De la verdad de la esencia

Un pensar sobre el humanismo en Heidegger

Samuel Navas Sánchez

Heidy mon amour

“Enfermó el hombre de achaque de sí mismo. Despertósele una fiebre maligna de concupiscencias, adelantándosele cada día los crecimientos de sus desordenadas pasiones. Sobrevínole un agudo dolor de agravios y sentimientos: tenía postrado el apetito para todo lo bueno y el pulso con intercadencias en la virtud. Abrasábase en lo interior de malos afectos, y tenía los extremos fríos para toda obra buena; rabiaba la sed de sus desarreglados apetitos, con grande amargura de murmuración; secábasele la lengua para la verdad, síntomas todos mortales…”
Baltasar Gracián, “El Criticón”

 
Mucho antes del comienzo de la civilización y de la historia occidental, e incluso de las primeras agrupaciones tribales, hubo un extraño brote de luz que emergió de las turbias aguas que inundaban al hombre en su condición de animal, para perpetuarse por encima de lamentos que angustiaban su devenir por el cuidado de una existencia que empujaba su esencia a la apertura de huecos donde habitar su eterno descanso. Este hueco, desenterraba un claro ofreciendo la morada de un mundo que sustentaba la verdad de su esencia, al desencubrir la verdad misma como presencia en dicho claro. Una verdad a la que llamaban Alètheia, que todavía no necesitaba de un mundo donde ubicarse, que esparcía libremente sus raíces, queriendo así otorgar una estancia al mundo como espacio abierto a lo insólito y extraordinario. Ya Heráclito, guardándose del frío invernal que asolaba aquellas lejanas tierras, rememoraba en su remota cabaña de Efeso, como hospedaba a los forasteros bajo el calor acogedor de lo cotidiano, de lo más cercano; a la luz de la llama que encendía lo más próximo, lo más cercano. Pues ya sabía, que solamente de  esta proximidad podrían nacer los primeros tallos que desvelaran la divina flor que Heidegger vislumbró en el Dasein. Esta cercanía, no remite a un pasado o a un futuro, ni siquiera puede iluminar su permanencia, sino que procede del abismo que abre las puertas al mundo liberando las enseñanzas e instrucciones de unos anónimos dioses; los cuales, vuelan fugazmente  sin un cielo donde acomodar eso que llamamos trascendencia.

El origen de este claro, no se presenta como un antes y un después de lo iluminado por él, sino que advierte su posición entregándose al lenguaje mismo, como un don que incita a pensar, solamente, por y para él. Pero claro, este pensar nos acerca por el hecho mismo de pensar, a un actuar al margen de toda condición teleológica; e incluso, a liberarnos de cualquier efecto que pudiera predicarse de la acción que surge del pensarse desistiendo de esta verdad que aclara todo movimiento proveniente del despertar a la llamada misma que interpela todo pensar. Por ello, su origen ni está delimitado ni tampoco tiene fin alguno, sino que a su propia manifestación en la esencia del actuar, lo celebramos como acontecimiento.

Esta verdad que acontece en el claro, no se experimenta como comunicación positiva entre hombres, ni tampoco adolece por no participar en el mundo de las cosas; sino que precisamente, adviene como un reflejo motivado por el rostro amable y complaciente que suspira por respirar los aires que alientan el deseo de aspirar a un instante de eternidad. Mostrándose abiertamente, en el torso de las sombras originadas tras la aparición del suave velo que las descubre, moldeando su esencia en un actuar, en un movimiento de afirmación libre de toda sospecha perpetuada por invidentes que rastrean un mundo anclado en la contingencia práctica de la producción, y su pragmática banalidad.

Una banalidad, que se palpa en el mercado de la opinión pública en su pueril gatear  por el tronco otoñal de lo afamado, contribuyendo, de esta manera, a una demanda de etiquetado que consuma un movimiento que logre reunir los suficientes adeptos para su mantenimiento en la cúspide de lo aclamado. El problema de la banalidad aquí planteado, no reside en la escalada misma hacia el puesto ideológico que cubra las necesidades urgentes de una población estancada en el desánimo, ni tampoco en la aseveración intempestiva de verdades veneradas comúnmente, sino que habita en la propia búsqueda de sentido sobre aquello que no has encontrado; perdiendo así, la capacidad de reencontrarse uno consigo mismo, con su propia esencia.

