóricos de la literatura pueden compartimentalizarse para los fines que nos interesan igualmente en dos auditorios. El primero toma a Derrida como el filósofo que ha descubierto cosas extraodinarias sobre el lenguaje que la teoría literaria no puede pasar por alto, pues no se puede prescindir de ninguna aportación filosófica relevante[35]. El segundo, como vimos, lo acoge a la manera de un justiciero que, por fin, ha devuelto a la literatura al lugar al que se merece, infligiendo a las “enemigas” de ésta, la filosofía y la ciencia, un duro y merecido castigo. Pero las cosas, obviamente, no son tan simples como estas líneas parecen indicar. Más que un listado minucioso de audiencias lo que pretendemos es poner de relieve los sectores “políticamente” más extremados e interesantes para nuestros propósitos. El auditorio de Derrida, como cualquier otro, es mucho más extenso. Se complejiza cuando de los citados arquetipos pseudosociológicos se desprenden infinidad de emanaciones que pueden tener como producto final a toda una gama de habermasianos-derrideanos, marxistas anti y pro-Derrida, teóricos de la literatura que huyen cuando escuchan la palabra deconstrucción, foucaultianos que se oponen radicalmente a ésta, que la aman, que ni una cosa ni la otra, intelectuales indiferentes hacia el tema, filósofos deconstructores, teóricos de la literatura cientificistas etc.

En opinión de Norris, volvemos con él, la desconstrucción no puede ser considerada postmoderna, tal y como sostienen prácticamente la mayoría de intelectuales principalmente norteamericanos, puesto que la misma, “sostiene el impulso de la crítica de la Ilustración incluso si somete tal tradición a una nueva evaluación radical de los conceptos y categorías en que se basa”[36]. Al igual que Gasché, Norris acentúa el contenido filosófico de la deconstrucción, y a partir de éste señala como Rorty y Habermas –que ven en Derrida la encarnación de la sofística en la actualidad, un hábil retórico que disuelve toda diferencia textual entre la literatura, la ciencia y la filosofía y toda pretensión de verdad o conocimiento–  ignoran hasta “qué punto un texto como La Carte postale sigue ocupándose de problemas filosóficos que no desaparecen simplemente cuando se les enfoca desde una perspectiva ficticia, apócrifa o «literaria». Después de todo, los filósofos de la tradición central –desde Platón a Austin- han recurrido a menudo a historias inventadas, parábolas, situaciones contrarias a los hechos etc., con objeto de señalar algún punto crítico de nuestro lenguaje o nuestros hábitos de pensamiento corrientes”[37]. El conflicto que surge en torno a si Derrida torna indistinguibles los diferentes registros discursivos en provecho de la literatura adquiere otro sesgo si atendemos a las palabras que al respecto enuncia el propio filósofo francés; “jamás traté de confundir literatura y filosofía o de reducir la filosofía a la literatura. Presto mucha atención a la diferencia de espacio, de historia, de ritos históricos, de lógica, de retórica, de protocolos y de argumentación. Traté de prestar la máxima atención a esta distinción”[38]. Norris sugiere que los buenos lectores de la obra derrideana se interesan, no por la literatura y el chiste, sino principalmente por la epistemología, la estética y la ética, es decir, por la triada que ha ocupado el centro de la búsqueda filosófica desde Kant. Derrida es un pensador crítico y comprometido que utiliza muchos de los tópicos postmodernos para recalcar  la indecisoriedad, no de la realidad, sino de ámbitos específicos como la escalada nuclear o los grandes lemas de la filosofía, ámbitos en los que la más nefasta retórica campa a sus anchas. La conclusión a la que llega Norris se basa en que “es posible citar muchos párrafos de la obra de Derrida que demuestran sin posibilidad de dudas que esta lectura (la postmoderna-literaria) es errónea y que, lejos de renunciar al proyecto de la Ilustración y a sus fuentes críticas, epistemológicas y éticas, ha buscado «inscribirlas nuevamente» en contextos de debate socio-político que mantendrían totalmente el compromiso de la filosofía con una crítica razonada y responsable de las formas existentes de poder/conocimiento institucionalizados”[39].

