Baudrillard

Cultura, simulacro y régimen de mortandad en el Sistema de los objetos

Adolfo Vásquez Rocca [*]

Too expensive

Resumen

El presente trabajo intenta, a partir de la revisión de las obras fundamentales de Jean Baudrillard, dar cuenta del origen de la personalidad narcisista, que no conoce límites entre ella misma y el mundo que exige la gratificación inmediata de sus deseos, así como la erosión de la vida intima tenida lugar en la sociedad del espectáculo. El American way of life aparecerá caracterizado como el imperio de la seducción y de la obsolescencia decretada; un sistema que rinde culto al fetiche de la mercancía y la pornografía de la información. Finalmente, se buscará dar  cuenta de cómo el consumo no es, en absoluto, la base sobre la que descansa el progreso, sino más bien la barrera que lo estanca o, al menos, lo lanza en la dirección contraria a la de la mejora de las relaciones sociales. 

Palabras claves:

 Seducción; narcisismo; alteridad; imagen; espectaculo, consumo; obsolesencia.

Narcisismo y transformación de la vida pública

¿Cuál es en última instancia el entramado ideológico del sistema de los objetos? ¿Qué ideario encarna este sistema cuyos principios son la caducidad y la obsolescencia —el imperativo de la novedad—, la ley del ciclo y otros  automatismos semejantes? Baudrillard dirá que son dos: el principio personalizador, que se articula como democratización del consumo de modelos por la vía de la serialidad y la ética novedosa del crédito y la acumulación no productiva. Hoy el glamour de las mercancías aparece como nuestro paisaje natural, allí nos reconocemos y nos encontramos con «nosotros mismos», con nuestros ensueños de poder y ubicuidad, con nuestras obsesiones y delirios, con los desperdicios psíquicos en el escaparate de la publicidad —verdadero espejo que nos devuelve nuestra imagen deformada— una verdadera summa espiritual de nuestra civilización, el repertorio ideológico de la desinhibición.

El carácter distintivo del American way of life, de la última sociedad primitiva contemporánea se escenifica en las formas del distanciamiento, en el paisaje, en los grandes desiertos y carreteras de ese país que deja entrever una profunda soledad, las inclinaciones thanáticas que yacen bajo el optimismo americano; la decrepitud del capitalismo tardío en la tierra de las oportunidades, del american dream convertido en el insomnio incontenible de la banalidad y la indiferencia; los Estados Unidos han realizado la desterritorialización de la identidad, la diseminación del sujeto y la neutralización de todos los valores y, si se quiere, la muerte de la cultura bajo el régimen de la mortandad de los objetos. En este sentido es una cultura ingenua y primitiva, no conoce la ironía, no se distancia de sí misma, no ironiza sobre el futuro ni sobre su destino; ella sólo actúa y materializa su política de Estado. Norteamérica realiza así sus sueños y sus pesadillas.

La identidad prefabricada

Vivimos en un universo frío, la calidez seductora, la pasión de un mundo encantado es sustituida por el éxtasis de las imágenes, por la pornografía de la información, por la frialdad obscena de un mundo desencantado. Ya no por el drama de la alienación, sino por la hipertrofia de la comunicación que, paradojalmente, acaba con toda mirada o, como dirá Baudrillard[1], con toda imagen[2] y, por cierto, con todo reconocimiento.

El desafío de la diferencia, que constituye al sujeto especularmente, siempre a partir de un otro que nos seduce o al que seducimos, al que miramos y por el que somos vistos, hace que el solitario voyeurista ocupe el lugar del antiguo seductor apasionado. Somos, en este sentido, ser para otros y no sólo por la teatralidad propia de la vida social, sino porque la mirada del otro nos constituye, en ella y por ella nos reconocemos. La constitución de nuestra identidad tiene lugar desde la alteridad, desde la mirada del otro que me objetiva, que me convierte en espectáculo. Ante él estoy en escena, experimentando las tortuosas exigencias de la teatralidad de la vida social. Lo característico de la frivolidad es la ausencia de esencia, de peso, de centralidad en toda la realidad, y por tanto, la reducción de todo lo real a mera apariencia.

El éxito de la identidad prefabricada radica en que cada uno la diseña de acuerdo con lo que previsiblemente triunfa –los valores en alza[3]–. La moda, pues, no es sino un diseño utilitarista de la propia personalidad, sin profundidad, una especie de ingenuidad publicitaria en la cual cada uno se convierte en empresario de su propia apariencia.