Esencia, que se desvanece dentro de la continua uniformidad de un enajenado mundo. Un mundo,  tendido estos días a concebirse como factor constituyente de una red global que identifique a las personas dentro de un mismo dominio. Con ello, se procura alcanzar  una comunicación a gran escala, propia de viajeros poco expuestos a cualquier tropiezo por la inclemencia de un clima que no se ocupe del tiempo. A partir de aquí, se recrea una marcha obstinada hacia parajes donde habitan los supuestos interrogantes que asolan a la humanidad en su trayecto hacia sí misma; convirtiendo este trayecto, en algo fuera de toda duda; pues advierte la necesidad que todo hombre tiene de reflejarse en el espejo de la absoluta subjetividad. Pero es el marco de esta misma subjetividad, la que arrastra consigo las innumerables decepciones; todas ellas, envueltas ante descalabros frontales contra lejanos molinos situados en el horizonte de la realidad. Trotando así, con la amargura que sube a lomos de la desdicha del caballo de la ilusión; renegando a un segundo plano, la veracidad misma que le une al sentimiento de un escudero que soporta sus andanzas como mula de labriego, surcando, realmente, la tierra de ese trayecto hacia la ínsula donde mora la esencia de la hazaña que conquista el anhelado trono de la humanidad.

Ya en la Grecia clásica, se olvidaron todos los grandes maestros, de ofrecerse a la ignominia de titular al pensamiento bajo el ilustrado paraguas de la razón omnisciente. Dicha razón, ubica según la necesidad que objetive sus requisitos, adaptados, históricamente, a cepos que articulan el agravio mismo a la auténtica libertad. Libertad, que para los griegos, es regida  por los cánones elementales de la lluvia que empapa nuestra propia capacidad individual. Fundamentando, de este modo, todo tipo de esencia a un saber que se ama a sí mismo; queriendo asemejar sus actos, a la tierra misma de la que brotan y espigan sus ideas. LLamando a este equilibrio que nace entre el agua, la tierra, y el cielo, con una palabra que responde a la concordia de todo pensamiento: La aristotélica Ousìa.

En Grecia se pensaba para abrir un nuevo espacio al lenguaje, se intentaba procurarle un exclusivo ámbito donde ejercer su función. Este factor de privilegio otorgado como Lògos, resultaba indispensable, ya que contenía desde sí todo aquello que diferenciaba al hombre del resto de los entes naturales. El lenguaje, así entendido, posibilitaba la urgencia vital de inscribirse a un nuevo mundo completamente independiente. Esta independencia, operaba al margen de la facticidad experimental que promovía la técnica sugerente de los utensilios manuales. De la misma forma, el lenguaje no se concebía como rasgo acreditador de un sujeto en cuestión, tampoco rendía cuentas a la dictadura de la opinión pública en su afán dominante; sino que se objetivaba, filialmente, bajo el esplendor artístico de la Paideia .

Posteriormente, y en sincronía con el pasado, los romanos encontraron su esencia en el encuentro cultural con la Grecia tardía. De este encuentro antropológico, surgió el enlace que le mantuvo unido al calor de una nueva familia; festejando este evento, con el júbilo de una boda a la que apellidaron como humanidad.

Una vez hubo pasado un tiempo prudente, el nuevo matrimonio no tardo en mostrar el nacimiento del tan ansiado y buscado primogénito que pudiera dar origen a sus deseos. Deseos, que se transformaron propiamente, en la esencia más pura que engalanó un proyecto al que los más sabios del lugar lograron bautizar como Paideia.

El resurgir de este espíritu se entiende como una superación vital de la esencia humana frente a la esencia animal. El fáustico hombre moderno, al igual que el hombre clásico, surge de esta misma superación, pero con la diferencia de que sus deseos vitales no nacen del placentero seno de la madre Phùsis, sino de la subjetividad de un proyecto que atiende a las necesidades objetivas del hombre en su calidad de portador de unos ideales; los cuales, una vez hayan sido orientados hacia el absoluto, desterrarán a la vieja Phùsis al asilo de los trofeos que enmarcan el arrojo de su naturaleza hostil.

Un hombre, el moderno, criado en el orfanato de la existencia, y angustiado, de la misma manera, por recuerdos que lloran su hambre de inmortalidad. Un hombre, el moderno, que renace sin una educación fraternal; sin un abrazo que lo cobije de la intemperie de una soledad extática, vacía de la esencia que le une a la verdad. Un hombre, el moderno, desamparado por su ansia de construir la realidad entre gritos de atención; entre dolores, que plasman el sentir de lo olvidado en lo más profundo de su corazón. Un hombre, el moderno, que no tuvo un encuentro con el pasado, que no sabía de la vecindad del lenguaje; aislándose, de esta manera, en la metafísica solipsista de sus creencias. Un hombre, el moderno, sin una educación donde fundamentar sus logros, sin un campo donde cultivar sus éxitos; sin más herencia, que una razón a la que adorar más allá del ego de su descendencia.

