Del
venir y lo común
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RESUMEN:
El ensayo
expone lo pensado por Derrida en torno a la alteridad, como infinita e
irreductible lejanía que no deja de cohabitar en la memoria de quien
mantiene
la promesa del ausente. El duelo resulta infinito. Su asedio impide el
cierre
de la relación social en torno a quienes exponen copresencialmente su
singularidad, lo que excede cualquier figura de lo común. Antes que una
comunidad inoperante, lo pensado por Derrida sería la inoperosidad de
lo quien
no se presenta a lo común, estableciéndose allí una irreductible
distancia
–sobre la problematización de la distancia- respecto a Nancy y Blanchot.
“Sin intermediario y sin
comunión, ni
mediatez ni inmediatez, tal es la verdad de nuestra relación con el
otro, la
verdad ante la que el logos tradicional es para siempre inhospitalario”
Derrida[2]
La
distancia que Derrida toma respecto a las filosofías de la comunidad
desarrolladas por Maurice Blanchot y Jean-Luc Nancy puede rápidamente
interpretarse por el mero malestar, expresamente declarado, por aquel
vocablo.
Poco habría, por tanto, más que una semántica. Tal conclusión pareciera
facilitarse por la renuencia de Derrida a la polémica directa, al
señalar que
tal desencuentro filosófico pareciera no ser sino una disputa fraternal
sobre
la fraternidad[3].
Aquello ha llevado a que
diversos intérpretes han considerado el pensamiento de Derrida como el
de una
comunidad sin comunidad[4],
o
bien de una comunidad literaria[5].
Peor
aún, se ha señalado que, para Derrida –a diferencia de los otros
pensadores de
la comunidad– el dasein no se
pensaría como mitsein[6].
Nos
interesa, precisamente, trabajar tal malentendido dando a entender que
la
consideración de un “ser con” que no se subsume a un “ser en común”.
Pero que
se deja, más fundamentalmente, pensar como “ser con otros”. Tal desliz
parece
poco pensado en torno a Derrida. Incluso Nancy señala haber
posteriormente
rechazado aproblemáticamente la figura de lo comunitario[7],
recordando que aquel rechazo por parte de Derrida resulta acompañado de
la
mutua preocupación por una filosofía del afecto[8].
Mas
esto último parece seguir rigiéndose por pensamientos nancyanos de los
que
Derrida podría situarse algo más lejos. Al pensar, precisamente, una
lejanía
que no toca. Dicho de otra forma, que afecta la intimidad misma del
cuerpo sin
presentarse materialmente. Tal problema parece hallarse directamente en
la
lectura de Nancy de la diferencia como
venida que, sin acabarse, viene[9].
Pues
en Derrida, la seguridad de la advenida no parece tan clara. En efecto,
la
invocación se funda en tal inseguridad. Aquel talante recorre la
meditación
derridiana sobre el gesto del “ven”. De ahí la importancia de ponderar
la duda
que el propio Blanchot enuncia respecto a Derrida: “¿Sería entonces en
la
comunidad donde se escuchase antes de cualquier escucha y como su
condición la
voz apocalíptica”[10].
Es la reflexión sobre la figura
póstuma de Paul de Man uno de los lugares privilegiados para leer la
intrincada
concepción derridiana sobre la alteridad. Ya aquel dato puede
otorgarnos
ciertas pistas en la lectura del asunto. Pues no deja de resultar una
estrategia, al menos primeramente, extraña. Se trata de un discurso
emitido
ante un público norteamericano, mucho más situado en la tradición de la
crítica
literaria y la discusión retórica que en debates filosóficos.
Inesperadamente,
allí Derrida reflexiona sobre el otro desde la oportunidad que le
presta un
homenaje a una figura geográficamente lejana y temáticamente distinta.
Pues
incluso entre las varias incursiones de de Man en temas
tradicionalmente
filosóficos y los múltiples recovecos de Derrida sobre la atención
temática
harto difirió. Existe sólo un punto de encuentro entre ambos autores, y
éste se
caracterizó por el desencuentro en la interpretación –claro está, nos
referimos
a sus respectivos ensayos sobre la escritura en Rousseau. Así, en torno
a la
amistad reflexiona sobre una figura ya fallecida, con la cual sus
encuentros
resultaron harto menos frecuentes que con otros pensadores.
Generalmente, de
hecho, su contacto habríase dado epistolarmente. Dedica entonces un
pensar de
la alteridad a quien poco compartió en temas, presencias u opiniones.
Este
texto no ha gozado de gran recepción en las lecturas sobre Derrida
realizadas
desde estudios literarios, ni en las ejercidas desde el campo filosófico[11].
Dado que se centran
los primeros en las
lecturas derridianas de la tradición literaria y los segundos en lo
realizado
en torno a discusiones filosóficas, su locación parece restarle
potencial
interés. La intersticial ubicación de la crítica literaria parece mucho
más
ratificada en tal ausencia, que en las –por reiterativas, sintomáticas
(y
aburridas)– declaraciones de interdisciplinariedad de tal campo
discursivo.
Tampoco entre las tan presentes y necesarias discusiones sobre memoria
el texto
en cuestión recibe escasa atención.
Pero una lectura atenta debiese
hacernos notar que aquella estrategia derridiana resulta bastante
coherente con
lo que el texto postulará, y que plantea problemáticas centrales en su
filosofía.
Partiendo por la necesidad, reforzada por el posterior descubrimiento
de una
temprana afinidad del homenajeado con el fascismo, de explicitar el
exigente
compromiso existente en la deconstrucción. Especialmente en lo que al
pensamiento político refiere. Aquella cuestión, se sabe, desde aquel
texto y de
De un tono apocalíptico adoptado
recientemente en filosofía se tornará cada vez más
insistente. Sin que
aquello, por cierto, pueda categorizarse fácilmente como filosofía del
derecho
o del poder. Tampoco, claro está, del Estado. Pues se trata de la
inminencia
del duelo como ineludible vínculo, por lejano que se halle el cercano.
Y tal
relación trasciende sin lazo común –idiomático, temático, copresencial
o lo que
se piense– alguno del que partan los enlazados. Acaso, como el
existente entre
Derrida y de Man –muy distinto, por ejemplo, a la relación que tuvo
Blanchot
con Bataille o Lévinas. Poco importa en términos de argumento los
andares
biográficos de aquellas relaciones, claro está. Mas las reflexiones
surgidas de
la amistad desde allí, y la manera en qué difieren, puede ser
reveladora para
pensar el debate que intentamos describir.
Lo argumentado por Derrida postula
la responsabilidad como aquella herencia que, antes de cualquier
voluntad,
acarrea quien vive. Antes de cualquier interioridad, se está exigido
por otro,
impresentable. Cada cual se constituye desde aquello legado por sus
ausentes,
habitando su memoria desde la promesa allí establecida. Al punto que se
torna
imposible distinguir si quien sobrevive es quien recuerda o quien es
recordado.
