La práxis como un modo de acontecer de la verdad

Cristián De Bravo Delorme [*] 


 

Resumen: El siguiente artículo se propone mostrar la estructura de la praxis a partir del sentido de la verdad dentro del ámbito conflictivo entre los deseos inmediatos y la voluntad racional. En este contexto es importante advertir el horizonte temporal de la existencia práctica y por tanto el proyecto de vida que en cada caso ha sido elegido a la hora de considerar la efectiva posibilidad de descubrir el ser propio instantáneo en la resolución del acto individual. Por ello también es importante destacar el sentido de la naturaleza, la cual puede abrir el ámbito del conflicto práctico cuando no ha sido desde un principio orientada, pero que, por otro lado, cuando se da por el favor de la circunstancia, puede precisamente constituir el fundamento y la intuición de la existencia auténtica en su vivir cotidiano.

Palabras clave: praxis, instante, verdad, tiempo, deseo, existencia.

Abstract: The following article intends to show the structure of the praxis from the meaning of the truth within the conflict field between the immediate wishes and rational will. In this context it is important to note the temporal horizon of the practical existence and, hencefore, the proyect of life that in each case has been chosen at the time of considering the effective posibility of discovering the own instantaneous being in the resolution of individual act. Hencefore, it is also important to enhance the sense of the nature, which may open up the ambit of practicle conflict when it has not been done from an oriented principle, but, on the other hand, when it does result for the circumstance, it may precisely constitute the basis and the intuition of authentic existence in its daily way of life.

Key words: paxis, instant, truth, time, wish, existence.


En el segundo libro de la Ética a Nicómaco, Aristóteles nos declara las más altas disposiciones por las cuales la existencia humana puede mantener un vínculo con el ser, es decir, con su ser propio en relación al de los otros en un determinado mundo. Describe y hace una diferencia entre dos tipos de areté, la areté que corresponde a un modo habitual de comportarse (ética) y la que tiene que ver con un modo de entender algo, ya sea bajo la orientación de principios teóricos o de reglas técnicas (dianoética)[1]. Es necesario advertir por tanto que Aristóteles habla de dos modos destacados de ser, superiores en cuanto a la efectividad del vínculo sostenido y a la prestancia por la que la existencia humana se descubre a sí misma en el mundo. 

Ahora, si las virtudes no sólo no se dan regularmente, a no ser en algunos expertos en las artes y en los saberes teóricos, sino que, sobre todo en el ámbito práctico, el hombre virtuoso es raro, podemos entonces hacernos una idea de lo que Aristóteles tiene a la vista en la investigación acerca de la virtud, a saber, que lo buscado en cada caso, ya sea en el comportamiento práctico, en el poiético, o bien en el teórico, es la más propia estabilidad humana, el más propio ser-hombre, lo cual, según Aristóteles, no es sino la parte más alta (theion) que en éste se encuentra[2]. En efecto, sobre todas las virtudes Aristóteles menciona aquella fundada en un horizonte teórico y por tanto determinada por un vínculo destacado con el ser (sofía). Lo que hace más virtuosa a la sofía es por ello su mayor estabilidad, lo cual reside en la capacidad de vincularse al ser del modo más propio posible, a saber, a partir de los primeros principios dados por el intelecto (noús). Lo que tal vínculo conforma es por tanto un saber superior, cuya disposición no sólo aporta el más alto bienestar individual (eudaimonía), sino a la vez la capacidad de ordenar y configurar los límites de los otros saberes de manera arquitectónica[3]. En este carácter de la sofía reside la posibilidad de establecer la apertura de un mundo en un sentido fundamental.

Inmediatamente después, y por cierto bajo el reconocimiento de que aquel modo más alto de ser es casi imposible para la existencia humana, resulta decisiva la virtud del carácter a partir de la prudencia (phrónesis)[4], la cual, como constitutivamente intelectual, sin embargo, sólo se hace efectiva en la puesta en juego instantánea de la situación práctica, puesto que aquí, ciertamente, la felicidad no se logra a partir de la contemplación, modo de ser propio de la divinidad, sino de una actividad cuya finitud se determina por la posibilidad misma de quien obra en relación a los otros. La obra resuelta por la deliberación se funda de este modo en el carácter mismo de la existencia que ya ha proyectado con los otros su propia vida (proáiresis). 