Pero, ¿de dónde viene este culto a la razón? Evidentemente, no hace falta pensar mucho para saber que en todo culto se hace religión. Por ello, la modernidad no nace de un encuentro con el pasado, sino más bien de una huída, desertando de la cruzada contra los intereses de un mando que litigaba todo juicio a la sumisión formal de una medianía servil; sumisa a la obediencia de un proyecto acabado, con la única razón que la otorgada por el ruego a la conservación de sus propios rezos. Estas plegarias divisaron el mundo de la otra verdad, esa verdad clasificada por Aristóteles para ordenar objetivamente lo desvelado. La misma verdad que tocó tierra acordando la afirmación de sus oraciones, desembarcando en el puerto donde se ancla el presente en un momento futuro; en un momento de recuerdo olvidado por la brújula que señala el rumbo enunciado hacia la adecuación. La modernidad, adoptó en su destierro, la verdad de este testigo substantivándolo como razón; con el consuelo, de apartar de sí,  la impureza que supone el castigo de pisar un cielo, mitificado por una servidumbre estancada en el recuento de ángeles entre nubes salpicadas por el llanto del perdón.          

Pero, ¿por qué esta ruptura; este radical abandono de la historia expresado posteriormente, de manera simbólica, en la revolución francesa?

Toda religión mira siempre a un más allá, en alas a un futuro mundano o supra-terrenal, siendo para este caso lo mismo. No advierte el presente en función de éste, es decir, como contenido de una cercanía, sino que incita a la valoración progresiva de cada acto en favor de alguna utilidad plausible para la salvación de un proyecto metafísico, denominado unas veces como cielo, otras como paraíso, otras como humanidad, y a veces incluso es nombrado como espíritu absoluto (En fin, el orden de los factores no altera el producto). Este desarrollo hacia el fin deseado, es posible gracias a un pensamiento que parte de la base metafísica de que todo hombre se encuentra perdido en su condición animal; de ahí, esa búsqueda incesante de un mundo donde dar sentido a la historia como única diferencia esencial respecto a las demás entidades naturales.  Es entonces la religión, al igual que la ciencia, un tronco que apoya nuestros anhelos de ascender a la copa de un árbol desde donde poder acercar nuestra mirada a la manzana de la inmortalidad. La única diferencia consiste en el método utilizado, es decir, la religión usa unos pequeños catalejos para divisar la tierra prometida, y la ciencia se hace valer de unos grandes radiotelescopios para observar su universo particular.

Lo sorprendente del asunto es pensar como el hecho mismo cristiano, en su glorificación simbólica de conducta, consigue encandilar multitud de sociedades a un único mundo, regido en este caso por la providencia. Por lo tanto, la consiguiente  creación del monoteísmo como manifestación de toda religión, ayudó de cierta manera, y en algunas circunstancias, al fenómeno de la integración humana en sus diferentes relaciones coyunturales de mutua identificación entre iguales. Sólo por esto, en las religiones monoteístas puede procederse en un nuevo sentido, quizás más fronterizo y extrapolado del término, al hablar de humanidad. Por ello, todas las religiones monoteístas nos predican dos naturalezas humanas, una relacionada con el cuerpo y la otra con el alma, y de la disputa entre ambas surge el espíritu que hace posible la redención. Este tipo de humanismo visto como reflejo en el espejo de la salvación,  se ve  limitado en su acepción, pues no necesita de un público para escenificarse como tragedia en el gran teatro de la pasión, sino que protagoniza un amor privado motivado por el ardiente aplauso de la divinidad.

El hecho de que la religión provoque unión de comunidades, formas de vida a partir de ciertos dogmas, y relaciones sociales complejas una vez alcanza cierta extensión, me resulta chocante; pues el sentido de toda religión no está regido por el clamor popular, ni tampoco por la oportuna burocratización de sus pareceres, sino por la necesidad antropológica de un acercamiento individual hacia todo aquello que nunca obtendremos de la tierra que profesa nuestras debilidades; ya que jamás, ningún hombre podrá regalarnos la preciada anunciación del misterio que desgarra el sufrimiento de la encarnación. Pero lo contradictorio del asunto, surge cuando de la pregunta trascendental por el origen del sufrimiento humano, se responda con la inmanencia humillante del dolor, del castigo predicante en pro de la divinidad, en una catástrofe intelectual que ha provocado el rechazo absoluto de la llamada modernidad.

Aunque toda religión sana se fundamenta en el hombre como “animal racional”, la transición que se hizo del cristianismo a la escolástica medieval, quizás no fue lo idónea, pues se  desvirtuó de cierta forma el pensamiento griego. Forjándose de esta manera, la espada de una adecuación acaparadora, completamente alejada de la esencia del Lògos que dinámicamente fluye por las aguas templadas para el río de su bienestar. Un Lògos, amante y amado, ataviado suavemente por la elegancia de una alegre sonrisa conquistada en el hermoso templo que nos mece; que nos recuerda y alimenta del fundamento como sentido mismo de la auténtica libertad.  