Es decir, allí donde el éxito necesariamente fracasa –y viceversa– si
lo
deseado es la finalización de la pérdida. Testamentariamente, el otro
no deja
jamás de habitar la propia existencia, descentrando cualquier posible
identidad
que ésta pudiese buscar otorgarse autotélicamente: “Si la muerte le ocurre al otro, y llega a nosotros
a través del otro,
entonces el amigo ya no existe excepto en nosotros, entre nosotros. En
sí
mismo, por sí mismo, de sí mismo, él ya no es más, nada más. Vive sólo
en
nosotros. Pero nosotros nunca somos nosotros mismos, y entre nosotros,
idénticos a nosotros, un sí–mismo nunca es en sí mismo ni idéntico a sí
mismo”[12].
Pues el ausente no deja de asediar, ni puede poseer un lugar claro que
permitiese la refiguración del colectivo. De esta forma, el lazo social
se
establece desde un singular doblez que vincula lo imposible de
vincular. Se
trata, pues, de una pérdida que no deriva de presencia alguna por
recuperar.
Sino la de lo que siempre estuvo perdido y jamás se pierde del todo, de
una
deuda sin acreedor ni origen que establece la infinita responsabilidad
por lo
impresentable: “Como si estuviéramos
siempre ligados al ausente, como si por tanto no estuviéramos ligados”[13].
Así, el necesario vínculo entre la vida propia y la supervivencia de la
ajena
establece el límite de cualquier ser–en–común. Pues incluso el recuerdo
comunitario no puede traer, nuevamente, a la presencia a quien ha
muerto.
Quizás aquí es donde Derrida –precisamente, desde cierta distancia– más
se
acerca a lo pensado por Benjamin[14].
La
fundamentación de la política en torno a la alteridad trasciende los
interesantes usos de Derrida existentes en Laclau o el pensamiento
postcolonial. Pues refleja una consideración estrictamente
trascendente.
Resulta, en efecto, lo que trasciende cualquier presente –esto es, una
sutura
intemporal. En concreto, a lo referente a la insistencia de lo
anacrónico en un
presente que no se basta a sí. Aquello exige la necesaria afirmación de
un concepto
alternativo de historia que parta desde un tiempo–ahora constituido en
la cita
que arranca su simultaneidad. Esta tensa e insuperable cohabitación del
otro
expresa un infinito duelo que ninguna figura podrá relevar. La
relectura
derridiana de lo prosopopéyico en de Man pareciera ratificar la
inminencia de
aquel tono como malestar en la representación ante la infinita, y
perdida,
alteridad. Quizás habría que dudar si aquella infinitud no transforma
aquel
duelo en irrestricta melancolía. No parece casual que un lector tan
atento de
la cuestión de la alegoría, como Idelber Avelar, haya señalado la
necesidad de
deconstruir –a través de Benjamin– la distinción entre duelo y
melancolía,
desde la imposible conclusión de este último tono[15].
Cuestionando la lectura de uno por el otro,
bien señala que en Derrida, lo constitutivo no es la propia muerte,
sino la del otro. Tal evento arriba e interpela como legado, como tarea
y
herencia[16]. Nadie puede restarse a tal resta.
Esta aguda reflexión no
carece de esbozos previos en el pensamiento de Derrida, aún cuando
debamos
destacar que la cuestión del duelo deviene inéditamente central cuando
su
lectura del psicoanálisis resulta más frecuente. Pero ya en
Esto obliga
a considerar la finitud de cualquier noción de colectividad desde la de
cada
cual de sus miembros. Pues su muerte no resulta relevada por el
porvenir del
grupo. Al contrario, éste se hace cargo de su herencia desde la
imposibilidad
de que esta sea presentada como parte del grupo que le sobrevive. Su
irreductible alteridad –infinitamente lejana, infinitamente otra,
infinitamente
inapropiable– sólo permite la promesa de actuar en nombre de quien ya
no se
halla. Pero esta impotencia es fundadora. Ningún enunciado resultaría
posible
sin este recurso al otro, desde cuya memoria se actúa. Toda la promesa
de lo
ido exige ser recuperada junto al nombre de quien sobrevive. Es decir,
quien ha
pasado deja su signatura como condición de posibilidad de un futuro que
debe
recordarlo, y sólo puede hacerlo fallidamente. Pues no hay posibilidad
de pacto
con la ausencia, ni linealidad alguna que permitiese recuperarlo. De
allí su
condición de chance múltiple, y la politicidad de todo intento de
adoptarla.
Sólo resta el riesgo y la decisión. Recién allí, la justicia que puede
hacerse
a la insistencia de su nombre. Al asedio e invocación que exige la
dignidad
como tarea de quienes le carguen sin mayor confirmación de la fe. En
esta
memoria disyuntiva se juega un futuro que se escoge y expone el borde
la
existencia: “Con la nada de esta ausencia
irrevocable, el otro aparece como otro, y como otro para nosotros, a la
muerte
o al menos en la anticipada posibilidad de una muerte, pues la muerte
constituye y vuelve manifiestos los límites de un mí o un nosotros que
están
obligados a albergar algo que es mayor que ellos y es otro: algo fuera
de ellos
dentro de ellos”[22].
Pues el amigo podría ser es
quien podría nunca
presentarse. Es decir, con quien se mantiene la amistad sin expectativa
o
certeza alguna de su futura aparición. Ni siquiera su separación se
expone.
Incluso el encuentro, ante la acogida de lo otro como fuente de
sentido, debe
pensarse como separación[23].
Sólo se guarda su promesa entre quienes quedan, en una espera infinita
cuya
fidelidad se juega precisamente en esta combinación de urgencia y
espera. Su
presencia jamás podría superar el recuerdo que circula entre quienes le
sobreviven hacia la seguridad de su referente. Pues éste se halla,
precisamente
en nombre de la amistad, irremediablemente ausente: “Todo lo que decimos del amigo, pues, e
incluso lo que decimos al amigo, para invocarlo o evocarlo, para sufrir
por él
con él, todo eso permanece irremediablemente en nosotros o entre
nosotros los
vivientes, sin cruzar jamás el espejo de cierta especulación”[24].
Incluso entre los amigos que conviven existe la fatal ley consistente
en que
uno verá morir al otro. El diálogo sólo podrá mantenerse en el
sobreviviente,
quien quizás mejor que nunca guardará esta relación interrumpida.
Insistente y
repetidamente, sin finalización ni posible retiro. Pues la
impresentabilidad
del otro le obligará a continuar cargando la promesa en la cual se
cifra la
amistad. Quizás la jerga aquí utilizada por Derrida pudiese dar la
impresión de
carga y pesadez –acaso como el camello descrito por Nietzsche,
imposibilitado
de actuar por tanta deuda acumulada sobre su lomo[25].
Por
el contrario, precisamente para Derrida la posibilidad de la acción se
da por
esta herencia. Aquella no resta ligereza, mas le impone una dimensión
irreductiblemente ética, la de la obligación a un recuerdo que exige la
imposible fidelidad. Se
trata,
entonces, de una cita que no puede citarse. Pues inclusive su muerte
podría
jamás aparecer. En efecto, Derrida ve en el tema de la muerte que jamás
aparece
el límite de la fenomenología[26].