Si bien la diferencia fundamental de las virtudes éticas y dianoéticas reside en su origen, en tanto unas deben su constitución a un aprendizaje, mientras que las otras, en cambio, tienen su origen en la costumbre[5], es importante señalar el sentido del acontecer mismo de la virtud, por el cual se hace evidente que estos dos modos de ser superior caracterizan un cumplimiento, o dicho de otro modo un descubrimiento o apertura del ser (alétheia). Con este concepto por lo pronto debemos pensar en un modo de estar presente y cuya amplitud y alcance ha de medirse a partir del horizonte que se establece. Por ello en todos los casos, es decir, tanto en el ámbito práctico como en el teórico y poiético, el mayor o menor grado de descubrimiento va a depender de la estabilidad (ousía) del ser. Pero a su vez tal estabilidad del ser tiene que corresponder a una vinculación existencial, cuyo nudo, por así decir, es obra del saber. El saber en este sentido pone en obra el vínculo con el ser y por tanto destaca aquella posibilidad fundamental de la existencia para descubrir y soportar la estabilidad de las cosas. Podemos decir, por ejemplo, que alguien sabe más que otro acerca de algo en cuanto tiene un saber propio acerca de ello, por ejemplo, un saber físico, porque cuenta con ciertos principios que revelan la verdad de su operación teórica, o bien que el arquitecto sabe más que el obrero, puesto que éste pone en obra sólo lo que aquel ha establecido en su planificación, de manera que el arquitecto conoce más, en cuanto conoce el por qué de lo que hace, y el obrero conoce menos, dado que su hacer depende de la orden de aquel. Más allá de esta estructura jerárquica del conocimiento, aquí la verdad corresponde con la cosa descubierta en relación a la cual se mantiene un vínculo, ya sea porque se tienen ciertos principios para su comprensión, como en el caso del físico, o bien porque algo se pone en obra a partir de lo que ha sido anticipado, como en el caso del arquitecto. Pero también podemos referirnos a alguien que, no porque sabe más que otro, sino porque ha tenido mejor disposición para resolver sus propios actos con los otros, ha alcanzado cierta estabilidad y por eso es un hombre verdadero (aletheutikós)[6], en el sentido de que ha logrado ser-auténtico. De uno podemos decir que descubre la verdad de algo (ya sea en su producción técnica o bien en su operación teórica), del otro podemos decir que tiene un carácter que revela en cada acto suyo la verdad de su situación, es decir, su ser-quién. De acuerdo a lo anterior podemos decir que una verdad es, en un primer caso, teórica (cuando se descubre el qué-es) y poiética (cuando se descubre, por un lado, la obra producida en su ser-útil y, por otro lado, la obra de arte), y en el otro caso podemos decir que es una verdad práctica (cuando se descubre la existencia misma en su comportamiento con los otros).

A continuación nos proponemos analizar el sentido de la verdad práctica como un determinado modo de acontecer del ser, a saber, como un descubrimiento del ser-hombre en su relación con los otros en el mundo, lo cual significa determinar este acontecimiento como un movimiento que revela el cumplimiento de la estabilidad de la existencia.

Dentro del ámbito práctico la existencia no se mueve regularmente en virtud de su obrar más propio, es decir, no se comporta conforme a una verdadera orientación práctica, sino que, haciendo uso de este poder manifestar-se (hermenéuein) de modo oral (retorikós) o bien de modo dialéctico (dialectikós), sólo es capaz medianamente y en base a lo verosímil, de averiguar (exetázein) y sostener una razón (hypechein lógos)[7] cuando trata con los otros y con lo que es respectivamente, a fin de, conforme a lo que la existencia en cada caso ha dispuesto para sí, obrar a la vista de su propio bien. Tal regularidad cotidiana por otra parte nos ofrece el horizonte a través del cual es posible que tal capacidad hermenéutica (expresiva y declarativa) sea metódicamente orientada, conformando de este modo un saber propio (téchne)[8]. En este ámbito práctico así se da generalmente un determinado lógos que se constituye a partir de la oralidad viva del trato con los otros y que en el mejor de los casos puede permanecer gobernada por un horizonte de vida conforme a la virtud. Si esto es así el descubrimiento del ser-quién se cumple y por tanto la apertura de la situación de acuerdo al proyecto de la propia existencia.