Pensar el humanismo desde la modernidad, supone aferrarse a la interpretación de los conceptos libertad y naturaleza del hombre. No es fácil decidirse por una definición objetiva para cada uno de ellos, ni tampoco resulta convincente que nos atengamos  a una lucha en favor de alguna de las diferentes concepciones; aunque presagiemos, a partir de alguna de ellas, un fin generoso que culmine en la liberación de alguna cosmovisión clave para la pérdida de una convivencia fatua. No resulta convincente, por el simple hecho de que la búsqueda de una patria común donde descansar nuestros designios, no avala una paz duradera; es más, todo producto comprado en guerra tiende a encarecerse una vez acabada ésta ¿Y a quién le gusta vender por debajo de su precio? Esto ya lo vaticinaron los célebres poetas, entregando toda su esencia al triste amargor del alma, con la finura propia de unas lágrimas que yacen su amor a los ojos del alba.

Pensemos ahora en la materialización del hegelianismo, es decir, refugiémonos en las trincheras del marxismo ¿Acaso no todo proceso dialéctico sucumbe en el frente? ¿O es que hay algún osado que se atreva a plantar bandera allí donde caen los dioses de la firme permanencia? La Tierra misma es bipolar, todo tiende a localizarse en alguno de sus hemisferios, es decir, no hay ecuador que acoja una paz perpetua mientras sigamos viajando en globos que asciendan por el calor oxigenado de la contingencia.

Explicar este desterramiento cultural que sufre el hombre moderno, eleva el pensamiento a la cuna que mece el materialismo, ensoñándolo en el exilio teórico de una patria abandonada por los desheredados trabajadores, que como vemos, se unieron brillantemente para escribir la concepción materialista de la historia. Este proyecto internacional, puede verse también desde la óptica de un humanismo, en lo que se refiere a la ecuanimidad de todo hombre frente a una sociedad que garantiza la repartición equitativa de prendas básicas para el desarrollo de su seguridad. Pero el problema del marxismo, estriba en pensar la condición humana como producto de una educación homogénea, la cual representa sus doctrinas en función de los organismos que la avalan. Cocinar con estos ingredientes, supone desechar al tarro de las esencias cualquier condimento que procure un sabor distinto al que marca la receta de un plato, que en este caso, es guisado para  paladares hambrientos de la saña producida por la enajenación.

El socialismo científico, la verdad como sistema ¿Acaso hay verdad en algún sistema? Los sistemas no son condición de verdad mas que de ellos mismos; tampoco disponen de carga moral (en referencia a M. Foucault); se valen del poder para condicionar cualquier valor que sustente todo aquello que realmente les proporcione un beneficio estructural, es decir, condicionan toda realidad en función de objetivos que marquen el límite de su permanencia. Y una vez alcanzan globalmente sus objetivos (como es el caso capitalista), el sistema se invierte sobre sí mismo para personificarse como un objeto más al servicio intrínseco de las fuerzas que anulan toda subjetividad ¿Hay entonces alguna diferencia, en lo que choca en esencia, entre la globalización capitalista y la degeneración burocrática soviética? En fin, dame pan y dime tonto.

Hacer una lectura profunda del marxismo en estos días, supone entender la esencia del materialismo no a partir de la historia dialéctica de una lucha de contrarios, la cual conlleve a un supuesto desarrollo endógeno arropado por el sustento de las necesidades primarias; sino como una afirmación del hombre en base a lo que verdaderamente subyace dentro del espíritu de una idea. Idea, que promulgó el colectivismo en favor de una lucha social como expropiación de toda enajenación individual, para convertirla, en un producto más, al servicio óptimo de un trabajo común donde almacenar el sufrimiento acumulado durante siglos: Aunque, por así decirlo, no hay mayor fracaso que el panteísmo escatológico objetivado desde la esencia; el mundo, en verdad, no pertenece exclusivamente al arado que labra la tierra.

Ya se advirtió en el Dasein que la verdad originaria no está fuera, en los objetos; ni tampoco se encuentra dentro, en el sujeto; sino que es ella misma la que actúa como llamada que interpela al nexo y margen de unión entre ese ente que es el hombre en cuanto ente, en su interacción específica con las cosas que posteriormente se objetivan en el mundo. Siendo, de esta manera, una verdad que opera como acción de un instante dado en gerundio; arrojando su carácter esencial a un mundo en el que se cuida proyectando su presencia entre lo ente; posibilitando así, una facticidad que se abre paso al compás de un baile que íntima su compañía mezclándose con el fruto caído del árbol que sustenta el nido de la sin razón.