Pues este inmemorial dato jamás podría presentarse ante la conciencia
que la
resguarda. Mas tal consideración
resulta irreductible a la experiencia de la amistad. Esta figura parece
establecerse como posible bisagra filosófica entre ética y política en
Derrida.
Pues también lo político será pensado en torno a una justicia que no
considera
tipo alguno de copresencialidad.
Ya que la responsabilidad se remarca
en la experiencia de lo lejano. Más aún, de aquel con quien nada se
comparte,
de quien de nada se conoce. Y su infinita demanda se cifra en la
imposibilidad
de que cualquier dialéctica relevase tal anonimato por por
su propio
progreso[27].
Esta imposible integración del difunto –por monumental que resultase–
impide
que la sociedad se erija como unidad de sus propios muertos. Así, el
imposible
cierre de sentido del grupo o la amistad es pensado incluso en la
magnitud de
la sociedad. También allí el asedio pluraliza cualquier posible
identidad. La
cuestión resulta harto más punzante que la construcción de un concepto
“dinámico” de identidad, la cual podría rotar por momentos varios. Pues
lo
pensado aquí obliga a considerar que cada uno de aquellos momentos es
más y
menos que uno. Pues su heterogeneidad se constituye desde la
incompletud,
cercada por ausencias y legados que impide cualquiera de sus cierres.
Ninguna
unidad posible podría entonces cohabitar entre sus trascendidos
cuerpos. Pues
esta se hallaría ya torcida por la diferencia que, modulando ausencias,
la
recorre: “lo propio de una cultura es no
ser idéntica a sí misma... no poder identificarse, decir “yo” o
“nosotros”, no
poder tomar la forma del sujeto más que en la no–identidad consigo o,
si
ustedes lo prefieren, en la diferencia consigo”[28].
La
imposible significación, entonces, difiere cualquier narrativa de la
propia
identidad. Torna falida toda autorreferencia que buscase integrar, o
excluir,
la muerte. Mas no existe comunidad sin aquello, sin la muerte
infinitamente
ajena que invade cualquier posible interioridad. No podría existir
aquel
nosotros precultural postulado tardíamente por Husserl[29].
Pues ya tal figura se halla atravesada por los propios espectros que le
desapropian. Y que le comprometen,
excediendo cualquier figura de lo común. Ni siquiera, la de la propia
lengua.
Pues todo lenguaje, incluso todo concepto de humanidad se halla
precedida por
el desobrante e incansable trabajo de lo espectral[30].
En tal sentido, toda política es una política de la memoria. No sólo
por
fundarse la acción en la fidelidad a lo acontecido, sino también porque
tal
imposible fidelidad es lo que abre el espacio a la decisión. No sólo lo
recordado y las formas de hacerlo se sitúa en torno al recuerdo. Sino
que
también lo realizado no se despega de aquello. Esto trasciende
cualquier figura
de “memoria colectiva”, entendida como memoria presente de los
presentes. Antes
bien, lo prometido al ausente y la vocación que éste ha legado exigen
su
selectiva traducción a un espacio inanticipable en tal legado. La
política es
precisamente el intento de hacerse de tal exigencia con la
responsabilidad que
amerita tal locura. Exige,
así, la
decisión. Tal importancia de la memoria marca el límite político de la
copresencialidad.
Pues, aún siendo juntos para recordar juntos, su posible rendimiento
queda allí
truncado por la necesidad de cierta figura del exponerse en su retirada
–como
parte del aquí y ahora en el que es toda existencia, para Nancy[31].
Toda vida
en común resulta entonces atravesada por el fallecimiento ajeno, y no
en el
vivir o morir juntos. Su carácter múltiple permite allí considerar
incluso a
quienes murieron antes de la propia vida. Lo compartido es la
imposibilidad de
compartir siquiera la propia muerte –y ya no, la presentación de la
irrecuperabilidad de la muerte ajena que se comparte. Desde
esta distancia con la herencia batailliana de la
comunidad como comunicación exterior de la incomunicable muerte propia
podemos
considerar la distancia que Derrida ha expresado respecto a la figura
conceptual de la comunidad. Tal rechazo, bien comenta Peñalver, resulta
constante en Derrida[32].
Aquello no debe rápidamente soslayarse, dada la buena fama del término.
Raymond
Williams recuerda que, a diferencia de cualquier otro término utilizado
para
describir la organización social –estado, nación, sociedad u otro–, tal
vocablo
jamás parece haberse aparejado a predicados desfavorables, ni poseído
algún
término positivo de oposición o distinción[33].
Derrida resulta allí una excepción. De hecho, dice no pertenecer a
ninguna
comunidad nacional, política o religiosa, ni desear hacerlo[34].
Y
que, incluso, siempre le ha molestado algo la palabra[35],
la
que utilizará como ejemplo de noción constituida y unitaria[36].
Señala que la postulación de una comunidad inmediatamente presente
consigo
misma, sin diferencia alguna, es tributaria del logocentrismo[37].
Podemos hallar ejemplo de aquello en su lectura de la consideración
heideggeriana de la poesía de Holderlin como aquello que compromete, a
través
de la lengua, a la comunidad[38]. Ejemplo poco casual, dada
la ubicación del
debate sobre la comunidad en torno a la complicada herencia del
pensamiento
heideggeriano en torno a la relación entre poética y política.
Radicalmente,
Derrida discutirá transversalmente la idea de lo comunitario, antes que
la
posibilidad de una obra que lo encarnase. Pues si la deconstrucción de
la obra
de teatro impide considerar tal manifestación como constitución de lo
comunitario, esto último también se somete al registro de envíos que
despedazan
toda presentación o representación de lo común.
Al punto que la deconstrucción de la invención debe pasar
por la de la
comunidad, desde cualquier figura que la identificase a cierto
“nosotros”
–asociada bajo nombre de sociedad, contrato, institución o algún otro–
que lo
mentase[39].
Décadas
antes del debate en cuestión, Derrida señalaba que todos los conceptos
de
Bataille eran hegelianos. Salvo el de la risa[40].
Podemos entonces entender que la ideación batailliana de la comunidad
sin
comunidad resultaría hegeliana, o bien que se situaría en la excedencia
a toda
dialéctica que socavaría la carcajada soberana. Aquello no parecería
poder
decidirse fácilmente. Pues la comunidad resiste soberanamente al relevo
dialéctico, pero desde el reconocimiento –de sus muertes. Tan cercano
como
resultó a la lectura de la muerte como realización en Hegel realizada
por
Kojéve[41],
Bataille no pudo sino saber que el saber entregado por la muerte se
expone
cuando ésta acontece. Con la salvedad, claro está, que en ello
desrealiza toda
potencia y saber de lo común. Tal tensa inserción en la lógica de lo
común no
puede sino darse en el marco de presencias que allí reconocen su
límite. Esta
persistencia de lo común guiará el cuestionamiento derridiano a los
herederos
de Bataille, quienes igualmente comparten el deseo de desplazar la
dialéctica
desde la figura de la presentación como lo donado en tal resistencia.