Aristóteles nos señala en primer lugar que aquella verdad que acontece dentro del trato entre unos y otros, es decir, aquella apertura de la situación práctica, se descubre a partir de la resolución del acto deliberado, cuyo motivo reside en cada caso en lo deseado. Por ello dice Aristóteles en el sexto libro de su Ética: “El bien cuando pensamos, pero cuando pensamos al comportarnos, es la verdad (el descubrimiento de la situación) en correspondencia con el deseo recto[9]. Aristóteles dice sobriamente que el bien se encuentra al alcanzar sin impedimento alguno lo que se ha propuesto. El bien es lo descubierto a través de un comportamiento orientado por un lógos que abre la situación[10]. Este descubrimiento propio del lógos sin embargo nunca podría hacerse efectivo en su operación práctica, si no estuviese antes este descubrimiento en correspondencia a lo que el deseo apunta. Por ello en la estabilización de la apertura existencial, es decir, de la verdad práctica, tiene que ser lo mismo lo que el lógos diga y lo que el deseo persiga[11]. Esta correspondencia por tanto afecta a quien actúa, por lo cual es de necesidad dentro de la deliberación y el consejo, saber lo que se quiere, es decir, aquello que se desea por mor del propio bien. Pero en la medida que el deseo no permanece motivado cotidianamente por el bien sin más, sino por el bien que aparece (phainómenon agathón)[12], la existencia humana se encuentra regularmente bajo múltiples direcciones, de manera que es preciso para toda deliberación que busca el bien de su obrar, tener a la vista de manera segura la verdad de su situación[13]. Esta seguridad sin embargo nunca permanece del todo garantizada, dado que quien obra está arrojado a la siempre cambiante situación respectiva y singular. Por lo cual no sólo es necesario contar con una regla práctica, sino llevarla a cabo en el acto correspondiente. En ese sentido dice Wolfgang Wieland: “El que obra no puede contentarse con dirigir su atención exclusivamente a estructuras universales, dejando de lado la situación concreta de acción. Ciertamente, el obrar correcto es normado por reglas universales. Pero no puede realizarse más que en el plano de lo individual[14]. El descubrimiento de la situación, por tanto, la verdad práctica, depende del modo como la existencia ha llegado a conformar un carácter a partir de una regulación general y cuya concreción tiene su expresión en la habituación a ciertos dolores y placeres, con lo cual se nos muestra de partida que para el obrar práctico es de suma importancia la correcta vinculación del afecto con la acción y, según ello, de la voluntad con el pensamiento.

Nos topamos así con el primer problema de nuestra consideración, a saber, con el momento que constituye a la existencia de manera previa, esto es, la inclinación natural (epithymía), por la cual la existencia en cada caso, en vez de ser persuadida por el lógos se ve llevada a su presente inmediato. Así, por ejemplo, dice Aristóteles: “Puesto que acontecen deseos mutuamente encontrados, esto sucede cuando el lógos y la inclinación son mutuamente contrarios; lo cual a su vez tiene lugar en los que pueden percibir el tiempo, el intelecto ordena resistir ateniéndose al futuro, pero el apetito se atiene a lo inmediato[15]. Esto que ya se encuentra de manera previa para la existencia es la physis, esto es, lo que por sí mismo surge en y para el hombre, los apetitos, y de consuno a ello el thymós, como el lugar en donde acontece todo páthos. Estos momentos constitutivos de la existencia humana que se remiten al aspecto inmediato del hombre, son de suma importancia dado que ellos serán determinantes a la hora de establecer un verdadero vínculo con el ser propio a la vista del bien realizable. En efecto, conforme a este momento afectivo es comprensible la tensión (órexis) que determina el comportamiento humano en su más inmediata entrega, tensión que, si se comprende como mero apetito, niega toda relación con el lógos, pero que si participa de éste, puede ser reprendida, exhortada y orientada por él. La physis, de este modo, constituye originariamente al ser-humano, quien por naturaleza ya se encuentra en cada caso impulsado por la inmediata necesidad. Los placeres corporales y en otra medida los placeres provocados por el dinero y el honor, los cuales, a diferencia de aquellos, mueven a aquella parte de la existencia no completamente irracional y que por su posible admisión en la parte racional, al ser capaz de escuchar el lógos, revelan el horizonte electivo de la existencia, expresan ambos a su modo aquella parte natural, es decir, aquel momento que para el hombre ya está dado, su naturaleza apetitiva y afectiva. Lo primariamente natural en el hombre por tanto es este estado de encuentro afectivo que lo mueve al encuentro del ahora. Nos permitimos nombrar esta situación que ya permanece de manera previa para el hombre como el momento patético-desiderativo, el cual por sí mismo pone al hombre en su presente inmediato.