Efectos de desaparición

La fragmentación de las imágenes construye una estética abstracta y laberíntica, en el que cada fragmento opera independiente pero, a su vez, queda encadenado al continuo temporal de un instante narrativo único. Podemos retener el mundo entero en nuestras cabezas.

La aceleración y los estados alterados de la mente. Los psicotrópicos. La representación electrónica de la mente en la cartografía del hipertexto. Las autopistas de la información, donde todo acontece sin tener siquiera que partir ni viajar. Es la era de la llegada generalizada, de la telepresencia, de la cibermuerte y el asesinato de la realidad. El mundo como una gran cámara de vacío y de descompresión. Como la ralentización de la exuberancia del mundo.

Imágenes de la gran urbe, fragmentos de los últimos gestos humanos reconocibles. Los sujetos indiferentes a la presencia de la cámara se mueven según el ritmo de sus propios pensamientos.

Imágenes en movimiento: la estación del Metro de Tokio, súper-carreteras, aviones supersónicos, televisores de cristal líquido, nano-ordenadores, y otros tantos accesorios que nos implantan una aceleración a la manera de otras tantas prótesis tecnológicas. Es la era del cyber-reflejo condicionado, del vértigo de la cibermúsica, de los fundidos del inconsciente en una lluvia de imágenes digitales, vértigo espasmódico de señales que se encienden y apagan, del gesto televisivo, vértigo espasmódico de señales que se encienden y se apagan, del gesto neurótico y ansioso del zapping o el molesto corte del semáforo en las esquinas que parasitan el sistema de interrupciones artificiales y alimentan nuestra dependencia de los efectos especiales.

La sociedad del espectáculo

La moda ha contribuido también a la construcción del paraíso del capitalismo hegemónico. Sin duda, capitalismo y moda se retroalimentan[4]. Ambos son el motor del deseo que se expresa y satisface consumiendo; ambos ponen en acción emociones y pasiones muy particulares, como la atracción por el lujo, por el exceso y la seducción. Ninguno de los dos conoce el reposo, avanzan según un movimiento cíclico no-racional, que no supone un progreso. En palabras de J. Baudrillard: “No hay un progreso continuo en esos ámbitos: la moda es arbitraria, pasajera, cíclica y no añade nada a las cualidades intrínsecas del individuo”[5]. Del mismo modo es para él el consumo un proceso social no racional. La voluntad se ejerce –está casi obligada a ejercerse– solamente en forma de deseo, clausurando otras dimensiones que abocan al reposo, como son la creación, la aceptación y la contemplación. Tanto la moda como el capitalismo producen un ser humano excitado, aspecto característico del diseño de la personalidad en sociedad del espectáculo.

La sociedad de consumo supone la programación de lo cotidiano; manipula y determina la vida individual y social en todos sus intersticios; todo se transforma en artificio e ilusión al servicio del imaginario capitalista y de los intereses de las clases dominantes. El imperio de la seducción y de la obsolescencia; el sistema fetichista de la apariencia y alienación generalizada[6].

El juego de las apariencias

La tesis de Baudrillard es que la peor de las alienaciones no es ser despojado por el otro, sino estar despojado del otro; es tener que producir al otro en su ausencia y, por lo tanto, enviarlo a uno mismo. Si en la actualidad estamos condenados a nuestra imagen, no es a causa de la alienación, sino de su fin, es decir, de la virtual desaparición del otro, que es una fatalidad mucho peor.

Ver y ser vistos, esa parece ser la consigna en el juego translúcido de la frivolidad. El así llamado momento del espejo, precisamente, es el resultado del desdoblamiento de la mirada, y de la simultánea conciencia de ver y ser visto, ser sujeto de la mirada de otro[7], y tratar de anticipar la mirada ajena en el espejo, ajustarse para el encuentro. La mirada, la sensibilidad visual dirigida, se construye desde esta autoconciencia corpórea, y de ella, a la vez, surge el arte, la imagen que intenta traducir esta experiencia sensorial y apelar a la sensibilidad en su receptor.

Nuestra soledad demanda un espejo simbólico en el que poder reencontrar a los otros desde nuestro interior. Buscamos en el espejo la unidad de una imagen a la que sólo llevamos nuestra fragmentación.