Esto es,
la presentación de lo singular. La distancia tomada por Derrida
respecto al
pensamiento de Nancy y Blanchot sobre la comunidad se da, precisamente,
sobre
la cuestión de la distancia. Casi inaugurando Políticas
de la amistad, Derrida
expresa cierta afinidad hacia aquellos desarrollos teóricos[42].
No
obstante, el nietzscheano pathos de
la distancia allí repensado pareciese pensarse de forma más radical.
Pues no
sólo se trata de pensar la amistad desde la desproporción y al amor a la retirada,
sino además distante a
cualquier concepción de copresencialidad. Sin origen ni destino común,
las amistades
no requieren de la certeza de cierta equivalencia para enlazarse. Ni
tampoco
del encuentro. Se diferencia así de la comunidad inoperante, la cual
resultaría
impensable sin la compartición de la apariencia y coapariencia cifrada
en el
tacto común –esto es, el ser–con como con–tacto[43].
El
haptocentrismo que Derrida lee en Nancy se hallaría, incluso, en
continuidad
con la que considera más grande, metafísica y cristiana fantasía de
Artaud: La
del cuerpo sin órganos[44].
Pues se trataría de un cuerpo como unidad expuesta a la afección de lo
que allí
ya se halla. Nadie quedaría fuera de esta exposición del adentro. El
encuentro
se da con aquello que puede encontrarse Así, Nancy identifica lo que no
se
puede exponer –o presentar– con lo inexistente[45].
Este cierre hacia lo presente renuncia a la exigencia del pensar la
incierta
ausencia, el asedio heterónomo y desproporcionado de quien no se
presenta.
Mantiene, pues, cierta política de la presencia. Claro está, presencia
singular
que clausura el espacio representativo y se experimenta en la dimensión
transitiva de la presentación transinmanente. En Derrida, la
trascendencia
tampoco resulta experimentable como exterioridad pura. Mas tal
impresentabilidad busca ser pensada sin referencia al orden de lo común
ni lo presente.
Resulta precisamente aquello que lo excede. De ahí la importancia de la
invocación, propia de una originaria lejanía que resiste a cualquier
fraternización. Partiendo desde allí, la filosofía de Nancy desconoce
la
herencia sexuada de tal figura. En tanto promesa de hermanos, su figura
ya
determina cierta similitud de órganos. Al contrario, el amor derridiano
por la
amistad indeterminaría su género, ante su exigente inexigencia de lazo
alguno
que se reconozca como común: “Y, entonces, si hubiese una política de esta
amancia, no pasaría ya por los motivos de la comunidad, de la
pertenencia o de
la partición, sea cual sea el signo que se les añada. Afirmadas,
negadas o
neutralizadas, estos valores “comunitarios” o “comunales” corren
siempre el
riesgo de hacer volver a un hermano. Hay quizá que tomar nota de este
riesgo
para que la cuestión del “quién” no se deje ya apresar políticamente,
mediante
el esquema del ser–común o en–común”[46].
Las preguntas de la política por venir se ligan entonces a la cuestión
de esta
desligadura. La infinita distancia exige formas de pensar desde un
irreductible
desliz de cualquier confianza en el sujeto y su capacidad de
representar lo
ausente. No podría ser allí consecuente lo que surja desde el criterio
de total
certeza o calculabilidad. Por el contrario, aquella indeterminación
resulta
precisamente la premisa ética para pensar la alteridad desde una
infinita
separación que ninguna política debiese desear anular: “¿Qué
hacer con el “qué hacer”? Y ¿qué otra política puede dictarnos esa
otra comunalidad de lo “común”, pero tal que sea sin embargo una
política, si
es que la palabra resiste todavía ese mismo vértigo?”[47].
Las respuestas de Derrida pasarán
por pensar precisamente agrupaciones sin órdenes de pertenencia o
identidad.
Aquello se desarrolla claramente en su postulación de una Nueva
Internacional.
Antes que en las propuestas aparejadas a tal tentativa, la
desfiguración de lo
común allí presupuesta más nos interesa –por su mayor radicalidad y
desmesura.
Lo que obliga a revisar ciertas señales presentes en otros textos,
antes que lo
planteado en Espectros de Marx.
Derrida pensará, en efecto, la idea de comunidad literaria como posible
espacio
de resistencia a la hegemónica lógica del neoliberalismo y sus
finalistas
pretensiones: “¿No es esa comunidad hoy
en día, dentro de la saturación de la mundialidad geopolítica,
justamente
aquello que sigue siendo intolerable a la intolerancia de los sistemas
teológico–políticos para los que, al no tener la idea democrática
ninguna virtud
incondicional, ninguna palabra puede sustraerse al espacio de la
autoridad
teológico–política, teologización absoluta como politización absoluta?”[48].
La incerteza que tal experiencia introduce deberá también ejercerse
hacia
quienes la experimentan.ejerce también hacia un sí mismo que poco posee
de
identidad o unidad. Precisamente, la comunidad de lectura y escritura
que
cuestiona incondicionalmente hasta su propia figura será la forma de
vínculo
que Derrida buscará afirmar. Aquello partirá por la propia pregunta por
el
espacio filosófico, sus demarcaciones y reconocimientos. Pues una de
las formas
posibles de considerarla resultaría, precisamente, como comunidad de la
cuestión. Es decir, una comunidad filosófica que se constituiría en la
pregunta
por aquello que resulta la filosofía.[49].
Aquella mutua interlocución difícilmente debiese considerarse desde
algún
modelo de intersubjetividad o diálogo. Pues ambos postulados debiesen
resultar
parte de lo repensado una y otra vez, como cualquier otro posible
fundamento.
En efecto, esta difícilmente podría considerarse como filosófica si no
pudiese
cuestionar sus propios fundamentos[50].
Desde la irreductible condición aporética del aunarse por el
cuestionamiento
común de lo que aúna habría intentado operar, según Derrida, el Colegio
Internacional de Filosofía que tiempo atrás fundase. Este vínculo surge
desde
un insuperable no–saber sobre sí, incapaz de adscribirse
conclusivamente a
determinaciones territoriales, temáticas o lingüísticas. Nadie allí
tendría el
estatuto de miembro, ni ninguna de sus figuras aparejadas a cierta idea
de
pertenencia o inclusión. Lo que, claro está, no implicaría un trabajo
secreto o
privado. Precisamente, su tarea será la de circular públicamente sin
ceder a
las categorías de identidad imperantes. Ésta pasaría tanto por aquel
cuestionamiento de la distinción entre lo público y lo secreto como por
el de
cualquier otra forma de pensar la sociedad a la cual se pertenece,
desde la
promesa de su exterior: “Simplemente se
mantendría heterogénea a la ley pública de la ciudad, el estado o la
sociedad
civil”[51].
Capaz de pensar contra sí desde la
inseguridad que obliga a la decisión, los criterios de productividad de
tal
agrupación no podrían seguirse desde la lógica capitalista. Ni tampoco
de la
acumulación de saber filosófico, surgida de criterios claros de saber
que
permitieran avanzar o demostrar algún asunto planteado por la filosofía
universitaria. Antes bien, su interrogación pareciera regirse por la
tarea que
exige su presente –partiendo por sus discursos sobre lo común, o lo
cierto. Lo
allí pensado difícilmente podría pensarse como un conocimiento seguro.