Pensemos la oración siguiente: “La esencia del Dasein reside en su ex-sistencia”. Y comparémosla con el emblema del etiquetado existencialista: “La existencia precede a la esencia”. Como vemos, el existencialismo invierte dos conceptos metafísicos en una relación de linealidad temporal, con la intención, de poder valorar la primacía de alguno de ellos (en este caso la existencia) para poder subyugar un movimiento que localice el trayecto de la llamada esencia en sus diferentes vertientes. Otorgando a este principio existencial que nos obliga desplazarnos coherentemente por alguno de los caminos de la esencia, el calificativo de libertad obligada. Esta expresión que condena al hombre a ser libre, ya implica una substantivación de la libertad, debido al pinchazo de moralina que recibe de su condenación; con la consiguiente contradicción esencial que se produce al incurrir en una afirmación del consecuente al negar el fundamento que le antecede, es decir, se basa lógicamente en una implicación tautológica de dos términos (existencia y esencia) sin delimitar donde empieza uno y donde acaba el otro; en un juego de palabras más  propio para el entretenimiento de monjes medievales, pues para nada obedece al transcurso diacrónico que liga históricamente este par de conceptos. Esta nueva inyección que nos vacuna de todo dios, hasta incluso de nosotros mismos, me recuerda a la catadura de manzana propuesta ya en el lejano jardín del edén, donde surgió esta nueva y extraña condenación original a la vergüenza y a la ciencia. Esto permite la confesión de una ideología con la que determinar una especie de proceso cultural para poder ubicar los parámetros de un supuesto humanismo, que en realidad no se aleja mucho de las convicciones y  creencias populares. Pero el problema se encuentra en que tanto el concepto de existencia, como el de esencia, no tienen un dominio claro de definición, es más, sus límites conceptuales están en continua comunicación con numerosos conceptos tanto del dominio de lo creóntico, como del campo abierto que domina lo más intencional y subjetivo. Por consiguiente, la única salida lógica que podemos darlos, es una reducción fenomenológica que los obligue a sintetizarse en un momento o instante de ejecución a partir del Dasein, como medio que los avala dentro de la llamada casa del lenguaje. Esta reducción fenomenológica, debido a la falta de salidas después de la inversión que llevo a cabo F. Nietzsche en su metafísica, casualmente, o necesariamente, coincide históricamente con la hecatombe cultural de todo el proyecto ilustrado a partir de la segunda guerra mundial. Por ello Heidegger no se atreve a hablar de humanismo en el Dasein, pues éste no es un proyecto humano, sino más bien una proyección arrojada al tiempo que permita una vuelta o giro (Kehre), curvando el presente sobre sí mismo en una actualidad que nos permita concebir el instante clave donde la tensión entre el pasado que sobreviene del futuro, fructifique en el  acontecimiento propio originario (Ereignis);  en una liberación de toda esa continuidad de factores que encendieron la llama de lo insólito, redescubriendo la cultura como historia a partir del instante mismo en que se cuelga el hacha del árbol talado para el claro del bosque.

Es, en este claro, donde comienza lo ex-stático del Dasein como ser-en-el-mundo; y solamente a partir del origen de este claro, podemos determinar el fundamento que le antecede, que como vemos, depende de la llamada misma al timbre de la casa del lenguaje. Siendo el hombre entonces, un guía que actúa abriendo puertas a la llamada misma de este sonar, arrojando su melodía bajo el destino de la libertad.

Esta ex-sistencia, como esencia arrojada del Dasein, tiene sus raíces en la verdad (Alètheia) como libertad en la exposición del desocultamiento de lo ente. A partir de aquí, es decir, de este primer instante de apertura al mundo, es cuando podemos hablar de acontecimiento propio originario (Ereignis), que en palabras de M. Heidegger vendría a ser lo siguiente:

 “Todavía incomprendida, ni siquiera necesitada de una fundamentación esencial, la existencia del hombre histórico comienza en ese instante en el que el primer pensador se pone al servicio del desocultamiento de lo ente preguntando qué sea lo ente. En esta pregunta es en donde por vez primera se experimenta el desocultamiento. Lo ente en su totalidad se desvela como Phùsis, la naturaleza, que aquí todavía no alude a un ámbito especial de lo ente, sino a lo ente como tal en su totalidad, concretamente con el significado de un venir surgiendo y brotando a la presencia. La historia sólo comienza cuando lo ente es elevado y preservado expresamente en su desocultamiento y cuando esa preservación es concebida desde la perspectiva de la pregunta por lo ente como tal. El inicial desencubrimiento de lo ente en su totalidad, la pregunta por lo ente como tal y el inicio de la historia occidental son lo mismo y son simultáneos en un tiempo que, siendo él mismo inconmensurable, abre por vez primera lo abierto, es decir, la apertura, a cualquier medida…”  Fragmento extraído de Hitos: “De la esencia de la verdad” página 161. Traducción de A. Leyte y H. Cortés. Alianza Editorial.