Otro importante teórico, Terry Eagleton, adopta una posición más compleja ante la deconstrucción. Partiendo de la hipótesis de la sustancial ambigüedad de la cultura y la teoría postmoderna, Eagleton remarca la doble cara de Jano del derridaísmo en su versión estadounidense, el cual “nos proporciona todo el riesgo de una política radical al tiempo que elimina al sujeto que podría ser llamado a ser su agente”[40]. El debate de si la obra de Derrida es una referencia indiscutible para las políticas de izquierda o un poeta cuyos chistes carecen de toda relevancia pública ocupa nuestro apartado final.  

5. EL ESTATUS DE LA FILOSOFÍA II; LA PRIVATIZACIÓN DEL PENSAMIENTO

Rorty, al igual que Derrida, siempre es citado en los manuales cuando les llega el turno a los epígrafes que incorporan el término postmodernidad. Ahora bien, su adscripción a dicha corriente teórico-cultural necesita, cuanto menos, ser matizada brevemente. Uno de los lugares comunes que más tiende a ser omitido del pensamiento rortiano por los que gustan de las cosas fáciles, de las categorías excluyentes –estos son modernos, estos postmodernos–, es la distinción que Rorty edifica entre racionalismo ilustrado y liberalismo ilustrado[41]. Su obra debe ser entendida como un ataque sin concesiones al primero, pero de igual modo como una defensa militante del segundo, la cual cosa le separa radicalmente de la gran mayoría de postmodernos, quienes ven ambos paradigmas niveles indiferenciados de un único fenómeno a deconstruir. A menos que asolemos, se podría decir, la tradición del “humanismo”, del “racionalismo”, del “individualismo liberal” y del “tecnologismo”, nada cambiará jamás, pues todos ellos son, según la izquierda cultural estadounidense, ramificaciones lógicas del logocentrismo que gobierna las sociedades disciplinarias de Occidente. Para Rorty, este planteamiento acierta en lo filosófico, en su repulsa del racionalismo ilustrado, pero se equivoca gravemente en el resto, en su rechazo del liberalismo, del humanismo[42], la democracia y el progreso tecnológico como formas de vida. Dewey nos enseñó que era posible combinar el apoyo a la democracia liberal con la disolución del racionalismo. Esta simbiosis nunca fue adoptada ni por Nietzsche ni, por supuesto, Heidegger, incapaces de distinguir, como consecuencia de la relevancia primordial que concedían a la metafísica, entre un proyecto social y un discurso filosófico.

El ocaso de la metafísica racionalista e ilustrada no conlleva el agotamiento del liberalismo, tal y como sostienen los gurús del postmodernismo y La Dialéctica de la Ilustración, sino la secularización completa de la democracia, la consumación del “desencantamiento del mundo” y el despliegue definitivo de la faceta corrosiva de la modernidad. La bancarrota de los fundamentos filosóficos de la socialdemocracia no supone ningún desmentido de los ideales de ésta, sino un cambio en nuestras formas de experimentarlos, concebirlos y defenderlos que ya no puede rehuir del reconocimiento de una contingencia que imposibilita legitimar nuestras opciones políticas apelando a la historia, a la razón o la naturaleza humana.  El reconocimiento de la contingencia hace aflorar una conclusión que resume la postura de Rorty: la democracia liberal no necesita de argumentos filosóficos que la legitimen más allá de la transistoriedad de un contexto histórico finito determinado. El liberal de izquierda, por su parte, puede darlo todo por la democracia aunque sepa que no es más que un accidente histórico, un producto del azar, una etapa más en el tránsito impredecible y azaroso del devenir humano.

Derrida ha protagonizado en sus últimos escritos una operación similar a la de Rorty. Sigue proclamándose como un deconstructor de la herencia clásica de la Ilustración en su vertiente filosófica, pero sin renunciar a otra Ilustración, a la que hace referencia a la emancipación, a la promesa de liberación y justicia. Rorty y Derrida restauran y recuperan algunos segmentos de la Ilustración política, pero lo que se restaura y recupera es distinto en cada caso. El neopragmatismo-liberal rortiano abunda en referencias a la utopía liberal, la solidaridad y el consenso, omitiendo flagrantemente, hasta la publicación en 1998 de Forjar nuestro país, cualquier referencia a los males endémicos que acarrea el liberalismo económico. Rorty no se detiene a pensar, si bien es cierto que sus últimos libross reflejan otra tendencia, que las consecuencias de la economía liberal pocas veces son armonizables con los valores de solidaridad y libertad que defiende, con los contenidos del liberalismo progresista que tanto le gusta divulgar. En un tono notablemente distinto, Derrida propone una “Nueva Internacional” sin estructura ni centro que sirva de referencia, de aglutinación alternativa y descentrada de todos los excluídos e insatisfechos del planeta. Invocando a cierto espíritu de Marx que nos retrotae a la exigencia del compromiso del intelectual con “su tiempo”, Derrida se situa, a su manera, al lado de uno de los nombres más denostados por Rorty. Si éste se inspira en Dewey, el romanticismo y el utopismo, Derrida hace lo propio con Marx para restituir el sueño de la emancipación,  ideal descartado de lleno por Rorty, quien la considera “metafísica”, o Lyotard, quien la interpreta como el núcleo de los “metarrelatos” totalitarios que felizmente han dado paso a los fragmentos y la parología.