Ni
siquiera, como aquel que expusiera a
la
propia comunidad. En efecto, ésta sería incapaz de mostrarse en
cualquiera de
sus reuniones, sesiones o productos. Es decir, como unidad o figura no
podría
hallarse. Pues cualquier conclusividad anularía su propio gesto de
interrogación e incompletud. En tanto comunidad, jamás existe. O bien,
lo hace
sólo como guardia de la promesa de una promesa que jamás podría
cumplirse. De
forma que no es posible más que su invocación: “De esta nueva responsabilidad a la que me refiero
sólo puede hablarse
apelando a ella. Se trataría de la de una comunidad de pensamiento para
la cual
la frontera entre investigación fundamental e investigación finalizada
no
resultase ya segura, al menos no en las mismas condiciones que antes.
La
denomino comunidad de pensamiento en sentido lado antes que de
investigación,
de ciencia o de filosofía ya que dichos valores están muy a menudo
sometidos a
la autoridad no–cuestionada del principió de razón”[52].
De
todas formas, este recurso a la comunidad resulta limitado en Derrida a
la
comunidad de pensamiento. Aquello ya se dejaba entrever en su temprano
ensayo
sobre Lévinas, en el cual se refiere a una posible comunidad de la
cuestión,
que cuestionase con intangible responsabilidad su cuestión[53].
Resulta difícil aventurarse en aquello que justificaría que Derrida
mantuviese
el concepto comunitario para pensar la relación entre pensadores –y por
qué
sólo se utiliza aquel nombre para aquel tipo de relación. Acaso el
asunto pase
porque precisamente aquella resultaría la comunidad que podría pensarse
desde
la lógica del “x sin x”, mas asumiendo que la deconstrucción impide
leer
aquello como sintagma susceptible de ser reunido como carencia. A su
vez, por
constituirse en la escritura, ninguna ilusión de presencia quizás allí
podría
perdurar. Acaso la conjunción de ambas hipótesis es lo que autoriza
tal,
excepcional, nombre.
De todas
formas, Derrida se alejará una y otra vez de cualquier otra concepción
de lo
común. En una tardía entrevista con Ferraris, dice que no tendría
problemas si
esta se pensase desde la alegoresis[54].
La
cuestión de la obra retorna aquí. Derrida rara vez recurre a la
consideración
de la alegoría –a diferencia, por ejemplo, del central recogimiento que
realiza
de Man de aquella herencia benjaminiana[55].
No
obstante, la retoma al pensar la comunidad desde aquella obra que, sin
exterioridad que representar, se socava a sí misma exponiendo la
irrepresentabilidad de su interioridad, su imposible síntesis bajo
símbolo
alguno: “La alegoría es el tropo de lo
imposible, ella necesariamente responde a una imposibilidad
fundamental, un
quiebre irrecuperable en la representación”[56].
Impera remarcar que no se trata de la presentación de la
irrepresentabilidad,
sino del socavamiento de cualquier posibilidad de la presencia de lo
que se
busca representar, restándose así tal representación de cualquier
posible
contenido positivo. La comunidad como obra sólo daría a pensar la
destrucción
de ambas figuras. Su borde expondría tanto la inexistencia de presencia
previa
por imitar, como la insuficiencia de su propio presente respecto a sí.
Se
trata, entonces, de una imagen de la comunidad que no puede mentar
imagen
alguna: “Si
aquí se da la representación, entonces debe ser disociada de la noción
de la
presencia que la gente siempre liga a lo que es representativo. Lo que
aquí se
recita habrá sido la no presentación del suceso, su presencia sin
presencia, pues
tiene lugar sin tener lugar: el sin de la negación, la negación sin el
sin; sin
la negatividad del sin”[57].
El modelo del teatro también parece limitado para registrar la
experiencia de
lo común y ausente. Claro está, aquello no significa postular
prohibición
alguna de cierta práctica, mas requiere exceder la analogía nancyana de
lo
común con un teatro no representativo. Pues ninguna presencia, por
espaciada y
plural que resultase, podría manifestar los contornos de lo común. Ya
que el
coexistir carece de confines. Ajeno a cualquier obra, se trata del
espaciamiento de sí que circula como tal. Esto es, una comunidad
abierta de
lectura y escritura que confiesa dudar, no obstante, en denominar
comunidad.
Antes que una comunidad inoperante, se trataría de una inoperancia que
impediría cualquier comunidad. La posible metáfora teatral para una
existencia
necesariamente compartida y espaciada entre repeticiones performativas
y
presentaciones siempre parciales sólo resulta posible si no se lo
piensa
subsidiario de lógica alguna de representación, escena o libreto, sino
como
presentaciones socavadas por la sustracción de quienes no se encuentran
ante la
mirada–lo que, claro está, parece bastante lejano a cualquier tipo de
teatro.
De hecho,
confesará mayor cercanía con el concepto nanciano de reparto.
Pues ya en la observación común ingresa la disfracción, al
considerar la cuestión de la recepción de la obra. Rehúye la tentación
de
denominar como una comunidad a todos o la mayoría de quienes comparecen
simultáneamente ante cierto signo. Tal rechazo se da en nombre de la
singularidad de quienes, dispersos, observan la dispersión: “yo no querría denominarla así porque se
forma desde lugares diferentes, con estrategias diferentes, con
lenguajes
diferentes; y el respeto de esas singularidades me parece tan
importante como
el de la comunidad”
[58].
La deconstrucción de la
obra, por tanto, es también la de su observación. Nada habríase
entendido si se
buscase la causa de una en otra. Al contrario, los diferentes trazos
desfiguran
ambos, como cualquier otra pretensión aparejada. De ahí el problema de
insistir
en el nombre de la comunidad. Detrás de tal concepto podría existir un
esquema
identitario, filosóficamente problemático y políticamente inquietante.
Pues la
indudable existencia de formas de identificación no debiese llevar a
una
apresurada consideración de su unidad. Al contrario, leerlos como
comunidad
parece más bien una lectura identitaria de tales procesos de
imaginación
política. Esto sólo se explicaría por aquella premura, o por argumentos
que
difícilmente sostendrían tal decisión: “¿Por
qué llamarla comunidad? ¿Sólo para conformar lo que nuestro amigo ha
intentado
realizar, la comunidad inconfesable de Blanchot o la inoperante de
Nancy? Yo no
tengo reparos con esas comunidades: mi único reparo es por qué
llamarlos
comunidades. Si siempre he dudado en usar esta palabras, es porque
generalmente
la palabra “comunidad” resuena con lo común, con el como–uno”[59].
Mas
a aquella confesión se añade la importancia de considerar la justicia,
y que
esta no puede ser pensada desde la pura disparidad o la ausencia de
comunidad.
Algún tipo de lazo requiere ser pensado para no caer en la
irresponsabilidad de
quien considerase la distancia sin amistad alguna. Se sitúa aquí,
precisamente,
la aporética cuestión que para Derrida se halla en toda cuestión de la
relación
con el otro y su irreductible responsabilidad. Pues está debe pensarse
desde
una infinita separación que hace, precisamente,
más intenso en lazo.