Pensar lo ente en su totalidad es volver a pensar al hombre; es preguntarse sobre uno mismo como condición  de un pensar ante cierta realidad que le desborda, que le sobrepasa y le oprime a una posición poco deseada por las alas de su imaginar. Esta primera pregunta sobre lo ente como tal, y en especial a ese ente mismo que responde a tu pensar, es la esencia misma del diálogo que revela la trascendencia en cuanto libertad de fundamento, pues solo desde la finitud del Dasein puede responderse a lo ente como totalidad; en una singularidad, que lo caracteriza como principio acotado parcialmente a la autenticidad del tránsito hacia fines que preparan el trayecto a su histórico destino: el ser-para-la-muerte. Una muerte convocada desde el púlpito de lo sagrado, rechazando la contingencia natural por la unión que le lleva hacia el sentido histórico de lo ente en su totalidad. De ahí, que sienta la angustia como autenticidad hacia la apertura propia de su actuar abriéndose paso entre la oscuridad; del mismo modo como las luciérnagas, en su inquieto revolotear, mueven la luz de su esencia hacia la tranquilidad del amanecer que brota del sol dibujado para la paz.

Olvidada la totalidad de lo ente en su esencia, el carácter ontológico aparta de en medio su diferencia fundamental, para descender hacia las cosas mismas; en una caída, en la que el Dasein se cura (Sorge) de un mundo recreado para el incesante contacto que deviene escapando a sus palabras. Y es en este extático estar dentro, donde se encuentra ya soportando la carga que supone el trabajo de  todo lo que tiene en medio, asumiéndolo fácticamente bajo su cuidado, en una comprensión que le excita un movimiento de anticipación a lo siguiente más próximo; existiendo así, como resguardo del hielo que oprime la fachada de una casa donde en su interior habita la morada de lo más próximo: la verdad del calor de una lejanía que nos queda como comienzo mismo al acercamiento de la totalidad que envuelve a lo ente, es decir, a la presencia misma que en el surgir desiste de su propia presencia. Esta cercanía tan próxima que nos lleva en su momento a una lejanía, se presenta bajo el techo del propio lenguaje. Pensar a partir del lenguaje sobre el lenguaje mismo, nos traslada a una situación pre-conceptual sobre el preguntar por el hecho de preguntar. Y es en este instante, cuando se procede a la comprensión de lo ente en su totalidad, como parte singular de ese ente característico que es el Dasein; un ente portavoz de todo lo que se escoge en el aclarar, y también, de todo aquello que se oculta en el libre apartar de su respuesta al movimiento incesante de la naturaleza.

Mirar la historia de la filosofía desde una perspectiva en proceso diacrónico, enumerando y clasificando a los distintos pensadores en función a un continuo desarrollo temporal, favorece una comprensión desde el momento en que hacemos un análisis a partir de datos contrastados de manera sociológica. Pero el problema reside en desatender el carácter fundamental de la filosofía, al no contemplar la historia como hermenéutica de un lenguaje que activamente incurre a la problemática de ver las cosas en función de una apropiación como de suya. Este carácter fundamental de la filosofía, recrea la singularidad de todo proceso que consiste en hacer ver la retención sobre la continuidad del fenómeno como una substancia asentada dentro del devenir pasajero, forjándose en una unidad característica que es presentada como lo ente. Lo ente aquí señalado, recibe su esencia dentro del discreto enfrentamiento afectivo hacia la cosa misma, en una sincronía al margen de toda época, lugar, y tiempo; dando gracias por ello, a la estrella que concilia todo pensamiento arrojando su espada a la luz de un mundo, donde la batalla surge contra las apariencias mostradas en el claro de la derrota; y la muerte, no se alcanza hasta culminar el fin de una lucha, partiendo de nuevo, hacia la totalidad que da comienzo a otro histórico destino.

La historia entendida como sucesión de hechos en el tiempo, revela el salto cualitativo que se produce en la historicidad del Dasein; pues éste, se descubre desde el momento en que desaparece la concepción vulgar del tiempo que subyace en comprenderlo desde una posición ligada a un continuo en el espacio. En el Dasein no hay espacio, la temporalidad reside donde mora su esencia misma, atisbándose un flujo que densifica su acción  arrojando su presencia a la tensión existente en todo acontecer libre de ataduras lejanas. Este surgir de sí mismo, permite un claro en donde el Da-sein abandona su hogar para establecerse en la necesidad de un instante dado sin ubicación. Esta salida oportuna de la gravedad teleológica, alza la comprensión esencial de un mundo desde el lenguaje como dimensión ontológica que esclarece la realidad de las distintas perspectivas. Un análisis mismo de la temporalidad, nos compromete al acercamiento que hunde sus raíces en el habla como fenómeno unido a la comprensión de todo estar ya en situación, es decir, el enfoque propuesto determina el transcurrir de la acción al margen de los actores y guionistas que dan sentido al argumento, pues el único sentido que se proyecta es la afirmación ocurrente que se cruza en un mismo trayecto.   

