El legado de la Teoría Crítica en la comprensión de los nuevos productos de la industria mediática y el arte

Mario Javier Bogarín Quintana [*] 


 

RESUMEN: En este artículo se intenta recapitular, desde el enfoque de la teoría crítica sobre las Industrias Culturales, la evolución de la percepción del gusto como un resignificador de los contenidos simbólicos de la producción de cultura masiva. Se pretende realizar comparativas entre la concepción del mal gusto, el kitsch y la cultura masiva desde el sustrato teórico del impacto estético-emotivo para observar a las ofertas de las industrias culturales desde los procesos individuales de apropiación y resignificación de contenidos en sus productos.

Palabras clave: 1. Teoría Crítica, 2. Aura, 3. Kitsch, 4. Industrias Culturales

 

ABSTRACT: This paper attempts to recapitulate, from the Critical Theory approach about Culture Industries, the development of the perception of taste as a transformer of the symbolic contents massive culture production. This study aims to perform comparisons between bad taste rudiments, kitsch and massive culture of pop behalf aesthetic theories of emotional shock in order to watching the Culture Industries offers by means of acquisition and meaning by individual processing about symbolic contents in its products.

 Keywords: 1. Critical Theory, 2. Aura, 3. Kitsch, 4. Culture Industries

 

1.- La reorientación del gusto

La teoría aurática de Benjamin representó la redención del arte por medio de imaginería ética para justificar su existencia en el ámbito de la cotidianeidad, ahí donde los productos en general serían tomados y resignificados por el discurso que investiría a los objetos-arte de un poder político como divulgadores de ideología.

              Las cosas en realidad nunca fueron tan sencillas como lo querían entender los ortodoxos de Frankfurt: el enfoque crítico adolecía de una profunda convicción panfletaria que derrumbaría las aspiraciones de la academia por integrar un marco crítico a salvo de extremismos en un tiempo en que eran estos, los de izquierda o derecha, los que pautaban el discurrir del arte y sus agentes. Pronto resultó claro que el IIS había errado al pretender que el mensaje de los medios estaría siempre delineado por camarillas de émulos de Goebbels que detuvieran el proceso de maduración de sus consumidores y, al asumir que las expresiones artísticas se hallarían siempre supeditadas al señorío perverso del Estado, fueron cegados por un pesimismo de los años de la guerra que les impidió considerar para un futuro a la fuerza naciente de la opinión pública como barrera de contención, alimentada y fortalecida precisamente por los mass media, de las tentaciones totalitarias que nunca más podrían volver a enarbolar soflamas radicales en una sociedad civil tendiente a la negociación de espacios y al análisis minucioso de contenidos.

El Arte, para Benjamin primero y para los teóricos de la posmodernidad después, demostraría su trascendencia por encima de la política por el hecho de hallarse en correspondencia con el público que lo crea a cada instante y que le provee además de referentes contestatarios, respondiendo ante la cultura clásica y estructurando a la contracultura, que de ser un aparato de teorización política devino en estilo de vida. Esta transformación de tales sistemas de pensamiento confirmó la volatilidad de la relación entre gobernante y creadores, en un equilibrio dialéctico entre las cosas que deben manifestarse a través del arte para permanecer como un signo impoluto, ideológicamente hablando, para ser aprovechado posteriormente por los públicos que lo enriquecen y aquellas que son producidas con la plena venia estatal para instrumentarse en la manipulación de contenidos y de la misma conciencia social.

              Walter Benjamin (1973) advertía la concepción del arte en términos hegemónicos cuando aportaba la distinción estética entre los dos mundos que le correspondió vivir y analizar: el capitalismo había implementado la estetización de la política y con ello la organización global del mercado productor y de las industrias culturales que al generar nuevos bienes y servicios inspirados en las necesidades y competencia del público pone al dinero a circular y a multiplicarse. Mientras tanto, la burocracia soviética, siguiendo una ruta lógica desde la vehemencia igualmente tiránica del manifiesto futurista de Marinetti, se había apropiado del arte y de su sistema de creación para robustecer al corpus ideológico de la revolución en el poder gracias a la politización del arte al servicio de la versión oficial de las visiones estéticas de una nación que trabajaba para el Estado y que pasaría setenta y cuatro años aprendiendo a percibir su realidad desde el prisma del lenguaje oficial.

El arte como propaganda, entonces, gozó de autoridad cuando el aparato estatal fue el legítimo intérprete de los deseos de su pueblo que a la vez entendía sus sentimientos domesticados por los requisitos de la hegemonía, y este condicionamiento sólo habría de ser invalidado por el mercado que se erigió como el árbitro global de intereses, deseos y consumo, ciclo en el que queda englobada la creación artística que, como podemos inferir de los dos mundos visitados por Benjamin en Imaginación y sociedad (1988), existió y fue valorada por ventura de su aura capaz de servir políticamente a causa de su maleabilidad que, siendo el vehículo de sensaciones y abstracciones, resultaba ideal para predisponer el espíritu, el ánimo de cada sociedad, a la manifestación estética (apasionada) de la voluntad de cada régimen y de cada forma de vida y gobierno visualizadas en primer lugar por los patrocinadores y los productores de cultura oficial, fuera esta la adhesión militante y poco colorida del estalinismo o el pop carnavalesco del American way of life consumista.