Con estupor tomamos las últimas fotografías posibles, un patético modo de certificar la experiencia o de convertirla en colección. Pareciera que la fotografía quiere jugar este juego vertiginoso, liberar a lo real de su principio de realidad, liberar al otro del principio de identidad y arrojarlo a la extrañeza. Más allá de la semejanza y de la significación forzada, más allá del "momento Kodak", la reversibilidad es esta oscilación entre la identidad y el extrañamiento que abre el espacio de la ilusión estética, la des-realización del mundo, su provisional puesta entre paréntesis.

Como en La invención de Morel[8] donde un aparato reproduce la vida (absorbiendo las almas) en forma de réplica, en forma de mera proyección. Los Stones como souvenir de sí mismos proyectados en el telón del escenario giratorio. La envidiable decreptitud de Mick Jagger con una delgadez mezquina y ominosa, como si fuera su propia narcótica reliquia.

Los rostros del otro, rostros distantes a pesar de su cercanía, ausentes a pesar de su presencia, los miramos sin que ellos nos devuelvan la mirada. La alteridad no es más que un espectro, fascinados contemplamos el espectáculo de su ausencia. Tal vez los Stones estén muertos y nadie lo sepa. Tal vez sea una banda sustituta la que por enésima vez sacuda el mundo cuando comience su nueva gira por las ciudades de la Gran Babilonia.

Disney World y el principio de realidad

Vivimos en un universo extrañamente parecido al original -las cosas aparecen replicadas por su propia escenificación -señala Baudrillard[9]. Como Disney World que es un modelo perfecto de todos los órdenes de simulacros. En principio es un juego de ilusiones y de fantasmas: los Piratas, la Frontera, el Mundo Futuro, etcétera. Se cree a menudo que este 'mundo imaginario' es la causa del éxito de Disney, pero lo que atrae a las multitudes es, sin duda y sobre todo, el microcosmos social, el goce religioso, en miniatura, de la América real, la perfecta escenificación de los propios placeres y contrariedades. La única fantasmagoría en este mundo imaginario proviene de la ternura y calor que las masas emanan y del excesivo número de dispositivos aptos para mantener el efecto multitudinario. El contraste con la soledad absoluta del parking —auténtico campo de concentración—, es total. O, mejor: dentro, todo un abanico de 'gadgets' magnetiza a la multitud canalizándola en flujos dirigidos; fuera, la soledad, dirigida hacia un solo dispositivo, el “verdadero”, el automóvil. Por una extraña coincidencia (aunque sin duda tiene que ver con el embrujo propio de semejante universo), este mundo infantil congelado resulta haber sido concebido y realizado por un hombre hoy congelado también: Walt Disney, quien espera su resurrección arropado por 180 grados centígrados. De cualquier modo es aquí donde se dibuja el perfil objetivo de América, incluso en la morfología de los individuos y de la multitud. Todos los valores son allí exaltados por la miniatura y el dibujo animado. Embalsamados y pacificados. De ahí la posibilidad  de un análisis ideológico de Disney: núcleo del “american way of life”, panegírico de los valores americanos, etc., trasposición idealizada, en fin, de una realidad contradictoria. Pero todo esto oculta una simulación de tercer orden: Disney existe para ocultar qué es el país “real”, toda la América “real”, una Disneylandia (al modo como las prisiones existen para ocultar la “lacra” que es todo lo social en su banal omnipresencia, reduciéndolo a lo estrictamente carcelario). Disneylandia es presentada como imaginaria con la finalidad de hacer creer que el resto es real, mientras que cuanto la rodea, Los Ángeles, América entera, no es ya real, sino perteneciente al orden de lo hiperreal y de la simulación. No se trata de una interpretación falsa de la realidad (como la ideología), sino de ocultar que la realidad ya no es la realidad y, por tanto, de salvar el principio de realidad.