Toda sistemática que parte de la base del hombre como agente precursor de una humanidad histórica en el avance hacia un supuesto progreso, estará siempre viciada en el origen de su fundamento; pues no observa al hombre en su finitud, ni tampoco toma en cuenta la diferencia ontológica que hace del hombre un barquero de río en su trabajar remando formas de una orilla a otra. Sino que precisamente, le otorga el papel protagonista de una obra que no sabe de donde le ha venido, es más, en su afán de salir una y otra vez al éxito del escenario, acaba aburriendo a un público que ni siquiera ha pagado el billete de la actuación, ya que lo regalan por las calles donde se respira el futuro como perfume agradable de damas dispuestas para el amor… En fin, ¿qué claro responde mejor a la esencia de toda actuación? Pensar en la poesía es pensar en la sublime creación, que nos guarda y protege del castigo preso de la incomunicación:

 “El hombre no es el señor de lo ente. El hombre es el pastor del ser. En este <menos> el hombre no sólo no pierde nada, sino que gana, puesto que llega a la verdad del ser. Gana la esencial pobreza del pastor, cuya dignidad consiste en ser llamado por el propio ser para la guarda de su verdad. Dicha llamada llega en cuanto ese arrojo del que procede lo arrojado del Dasein. En su esencia conforme a la historia del ser, el hombre es ese ente cuyo ser, en cuanto ex-sistencia, consiste en que mora en la proximidad al ser. El hombre es el vecino del ser.”   Fragmento extraído de la “Carta sobre el humanismo” M. Heidegger. Traducción de A. Leyte y H. Cortés.
Cuando no se habla de humanismo, no se pretende incurrir en una especie de infantilismo pseudo dialéctico en el que se promulgue el dicho de “si no estás con nosotros entonces estás contra nosotros”, y caer entonces, en una defensa a ultranza del irracionalismo o de un bárbaro racionalismo; sino que se intenta arrojar luz a una verdad que surge como proyecto de la verdadera esencia humana, que no tendría sentido sino disputara sus argumentos contra la fuerza misma del sin sentido, pues de esta perpetua lucha, nace el equilibrio de la dignidad humana tanto en lo social (humanidad), como en lo particular (educación), como incluso en lo más íntimo e individual (amor): Toda casa se edifica desde los cimientos; en el tejado de la humanidad no habita ningún premio, pues no hay síntesis posible si miramos por la ventana que corre sus cortinas a la antítesis que trabaja en la construcción de cada deseo.

Toda esta pérdida de los cimientos de la humanidad, que ya F. Nietzsche atisbó casi proféticamente en su rotunda sentencia de la “muerte de Dios”, reconoce que el lenguaje todavía no ha ganado la suficiente fuerza para establecerse globalmente en un mundo donde se ha perdido el fundamento de ciertos valores básicos. Avalar estos valores, supone entregar al lenguaje las armas de la sin razón, abandonar la propiedad como ámbito exclusivo de toda subjetividad, y hacer brotar del placer de todo diálogo, el acuerdo y compromiso que tiene todo ciudadano acorde a su condición como parte integrante de una causa común, con la que identificar, parte de su propia esencia comunicativa. Esto que suena tan bonito, no depende de un régimen jurídico, ni tampoco de una religión que cubra a todos sus discípulos bajo el manto de la divina predestinación; sino que sencillamente, depende de la armonía que florece históricamente de la conexión instructiva de cada lenguaje en su afán de recrearse en todas las culturas; algo que no depende de ningún hombre, ni tampoco de un Dios omnipotente asomado desde las alturas.

Pensar contra los valores, no significa rectificar de los valores que hacen digna a una supuesta humanidad en su ascenso a la plenitud de su esencia, sino hacer ver que toda subjetivización del objeto tomado como valor, pierde su valor al intentar adecuarlo al límite propio del que parte su valor, es decir, no hay valor si éste es concebido como proyecto; pues todo proyecto, culmina una vez hayan desaparecido los agentes clave de su planificación. Entonces, ¿cómo puede darse un mundo de valores si se registra la esencia de su verdad dentro de una vitrina a la que adorar? Actuar acorde a valores, es actuar acorde a tu propia subjetividad, pues realzas la diferencia de todo aquello que quieres ocultar; y entonces, ¿dónde reside la objetividad? Simplemente, en el sujeto mismo en tanto que privado de objetividad: La naturaleza mueve sus hilos para presentar en cada acto a los miembros de su idilio, pero siempre hay una cuerda que vibra con más brío ¿acaso alguien sabe lo que digo? Hablo de arte, voluntad de poder, y señorío…   