A pesar de las diferencias que hemos apuntado suscintamente, el neopragamatismo y la deconstrucción confluyen en líneas generales en una concepción radical de la democracia que la define como un perpétuo incumplimiento, como un inacabado “por venir” que acentúa un hecho evidente; que la palabra democracia no se corresponde con la situación presente. En cuanto al posicionamiento político se refiere, Rorty y Derrida coinciden con Habermas, pero se separan de él en los contenidos filosóficos. Habermas anuda la democracia a dos conceptos ampliamente rechazados por todo postmodernismo, por muy matizado que sea; al universalismo y al racionalismo. El análisis habermasiano interpreta la democracia como el episodio más noble en el desarrollo de la razón, como el resultado del diálogo libre de distorsiones que se generaría si la “situación ideal del habla” tuviese lugar. Habermas, devoto defensor de la relavancia política de la filosofía, considera que el papel crucial de ésta consiste en fundamentar la democracia. En contraposición a este planteamiento, Rorty y Derrida mantienen que la democracia no necesita de fundamento alguno, y mucho menos de un fundamento filosófico que pretenda avalarla de una vez y para siempre ante cualquier audiencia futura y posible. Una vez más, las consecuencias que uno y otro extraen de esta “hipótesis” compartida en torno a la democracia y al estatus de la filosofía son bien distintas. Derrida no duda a la hora de afirmar que “toda experimentación política lleva consigo una dimensión filosófica. Obliga a interrogarse por la esencia y la historia del Estado. Toda innovación política atañe a la filosofía. La «verdadera» acción política siempre supone una filosofía. Cualquier acción, cualquier decisión política debería inventar su norma o su regla. Semejante gesto transfiere o implica filosofía”[43]. En lo que a Rorty se refiere las cosas son vistas desde otro prisma. Su concepto de filosofía, como pudimos comprobar, es mucho más escueto que el de Derrida. Ningún gesto, excepto leer determinados libros y comentarlos “transfiere o implica filosofía”. Las nociones de ética y  política también varían; Rorty afirma que ambas deben ser entendidas “como una cuestión de lograr acomodarse entre intereses contrapuestos y como algo para debatir en términos banales, familiares, términos que no necesitan disección filosófica y que no tienen presuposiciones filosóficas”[44].

El “pensamiento político” de Rorty es inseparable y se nutre de la controvertida escisión que abre entre los ámbitos público-privado, entre dos vocabularios que él considera dicotómicos, dos juegos de lenguaje irreconciliables y antagónicos que todos los totalitarismos han intentado fusionar mediante un fundamento metafísico. De acuerdo con la delimitación rortiana, en el ámbito privado domina el deseo de autocreación y autonomía. Es el marco inherente de la filosofía, y ante todo de la filosofía irónico-recontextualista, el marco en el que cada cual desarrolla sus cosmovisiones particulares, sus convicciones ontológicas, religiosas y existenciales. En esta esfera, el intelectual ironista, consciente de la contingencia, satisface sus gustos personales y a través del retejido, de la recontextualización de creencias y textos da a luz a nuevos “yoes” y  a inéditas comprensiones de las personas y libros que pueblan su vida. La ironía, esto es, el ejercicio constante de la recontextualización consciente e historicista, deja la existencia de quienes la practican sin ningún asidero con el que esquivar la finitud, bajo la conciencia de la futilidad y eventualidad de todo fenómeno, lo que la hace sólo recomendable para los intelectuales preparados.