              El aura, definida tal y como lo hemos hecho en el capítulo anterior sobrevive al vaivén de la política a causa de su valor intrínseco como receptáculo, en el objeto-arte, de las fantasías y emociones de su público, lo que hace notar su filiación espiritual antes que materialista; sin embargo, no es posible hablar en la actualidad de un aura que se encuentre facultada para transmitir la natural irrepetibilidad de un instante debido a que el mensaje de la obra de arte, paradójicamente, no tiene ahora un valor dedicado a un único estado mental de cada individuo (lo que sí existía claramente en el arte anterior a la iconoclasia, por ejemplo) ya que la producción mediática abarca a un campo de receptores que representan la totalidad de los segmentos sociales que demandan cultura, por lo que la experiencia instantánea ha sido reducida a la manufactura de un mensaje totalizador, de un producto que se ajusta a todos los consumidos (que son también ciudadanos), que aspira a la evaluación que cada destinatario haga de sus contenidos, se trate de una compilación de arias en disco compacto o una telenovela en horario estelar, y así lo adapte a su vida diaria y a su bagaje espiritual para redescubrir el potencial del arte según sus expresiones multimediáticas al alcance de todos los públicos. Se trataría, dadas las circunstancias, de una cristalización de la tesis de Edward Shils aplicada como una vía de satisfacción de los deseos del público globalizado, lo que podría bosquejarse como la concesión indiscriminada de significados al objeto-arte por parte de las audiencias hacia las industrias autoras del mensaje, como la resignificación de todos los soportes del arte llevada a cabo por estas audiencias que son a la vez reproductoras, para construir sus propias teorías del gusto que da sentido a una década, por ejemplo, haciendo que el pop se vuelva tan relativo a la hora de analizar sus motivaciones o proyecciones en una sociedad  que tiene en sus manos a los medios y al arte para hacer valer sus  necesidades y estilos y que se organiza civilmente como nunca antes lo había hecho, y una prueba de esta preeminencia del capital sobre la ideologización puede buscarse en la apertura histórica de las televisoras que, a pesar de estar controladas en su gran mayoría por el capital empresarial asociado al pensamiento tradicional de la derecha, son parte importante de la vanguardia del pensamiento libre e inquisitivo que caracteriza a la sociedad consumidora actual.

Esta aura trastocada por los nuevos significantes es tan sólo la impresión predispuesta por los medios, el sentimiento re-creado en la mixtura de ideales y anhelos del público que le da nuevos sentidos al arte haciendo uso de su capital simbólico heredado  de la cultura popular y la masificación del objeto-arte, haciéndolo trascender la Historia y la moral, ubicándose temporalmente en el plano pluricultural del mercado. Esa es la esencia del kitsch.

2.- Kitsch y cultura industrial

 En Apocalípticos e integrados (2001), Umberto Eco se refiere al mal gusto como algo que todo el mundo sabe qué es y nadie teme individualizar ni predicar, aunque nadie sea competente para delimitar, debiendo recurrir al juicio de los expertos sobre cuyo comportamiento se establecen los parámetros del gusto. Aunque también concede que el reconocimiento del gusto es instintivo y se apoya en la reacción indignada ante las desproporciones evidentes, ante todo aquello que se considere fuera de lugar:


“Si se admite que una definición del kitsch podría ser comunicación que tiende a la provocación del efecto se comprenderá que, espontáneamente, se haya identificado el kitsch con la cultura de masas; enfocando la relación entre cultura “superior” y cultura de masas, como una dialéctica entre vanguardia y kitsch. La industria de la cultura, destinada a una masa de consumidores genérica, en gran parte extraña a la complejidad de la vida cultural especializada, se ve obligada a vender “efectos ya confeccionados”, a prescribir con el producto las condiciones de utilización, con el mensaje las reacciones que éste debe provocar […] donde la técnica de la solicitación emotiva emerge como principal e indispensable característica de un producto popular que intenta adecuarse a la sensibilidad de un público medio y estimular la salida comercial: de los titulares de las estampas populares a los de los periódicos actuales, el procedimiento sigue siendo el mismo. Por consiguiente, mientras la cultura media y popular (ambas producidas a nivel más o menos industrializado y cada día más elevado) no venden ya obras de arte, sino sus efectos, los artistas se sienten impulsado por reacción a insistir en el polo opuesto: a no sugerir ya efectos, ni a interesarse ya en la obra: sino en el ‘procedimiento que conduce a la obra’”. (Eco, 2001:90)

              Cabe destacar que las transgresiones al estilo, que no es otra cosa que un patrón generalmente convenido a manera de código y función, son ideas detonadoras y reproductoras de coloridos y símbolos pasibles de ser reciclados y reformados completos o en parte para dar cuerpo a nuevos códigos (sintagmas) o estilos (paradigmas) que configuren la clase de producción cultural que habrá de aceptarse por el público promedio.

Eco (2001) da algunos ejemplos de innecesario rebuscamiento en la literatura y la escultura para ilustrar lo dicho y aventura una explicación del kitsch como “prefabricación e imposición del efecto” y considera a la cultura alemana como la primera en redondear esta categoría resumiéndola en esa palabra intraducible que Ludwig Giesz, en Phaenomenologie des kitscher (1960), afirma que aparece por vez primera hacia la segunda mitad del siglo XIX, cuando los turistas que deseaban adquirir un cuadro barato en Mónaco pedían un bosquejo (un sketch). Por lo tanto, según Giesz en el estudio de Eco, ese  sería el origen de “kitsch” como significado para la pacotilla artística destinada a compradores ansiosos por fáciles vivencias estéticas, aunque no deja de anotar que en el alemán de Mecklemburg existía ya la palabra “kitschen”, que quiere decir “ensuciarse de barro por la calle”, o también “amañar muebles haciéndolos pasar por antiguos”, en tanto que, sigue comentando Giesz, el verbo “verkitschen” significaría “vender barato”.

              Este contraste es muy conveniente para iniciar una explicación sobre la degradación del aura inspirada en un sentimiento descendiente desde la divinidad de la percepción natural, en plena revolución de la reproductibilidad perfecta del objeto-arte destinado a un consumo que garantice una satisfacción estética inmediata para la mayor cantidad de personas posible, marcando el comienzo del arte masificado como matriz de las nuevas tendencias y de las concepciones filosóficas y lingüísticas modernas sobre la individualidad, ideales para un mundo en donde los derechos son día con día más universales y la industria del entretenimiento sería tan poderosamente catártica como importante en su papel de contrapeso a la vez que aliada de la hegemonía.

En la cimentación de esta actualización novísima del aura, Eco insiste en asignarle la polarización Provocación de efectos-Divulgación de formas consumadas para señalar al kitsch como una abstracción oscilante de la midcult que aún se encuentra cercana al mundo del arte y que en su proceso hacia la comercialización descarada de la pacotilla entre gradualmente a formar parte de la oferta mediática y es en este punto donde recuerda la preocupación de Adorno (1973) por la reducción de la música al nivel de “fetiche” al subrayar la nueva convivencia entre los subgéneros modernos y las piezas artísticas de noble origen.