Sería un error minimizar la relación entre estos fenómenos y el origen de la personalidad narcisista, que no conoce límites entre ella misma y el mundo que exige la gratificación inmediata de sus deseos, así como la erosión de la vida intima tenida lugar a través de la relaciones sociales que se tratan como pretextos para la expresión de la propia personalidad. La transformación de la vida pública en un ámbito donde “la persona puede escapar a las cargas de la vida familiar idealizada... mediante un tipo especial de experiencia, entre extraños o, más importante aún, entre personas destinadas a permanecer siempre como extraños”, y donde una silenciosa y pasiva masa de espectadores observa la extravagante expresión de la personalidad de unos pocos en la “sociedad del espectáculo”, donde los medios de “comunicación” nos escamotean y disuelven el presente con las fanfarrias del último estelar televisivo.

La construcción del sentido social se desplaza del espacio de la política, hacia un mundo que no tiene historia, sólo pantalla. Son las nuevas formas de producción, las de un nuevo universo simbólico en donde se resignifican las viejas utopías mediante un proceso de descontextualización que las convierte en imágenes sin historia; en mercancías.

En esos mismos medios de comunicación se desplazan hoy los actores políticos jugando su rol hegemónico en la construcción de sentido en tanto perpetran el secuestro de nuestra moral. La fe pública violada ha creado las condiciones para el desprestigio de lo político y con ello el de nuestras instituciones, qué puede extrañar entonces del robo hormiga de las grandes transnacionales, la extorsión «irrepresentable», sólo cognoscible por medio de una compleja organización multinacional articulada según un modelo gansteril. Nuestra vida cotidiana esta así signada por las abusivas relaciones mercantiles que experimentan una creciente densidad así como una significativa disminución de las relaciones interpersonales sin fines de lucro.

Pese a todo, incluso la personalidad de las celebridades esta sujeta a los procesos de obsolescencia y caducidad, al fenómeno postmoderno de la «sacralidad impersonal». La obsolescencia de los objetos se corresponde con la de los rock stars y gurús intelectuales; con la multiplicación y aceleración en la rotación de las «celebridades», para que ninguna pueda erigirse en “ídolo personalizado y canónico”. El exceso de imágenes, el entusiasmo pasajero, determinan que cada vez haya más “estrellas” y menos inversión emocional en ellas, los revival son fenómenos de “nostalgia decretada” ideadas como estrategias de marketing por algún ejecutivo de una compañía multimedia.

Maś allá de la “sociedad del espectáculo”[10] y “el imperio de lo efímero” se instala la “norma de consumo” en el plano de las necesidades sociales, también gobernadas por dos mercancías básicas: la vivienda estandarizada, lugar privilegiado de consumo, y el automóvil como medio de transporte compatible con la separación entre el hogar y el sitio de trabajo. Ambas mercancías —y en especial, desde luego, el automóvil— fueron sometidas a la producción masiva y la adquisición de ambas exige una «amplia socialización de las finanzas» bajo la forma de nuevas o ampliadas facilidades de crédito (compra a plazos, créditos, hipotecas, etc.). Más aún, las dos mercancías básicas del proceso de consumo masivo crearon complementariedades (crédito hipotecario y automotriz) que producen una gigantesca expansión de las mercancías, apoyada por una diversificación sistemática de los valores de uso. El individuo se ve obligado a elegir permanentemente, a tomar la iniciativa, a informarse, a probarse, a permanecer joven, a deliberar acerca de los actos más sencillos: qué automóvil comprar, qué película ver, qué libro leer, qué régimen o terapia seguir. El consumo obliga a hacerse cargo de sí mismo, nos hace “responsables”, se trata así de un sistema de participación ineludible[11].

El régimen de la mortandad de los objetos

El dispositivo que activa este sistema de “obsolescencia acelerada” —que impera a consumir compulsivamente— consiste en convencer al consumidor que necesita un producto nuevo antes que el que ya tiene agote su vida útil y funcionalidades. Ésta es una de las tareas de los diseñadores: acelerar la obsolescencia. A este respecto el automóvil ha sido un caso paradigmático de las obsolescencias decretadas del estilo, asociadas a las imágenes de prestigio y estatus que le rodean.

Así, el propósito es hacer que el cliente este descontento con su actual automóvil, su cocina, sus pantalones, etc., porque esta “pasado de moda”. Ya no debe esperarse que las cosas se acaben lentamente. Las sustituimos por otras que si bien no son, necesariamente, más efectivas, son más atractivas. Pese a todo es difícil discernir la frontera entre progreso técnico real y obsolescencia del diseño y —más aún— sustraerse al influjo de estos condicionamientos.