Fiel al
gesto deconstructivo de deshilvanar la promesa existente en un texto
que
pareciera guardarlo, Derrida reconsiderará lo pensado por Blanchot y
Nancy.
Para, de allí, obtener insospechadas ideas. El reparo sin reparo por el
nombre
escogido se sitúa, pues, coherentemente con aquella estrategia
deconstructiva.
En un afamado diálogo con Nancy, Derrida intentará rescatar la apertura
indefinida a un quién –previo a cualquier subjetivación– que convoca a
cualquier responsabilidad antes que ella misma lo realice. Aquello se
dejaría
entrever, señala, en aquellos pensadores[60].
Pero la inseguridad de su advenida no hace más que obligar a la
infinita
petición de su encuentro. Ni la figura de quien pregunta ni la de quien
responde se logran constituir tras esta originaria petición que,
infinitamente,
clama sin saber. Esto
es, la enunciación
del “ven” que Derrida pensará como gesto constituyente de cualquier
posible
ética y acontecimiento. Convite puro de un pensar, por ancho camino,
que
experimenta allí su límite y sujeción a lo que se anuncia. Ya en
Blanchot aquel
gesto resultaría la invitación a un encuentro con otro
desantropologizado, la
palabra de acercamiento de un encuentro que no se deja pensar como
nuestro ni
apropiable por grupo alguno[61].
Derrida recalcará en la extrañeza lingüística de aquella palabra, y la
consiguiente pérdida del saber de la lengua o de cotidiana conversación
que
genera[62].
Por
sutil, difícilmente se deja pensar desde la gramática del imperativo.
Acaso
pareciera más bien una pregunta desarticulada, un ruego dirigido ante
un
imposible eco. A su vez, Nancy ha insistido en la importancia que
aquella
enunciación posee en la filosofía derridiana, al punto que ha llegado a
señalar
que resultaría quizás su pensamiento más profundo[63].
En
efecto, tras su muerte, no hace sino inscribir tal gesto ante su amigo[64].
No
habría posibilidad de distinguir la lengua en la que se dona esta
llamada,
repetitiva y demandante. Pero tampoco de responderla. Pues se distingue
de la
respuesta a una pregunta. Responder a una venida sólo puede realizarse,
cual
nochero, reiterando aquella convocatoria obstinadamente. Su imperativo,
antes
que la respuesta, es la obligación a responder invocando una y otra vez
–esto
es, la responsabilidad[65].
Se trata de una infinita reiteración del clamor por lo imposible,
aquello que
anuncia e impide lo común. Tal interpelación resulta la condición de
posibilidad de todo evento o subjetivación. Toda constitución del
sentido y la
espera nacen de esta llamada temblorosa sin presupuesto destinatario ni
certeza
de su arribo. Pues, ambas condiciones, sólo de aquel gesto surgen: “Hay que pensar el acontecimiento a partir
del “ven”, no a la inversa. “Ven” se dice al otro, a otros a los que
aún no se
estableció como personas, como sujetos, como iguales (al menos en el
sentido de
la igualdad calculable). Es con la condición de ese “ven” que hay
experiencia
del venir, del acontecimiento, de lo que llega y por consiguiente de lo
que,
porque llega del oro, no es previsible. Ni siquiera hay horizonte de
expectativa para ese mesiánico anterior al mesianismo”[66].
Sin
embargo, quien es convocado por el “ven” estaría siempre por venir. Lo
anunciado no trasciende su desfigurado enunciado. Esto expone
nuevamente la
singular formalización derridiana de la condición de posibilidad como
la de
imposibilidad. Pues lo que posibilita al otro es aquello que,
precisamente,
anula la posibilidad incluso de su apocalíptica venida. El otro no
existe antes
de la llamada, mas esta resultaría superable si el otro llegase.
Apocalipsis
del apocalipsis[67],
esta insuperable
distancia abre la escena de toda singularidad y divisibilidad. La
espera que
inaugura es tan infinita como su ausencia de reciprocidad. Tal eco
hiperboliza
lo mesiánico, pues tal pequeña e intemporal abertura queda eternamente
abierta,
sin posibilidad de consumación. Esta paciente impaciencia obliga,
precisamente,
a la acción en nombre de la venida que no deja de anunciarse o
enunciarse, a la
que no puede renunciarse –pero, jamás, llega.
La
imponente incerteza de lo aquí descrito, su anterioridad a cualquier
sujeto o
intersubjetividad, impiden considerarla desde alguna figura que la
enunciase
clara y distintamente. Lo que cuestiona directamente cualquier tipo de
recuperación hermenéutica del otro como tal –en su lejanía. Pues ningún
horizonte podría allí constituirse, ni mucho menos ser interrogado. No
sólo
porque la deconstrucción no deja de afectar la unidad del propio
presente, sino
también ninguna alteridad clara podría dejarse allí figurar para ser
interrogada. En efecto, la forma de la pregunta resulta también
cuestionada. El
camino que abre se hallaría, de antemano, sellado. No dejaría de
tributar de
cierta gramática del sujeto, la cual se suspende ante la
intempestividad de la
arremetida ajena. La tarea, pues, será la de preguntar yendo más allá
de la
figura de la pregunta: “por un lado,
tratar de despertar preguntas hipnotizadas o inhibidas por la respuesta
misma;
pero, simultáneamente, por otro, asumir también la afirmación
(necesariamente
revolucionaria), la inyunción, la promesa, en resumen, la
cuasiperformatividad
de un sí que vela sobre la pregunta, precediéndola como su propia
víspera. Un
ejemplo de este ambiguo respeto por la pregunta (crítica o
hipercrítica,
incluso me atrevería a decir que “deconstructiva”) sería ese momento en
que,
proponiendo una nueva pregunta, sospecho inmediatamente, de manera casi
simultánea, de una retórica de la pregunta”[68].
La filosofía como comunidad de la cuestión pareciera aquí, agudamente,
hallar
su límite. Su cuestionamiento de sí debe entonces serlo de la
posibilidad de
aquel cuestionamiento, y de la forma del cuestionar desde la exigencia
de la
justicia. Pues los caminos abiertos por el preguntar mentarían su
sentido desde
quien pregunta. Mas lo necesario es pensar aquello que lo convoca y
excede
antes de cualquier programa político o filosófico, en incierta y
exigente
situación.
La justicia
al porvenir y sus venidas se aparejará para Derrida en el gesto del
“quizás”.
Incluso la única forma de atestiguar la incondicionalidad de la
justicia es
someterla a tal registro de la inseguridad del acontecimiento: ““Quizás”
hay que decir siempre, quizás para la justicia”[69].
Resistente
a todo concepto, verdad o permanencia, aquella enunciación afirma su
propia
inestabilidad sin mayor certeza que la del riesgo que lo circunda. Al
punto que
el pensamiento por venir, del porvenir, no sería sino un pensamiento
del quizás
–del quizás del por venir y del por venir del quizás: “Lo que va a venir, quizá, no es
esto o aquello, es finalmente el pensamiento del quizá, el quizá mismo”[70].