              La ya mencionada estetización de los mecanismos políticos que filtran y dirigen los mensajes debió valerse de una dinámica de intercambio simbólico que dependería de la fetichización de las artes como moneda de cambio entre los consumidores para transmitir las formas conmovedoras que son tan caras a la midcult y que se han instituido como factores insustituibles de la convivencia de la sociedad electrónica.

              A ello se refieren Giesz y Eco cuando, al analizar esta estructura del mal gusto, consideran que la música  (o la literatura o la pintura o el diseño) se percibe en un solo bloque aceptado de antemano al ser un dictado del mercado que está pensado para ser provechosa y útil.

              De esta manera, el kitsch supera con creces las predicciones de Shils (En Horkheimer, 1993) sobre las posibilidades de la cultura masiva como vía de acceso de los púlicos de posguerra hacia el arte a varios niveles para instalarse como una sola forma de entender a las artes estudiando la asignación de valores por parte de los públicos ejercitando su propio capital cultural cultivado durante décadas en una estética pop que alcanzó gradualmente la proyección mundial de que ha gozado sobre todo en los últimos veinte años, saltando desde la primera formulación de la cultura media y cebándose en los idearios populares para revalidar al sentimiento “vulgar”. Es ese el sentimiento que al recordar la advertencia de Benjamin sobre los nuevos protagonistas del siglo XX nos revela que la sociedad posmoderna ha hallado hasta en los más pequeños detalles un nicho para el almacenamiento de sus aspiraciones más profundas y en la actualidad particularmente inalcanzables en su variedad y fuerza justo dentro del circuito sistémico de las modernos condiciones de producción, pero presentes y cargados de sentido en su reclusión permanente en los pequeños espacios de la sensibilidad kitsch.

              Orientado a esta parcela de la categorización social, el kitsch (el arte industrial, sin más), ya sea nostálgico o melancólico (Olalquiaga, 1993) se fundamenta en el gusto de los públicos que se han apropiado de una autoridad propia de los creadores y, con esta idea en mente, Hermann Broch disecciona al kitsch comprendiéndolo como pulsión romántica en varias motivaciones que en El mal en el sistema de valores del arte (1933) asume como síntomas del estado de ánimo y de la moral del público del momento:

1.- El kitsch surgió en una coyuntura en que el contenido intelectual convergió con la apariencia de su época, es decir, de la era de la máquina.

2.- El problema del arte, ante esta situación, es una cuestión ética que no se resuelve en la propia exigencia ética del artista que busca crear “buenas” obras y que resiente la presión del kitsch que quiere producir obras “bellas”.

3.- El kitsch, que basa su autoridad sobre el gusto en una búsqueda amoral de lo “bello”  por encima de lo “bueno” (que positivamente se denominaría “lo útil”), encarna un antojo por un pasado que debió ser “bello”, ejecutando un desplazamiento hasta el área de la cultura que pertenece al cliché de las convenciones fijas que introyectamos en el objeto-arte para suplir efectivamente la carencia natural de autenticidad en la fabricación en serie y así crear una atmósfera de seguridad que la sociedad demanda.

              Otro autor indispensable en la exploración de este concepto que formalmente es más bien una idea en mutación constante es Milan Kundera, quien tanto en La insoportable levedad del ser (1993) como en El arte de la novela (1987) se apega al kitsch como ideal esteticista de una sociedad que padece de un mal gusto generalizado y sujetado por oprobiosas inequidades y, peor aún, confusos contenidos en la teoría, cuando anota que Broch se había quedado corto al no reconocerle al kitsch un valor más allá del romanticismo spleen (hedonista, ególatra) de finales del siglo XIX francés.

              Kundera da un paso adelante asegurando la existencia y la interacción de concepciones como la actitud y el comportamiento kitsch y, todavía mejor, de los deseos del “Hombre kitsch” (kitschmensch) y para fundamentar su opinión, siempre apoyado en su cosmovisión de literato, trata de explicar el basamento de esta sensibilidad acusando su origen en el romanticismo sentimental que Nietzsche señaló en los sobregiros del estilo burgués de Víctor Hugo:

1.- El kitsch es la negación de todo lo que resulta esencialmente inaceptable en la existencia humana, cancelándolo en un sentido metafísico para reconfigurar a su gusto el sentido literal y figurado de todos los significados.

2.- El kitsch provoca dos lágrimas, una inmediatamente después de la otra. La primera lágrima dice: “¡Qué hermoso, los niños corren por el césped!”, la segunda dice: “¡Qué hermoso es estar emocionado junto con toda la humanidad al ver a los niños corriendo por el césped!”. Es la segunda lágrima la que convierte al kitsch en kitsch. La hermandad de todos los hombres sólo podrá edificarse sobre el kitsch.

3.- En el Imperio del Kitsch  totalitario las respuestas están dadas por anticipado y eliminan la posibilidad de cualquier pregunta.

              Al tomarse en cuenta las tres ricas opiniones de Eco, Broch y Kundera y considerarlos como los tres pioneros más definitorios del kitsch como estilema masivo, es posible afirmar que, en la vaguedad que es la insignia que convoca la palabra de marras, su conceptualización abierta y periódicamente fortalecida por su propia producción mediática, puede ser ajustada no obstante, a estos encuadres que tienen vigencia por plantear una lógica tangible respecto a la cual se han conducido el arte y la sociedad creadora de gustos y modas.

Guiados por esta descripción que paralelamente es un inventario pretensiones del objeto-arte y su mensajería llegamos al objetivo de su existencia al apuntar sus baterías hacia la sociedad consumidora que está, empero, consciente de la posesión e identificación de un gusto como la facultad de gozar personalmente con la asistencia de dispositivos aprendidos, de ahí que Bourdieu (1988) hable de hacer de una construcción social del gusto.

              Estudiosos como Abraham Moles o el mismo Ludwig Giesz han enmarcado al kitsch como bastimento angular de las industrias culturales que por definición habrán de asignar al arte masificado una función de mediación entre la realidad “real” y su percepción adecuada al público para reconvertirle a partir de su sentido del gusto sobre los productos y servicios que se encuentran a su alcance.