Conforme a ello es preciso por tanto señalar que esta situación afectiva es aquella que para la existencia práctica, en su elegir y obrar, se da primero en un determinado temple y en un padecer, pues en cada caso algo hay que le acontece a la existencia, que le afecta, lo cual a su vez se expresa en una fuerza impulsiva de acción y que las más de las veces surge en oposición a lo que el lógos afirma. Por esta inmediatez del deseo surge un conflicto de intenciones que estructura de modo regular la situación de la existencia. Es importante advertir además que todo deseo es siempre deseo de una determinada disposición. Lo deseado, en efecto, se establece siempre en el hombre como un deseo representado. El que esto sea posible reside en última instancia en la estructura formal del lógos como un ti katá tinós. Sin detenernos demasiado en este punto, fijemos la atención ante todo en que el deseo natural, aquel que nos mueve inmediatamente, siempre está determinado como algo, y por tanto como algo para lo cual ya nos sentimos dispuestos afectivamente. De manera que hay que hacer constar por ello que el deseo humano, hasta en su momento más inmediato, es una tensión que permanece determinada bajo un horizonte no sensible, lo cual no quiere decir que hasta el apetito natural permanezca determinado por una deliberación, sino sólo que incluso el deseo no racional en cada caso se constituye bajo una representación[16] y de consuno a ello de acuerdo a la posibilidad de la afectividad de aquel que desea; por tanto conforme al hacerse presente para sí de lo deseado como algo.

Según lo anterior podemos ahora decir que esta inmediata situación de la existencia humana, es decir, el precipitarse en el presente inmediato a través del momento patético-desiderativo, sólo es posible porque la existencia ya toma para sí lo deseado como tal y cual, esto es, como algo que en cada caso yo me represento como bueno. Es por eso que, como dice Aristóteles[17], el incontinente actúa no por elección, momento por el cual quien se resuelve en la acción se descubre a sí mismo, sino por la afección que le provoca lo que se representa y por tanto actúa ni siquiera quizás guiado por un bien aparente, sino por la inmediata pasión. No obstante en ambos casos, en aquel que obra eligiendo y en aquel que obra por los afectos, el motivo del querer es siempre algo representado, es decir, el propio fin que en cada caso le parece bueno para quien actúa. De manera que aquel que bajo un cierto saber u opinión acerca de algo actúa de manera opuesta, a saber, haciendo lo contrario o al menos en conflicto con lo que piensa, se deja llevar en cierto modo por la afección provocada por la inmediatez del placer, lo cual, no sólo pone en evidencia para nosotros el error en el cual puede alguien caer, sino a la vez la apertura temporal que se abre en el arrepentimiento y antes en la posibilidad de renunciar a un placer inmediato por mor de una elección de vida proyectada, dado que tanto en el primer caso como en el segundo, la perspectiva del tiempo se ha vuelto el horizonte del obrar. Este horizonte temporal y el bien que ha sido proyectado por aquel que actúa bajo determinadas posibilidades, establece todo comportamiento, aún cuando pueda haber habido una frustración por ceder al placer, como en el caso del incontinente, o no hayan sido advertidas sino sólo al final las consecuencias del obrar, como en el caso del acto forzado.