Cuando se dice que el hombre es ser-en-el-mundo, lo que se intenta es rebajar de nuevo al hombre en cuanto hombre, a su carácter mundano; pues todavía no se ha producido un desarrollo lo suficientemente claro de su trascendencia. Esto se hace plausible, con la evidencia histórica de que el hombre no ha sabido asimilar su trascendencia, a pesar de tener como ejemplo a numerosas personalidades que han respondido a la trascendentalidad mediante actos memorables, que más tarde, serían recordados como relación simbólica a través de un lenguaje. La visión de este lenguaje como lenguaje, presupone una dimensión a parte de toda dependencia apofántica, es decir, se hace intervenir a su fundamental nutriente, como claro requisito hacia el preciso instante en el que se incurre a una saturación en lo referente a las raíces creónticas de las que procede el pensamiento conceptual. Vincular estas raíces a un desarrollo fenomenológico sostenible, es cultivar una respuesta al movimiento presente en todo actuar. Llevar a cabo este intento, es volver a dejar a lo ente en su manifestación; explorar el conato que hace posible su aseveración, para penetrar de nuevo, a la tierra que yace de un mundo ligado a la interpretación. Si no llega a establecerse ningún resultado de dicha obra, se habrá entendido el carácter conceptual más allá de lo visible como proyecto; mostrándose entonces, en un trágico desenlace de retorno a la causa y origen del ardor de su movimiento: El apasionado fervor de una humanidad que no supo, otra vez,  corresponder a la bella divinidad de sus sentimientos.

La mundanidad del hombre, hunde a la filosofía otorgándola un marcado camino hacia el positivismo, es decir, hacia el más acá. Pero de este descenso tortuoso a la proximidad, es únicamente de donde pueden surgir las primeras semillas que ramifiquen el esqueleto de la humanidad en un nuevo cuerpo, modelado esta vez, por el tacto de una piel hecha para la sensibilidad jovial de una vida proporcionada por el reto de sufrir los vaivenes del tiempo, como condición esencial e indispensable, para que fluya por las venas la sangre del eterno amor que brilla de sus carnes etéreas:

Y, así, el hombre, que en cuanto trascendencia que existe se lanza hacia adelante en busca de posibilidades, es un ser de la distancia. Sólo mediante lejanías originarias que él se construye en su trascendencia en relación con todo ente se acrecienta en él la auténtica proximidad a las cosas. Y sólo el poder escuchar en la distancia produce y hace madurar en el Dasein, en su calidad de Mismo, el despertar de la respuesta del otro Dasein compañero, con el que, al compartir el ser, puede olvidarse de su Yo para ganarse como auténtico Mismo.”   Fragmento extraído de Hitos: “De la esencia del fundamento” página 149. Traducción de A. Leyte y H. Cortés. Alianza Editorial.

La esencia del hombre, habita y se desvela conviviendo en la morada del lenguaje. Salir de esta morada, supone desprotegerse de la guarda de la verdad; correr el peligro manifiesto de pisar la ferocidad de unos cepos, que apresan el blanco fácil de toda huída de la manipulación. Escapar de la hambrienta crueldad, es volver al hogar; es abrirse en el claro que preserva nuestra libertad. Por ello, la esencia del hombre ex-siste, previamente, como apertura a un mundo donde se manifiesta este claro que permite un verdadero entrecruzamiento; en cuyo interior, únicamente, puede surgir una estrecha relación entre el sujeto y el objeto tomado como deseo. De este esencial entrecruzamiento, es de lo que hablamos al pensar al Dasein como Mismo. Para decirlo de otra manera, es como la chispa que enciende la llama de una continuidad que empareja la insistencia propia del Dasein, para establecerla en una mismidad que origine un pleno olvido del ex-sistir; al enterrar el claro, bajo el riego que acompaña hacia la expresiva naturalidad de un sol radiante de la dicha que provoca la atracción de sus ojos, en una súplica, que ruega otro ascenso a lo alto del esperado cielo.

 Llegado el instante apropiado, nos preguntamos de donde surge la pregunta por la verdad de la esencia; y contemplamos su origen, de la pregunta por la esencia de la verdad. La esencia de la verdad se desvela como libertad. La libertad es el dejar ser ex-sistente que desencubre a lo ente. Pero la pregunta por la esencia de la verdad encuentra su respuesta en la frase que dice: la esencia de la verdad es la verdad de la esencia. Esta respuesta no se limita a invertir un determinado orden de palabras, sino que presenta un giro (Kehre) dentro de la historia de lo ente en su totalidad, manifestándose a la luz del claro que ofrece la Aletheia Por lo que se lleva a cabo un actuar acorde a  su plenitud, es decir, produciendo lo que ya es. Y no hay nada que sea más que el ser, por lo que habitar en su morada es entregarse a su verdad. Y no hay más verdad que la que emana libremente de la armonía de la esencia, pues ésta nos desvela su verdad en la fecunda sensibilidad que ahora ya existe… En el Arte!!!  


 
 
 
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