              Esta anatomía del kitsch ya asimilado como condición social permite de paso analizar a los medios de comunicación masiva como aparatos en donde ser observan algunos elementos que hacen posible que funcione sobre las redes de mediación un sesgo estilístico que hace al mensaje perfectamente manipulable: la imitación (entendida como “no autenticidad”, “canalización”, “superficialidad”), la transposición (saltos del lenguaje y su inadecuación), la sobrecarga (acumulación compensativa, seducción primitiva, disfunción de escala, la confusión espacio-temporal (mezcla de parámetros, desplazamiento, indiscriminación cultural), y la sustitución (sucedáneo, simulacro) de una experiencia directa, original. Estos son también los ingredientes de la alteración que el kitsch ejecuta en la apropiación cultual que se practica sobre campos y objetos-arte que en el contexto de décadas pasadas, en las que, relativamente, no había mas que sugerencias del poder ulterior de la midcult, no sólo no habrían tenido utilidad alguna sino que incluso habrían ocupado posiciones antagónicas en el sinsentido de su lejanía, y entre sus efectos derivados se encontrarían la racionalización de lo irracional, su repetición serializada y una forma de esquematizar las consecuencias de esta devaluación de los significados del objeto-arte final sería mencionar que a partir de las nuevas ramificaciones del estilo que hemos venido estudiando es posible hablar de efectos que son correspondidos por pseudoefectos (imposición de una sensación que es lo opuesto a su elaboración analítica) que son la respuesta de la cultura popular a los estímulos del medio que son alterados y ajustados a las significaciones conferidas por el kitsch para producir pseudo estímulos y la distancia entre ambas imaginerías es cubierta por la ilusión de una kitschificación que le da prioridad a la ficción sobre los condicionamientos de la realidad y el instrumento básico de esta fantasía orgánica es el mal gusto como una representación inacabada y lista para su enriquecimiento del mundo y de la sociedad que puede ser ilustrada individualmente según los requerimientos que pone en la mesa de debate sobre los limites de la racionalidad de los que se han aprovechado los teóricos para conformar y catalogar los paradigmas esenciales del kitsch como idea abierta.

              Considerando estos antecedentes, el kitsch se va construyendo como una forma artística degradada a un cierto horizonte de cultura de gusto más bien cercano al nivel económico medio-bajo; está claro que su distribución es masiva y transversal por todos estamentos sociales, y sus correlaciones, con criterio clasificatorio o no, arrojarán una topología de la kitschificación que muestra concentraciones espaciales privilegiadas pero queque recorren estratos económicos e instituciones por igual, en consecuencia con el principio de que el nexo unificador es el kitschmench y ya no los productos ni una determinada tesis materialista.

3.- Economía del mal gusto

Para Heath y Potter (2004), el criterio estético depende de lo que Bourdieu denominó “la ideología del gusto natural”, es decir, la diferenciación entre lo bonito y lo feo, entre lo fino y lo vulgar, se halla en el arte en sí, sugiriendo que el arte malo siempre será malo y su experiencia estética, deficiente, pero sólo las personas con  una cierta cultura y educación podrán reconocerlo como tal. Esa habilidad, según el autor de La distinción, para detectar el “arte-quincalla”, está reservada para un minúsculo sector poblacional y, analizando los resultados de sus investigaciones, concluye que esta recae casi exclusivamente en los miembros de las clases más pudientes, observando en consecuencia que las clases bajas adoran el arte malo que contrapone al gusto “aburguesado”.

El economista Thorstein Veblen, autor de Teoría de la clase ociosa (2004), texto refutado por los marxistas por su tendencia a centrar en el individuo un papel activo en su alienación al mercado, ha apuntado por su parte que el enorme placer derivado del uso y la contemplación de productos caros y hermosos corresponde a nuestro sentido del lujo camuflado bajo el más democrático calificativo de lo “bello”, lo que podría mostrarse en nuestra apreciación de las flores y al trato de “algas venenosas” que damos a algunas de ellas que son especialmente hermosas, mientras que aceptamos otras que son más prolíficas y admiradas por las clases bajas que no pueden permitirse lujos, a la vez que estas flores son vistas como vulgares por quienes pueden pagar por las más caras.

 
“La jerarquización actual procede de la competencia consumista existente entre todas las clases sociales. Por tanto, el consumismo no lo impone la intrigante burguesía desde arriba, sino, sino que la clase trabajadora se empeña activamente en practicarlo, aunque colectivamente no le reporte ningún beneficio. Si las clases trabajadoras hubieran querido desbancar a los empresarios capitalistas, podían haberlo hecho fácilmente con tan sólo ahorrar una fracción de los aumentos salariales que han recibido a lo largo de los años. Pero han optado por maximizar su dinero en artículos de consumo.” (Heath, 2004:134)

 
Este pequeño ejemplo sirve para abordar el gran concepto económico propuesto por Bourdieu como  La Distinción, que se encamina a separar lo superior de lo inferior, porque concibe al buen gusto en términos negativos de todo lo que “no es”, o sea, dicho con las palabras de su autor, “un disgusto originado por el horror o la intolerancia del gusto de los demás”, y ello puede extrapolarse hacia el gusto literario que en las clases medias ilustradas que desarrollaron un criterio contracultural exigiría no solamente leer a Albert Camus, Charles Bukowski o Roberto Bolaño sino además evitar y anatemizar a Stephen King, Agatha Christie o la saga completa de Harry Potter, y en lo que se refiere a la pintura, que es un área de la que el público midbrow no suele contar con muchos conocimientos, bastaría con tener enmarcadas en la sala o habitación común algunas reproducciones “bonitas”.

El criterio estético permanente sustentado en una distinción, siguiendo a Bourdieu, se rige por una ubicación específica en el cuadrante de los capitales simbólico y económico, demostrando una importancia extraordinaria en la jerarquización social.

Tener buen gusto no consiste únicamente en la capacidad de apreciación sino también en el desprecio de la vulgaridad, y otorga una superioridad casi insuperable a quien lo posea, siendo el principal motivo de que en nuestra sociedad, naturalmente, las personas de diferentes clases no interactúen libremente entre sí.