Siempre los objetos han llevado la huella de la presencia humana[12], pero ahora no son sus funciones primarias (el cuerpo, los gestos, su energía...) las que se imponen sino las superestructuras las que se dejan sentir. Así, el objeto automatizado representa a la conciencia humana en su autonomía, su voluntad de control y dominio. Ese poder va más allá de la prosaica funcionalidad —y de eso saben mucho los vendedores de automóviles—. El objeto es irracionalmente complicado, se llena de detalles superfluos y viaja en su juego de significaciones mucho más allá de sus determinaciones objetivas.

El automóvil es un signo de poder, de refugio, una proyección fálica y narcisista,  que —según Baudrillard— reúne “la abstracción de todo fin práctico en la velocidad, el prestigio, la connotación formal, la connotación técnica, la diferenciación forzada, la inversión apasionada y la proyección fantasmagórica”[13].10

El ejemplo del automóvil es paradigmático. A éste muy rápidamente se le sobrecargó de funciones parasitarias de prestigio, de confort, de proyección (fálica) inconsciente... que frenaron y después bloquearon su función de síntesis humana[14].

El consumo, como se ve, no es la base sobre la que descansa el progreso, sino más bien la barrera que lo estanca o, al menos, lo lanza en la dirección contraria a la de la mejora de las relaciones sociales. El espíritu que realmente funciona es el de la fragilidad de lo efímero, una compulsión que se debate de forma recurrente entre la satisfacción y la decepción y que permite ocultar los verdaderos conflictos que afectan a la sociedad y al individuo.

Aspectos “mitológicos” y nemotecnia del consumo; la acumulación y el derroche

Baudrillard habla[15] de un gran happening colectivo dominado por el espectáculo de la mortalidad impuesta y organizada de los objetos, por su artificial obsolescencia, pero sabe que esa imposición no es sólo una consecuencia del orden de producción capitalista. Es difícil saber qué género de instinto de muerte del grupo, qué voluntad regresiva domina todo ese ceremonial que, bien pensado, recuerda a ciertas ceremonias salvajes como la del potlach. Potlach es una práctica antes que un concepto, parte de un lenguaje perdido en la Historia, pero aun vivo en ciertos ritos modernos: el sexo, el banquete y la embriaguez de la danza, «donde se ve que la dispersión no va hacia el sin sentido, sino que es una modalidad de encuentro con el sentido que pasa a través de la pérdida de centralidad del sujeto». Una economía ya no basada en la acumulación sino en el derroche, en el goce de lo producido. Nuestras sociedades viven de la acumulación de lo que producen, vigilan este excedente de forma celosa. En cambio, cuando se habla de Potlach nos referimos a los experimentos históricos basados en el gasto improductivo, al disfrute y la prodigalidad.

Finalmente nos resta por analizar el aspecto «mitológico» del capital y la sacralización de sus productos más emblemáticos: la Coca Cola, el Cadillac, los Mac Donald's. Los aspectos ideológicos del consumo rebasan los límites de la organización política para instalarse en el inconsciente colectivo y los usos rituales de una población. Se busca implantar sobre bases afectivas y nemotécnicas un nuevo y particular ethos, una forma de ir por el mundo, ya no como recolector o cazador, ni siquiera como consumidor, sino como el agente del desperdicio, carácter que surge sólo desde la conciencia de la prosperidad, la abundancia y el lujo.

Para estimular el flujo de la mercancía, a través del desperdicio y el derroche, entendida éste como clave de la prosperidad futura del mercado, se opera en varias direcciones. Primeramente —en el plano ideológico— contra el pensamiento orientado al ahorro, mentalidad difícil de desarraigar ya que corresponde a una práctica ancestral de la humanidad, la de precaverse para el desconocido y con frecuencia temido día de la escasez[16].

Por otra parte está la vertiente sentimental y poética del diseño, que se corresponde con una novedad metodológica importante, la apelación a la memoria emotiva. La vertiente sentimental de la mercadotecnia se refiere a la persistencia aún en los nuevos productos de un elemento visual implícito que marque una filiación con el pasado, asegurando la continuidad histórica en la espesa trabazón de los objetos. Casi sin excepción los nuevos diseños incluyen un ingrediente que los especialistas denominan «forma sobreviviente». Deliberadamente se incorpora al producto un detalle evocador que recordará a los usuarios un artículo similar, de uso semejante, tenido en una buena tarde o un feliz verano. La gente aceptará más fácilmente algo nuevo, sostienen los expertos en innovación, si reconocen en ello algo que surge “orgánicamente” del pasado. Al incluir un patrón familiar en una forma nueva, sea o no radical, se podrá hacer aceptable aún lo más inusitado, productos y usos que de otro modo rechazarían.