 El ámbito de lo público, por su parte, es la comarca en la que predomina el deseo de comunidad, el encuentro con los otros. Es el espacio propio de la política reformista y del pensamiento liberal-pragmático. En este espacio se impone la necesidad de solventar problemas, articular compromisos y decidir soluciones de la manera más inmediata posible, tomar decisiones que puedan aplicarse a corto plazo, que aminoren las situaciones sociales injustas. Rorty no duda en proferir que; “Quiero resguardar el radicalismo y el phatos para momentos privados, y seguir reformista y pragmático cuando se trata de contactarse con otra gente”[45], y ello porque “en el nostre temps lliure, per dir-ho així, tenim tot el dret de creure el que vulguem. Ara, perdem aquest dret quan, per exemple, ens comprometem en un projecte polític o científic, perquè en compromisos d´aquesta mena es fa necessari harmonitzar les nostres creençes, els nostres hàbits d´acció, amb les creençes dels altres”[46].

La distinción entre lo privado y lo público es utilizada por Rorty para organizar a los filósofos, una vez más, en dos grandes bloques; por un lado se encuentran aquellos cuyo trabajo cumple propósitos privados, Derrida, Hegel, Freud, Heidegger, Nietzsche o Foucault, y por otro aquellos cuya obra es en primera instancia pública, como son los casos de Mill, Marx, Dewey, Rawls y Habermas. Intentar hacer de la desconstrucción o el antilogocentrismo un arma de cambio social, un instrumento políticamente esencial, tal y como esperan que sea Norris, Culler y la izquierda cultural estadounidense, significa, siempre según Rorty, ignorar la irrelevancia e incluso la nocividad de la filosofía ironista para las cuestiones públicas, el hecho de que “personas que nunca han leído detenidamente un texto, y mucho menos lo han deconstruído– pueden reconocer que la pauperización de gran parte de Latinoamérica se debe en parte a los tejemanejes urdidos entre las plutocracias locales y los bancos y gobiernos de Norteamérica”[47]. Lo mejor que se le puede pedir al ironista, aquel que consciente de la contingencia e historicidad del “todo” juega consigo mismo y con sus creencias una y otra vez, es que discrimine las preocupaciones sociales de las cuestiones sobre la significación humana, que se limite a participar del juego minoritario del que forma parte sin tratar de proyectar sus teorías y fantasías personales a un espacio colectivo que necesita, no de teorías filosóficas, sino de más leyes liberales, de una mayor capacidad de consenso y diálogo persuasivo con el que convencer a las personas indecisas de lo idoneo de la libertad y el bienestar. El desdén de Rorty hacia las pretensiones públicas del filósofo, ante todo de los que él considera “radicales”, se traducen en deseos como el que sigue; Rorty espera que “podamos dejar de lado la idea de que los intelectuales tenemos o necesitamos alguna comprensión profunda de la «civilización tecnológica» o la «sociedad moderna» o el «capitalismo industrial» o cualquier otro evento histórico general que englobe al presente. Espero que dejemos de pensar que, aunque Marx se equivocó, debemos seguir haciendo el tipo de cosas que Marx hizo. Espero que podamos admitir que no tenemos practicamente nada a lo que podamos considerar «una base teórica» para la acción política y que es posible que no la necesitemos”[48]. Los pensadores públicos, todos ellos reformistas y moderados, son los únicos que nos pueden ofrecer hipótesis y distinciones útiles para iniciar campañas, para redescribir la democracia y preparar un futuro mejor. La principal meta política de la sociedad liberal es disminuir la crueldad y para ello se requiere de una  ampliación del sentimiento de solidaridad, de una aplicabilidad cada vez más extensa e inclusiva del término nosotros. Frente a estos retos la filosofía tiene poco trabajo que hacer si lo comparamos con las aportaciones que al respecto nos brindan la novela, la etnografía y la poesía, áreas que nos muestran como viven personas y culturas que a simple vista parecen extrañas, que nos invitan a respetarlas y experimentarlas como parte de nosotros, que nos persuaden de la conveniencia de una lealtad cada vez más ampliada.