El kitsch provoca un fenómeno que, si no dependiera del estatus económico, podría causar cierta extrañeza y este es que las clases altas consumen productos estéticamente inferiores haciendo apenas notar un talante irónico, dando a entender que son artículos de mal gusto y esta distancia irónica (Heath, 2004), dando les permite conservar el rango que les distingue de las personas a las que “realmente” les gustan los cuadros con fondo de terciopelo negro, los tresillos forrados con plástico acrisolado o las canciones  de Eros Ramazotti.

El gusto es un bien posicional: que una persona lo posea implica que otras muchas carezcan de el, signando su lógica intrínsecamente competitiva. Cuando un bien es un símbolo de distinción, significa que una parte de su valor procede de su exclusividad y la Teoría Crítica cometió en numerosas ocasiones el error de concentrarse en el manido cliché de que el consumismo es producido por el conformismo, ignorando que es el deseo de diferencia el que da a los bienes el valor de la superioridad que es la membresía al club de “quienes saben apreciarlos”, pero en el momento en que el producto en cuestión se populariza por obra de esta mecánica, su aura distintiva se erosiona casi instantáneamente, la búsqueda de reconocimiento se descubre como contraproducente, los nuevos valores son absorbidos por el aura kitsch y el circuito se pone en acción desde el principio una vez más, y es por ello que podemos observar que al final de esta competencia que es un problema de acción colectiva todos los consumidores acaban por tener los mismo bienes aunque, por supuesto, nunca ninguno de ellos pretendió llegar a este punto en que el análisis bourdieuano confirma que es una ingenuidad intentar luchar contra el consumismo pues el sentido de distinción influye en todas nuestras decisiones estéticas, o lo que es lo mismo, en nuestra continua y humana categorización de la realidad.

4.- Construyendo la nueva aura

El aura de Benjamin permitía viajar a un destino místico que se ubicaba en el mismo punto donde el espectador tenía contacto con el objeto, todo ello en una simbiosis fugaz y completa del individuo como materia dispuesta a la interpretación de su significado siguiendo las reglas que sus antecedentes (religiosos, en la mayoría de los casos) le permitían con el fin de enaltecer el espíritu de los receptores que se admiraban ante su unicidad que garantizaba la trascendencia genuina del arte. El del aura era un proceso de inducción descendente pero también de resemantizaciones siempre dentro de las fronteras de la percepción real de cada interesado.

 

“Conviene ilustrar el concepto de aura […] en el concepto de un aura de objetos naturales. Definiremos esta última como la manifestación irrepetible de una lejanía (por cercana que pueda estar). Descansar en un atardecer de verano y seguir con la mirada una cordillera en el horizonte o una rama que arroja su sombra sobre el que reposa, eso es aspirar el aura de esas montañas, de esa rama. De la mano de esta descripción es fácil hacer una cala en los condicionamientos sociales del actual desmoronamiento del aura. Estriba éste en dos circunstancias que a su vez dependen de la importancia creciente de las masas en la vida de hoy. A saber: acercar espacial y humanamente las cosas es una aspiración de las masas actuales tan apasionada como su tendencia a superar la singularidad de cada dato acogiendo su reproducción. Cada día cobra una vigencia más irrecusable la necesidad de adueñarse de los objetos en la más próxima de las cercanías, en la imagen, más bien en la copia, en la reproducción. Y la reproducción, tal y como la aprestan los periódicos ilustrados y los noticiarios, se distingue inequívocamente de la imagen. En ésta, la singularidad y la perduración están imbricadas una en otra de manera tan estrecha como lo están en aquélla la fugacidad y la posible repetición. Quitarle su envoltura a cada objeto, triturar su aura, es la signatura de una percepción cuyo sentido para lo igual en el mundo ha crecido tanto que incluso, por medio de la reproducción, le gana terreno a lo irrepetible. Se denota así en el ámbito plástico lo que en el ámbito de la teoría advertimos como un aumento de la importancia de la estadística. La orientación de la realidad a las masas y de éstas a la realidad es un proceso de alcance ilimitado tanto para el pensamiento como para la contemplación.” (Benjamin, citado por Curran, 1977:478)

 

El kitsch logra cautivar con el puro y desnudo efecto sentimental y ha encontrado su sublimación hacia el “arte elevado” en el pop art y el neorrealismo francés, para ser aceptado como legítimo generador de cultura gracias a que, por definición, habrá de apelar siempre a la sensibilidad camp, que existe y se renueva, como teorizó Susan Sontag en Contra la interpretación (1996), espoleada por la belleza empalagosa y el aura de artificialidad que rodea a la fenomenología sociocultural del mal gusto.

El proceso de descontextualización (para su reciclaje posterior) y recreación del kitsch realizado por pintores, escritores, actores, instaladores, directores y notablemente por fotógrafos ha forjado un imaginario amplísimo de extravagantes formas camp, en las que este estilema se aparece como la aplicación más concreta y cotidiana de la mística del kitsch, alimentándose del pop art (Coupland, 1999), de Warhol y The Factory, de los cuadros de Lichtenstein o Rosenquist o hasta de las películas de Almodóvar, y que se caracteriza por exaltar lo artificial, anticuado e inapropiado, recurriendo a técnicas discursivas que denotan una ironía matizada con melodrama, explotando una saturación de objetos con mucho brillo y color.