Predicción, claro está, socavada por su propia incerteza. Como
cualquier
respuesta que pudiese surgir desde aquella singular lógica –lo que
complica,
claro está, responder la ya citada pregunta de Blanchot. Claro está,
difícil
resulta hacer justicia a lo expuesto habiendo intentado “guiar” las
distintas
reflexiones desde una completa o lineal programación –así como intentar
responder, ciertamente, aquella pregunta. No se considere
esto último
como excusa adelantada –mucho menos, como celebración de falta de
elaboración
en los argumentos o de arbitrariedades en la concatenación de ideas. En
efecto,
aquella indeterminabilidad no debiese hacer al pensar una tarea más
laxa o
caprichosa. Por el contrario, sólo yendo más allá del programa o el
resumen
todo el rigor filosófico puede –quizás– nacer. La
opción más acelerada sería la de responder negativamente. Es decir, la
comunidad no es el lugar del “ven”, pues lo convocado excede cualquier
figura
de reunión. Aquel desliz de Blanchot no sería sino un síntoma de la
diferencia
ya descrita entre su filosofía de la comunidad y lo pensado por Derrida
sobre
tal noción y sobre la forma de la pregunta, dada su petición de saber
cuál
sería el lugar del ven, cuando la consideración que le otorga Derrida
es la de
ser previo a cualquier lugar o espaciamiento, sin los cuales no podría
siquiera
enunciarse su promesa. Podríamos entonces responder, tranquilamente,
que no.
Mas quizás habría que dar otro rodeo
por el quizás y mantener cierta suspensión. ¿Sería
entonces en la
comunidad donde se escuchase antes de cualquier escucha y como su
condición la
voz apocalíptica? En el gesto de la repetición se aloja quizás su
propio
quizás, su impropia incerteza que acaso nos obliga a concluir
transformando
cualquier figura de la pregunta en la promesa de la pura promesa, la
cita de la
pura cita que acontecería allí en la comunidad de un ven que destruyese
la
autoinmunidad de lo común[71].
Esposito ha planteado que, pese a su cercanía con la crítica de Derrida
a
Nancy, se distancia de su postura por su desconsideración del concepto
de
inmunidad que plantea como suplemento de lo comunitario o lo amistoso[72].
Antes bien, nos parece que el gesto derridiano es el de pensar tal
inmunización
desde su infinita e inconclusa suspensión, movilizada por el
socavamiento del
“ven” a todo cierre. Allí es donde se sitúa lo imposible –esto es, la justicia.
Y, con ello, la posibilidad de pensar de otra forma común, como si anunciase
quizás la comunidad imposible –el comunismo: “A través, quizás, de otra
experiencia de lo posible”[73]
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Williams, Raymond, Palabras
clave. Un vocabulario de la cultura y la sociedad, Nueva
Visión, Buenos
Aires, 2003
[1]
El
presente artículo corresponde a buena parte del tercer capítulo de la
segunda
sección de la tesis presentada al Instituto de Filosofía de
[2] Derrida, Jacques, “Violencia y
metafísica: Ensayo
sobre el pensamiento de Emanuel Lévinas”, en La
escritura y la diferencia, Anthropos, Barcelona, 1989, p. 123
[3] Derrida, Jacques, “La razón del
más fuerte. (¿Hay
estados canallas?)”, en Canallas. Dos
ensayos sobre la razón, Madrid, Trotta, 2005, p.77
[4] Santos Guerrero, Julián, “El
círculo de Yale”, en Círculos viciosos. En
torno al pensamiento de Jacques Derrida sobre las
artes, Biblioteca Nueva, Madrid, 2005, ps. 40, 48, 52
Cornell,
Drucilla, “The "Postmodern" Challenge to the Ideal of Community”, en The philosophy of the limit, Routledge,
Nueva York, 1992, pagina 56
Dado
el auditorio del presente escrito, hemos optado por citar traducciones
al
español de los textos que no han sido escrito en tal idioma. De lo
contrario,
lo realizamos en inglés –o, en último caso, en francés. La
responsabilidad por
las traducciones en estas dos últimas lenguas es exclusiva de quien
firma el
presente artículo.
[5] Moreiras,
Alberto,
“Introduction”,
en The exhaustion of difference. The Politics
of Latin American Cultural
Studies, Duke University Press, Londos, Durham &
London, 2001, p. 23
[6] Hillis
Miller, John, “Derrida enisled”,
en M
Mitchell, W..J.T. & Davidon, Arnold (Editores) The Late Derrida, University of
[7]Derrida,
Jacques, “Final words”, en Mitchell, & Davidson, Ob.
cit., , p. 215
[8]
[9] Nancy, Jean–Luc, “El sentido y la
verdad”, en El sentido del mundo,
la marca, Buenos
Aires, 2005, p. 31
No
deja de resultar curioso que Nancy, tan atento a considerar la lectura
de
Derrida –y no sólo en lo referente a lo productiva de tal influencia–,
en otros
puntos lo traslade tan directamente a su pensar. Por ejemplo, al
identificar en
Derrida la escritura con cierta oralización; “(es el) hacer
resonar el sentido más allá de la significación o más allá de sí
mismo. Es vocalizar un sentido que, para un pensamiento clásico,
pretendía ser
sordomudo”
Nancy,
Jean–Luc, A la escucha, Amorrortu,
Buenos Aires, 2007, p. 72
[10] Blanchot, Maurice, La
comunidad inconfesable,
Arena, Madrid, 2002, p. 38 (nota 1)
[11]Valga mencionar, como interesante
excepción, la
reciente conferencia realizada por Alexander García–Dutmann en
Santiago, en las
dependencias de
El
libro de los filósofos muertos, Taurus,
Madrid, 2008, p. 336
[12] Derrida, Jacques, “Mnemosyne”, en Memorias para Paul de Man, Gedisa,
Barcelona, 1989, p. 41
[13] Ibid,
p. 45
[14] Referimos, claro está, al escrito
“El concepto de
historia”, editado en Dialéctica en
suspenso (LOM, Santiago, 2000). Ahora bien, huelga plantear
cierta cautela
ante identificaciones que poca justicia pueden hacer a lo pensado por
ambos
autores. El propio Derrida, en efecto, ha planteado su renuencia de
Derrida ha
considerar la deconstrucción como benjaminiana.
Derrida,
Jacques, “Del derecho a la justicia”, en Fuerza
de ley: el “fundamento místico de la autoridad”, Tecnos,
Madrid, 1997, p.
78
[15] Ajens, Andrés & Avelar,
Idelber & Thayer,
Willy, “Apocalipsis y muerte del boom latinoamericano”. Diálogo
sostenido en el
lanzamiento de Alegorías de la derrota,
disponible en www.elmostrador.cl
[16] Avelar,
Idelber, “Specters of Walter Benjamin. Mourning, Labor and Violence in
Jacques
Derrida”, en The letter of violence.
Essays on narrative, ethics and politics, Palgrave Macmillan,
Nueva York,
2004, p. 89
[17] Derrida, Jacques, “La
diseminación”, en La diseminación,
Madrid,
Fundamentos, 1995, p. 483
[18] Ibid,
p.