Esta es una de las causas del amor disfuncional que le profesamos a los objetos, aquel que los abraza a la vez que los rechaza. La misma dualidad entre coleccionismo y desperdicio da cuenta de esta ambivalencia.

Por una parte está el individuo que colecciona desde sellos de correos hasta alfombras persas, y se siente así impulsado a «realizarse» en el placer que supone la posesión de un conjunto de objetos, donde la idea misma de colección está directamente vinculada a la posesión —no funcional— por encima de la necesidad, es decir, a la riqueza y por otra las maneras de «usar» el excedente como desperdicio. Aquí es posible identificar otra forma de mitología, la de ciertas lógicas capitalistas, según la cual a épocas de prosperidad, cuando la economía se expande y el crecimiento del producto es sostenido, le debiera seguir o suceder tiempos donde el beneficio —en razón de los excedentes— alcance a toda la población, incluso a la más desfavorecida, esto de acuerdo a la conocida estrategia de «crecimiento y chorreo» que dominó el «paraíso» neoliberal del Chile de los 80'. Pero en realidad esto nunca sucedió, en su lugar advino la acumulación —incluso— del excedente; nuevas formas de codicia y de fraude fiscal terminaron por ahogar esta promesa escatológica del libre mercado.

Como homenaje a Jean Baudrillard
(a una semana de su sensible fallecimiento)
marzo de 2007

[*] Adolfo Vásquez Rocca es Doctor en Filosofía por la Pontificia Universidad Católica de Valparaíso y ha cursado estudios de Postgrado en la Universidad Complutense de Madrid.


[1] BAUDRILLARD, Jean  (1929-) Estudió filología germánica en La Sorbona de París.. En 1966 leyó su tesis doctoral ('Le sistème des objets') bajo la dirección de Henry Lefebvre, e inició su actividad docente en la Universidad París X, en Nanterre, donde tuvo un papel activo en los sucesos de mayo del 68. Director científico del IRIS (Recherche sur l'Innovation Sociale) de la Universidad París-IX Daphine (1986-1990). En 2001 fue contratado por la European Graduate School de Saas-Fee, Suiza, como profesor de filosofía de la cultura y de los medios en los seminarios intensivos de verano.

La mayor parte de la obra de Baudrillard ha sido traducida a las lenguas española y portuguesa. A la primera: El sistema de los objetos, Siglo XXI, Ciudad de México, 1969; La sociedad de consumo, Plaza y Janés, Barcelona, 1970; Crítica de la economía política y del signo, Siglo XXI, Ciudad de México, 1976; El espejo de la producción, Gedisa, Barcelona, 1980; El sistema de los objetos, Siglo XXI, C. de México, 1981; El intercambio simbólico y la muerte, Monte Avila, Caracas, 1981; Las estrategias fatales, Anagrama, Barcelona, 1984; América, Anagrama, Barcelona, 1987; El otro por sí mismo, Anagrama, Barcelona, 1988; Cool Memories, Anagrama, Barcelona, 1989; De la seducción, Ed. Cátedra, Madrid, 1989 (Planeta-Agostini, Barcelona, 1993; Iberoamericana, Buenos Aires, 1994); Las estrategias fatales, Anagrama, Barcelona, 1991; La transparencia del mal. Ensayo sobre los fenómenos extremos, Anagrama, Barcelona, 1991; La guerra del golfo no ha tenido lugar, Anagrama, Barcelona, 1992; La ilusión del fin. La huelga de los acontecimientos, Anagrama, Barcelona, 1993; Cultura y simulacro, Kairós, Barcelona, 1993; El otro por sí mismo, Anagrama, Barcelona, 1994; El crimen perfecto, Anagrama, Barcelona, 1996; Pantalla total, Anagrama, Barcelona, 2000.

[2] BAUDRILLARD,  Jean,  El otro por sí mismo, Ed. Anagrama, Barcelona, 1997.