“El colapso del marco referencial establecido, cuyos orígenes pueden ser identificados en el proceso de fetichismo de la mercancía que hoy se manifiesta más vigorosamente en la simulación así como en las estrategias de reciclaje para la supervivencia cultural, es alentado por la fractura cultural de la creencia moderna en el progreso. A pesar de los reveses causados por las dos guerras mundiales y los contraefectos de la industrialización, esta ilusión logró sobrevivir hasta los años cincuenta, cuando comenzó a desvanecerse irreversiblemente. El fracaso de las aspiraciones utópicas del modernismo trastocó esa fe romántica, centrada en el ser humano, con la cual el siglo XX había comenzado, dejando en su lugar un escepticismo que apenas retiene nociones de dirección e identidad. Sin un futuro hacia el cual mirar y con un pasado cuyas convicciones la propia modernidad desacreditó, considerándolas añejas e insuficientes, lo único que quedó después de los años cincuenta fue un presente cargado de vacío temporal.” (Olalquiaga, 1993:6)

El kitsch, para el diseñador Paolo Calia, es abalanzarse sobre un pastel de crema chantilly luego de haber comido arroz hervido durante años y para la modista belga Dominique Leroy es una licencia artística para colocar jaulas con pájaros vivos sobre las cabezas de sus modelos, todo ello como resultado del furor desatado (en dirección descendente, con la rúbrica de la institucionalidad del mercado) por artistas como Jean Paul Gaultier o Christian Lacroix, quienes pensaron a las tendencias midcult como una síntesis de todo lo que era considerado imposible, presentando una respuesta radical aunque ejemplar de este fenómeno masivo, frente a los parámetros aristocráticos de Coco Chanel, y el hecho de que la moda del mal gusto haya empezado en  Francia y por los modistos se explicaría por el agotamiento de los recursos y de la responsabilidad de encarnar durante todo el siglo XX  el mito de que París es sinónimo de elegancia inalterable, así como que fuera de la cultura oficial nada es válido, un dogma cancelado por la naturaleza masiva de la cultura pop.

El estado de ánimo de la mística kitsch es el glamour de sus productos que se ven bien porque están apoyados en la cultura industrial que tiene resonancia en todo el mundo. Si el kitsch es la inversión mediática del aura y, por esa razón, la estructuración sintágmica de la esencia artística moderna, el concepto “glamour” es el teatro de operaciones de las mutaciones del gusto, el paradigma de las industrias culturales como significadoras y creadoras de los contenidos que sostienen a las vivencias vicariales de las cosas masivas que por sí solas, en su calidad de copias, no consiguen evocar un valor que avance más allá de la cotidianeidad de todos los actores del mercado globalizado.

En Morir de glamour (2000), Boris Izaguirre se apoya en las investigaciones llevadas a cabo por Thomas Cahill en su libro De cómo los irlandeses salvaron la civilización (1998), para recordar que la palabra “gramática”, el primer paso en el curso de los estudios clásicos que moldearon a todos los hombres instruidos desde Platón hasta San Agustín, fue pronunciada por una tribu bárbara como “glamour”, produciéndose así una degeneración del “gramar” latino y en un esfuerzo por dilucidar el aura implícita en esta nueva sensitividad que podríamos estudiar ahora con la mirada fija en su aplicación en las industrias contemporáneas, Cahill asegura que el que tiene “gramática” (glamour) o sea, “el que sabe leer” (o hablar o escribir o pintar o vestirse) posee una magia inexplicable; así lo empezaron a ver las tribus animistas y así se vuelve a practicar en el mundo industrial del kitsch transformado y encumbrado por objetos y personas que dan vida a un “star system” cada vez más democrático y cargado de esa aura especial, multiplicada, a la que las audiencias pueden acceder libremente, consumiendo, por ejemplo, objetos-arte que solo adquieren vida al ser nombrados y adoptados para la rutina diaria, familiar a la mayor parte de las personas.

Así, el glamour, algo tan flexible y caprichoso como la propia lengua, va cambiando con el gusto de sus protagonistas y participantes. En un orden político, nos hallamos ante un vocablo que se afirmó particularmente en las ideologías conservadoras, mientras que en los nichos de la izquierda fue siempre una noción transgresora pero, tal y como lo hemos venido estudiando, la contracultura igualmente claudicó ante la popularización en masa, ante la policromía pop de sus propios íconos y simbología y pronto demostró no ser otra cosa que eso que Benjamin identificaba como el sistema inmunológico de la cultura: los espacios contestatarios protegen a la cultura popular de la enajenación total al renovarse cíclicamente y pasar de la resistencia a la integración y viceversa, actualizando los referentes y refrescando el mercado gracias a propuestas e ideologías atractivas pero inanes en el fondo.

La palabra “kitsch” empezó a popularizarse en la década de los treinta cuando Broch y Adorno intentaban definir una oposición abismal entre lo avant-garde y lo kitsch, ya que consideraban que este último era un peligro para la cultura e intentaron encuadrarlo  en la “falsa conciencia”, término marxista que nombra a una actitud dentro de las estructuras del capitalismo que está equivocada en cuanto a sus propios deseos, y al suponer que existía una separación entre la situación verdadera y su fenomenología, la Teoría Crítica dejó ver una vez más su filiación primordialmente ideologista que desconocía la capacidad de los públicos para reaccionar labrando una opinión propia que resistiera, críticamente, los embates de un supuesto sistema perfecto de dominación que dictara lo que exactamente se debía consumir y pensar. La mayor organización de los diversos sectores sociales y la abundante y omnipresente cultura alternativa y contestataria han demostrado lo  contrario (Heath, 2000).

Esta nueva aura, que con el paso del tiempo se ha elevado sobre los temores de Adorno respecto a su triste función como parodia de la catarsis y de la conciencia del estetismo, propone el placer sentimental y un arte a la medida de lo humano (Olalquiaga, 1999) contra el totalitarismo de los diseños del buen gusto “oficial” y esta parece ser una invitación colectiva a la transgresión que en realidad no exige una gran inversión económica para armar un estilo único que alimente la mística personal haciendo uso de elementos estéticos como los diseños exclusivos de Kenzo (o su imitación) combinados con baratijas de saldo como camisetas  en las que se ha reproducido un cuadro de Picasso, o zapatos con plataformas de plástico tornasolado, logrando un conjunto involuntariamente armonioso con las decoraciones de elfos navideños para el jardín, jarros de cerveza en forma de torre o los paisajes de Moscú o Nueva York encerrados en bolas de cristal donde cae nieve falsa.