Prestemos atención, a modo de resumen de lo comentado hasta aquí, a la siguiente locución de Rorty: “mi defensa se basa en el establecimiento de una firme distinción entre lo privado y lo público. Mientras que Habermas ve la línea de pensamiento irónico que se extiende desde Hegel, pasando por Foucault y Derrida, como destructora de la esperanza social, yo considero esa línea de pensamiento ampliamente irrevelante para la vida pública y para las cuestiones políticas. Teóricos ironistas como Hegel, Nietzsche, Derrida y Foucault me parecen valiosísimos en su intento de formar una autoimagen privada, pero sumamente inútiles cuando se pasa a la política”[49]. La inserción de Derrida en la esfera privada es, además de una respuesta a las lecturas politizadas de Culler y Norris, un síntoma de un gesto más general: la banalización de la política. Ante esta panorámica es inevitable que todo un ramillete de cuestiones afloren por todos lados. Vamos a escuchar algunas; ¿Es Derrida un ironista privado, un filósofo sin nada que decir en cuestiones políticas? ¿No es acaso la distinción público-privado una distinción absolutamente metafísica? ¿No casa perfectamente la concepión rortiana de la política con lo que realmente es en la actualidad? Independientemente de si la deconstrucción posee alguna utilidad provechosa para la política o no[50] –tema que escapa a los límites de este estudio–, hemos de suponer que Rorty omite en su lectura buena parte de las obras que Derrida ha publicado durante los últimos años, puesto que Fuerza de ley, Espectros de Marx o Políticas de la amistad son ejemplos más que suficientes para mostrar, en primer lugar, el profundo rechazo de Derrida a ser encerrado en la esfera privada y, en un segundo término, la sincera preocupación de éste ante acontecimientos actuales como la unión europea, la immigración, el pensamiento único o el derecho internacional.

La dicotomización tan diáfana y radical que Rorty traza entre lo público y lo privado, además de encajar de una pieza con el nefasto eslogan de “la muerte de las ideologías” y con la imagen del intelectual ensimismado, presenta graves lagunas. Chantal Mouffe declara que es “la rígida distinción de Rorty entre lo público y lo privado lo que no le permite ver la complejidad de la trama entre las dos esferas y lo que le lleva a denunciar cualquier intento de articular la búsqueda de la autonomía individual con la cuestión de la justicia social”[51]. Defender la existencia de dos ámbitos tan nítidamente separados uno del otro supone ignorar la permanente contaminación, hibridez e interdependencia de ambos, obviar el lema feminista “lo personal es político”, caer preso de los clichés del pensamiento político más discutible. Sólo en una sociedad ultra-racionalista y por ende no-rortiana sería posible mantener con firmeza esta frontera que aleja en el infinito a la autonomía y a la solidaridad, a la filosofía y a la política, a la ironía y a la responsabilidad, al pensamiento emancipatorio y a la praxis cotidiana, a la deconstrucción y a las cuestiones de justicia social. Habria que preguntarse,  junto a Simon Critchley, como es posible ser un ironista nietzscheano en la esfera privada, lo que significa concebir a la democracia y los principios liberales como síntomas del instinto de venganza y resentimiento, y liberal en la esfera pública, donde se actuaría de acuerdo a esos principios[52]. Eagleton da en el clavo cuando señala que la distinción entre lo público y lo privado, la ironía y la solidaridad, arrastra consigo un halo metafísico que, sorprendentemente, parece no preocupar a Rorty: nada mejor que acabar este ensayo con las clarividentes palabras del autor de Ideología, pues sintetizan y sacan a flote los resortes de la equívoca naturaleza de la propuesta rortiana y, en cierto modo, de toda la teoría postmoderna:

la creencia de que una minoría de teóricos monopolizan un conocimiento basado científicamente en cómo es la sociedad, mientras el resto de gente está sumida en una conciencia falsa o poco clara, no encaja particularmente en una sensibilidad democrática. Una nueva versión de este elitismo es la propuesta por la obra del filósofo Richard Rorty, en cuya sociedad ideal los intelectuales serán «ironistas», es decir, practicarán una actitud caballeresca y distante hacia sus propias creencias, mientras que la masa, para quien tal ironía pudiera resultar un arma demasiado subversiva, seguirá saludando a la bandera y tomándose la vida en serio.[53]

 



NOTAS A PIE DE PÁGINA

[1] Fish comete un desliz; no todos los historicistas son de izquierda. Los ejemplos de Heidegger, Gadamer y Nietzsche son suficientemente contundentes. Por eso no los cita.

[2] Toda esta temática puede seguirse con claridad meridiana en, R. Rorty, Forjar nuestro país. El pensamiento de izquierdas en los Estados Unidos del siglo XX, Barcelona, Paidós, 1999.

[3] F. Jameson/S Zizek, Estudios culturales. Reflexiones sobre el multiculturalismo, Barcelona, Paidós, 1998.