El tiempo entonces se nos presenta bajo una relación decisiva con la verdad práctica, puesto que, para quien actúa, el bien por alcanzar y descubrir, si bien siempre siendo lo que en cada caso se nos aparece como tal, permanece determinado ya bajo un proyecto y por tanto bajo un modo de ser que ya se ha elegido y acuñado en un carácter, expresamente o no, pero suficientemente orientador como para habituar el comportamiento, haciendo la salvedad, por cierto, de los posibles errores y las circunstancias favorables por las cuales pueda cumplirse efectivamente este proyecto en la resolución del acto. El tiempo aquí por ello se abre en el kairós, esto es, en el instante propicio, por el cual se pone en juego lo propiamente debido, a saber, la realización del justo medio (mesótes). No es accidental por ello que Aristóteles mencione el kairós como horizonte del obrar[18] en el momento de problematizar el caso particular de aquel que sobre un barco en una tempestad, deponiendo un fin que se expresa en el sacrifico de los medios, a saber, el arrojo del cargamento que se lleva con el fin de comercializarlo, decide ante todo salvarse a sí mismo y a los otros con los que se encuentra llevado al límite. De acuerdo a ello este tipo de acciones, dice Aristóteles, son mixtas, puesto que, por una parte se advierte una situación forzosa producto de las circunstancias, y por otra una fundamental decisión nacida de la iniciativa misma de aquel que actúa, una acción que, en este caso extremo, pone de manifiesto el horizonte temporal de la verdad práctica, el instante de la existencia revelado en la resolución de lo que se debe hacer. Por ello es que la situación límite revela que el auténtico fin no lo define un objetivo externo, tal vez la venta de mercancía en el extranjero, o el mero ahora, entendido como la inmediata situación que aparece para el incontinente, sino un espacio que se abre desde la vida que ya se ha proyectado y que en cada caso da orientación a las propias posibilidades futuras. Esta situación abierta por aquel que actúa nos muestra entonces el otro momento constitutivo de la existencia práctica, a saber, el momento poiético-intelectivo, el cual, bajo la orientación del lógos determina el móvil y por tanto la situación posible de ser llevada a cabo conforme a lo debido. Este momento poiético-intelectivo conforma de consuno al patético-desiderativo, la estructura del obrar en el mundo. 

La situación del obrar se descubre y acontece así a partir de la iniciativa que en cada caso se ha de tomar, esto es, en el instante propicio. Sólo que este instante práctico no sólo es poiético, es decir, no sólo se lo pone en evidencia a partir de un acto creador, sino que previamente ya se tiene que haber dado pateticamente, o dicho de otro modo, la situación práctica sólo se descubre en un afectarse que produce, para que la ocasión se haga presente. Pero por lo regular el instante permanece encubierto bajo la inmediata emergencia del apetito. Si ocurre la urgencia del apetito entonces este instante ya no se anticipa, sino que pasa desapercibido por una falta, a saber, la de caer en la inmediata satisfacción de un deseo. Ahora, tanto en este tipo de actos que expresan una precipitación en el ahora, como en aquellos por los cuales se renuncia a un placer, se hace evidente en cada caso y a su modo el horizonte temporal. Sin embargo lo destacable de aquellos actos que se remiten al ahora y por tanto esos actos que no se determinan a partir de un acto conforme al bien proyectado y al sentido total de la existencia, es que, por ocultarse el futuro en un ahora que no se da como instante, sino como mera inmediatez, acontece un dolor moral que se hace presente cuando lo que se ha hecho hace resaltar una deuda, a saber, la promesa no cumplida de la propia vida que quiere ser llevada. Preguntamos entonces ¿qué pone en conflicto a la existencia, como para que el comportamiento de ésta se vea adeudada y, por así decir, falseada? Repitamos la frase de Aristóteles ya antes citada: “Puesto que acontecen deseos mutuamente encontrados, esto sucede cuando el lógos y la inclinación son mutuamente contrarios”. En la medida que la existencia permanece referida tanto a placeres como a dolores, su actuar ya siempre permanecerá inclinado hacia el cumplimiento del ser propio, cumplimiento que no siempre se hace transparente para quien actúa, sino que la mayoría de las veces se encuentra anulado por la satisfacción inmediata. El problema por tanto y la raíz del conflicto surge del carácter mismo del obrar que se lleva a cabo, a saber, un obrar que permanece estructurado por un proyecto que destaca una trascendencia, pero una tal que, por su finitud, arroja a la existencia a su futuro a través del inmediato encuentro con el acontecer (génesis) y que para la representación griega se da como tyché, esto es, como fortuna. La contingencia, por tanto, se configura dentro del horizonte temporal como un momento de suma importancia para el obrar. Por ello tenemos que advertir que Aristóteles al tener a la vista la mejor estabilidad posible en el hombre, es decir, la felicidad, no deja de lado la fuerza del acontecer, el cual nos hace patente precisamente el momento patético de la existencia. Por ello quien se ha armado de un carácter virtuoso de ningún modo tiene la garantía de ser feliz si le sobrevienen males e infortunios, pero sí por otra parte ha de contar con el poder para soportar lo adverso gracias a la nobleza de su esfuerzo. Por ello dice Aristóteles: “El que es verdaderamente bueno y prudente soporta dignamente todas las vicisitudes de la fortuna y obra de la mejor manera posible en las circunstancias[19]. 