465
[19] Derrida, Jacques, Espectros
de Marx. El estado de la deuda, el trabajo del duelo y
[20] Derrida, Jacques, “Fuerza y
significación”, en La escritura y la
diferencia, Anthropos,
Barcelona, 1989, p. 46
[21] Derrida, Jacques, El
otro cabo, Ediciones del Serbal, Barcelona, 1992, p. 20
[22] Ibid,
p. 45
[23] Derrida, Jacques, “Violencia y
metafísica: Ensayo
sobre el pensamiento de Emanuel Lévinas ”, en La
escritura y la diferencia, Anthropos, Barcelona, 1989, p. 101
[24] Derrida, Jacques, “Mnemosyne”, en Memorias para Paul de Man, p. 43
[25] Nietzsche,
Friedrich, Así habló Zaratustra,
Alianza, Madrid, 1997, p.50
[26] Derrida, Jacques, “Sobre la
fenomenología”, en ¡Palabra! Instantáneas
filosóficas,
Trotta, Madrid, 2001, p. 61
[27] Derrida, Jacques, Glas,
University of Nebraska Press, 1990, p. 136
[28] Derrida, Jacques, El
otro cabo, Ediciones del Serbal, Barcelona, 1992, p. 20
[29] Derrida, Jacques, Introducción
a “el origen de la geometría” de Husserl, Manantial, Buenos
Aires, 2000,
p.82
[30] Derrida,
Jacques,
“Nietzsche and the machine”, en Negotiations. Interviews and
interventions, 1971–2001, Stanford
University Press, Stanford, 2002, p. 241
[31]
Nancy, Jean-Luc, Un pensamiento finito,
Anthropos,
[32] Peñalver, Patricio, “Derrida y
[33] Williams, Raymond, “Comunidad”, en
Palabras clave. Un vocabulario de la cultura
y la sociedad, Nueva Visión, Buenos Aires, 2003, p. 77
[34] Derrida, Jacques &
Ferraris, Maurizio, A taste for the secret, Polity, Cambridge,
p.
27
[35] Derrida,
Jacques,
“Ethics and politics today”, en Negotiations. Interviews and
interventions, 1971–2001, Stanford
University Press, Stanford, 2002, p. 310
[36] Derrida,
Jacques, Dar (el) tiempo. I. La
moneda
falsa,
Paidós, Barcelona, 1995, p.
210
[37] Derrida, Jacques, De
la gramatología, Siglo Veintiuno, Buenos Aires, 1989, p. 176
[38] Derrida, Jacques, Del
espíritu. Heidegger y la pregunta, Valencia, Pre–Textos,
1987, p. 130
[39] Derrida, Jacques,
Psyché. Invenciones del otro.
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en www.jacquesderrida.com.ar
[40] Derrida, Jacques, “De la economía
restringida a la
economía general. Un hegelianismo sin reservas”, en La
escritura y la diferencia, Anthropos, Barcelona, 1989, p. 348
[41] Kojéve, Alexandre, La
idea de la muerte en Hegel, Leviatán, Buenos Aires, 1982
[42] Derrida,
Jacques, “Políticas de la amistad”, en Políticas de la amistad: Seguido de
El
oído de Heidegger, Trotta, Madrid,
1998, p. 25 (nota 14)
[43] Derrida, Jacques, On
touching. Jean Luc Nancy, Stanford
University
Press, Stanford, 2005, p.
115
[44] Ibidem
[45] Nancy, Jean–Luc, “Del
estar–en–común”, en La comunidad inoperante,
Santiago, LOM,
2000, p. 143
[46] Derrida,
Jacques, “Políticas de la amistad”, en Políticas de la amistad: Seguido de
El
oído de Heidegger, Trotta, Madrid,
1998, p.
[47] Ibid, p. 329
[48] Ibid, p. 334
[49] Derrida,
Jacques,
“Privilege:
Justificatory Title and Introductory
Remarks”, en Who’s afraid of philosophy?
Right to Philosophy I,
[50] Ibid,
p. 17
[51] Ibid, p. 25
[52] Ibid,,
p.
133
[53] Derrida, Jacques, “Violencia y
metafísica: Ensayo
sobre el pensamiento de Emanuel Lévinas”
La escritura y la diferencia,
Anthropos, Barcelona, 1989, p.108
[54] Derrida &
Ferraris, ob. cit.
p. 24
[55] de Man, Paul, “Retórica de la
temporalidad”, en Visión y ceguera. Ensayos
sobre la retórica
de la contemporánea, Ediciones de
[56] Avelar, Idelber, Alegorías
de la derroda: La ficción postdictarial y el trabajo del duelo,
Cuarto
Propio, Santiago, 2000, p. 316
[57] Derrida, Jacques, “Sobrevivir”, en
VVAA, Deconstrucción y crítica,
Siglo
veintiuno editores, México D.F., p. 94
[58] Derrida,
Jacques & Stiegler, Bernard, Ecografías
de la televisión, eudeba,
Buenos Aires, 1998, p.22
[59] Derrida &
Ferraris, ob. cit., p. 25
[60] Derrida, Jacques & Nancy,
Jean–Luc, ““Hay que
comer” o el cálculo del sujeto”, en Pensamiento
de los confines nª17, 2005
[61] Fynsk,
Chrisotpher, “Crossing the treshold. On “Literature and the right to
death””,
en Bailey Gill, Carolyn (Ed.), Maurice
Blanchot. The Demand of Writing, Routledge, Nueva York, 1996,
p. 86
[62] Derrida, Jacques, Parages, Galilée, Paris,
1993, p. 21
[63] Nancy, Jean–Luc, “Derrida da
capo”. Disponible en
www.jacquesderrida.com.ar
[64] Nancy, Jean-Luc, “Reste, viens”.
Disponible en
www.jacquesderrida.com.ar
[65]
[66] Derrida,
Jacues,
& Stiegler, Bernard, “Artefactualidades”,
en Ecografías de la televisión,
eudeba, Buenos Aires, 1998, p. 23
[67]Derrida, Jacques, De un
tono apocalíptico adoptado
recientemente en filosofía, México,
Siglo XXI, 1994, p. 25
[68] Derrida, Jacques,
“Marx
and Sons”. Disponible en www.jacquesderrida.com.ar
[69] Derrida, Jacques, “Del derecho a
la justicia”, en Fuerza de ley: el
“fundamento místico de la
autoridad”, Tecnos, Madrid, 1997, p. 64
[70] Derrida, Jacques, “Políticas de la
amistad”, en Políticas de
la amistad: Seguido de El oído de Heidegger, Trotta, Madrid, 1998 , p. 46
[71] Derrida, Jacques, “La razón del
más fuerte. (¿Hay
estados canallas?), en Canallas. Dos
ensayos sobre la razón, Madrid, Trotta, 2005, p.54
[72]Esposito, Roberto, “Interviewed by
Timothy Campbell”;
en Diacritics,
vol 36., nª 2, 2005
[73] Derrida,
Jacques, “Políticas la amistad”, en Políticas de la amistad: Seguido de
El oído de
Heidegger,
Trotta, Madrid, 1998 Ob. cit., p. 42
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