[4] P. A. Bové, En la estela de la teoría, Madrid, Cátedra/Frónesis, 1996.

[5] R. Rorty, Consecuencias del pragmatismo, Madrid, Tecnos, 1998, pág 178.

[6] Ibíd, pág 265.

[7] R. Rorty, El pragmatisme, una versió. Antiautoritarisme en ètica i epistemologia, Vic, Eudemo, 1998, pág 74.

[8] Rorty ha utilizado otros términos con idéntico significado; edificación, «dialéctica», hermenéutica y, ante todo, redescripción son los más importantes.

[9] R. Rorty, El pragmatisme, una versió. Antiautoritarisme en ètica i epistemologia, pág 129.

[10] F. Nietzsche, En torno a la voluntad de poder, Barcelona, Planeta-De Agostini, 1986, pág 55.

[11] R. Rorty, Consecuencias del pragmatismo, pág 233.

[12] En los Estados Unidos, la filosofía intenta acceder al rango de ciencia. Ello provoca que la inmensa mayoría del legado continental sea desterrado de las facultades y planes de estudio bajo el pretexto de que es “mala literatura”. Rorty reacciona duramente contra esta situación. Más que un pensador del “final de la filosofía”, es alguien que trata de incorporar a la vida filosófica de su país el enfoque que en Europa denominamos “Historia de la Filosofía”, eso sí, bajo una comprensión muy peculiar.

[13] R. Rorty, Objetividad, relativismo y verdad, Barcelona, Paidós, 1996, pág 134.

[14] R. Rorty, Contingencia, ironía y solidaridad, Barcelona, Paidós, 1996, pág 96-97.

[15] R. Rorty, Objetividad, relativismo y verdad, pág 118.

[16] R. Rorty, Contingencia, ironía y solidaridad, pág 153.

[17] S. Fish, Práctica sin teoría: retórica y cambio en la vida institucional, Barcelona, Destino, 1992, pág 126.

[18] R. Rorty, Ensayos sobre Heidegger y otros pensadores contemporáneos, Barcelona, Paidós, 1996, pág 142.

[19] Semejante punto de vista se desarrolla en el ensayo “La fuerza inspiradora de las grandes obras literarias”, incluído en; R. Rorty, Forjar nuestro país: El pensamiento de izquierdas en los Estados Unidos del siglo XX. La cita corresponde a la página 113.

[20] El ensayo de De Man se encuentra compilado en la magnífica selección de Manuel Asensi, Teoría literaria y deconstrucción, Madrid, Arco, 1990. Las citas corresponden a las páginas 185 y 188 respectivamente. Eagleton, desde otro punto de vista, también pone en evidencia el pseudohistoricismo que se deriva del antilogocentrismo. Ver el apartado “Historias” en; Las ilusiones del posmodernismo, Barcelona, Paidós, 1997.

[21] P. De Man, “Retórica de la ceguera: Derrida, lector de Rousseau”, en M. Asesnsi (comp), Teoría literaria y deconstrucción, pág 195.

[22] R. Rorty, Ensayos sobre Heidegger y otros pensadores contemporáneos, pág 128.

[23] R. Rorty, Consecuencias del pragmatismo, pág 125.

[24] R. Rorty, Ensayos sobre Heidegger y otros pensadores contemporáneos, pág 154.

[25] Ibíd, pág 144.

[26] Ibíd, pág 171.

[27] R. Rorty, Contingencia, ironía y solidaridad, pag 126.

[28] R. Rorty, Ensayos sobre Heidegger y otros pensadores contemporáneos, pág 139-140.

[29] Ibíd, pág 166.

[30] J. Derrida, Posiciones, Valencia, Pre-textos, 1977, pág 54-55.

[31] J. Derrida, No escribo sin luz artificial, Valladolid, Cuatro, 1999, pág 37. Esta temática se plasma de forma muy ilustrativa en “La metáfora en el discurso filosófico”, en Márgenes de la filosofía, Madrid, Cátedra, 1989.

[32] R. Rorty, Consecuencias del pragmatismo, pág 171.

[33] R. Rorty, Contingencia, ironía y solidaridad, pág 144.