Según lo anterior el conflicto entre la parte natural sin lógos del hombre, es decir, los apetitos que conducen al placer inmediato y que instalan al punto al hombre en su presente (el momento patético-desiderativo), y la parte natural capaz de obedecer al lógos, y que en última instancia puede conformar una resolución plenamente racional a partir de la deliberación (el momento poiético-intelectivo), nos muestran que en cada caso la existencia, ya sea que permanezca mediana o plenamente conciente de su operación o bien del todo abandonada a su propia inclinación, conforman la estructura por la cual la existencia práctica en cada caso se ve remitida a su propia tarea de ser con los otros a la vista de una vida ya elegida y en ese sentido de acuerdo a un proyecto que se establece como el fondo de toda posible acción, estén o no cada una de estas obras en conformidad plena con aquel proyecto. Lo importante por ello es que este fondo, el horizonte temporal, el cual a su vez conforma los límites electivos de la existencia, determina de una u otra forma todo deseo, y por tanto no sólo para quien ha obedecido la exhortación del lógos ante el placer inmediato a la vista del porvenir delimitado por su proyecto de vida, sino también para aquel que, potencialmente dispuesto en su interior por una regulación moral, ha sido vencido por el placer y ha caído por tanto de inmediato en el mero ahora.

Según lo anterior entonces preguntamos: ¿cómo es posible la superación de este conflicto a la vista del descubrimiento del propio ser? Aristóteles nos dice lo siguiente: “la inclinación al fin no reside en la propia elección, sino que es necesario, por así decir, nacer con vista para discriminar sin impedimentos y elegir el bien verdadero, y ha nacido bien aquel que ha sido dispuesto naturalmente a ejecutar esto hermosamente[20]. Con esta frase Aristóteles parece zanjar toda discusión acerca de la determinación del comportamiento humano, cuya única dirección dependería de la consitución de un buen nacimiento. Por cierto que pareciera esto estar en contra de lo que se dice al principio del libro segundo de la Ética a Nicómaco acerca de la génesis de la virtud del carácter. En efecto allí se dice expresamente lo siguiente: “Por tanto, las virtudes no se generan ni por naturaleza, ni contra naturaleza, sino por recibirlas naturalmente y cumplirlas a través de la costumbre[21]. El nudo del problema ciertamente se encuentra en el sentido de la naturaleza humana. Oigamos otra vez a Aristóteles con el fin de orientarnos en el problema. En el libro sexto dice lo siguiente: “A todos, pues, les parece que cada uno tiene un carácter por naturaleza, y, efectivamente, somos justos, moderados, valientes y todo lo demás desde el nacimiento; pero buscamos algo distinto de esto como una bondad superior y poseer tales disposiciones de otro modo[22]. Aristóteles parte de la opinión común según la cual nuestro propio carácter ya estaría de algún modo determinado bajo una cierta espontaneidad. Nacemos por ello bajo una cierta inclinación natural, y esto es lo que Aristóteles nombra como virtud natural, una tendencia que bajo las circunstancias de nuestro propio temple y afección se expresa en actos espontáneos. De esto podemos percatarnos por ciertos actos infantiles que, aunque sin ser guiados por la razón, nos parecen virtuosos o por lo menos como si estuviesen llevados por un sentido moral. Pero precisamente esta inclinación natural no basta para plenificar de sentido al acto individual, puesto que sin una orientación racional esta inclinación podría verse alterada en una disposición extrema. Aristóteles ciertamente apela a la naturaleza como el fundamento del carácter, pero de tal modo que este fundamento tiene que ser fundado nuevamente a partir del lógos. Esta refundación de lo que por sí mismo está en nosotros, la naturaleza, es esencial, sobre todo para aquel que es llevado por un impulso defectuoso, lo cual, sin embargo, no garantiza que la razón pueda finalmente exhortar y orientar, y por ello es a su vez decisiva la circunstancia de la existencia y el favor del nacimiento y su temprana educación en el placer y el dolor. Esto es de suma importancia puesto que el engaño lo origina el placer, pues sin ser éste un bien lo parece, y así algunos eligen lo agradable como un bien y rehuyen el dolor como un mal[23]. El favor de la naturaleza no tiene que ver por tanto con un asunto biológico-racial, sino ante todo con una afectividad bien dispuesta, la cual, gracias a la fortuna puede en último término conformar un intuir (noéin) de las circunstancias, que a través de la experiencia del ejercicio constante de la obra quien actúa deberá cumplir a cabalidad.