[3] RIVIERE, M, Diccionario de la moda, Ed. Grijalbo, Barcelona, 1996.

[4] VÁSQUEZ ROCCA, Adolfo, La moda en la postmodernidad. Deconstrucción del fenómeno "fashion";http://www.ucm.es/info/nomadas/11/avrocca2.htm En NÓMADAS. 11 | Enero-Junio.2005 Revista Crítica de Ciencias Sociales y Jurídicas. UNIVERSIDAD COMPLUTENSE DE MADRID.

[5] BAUDRILLARD, Jean, The Consumer Society, SAGE Publication, 1998, p. 100

[6] DEBORD, Guy, La sociedad del espectáculo, Ed. Pre –Textos, Valencia, 1999, cap. II La mercancía como espectáculo. P. 51 y sgtes.

[7] BAUDRILLARD, Jean,  El otro por sí mismo, Anagrama, Barcelona, 1994

[8] BIOY CASARES, Adolfo, La invención de Morel, Ed. Emecé, Buenos Aires, 1940.

En la clásica novela de Ciencia Ficción –obra fundacional del género– Morel ha inventado una máquina que permite capturar la entidad de las personas, su existencia en sí, y reproducirla a voluntad. Pero esta captura implica la muerte de la persona que es registrada o grabada. La novela juega con la idea del solipsismo, el eterno retorno y los problemas  ontológicos – identitarios.

Ver: VÁSQUEZ ROCCA, Adolfo, “La Invención de Morel. Defensa para sobrevivientes” en Zona Moebius;  http://www.zonamoebius.com/00002006/nudos/avr_0906_morel_bioy.htm

[9] BAUDRILLARD, Jean, Cultura y simulacro, Kairós, Barcelona, 1993

[10] Existen dos intentos recientes de utilizar el concepto de fetichismo de la mercancía para explicar la cultura capitalista del siglo XX. Uno de ellos es, desde luego, la crítica a la «industria de la cultura» elaborada por Horkheimer y Adorno en   Dialéctica de la Ilustración, y el segundo es el análisis desarrollado por Guy Debord y otros miembros de movimiento situacionista en los años sesenta. Parodiando la frase con que se inicia   El capital, Debord afirma que «toda la vida de las sociedades donde reinan las condiciones modernas de producción se anuncia como una acumulación inmensa de espectáculos», y agrega que el espectáculo «en todas sus formas específicas, como información o propaganda, publicidad o consumo directo de entretenimiento», debe ser visto como «una relación social entre las personas mediada por imágenes». Como tal, la «sociedad del espectáculo» es «la realización absoluta» del «principio del fetichismo de la mercancía». Si bien Baudrillard admite la influencia de los situacionistas, rechaza sin tapujos sus ideas: «No vivimos ya la sociedad del espectáculo... como tampoco los tipos específicos de alienación y represión que ésta conlleva». Podemos presumir que ello se debe a que conceptos como los de alienación y represión presuponen la existencia de algo alienado o reprimido. Debord afirma decididamente que la sociedad del espectáculo implica un forma distorsionada de relación social, habla de «la praxis social global escindida entre realidad e imagen» y dice que «dentro de un mundo puesto realmente de cabeza, lo verdadero es el movimiento de lo falso». Todo lo anterior es rechazado de plano por Baudrillard, para quien realidad e imagen, falso y verdadero, se confunden de manera endémica en el mundo hiperreal de la simulación.

[11] LIPOVETSKY, Gilles,   L'Ere du vide, París, 1983, pp. 7, 14

[12] VÁSQUEZ ROCCA, Adolfo,  “Coleccionismo y genealogía de la intimidad”, en  Almiar (Margen Cero), Madrid, 2006,   http://www.margencero.com/articulos/articulos2/coleccionismo.htm

[13] BAUDRILLARD, Jean, El sistema de los objetos, México, Siglo XXI, 1985; p. 74.

[14] BAUDRILLARD, Jean,  Amérique, París, 1986, pp. 21 y sgtes.

[15] BAUDRILLARD, Jean,  La sociedad de consumo. Sus mitos, sus estructuras, Ed. Plaza y Janés,  Barcelona, 1974.

[16] EWEN, Stuart,  Todas las imágenes del consumismo; la política del estilo en la cultura contemporánea, Ed. Grijalbo, México, 1998, p, 284.


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