La estilística del kitsch se encuentra definida por Abraham Moles en Kitsch, el arte de la felicidad (1990) como la médula que da unidad a un fenómeno que no es denotativo ni semánticamente explícito (rígido en su formalidad legítima), sino connotativo, intuitivo y sutil, que requiere una tipología que esté atenta a estudiar diversos puntos de vista y después designar una gran cantidad de ítemes que exhiban el rasgo kitsch sin plantearse lo que representa ese estilo por sí mismo y de esta forma realizar análisis individualizados en busca de alguna correlación entre dos unidades kitsch y desde ahí describir el espectro tan amplio como sea posible de objetos-arte y mensajes masivos que comparten esta misma vocación, lo que conlleva incluir el desarrollo de un modelo de estudio que sea viable en el futuro para el análisis de contenidos de toda la producción mediática.

              Moles (1990) construyó una estructura lógica que se propone graficar las emergencias kitsch distinguiendo dos grandes aspectos: los objetos o mensajes utilitarios que alojan en ellos formas, colores y dimensiones calificables de “kitsch” y los conjuntos que en su reunió consiguen invocar el efecto deseado.

              En la esfera de los objetos identificamos una frecuencia de las líneas curvas que en el ámbito cotidiano pueden encontrarse por ejemplo en el diseño de rejas y los adornos interiores llenos de curvaciones que cumplen con la idea de la ornamentación a todos los niveles cubriendo el mayor numero de espacios que es característico del kitsch que rechaza el blanco y el negro (así como todos los sofismas absolutos) y tiende a la saturación de tonalidades rosas, rojas y violetas pasando por todos los matices pastel, colores típicos de los cuadros callejeros, las acuarelas decorativas sin mayores ínfulas y las estampas de santos, constituyendo estos últimos una excelente muestra del paso del aura icónica a la masificación kitsch cuando se compara su poder evocador portátil frente al papel desempeñado por los exvotos de la  época colonial (Olalquiaga, 1993).

              Este modelo descriptivo teórico es aplicable por igual a las artes como al discurso siendo esta clasificación aurática universal para todos los productos de cultura industrial que es lo mismo que hablar de todo mundo globalizado y es por eso que mantiene un punto de contacto integral con la política que el escritor argentino Juan José Saer (2006) señaló en algunos de sus ensayos afirmando que el discurso político trata de darle sentido ético a las acciones beligerantes utilizando un tono descaradamente poético, y por esa razón, según indica, el discurso y el escenario de los días actuales, de inspiración posmoderna, es típicamente kitsch, una reconstrucción deformada de la majestuosidad del mundo griego y romano antiguos: rascacielos, chauvinismo y la guerra por la supremacía del ideario humanista, y a pesar de todo las grandes edificaciones no han tardado en mostrar su vulnerabilidad y la alta de convicción condena al patriotismo exacerbado a la censura contra las expresiones contrarias al poder central.

              Vistas desde esta ángulo, las invasiones a Afganistán y a Irak serían, estirando el concepto hasta su punto de quiebre, actos kitsch de gusto más que dudoso y vacío de significado. En La declinación del hombre público (1974), Richard Sennet aporta otra muestra de esta resensibilización del público al recordar la aparición de Richard Nixon en una alocución en red nacional al lado de su perro Checkers, tratado como parte de la familia Nixon y utilizado públicamente para revelar el lado humano del entonces senador, acusado de corrupción.

              En la sociedad kitschificada que ha visualizado Celeste Olalquiaga (1993) todas las estéticas patrocinadas por la cultura oficial, la alternativa, los intelectuales, la burocracia, la academia y, desde luego, el  público masivo, se codifican en una sola sensibilidad cultural, en la cristalización de un objeto, de una memoria, sea real o imaginaria, en la tecnologización de la conciencia colectiva que se produjo tan rápidamente, como nunca se imaginó antes, que tomó por sorpresa a la cultura (Baudrillard, 1970), lanzando al proceso de modernización hacia su etapa final, recuperando los valores de antaño, los de los metarrelatos, y reformándolos en un espacio semántico y simbólico que si bien no responde ya a la utopía del pasado, sí se opone a las distopías de la posmodernidad, ancladas en el rechazo instintivo al fascismo de las clases ociosas inspirado en el trauma de la catástrofe nazi, abanderando un pensamiento progresista que se desenvuelve en las clases medias en ascenso que colaboran activamente en la economía pero que a la vez profesan idearios propios, y un modelo de ello serían los colectivos de burgueses bohemios (bohemian bourgueoises) explicado por David Brooks en su libro Bobos en el paraíso (2002), que encarnan una actualización del gusto yuppie democratizada al tamaño de las ciudades en crecimiento de todo el mundo y en donde aún prevalece con fuerza un sentido de cohesión social por medio de códigos identitarios a la vez que una conciencia de las diferencias (que no “distinciones”) que muestra la riqueza de la convivencia en la globalización con todos los bemoles advertidos por Néstor García Canclini en Culturas híbridas (2005).

Dicha aura actualizada ha sido reconocida muchas veces como un fragmento marchito del pasado pero esta obra se ha concentrado en la funcionalidad de moderno objeto-arte masivo como transmisor de la satisfacción constructiva del arte en toas sus dimensiones, sobre todas sus vías de soporte y representación posibles, tanto las históricas como las que todavía no se han inventado y nadie se imagina ahora, para cumplir con sus fines de entretenimiento, placer, dominación, resistencia, información, instrucción, aculturación y denuncia gravitando en un abanico de posibilidades comunicativas variadas como nunca en la historia.

              Bajo esta óptica, ha sido posible considerar al aura y al kitsch como modos de afirmación estética pero también, en última instancia, como proposición ética para designar a dos épocas que no se contraponen sino que se complementan desde un periodo teocrático tardío en que lo natural se separa de lo divino hasta los años de la democracia social y el neoliberalismo económico en donde, a causa  de que la sensibilidad y la dignidad de los objetos y los mensajes se encuentra oscurecidas por la crisis de la explotación, la corrupción y la pobreza, es urgente asignarle al arte un sistema de clasificación que le devuelva su condición de reflejo concreto del alma humana y del potencial del espíritu de la creación que domina todos los materiales y los espacios para materializar las visiones de un mundo que debe imaginarse antes de ser creado, por lo que resulta pertinente recordar la postura de Vilem Flusser (1999) respecto al kitsch como aquellos artefactos culturales que tienen inscritos en ellos una memoria parcial y que por ende son susceptibles de ser reciclados con los nuevos significados de cada periodo histórico y de su carga psicosocial respectiva.