Según lo anterior para quien permanece referido a los otros y las cosas dentro del ámbito de la práxis es importante haber sido favorecido por una naturaleza benéfica, la cual ante todo debe re-fundarse a partir del lógos. Por ello la correcta habituación sentimental, es decir, el debido acostumbramiento a los placeres y dolores, es el signo para comprender la re-apropiación de la naturaleza. De consuno a ello se hace evidente el sentido de la verdad práctica desde su más alta disposición operativa y por cuya diligencia e intuición obtiene su propia directriz. En efecto, dice Aristóteles que “el diligente (spoudáios), discrimina cada cosa rectamente y en cada una de ellas se le muestra la verdad de su situación[24]. Quien puede discriminar cada cosa con vistas a su propio bien es aquel que ya ha acuñado un carácter y por tanto una estancia (éthos). A partir del establecimiento de un lugar al cual la existencia pertenece, esto es, la propia vida proyectada, la intuición puede descubrir la situación. Esto implica, en palabras de Alejandro Vigo, “retroceder hacia sí y hacia las circunstancias fácticamente determinadas de su presente-pasado desde las posibilidades abiertas por su proyecto de futuro[25]. La intuición así pasa por ser el momento decisivo de la resolución, en la medida que esta situación tiene que ser descubierta temporalmente bajo una determinada mirada que apunta al extremo, es decir, a la ejecución del acto mismo. En ese sentido habla Aristóteles. “Pues todo lo que corresponde al ámbito del cuidado humano se constituye dentro de un momento y de un extremo[26]. El extremo es el instante del ser que se pone en juego en la resolución. Es el último punto en el cual la deliberación se cumple. Lo ejecutable así se constituye a partir de una extremidad, en cuya decisión la existencia puede tomar la iniciativa. Este extremo se hace evidente a partir de la intuición propia del prudente. Este rasgo destaca así que la prudencia tiene a la vista el tiempo que puede ser tomado en el ejercicio del acto. “Pues lo ejecutable, dice Aristóteles, es algo que puede ser[27]. Por tanto la intuición de la prudencia descubre las perspectivas fundamentales en cada caso a partir de la situación siempre cambiante. Porque a la prudencia le corresponde la ejecución de lo posible, tiene que cumplir en cada caso la rectitud de la mirada dirigida al bien del caso a partir de una cierta intuición del tiempo.

A la prudencia por tanto le conviene una deliberación de lo que puede ser y según ello su apertura, su poner al descubierto las perspectivas fundamentales, se constituye a partir de la visión de lo que tiene que hacerse en el ámbito de los asuntos particulares. De estas cosas particulares, dice Aristóteles, hay que tener percepción, y ésta es la intuición[28]. De manera que cuando Aristóteles se refiere a la percepción como el modo a través del cual la situación particular es captada, está determinando a la intuición en una conexión esencial con la percepción (áisthesis). El intuir de la prudencia no es puro, no capta al modo de un toque (thígein), sino que es una intuición que sin embargo requiere ser cumplida a través del lógos. Y si el lógos, como el carácter fundamental del hombre, configura el cumplimiento de esta determinada intuición, entonces esta intuición tiene que estar a la vez referida inmediatamente al horizonte de lo que al hombre se le aparece. Tal parecer por tanto no es sólo un mero “sentir”, es decir, una percepción de visiones, olores, audiciones o palpaciones, sino en el fondo una auténtica visión de la situación particular, y por tanto un estar abierto al mundo. En ese sentido la intuición de la prudencia no está dirigida a las percepciones que tienen que ver con el ámbito particular de los sentidos, sino que es ver un todo, a saber, aquel claro espacio dentro del cual la existencia ha de resolverse y por tanto donde ha de cumplir su determinada apertura, la cual implica siempre el descubrimiento en cada acto del proyecto existencial, configurando de este modo el destino temporal de la vida. Aristóteles dice: “La prudencia se refiere al otro extremo, en donde no hay saber, sino percepción, no la de las propiedades, sino como en la geometría vemos un triángulo[29]. Para la geometría griega el triángulo es el elemento más extremo dentro de las figuras poligonales, es decir, constituye la más extrema posibilidad para la formación de las múltiples figuras geométricas. Por ello al trazar cualquier figura de múltiples lados, permanecerá al final de su división el triángulo como lo último (escháton). El carácter extremo del triángulo geométrico nos sirve así para entender la extremidad de la cual se ocupa la prudencia. En ésta en efecto también hay algo que permanece[30]. Este extremo que permanece al último, es aquel momento en donde todo lógos reposa en la visión del límite, pero sin embargo no como la visión de la geometría, sino como una áisthesis praktiké, esto es, como una situada visión de las circunstacias que aportan al bien[31].