[34] Podemos contar una anécdota muy sintomática al respecto. En noviembre  de 1998, Derrida visitó Valencia para participar en un congreso sobre “El futuro de la teoría literaria y la filosofía”. La presencia de uno de los pensadores más importantes del último tercio de siglo en una ciudad poco dada a acontecimientos de este tipo fue respondida con la ausencia en el acto de sus colegas de profesión. Ninguno de los profesores de filosofía de la Universitat de València se dejó ver por el recinto que acogió la conferencia. Fue como una versión de serie B de la “situación” norteamericana; Derrida invitado por los departamentos de Teoría de la Literatura y denostado e ignorado por los de Filosofía (y el resto).

[35] Rorty se mofa de la actitud de muchos teóricos de la literatura, historiadores o psicoanalistas que están al tanto de los últimos debates filosóficos a causa de su supuesta relevancia para sus campos de estudio: “los críticos no necesitan ni más ni menos una «teoría general de la interpretación» que los poetas necesitan de la estética, o los químicos de la filosofía de la ciencia”. Cita de Objetividad, relativismo y verdad, pág 129.

[36] Ch. Norris, Teoría acrítica: posmodernismo, intelectuales y la guerra del golfo, Madrid, Frónesis, 1997, pág 22. Esta obra es esencial para conocer las críticas izquierdistas a Rorty y a la postmodernidad en general, críticas de las que hemos prescindido en la medida de lo posible para centrarnos en el tema que nos ocupa.

[37] Ch. Norris, ¿Qué le ocurre a la postmodernidad?, Madrid, Tecnos, 1998, pág 91-92.

[38] J. Derrida, “Notas sobre desconstrucción y pragmatismno”, en Ch. Mouffe, Desconstrucción y pragmatismo, Barcelona, Paidós, 1998, pág 155.

[39] Ch. Norris, Teoría acrítica, pág 43.

[40] F. Jameson, Walter Benjamin o hacia una crítica revolucionaria, Madrid, Cátedra, 1998, pág 211.

[41] Ver, por ejemplo, al respecto “La prioridad de la democracia sobre la filosofía” y “Liberalismo burgués posmoderno” en Objetividad, relativismo y verdad, y “La contingencia de una comunidad liberal” en Contingencia, ironía y solidaridad. Una versión inédita del primero de estos ensayos puede encontrarse en el número 2 de la revista Dilema.

[42]  Recordemos la célebre sentencia de Heidegger: “Todo humanismo o se funda en una Metafísica o se convierte a sí mismo en el fundamento de una Metafísica”; extraída de, Carta sobre el humanismo, Buenos Aires, Ediciones del 80, 1982, pág 74.

[43] J. Derrida, No escribo sin luz artificial, pág 120.

[44] R. Rorty, “Notas sobre desconstrucción y pragmatismo” en Chantal Mouffe (comp), Desconstrucción y pragmatismo, pág 42.

[45] Ibíd, pág 43.

[46] R. Rorty, El pragmatisme, una versió: antiautoritarisme en ètica i epistemologia, pág 55.

[47] R: Rorty, Ensayos sobre Heidegger y otros pensadores contemporáneos, pág 191-192.

[48] R. Rorty, Pragmatismo y política, Barcelona, Paidós, 1998, pág 52-53. Esta cita puede compararse con las siguientes palabras de Derrida –extraidas de Espectros de Marx (pág 27); “será siempre un fallo no leer y releer y discutir a Marx (...) Será cada vez más un fallo, una falta contra la responsabilidad teórica, filosófica y política”.

[49] R. Rorty, Contingenia, ironía y solidaridad, pág 101.

[50] Vamos a contar otra anécdota. En un curso sobre Derrida celebrado en Denia, algunos de los conferenciantes llegaron al punto de sostener que la deconstrucción es un instrumento básico para la defensa y mejora de la democracia. Que duda cabe que se trata de una afirmación excesiva y desorbitada que hubiera provocado, en este caso justificadamente, la carcajada de Rorty.

[51] Chantal Mouffe, “Desconstrucción, pragmatismo y la política de la democracia”, en Ch. Mouffe (comp), Desconstrucción y pragmatismo, pág 15.

[52] Rorty contestaría que no es nada vejatorio que la democracia sea la expresión de los intereses de los “débiles” o “resentidos”, según la terminología nietzscheana. Además, la valía de una institución no debe medirse según su origen, sino tomando en consideración si sirve o no adecuadamente a nuestros intereses.

[53] Terry Eagleton, Ideología: Una introducción, Barcelona, Paidós, 1997, pág 30-31.

 

 


 

     

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