La tesis de Flusser, emparentada con la de Benjamin, propone en el fondo que la cultura, entidad en revolución perpetua, no puede ser borrada ni reprimida, sino que más bien debe ser entendida como un campo complejo e inmenso, dividido en diversos estratos que van transformándose y adquiriendo unos y otros la importancia de cada momento contribuyendo a una totalidad que se denomina “globalidad” y cuyo valor más importante es que los receptores-consumidores sean capaces de rescatar todo aquello que ordinariamente se consideraría caduco o inútil, para preservarlo como testimonio recordatorio de las aspiraciones y defectos de  la humanidad posmoderna.

Bibliografía

ADORNO, Theodor, Consignas. Amorrortu, Buenos Aires, 1973.

BAUDRILLARD,  Jean, La sociedad de consumo. Plaza y Janés, Madrid, 1970.

BENJAMIN, Walter, Discursos interrumpidos. Taurus, Madrid, 1973.

BENJAMIN, Walter, Imaginación y sociedad. Taurus, Madrid, 1988.

BOURDIEU, Pierre, La distinción. Taurus, Madrid, 1988.

BROCH, Hermann, “El mal en el sistema de valores del arte”, en Dichten und Erkennen, Zurich, 1955.

BROOKS, David, Bobos en el paraíso. Debolsillo, Barcelona, 2002.

CAHILL, Thomas, De cómo los irlandeses salvaron la civilización. Debate, Madrid, 1998.

COUPLAND, Douglas, Polaroids, Ediciones B, Madrid, 1999.

CURRAN, Gurevitch, et al., Comunicación y sociedad de masas. Fondo de Cultura Económica, México, 1977.

ECO, Umberto,  Apocalípticos e integrados. Tusquets-Lumen, Madrid, 2001.

FLUSSER, Vilem, The Shape of Things. Reaktion Books, London, 1999.

GARCIA CANCLINI, Néstor, Culturas híbridas. Grijalbo, México, 2005.

GIESZ, Ludwig, Phaenomenologie des kitscher. Rothe Verlag, Heidelberg, 1960.

HEATH, Joseph y Andrew Potter, Rebelarse vende. Taurus, Madrid, 2004.

HORKHEIMER, Adorno et al., Industria cultural y sociedad de masas. Monte Ávila Editores, Caracas, 1993.

IZAGUIRRE, Boris, Morir de glamour. Espasa, Madrid, 2000.

KUNDERA, Milan, El arte de la novela. Tusquets, Barcelona, 1987.

KUNDERA, Milan, La insoportable levedad del ser. Tusquets, Barcelona, 1993.

MOLES, Abraham,  Kitsch, el arte de la felicidad. Paidós, Barcelona, 1990.

OLALQUIAGA, Celeste, Megalópolis. Monte Ávila Editores, Caracas, 1993.

SAER, Juan José, Trabajos. Seix Barral, Buenos Aires, 2006.

SENNET, Richard, The Fall Of Public Man. Penguin Books, New York, 1992.

VEBLEN, Thorstein, Teoría de la clase ociosa. Fondo de Cultura Económica, México, 2004.

 

 [*] Mario Bogarín Nacido el 30 de abril de 1983. Licenciado en Ciencias de la Comunicación y Maestro en Estudios Socioculturales por el Centro de Investigaciones Culturales-Museo UABC y El Colegio de la Frontera Norte, institución de la que ha sido becario, lo mismo que en el Instituto de Investigaciones Sociales de la Universidad Autónoma de Baja California. Actual estudiante del Doctorado en Ciencias Sociales con especialidad en Semiología y Teoría Literaria por El Colegio de Michoacán. Profesor de Tiempo Completo Asociado Nivel C impartiendo asignaturas de estética, filosofía, sociología, metodología, mitología y teoría de la comunicación en la Escuela de Artes de la UABC, en donde ha sido tutor de la Licenciatura en Artes Plásticas y revisor de los programas de asignaturas como Análisis de Nuevas Tendencias II y Seminario sobre la Escuela de Frankfurt, además de miembro del Comité Organizador de la VII Feria Internacional del Libro Universitario UABC. Participó en la reestructuración del plan de estudios de la Licenciatura en Artes Plásticas de la Escuela de Artes. Es autor de cuento y ensayo. Pertenece al banco de académicos en investigación social del CONACYT, donde fue becario nacional. Director de la revista arbitrada internacional Societarts de artes, ciencias sociales y humanidades publicada por la UABC. Miembro del Consejo Editorial internacional de la revista Observaciones Filosóficas, publicada por la Pontificia Universidad Católica de Valparaíso. Ha sido antologado en Voz de viento (UNISON-Instituto de Cultura de Sonora, 2001), Santuario de incertidumbre (UABC-FCH, 2004), Horizonte lejano (Centro de Estudios Poéticos de Madrid, 2005) La bajacaliforniada (UABC-Editorial Porrúa, 2006), y La Frontera: Una nueva concepción cultural (UABC-Arizona State University, 2007; UABCS-La Sorbona/Paris III, 2008). Mención Honorífica en el XXIII Concurso Regional de Cuento 2001 convocado por el Instituto de Cultura de Sonora y Primer Lugar en el Premio Nuevos Valores Universitarios UABC-FCH 2004. Ha publicado en La Crónica de Baja California, Siete días, Trazadura, Escaner cultural, Zoología política, Revista Universitaria (Universidad Autónoma de Baja California), Culturales (Universidad Autónoma de Baja California), Observaciones filosóficas (Universidad Complutense de Madrid/Pontificia Universidad de Valparaíso), Psikeba (Universidad de Buenos Aires), Aquilón, Escenario, Komodo World-Léeme webzine y el fanzine La Tarántula, del que fue editor. Desde febrero de 2004 mantiene su blog Normalmente no hago esta clase de cosas (http://bogarin.blogsome.com).

Cuaderno de Materiales
SISSN: 1138-7734
Dep. Leg.: M-10196-98 
Madrid 2010
Semos legales
Lic.CC.2.5
Semos alternativos