Configurándose a través de la buena elección del lógos la existencia puede descubrir la más extrema concreción de la existencia, la práxis. Así la prudencia se constituye en un sentido con lógos y en otro sin lógos. Con lógos porque busca y delibera acerca de lo que puede aportar al bien, y sin lógos en la medida que, habiéndose ya decidido, la existencia puede intuir la verdad de su propia ejecución. El intuir orientado por la prudencia es, y con esto concluyo, como la áisthesis, la mirada del ojo, el instante de la situación abierta dentro del proyecto de la propia vida.


Bibliografía

-Aristóteles

Ética a Nicómaco, TLG workplace, 8.0 demo, 2000 Silver Mountain Software.

Metafísica, TLG workplace, 8.0 demo, 2000 Silver Mountain Software.

Retórica, TLG workplace, 8.0 demo, 2000 Silver Mountain Software.

De anima, TLG workplace, 8.0 demo, 2000 Silver Mountain Software.

 -Vigo, Alejandro, Persona, hábito y tiempo. La constitución de la identidad personal, Anuario Filosófico, Universidad de Navarra, 1993 (26).

 - Wieland, Wolfgang,  Norma y situación en la ética aristotélica, Anuario filosófico, Universidad de Navarra, 1999 (32).

 

 [*] Cristián De Bravo Delorme Universidad de Chile

 

NOTAS:

[1] Cf. Aristóteles, Ét. Nic., 1103 a14ss. TLG Workplace 8.0 demo, 2000 Silver Mountain Software. (Las traducciones son del autor).

[2] Ibidem, 1117 b28: “En cuanto hombre no vivirá, pues, de este modo, sino en cuanto algo divino en él se haga presente”

[3] Cf. Aristóteles, Metafísica, 982 a14ss.

[4] Ibidem, 1177 b27: “Tal vida sin embargo sería superior para el hombre”; 1178 a9: “En segundo lugar se encuentra la vida conforme a las otras virtudes […] puesto que los principios de la prudencia están de acuerdo a las virtudes morales”.

[5] Ibidem, 1103 a15.

[6] Ibidem, 1127 a24: “siendo verdadero tanto en la vida como en la palabra”.

[7] Retórica, 1354 a1-5

[8] Ibidem, 1354 a11.

[9] Ét. Nic., 1139 a29-30

[10] Ibidem, 1139 a24

[11] Ibidem, 1139 a25

[12] Ibidem, 1113 a19

[13] Ibidem, 1113 a28-29.

[14] W. Wieland, Norma y situación en la ética aristotélica, Anuario filosófico, 1999 (32), 107-127.

[15] De anima, 433 b5ss

[16] Es importante por ello indicar el rol que juega aquí la phantasía. En efecto, las cosas percibidas (aisthémata) persisten de modo que son revividas bajo la forma de imágenes (phantásmata), las cuales implican placer o dolor. Desde allí se constituye la capacidad afectiva desde la cual nace la tensión y el apetito. Cf. De anima, 428 b25ss.

[17] Ét. Nic., 1148 a5ss.

[18] Ét. Nic., 1110 a13

[19] Ét. Nic., 1101ass.

[20] Ét. Nic., 1114 b6ss. El sentido de lo hermoso (to kalón) guarda relación aquí con algo que se hace sin impedimentos y por tanto de un modo libre.

[21] Ibidem, 1103 a24-25

[22] Ibidem, 1144 b4ss.

[23] Ibidem, 1113 a32ss.

[24] Ibidem, 1113 a28-29

[25] Cf. Alejandro Vigo, Persona, hábito y tiempo. La constitución de la identidad personal, Anuario Filosófico, 1993 (26), pág. 279.

[26] Ibidem, 1143 a32ss.

[27] Ibidem, 1142 a25

[28] Ibidem, 1143 b5

[29] Aristóteles, Ét. Nic., 1142 a26ss.

[30] Ibidem, 1142 a29.

[31] Cf. W. Wieland, Op. Cit: “El que obra aquí queda librado a sí mismo, pues en el ámbito del obrar sólo pueden alcanzar lo individual la experiencia y la percepción”.

Cuaderno de Materiales
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Madrid 2010
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